II
LA CORONACIÓN
1
Un lejano día entre los días, desde el sendero que bordeaba los cerros, fue acercándose una silueta que, conforme avanzaba, iba apareciendo y desapareciendo por encima y por debajo de los horizontes sucesivos que imponía el tortuoso relieve del camino. Era un hombre montado sobre una mula de grupa cuadrada y vientre inflamado, cargada con una alforja a cada lado. Todo el pueblo estaba reunido en la plaza en torno a la glorieta. Abúlicos y un poco a desgano agitaban pancartas y banderines que llevaban escrito el nombre del intendente. La banda de vientos sonaba estridente y voluntariosa, aunque parecía no guardar un criterio unánime de armonía ni arreglo a compás alguno. El intendente, mientras ensayaba disimuladamente y para sí los numerosos folios del discurso que se preparaba para leer, cada tanto sonreía y saludaba a la multitud. Nadie había prestado atención al hombre que, lentamente, iba bajando por la ladera del cerro.
Cuando la banda concluyó su irreconocible pieza, dejó lugar al presentador oficial: un hombrecito bajo que vestía un traje raído y que era la voz del pronóstico meteorológico de la radio de la ciudad, aquel que desde hacía incontables años repetía invariablemente:
—Tiempo bueno, cálido y cielo despejado durante el día. Frío por la noche.
Y ahora, en su papel de presentador oficial de los actos de campaña del intendente, no podía evitar un ligero espasmo nervioso en los labios que opacaba su decir cristalino y radiofónico.
El intendente era inamovible como las montañas sobre las que se recortaba su obesa persona, blanco como las nieves eternas que las coronaban y tan antiguo en su función como la memoria del más longevo de los asistentes al acto. Desde siempre, invariablemente una vez cada cinco años llegaba desde la ciudad, leía su discurso —siempre el mismo—, no sin cierta indisimulable aprensión besaba las mejillas de los niños, abrazaba a las mujeres, estrechaba la diestra de los hombres, personalmente servía vino y empanadas, repartía las boletas electorales que llevaban su nombre y, finalmente, se iba antes del anochecer llevándose las voluntades de los lugareños hasta el próximo lustro. El intendente tenía la flotante materialidad de las boyas de los pescadores de los rápidos que bajaban de las cumbres: había sobrevivido en su puesto a las turbulencias más feroces; sabía subirse a los tanques de los vencedores y bajarse a tiempo, cuando la corriente empezaba a cambiar.
Nadie se había percatado de la presencia del recién llegado, hasta que los cascos de la mula sonaron contra el empedrado de la plaza rompiendo el silencio ceremonioso que precedía a la palabra del intendente. Alguien entre la multitud giró la cabeza por sobre su hombro; no pareció otorgarle ninguna importancia al desconocido hasta que vio la delgada línea de reptiles que seguían a la mula en imperceptible caravana. Entonces, cuando buscó el rostro del jinete, que estaba cubierto por el ala del sombrero, pudo distinguir entre los pertrechos que llevaba en bandolera, la cabeza cornamentada de la China Supay.
2
El niño que se había alejado por aquel mismo camino hacía más de tres lustros, tenía la misma inexpugnable expresión del hombre que ahora miraba a la multitud como si nunca se hubiese ido. Detrás de aquellos párpados que llevaban el estigma oblicuo del Oriente brillaba el azul de sus ojos, como dos gotas del Mediterráneo caídas en el desierto moro de su piel, ahora quebrada por el paso de los años. La multitud giró lentamente sobre sus talones y de a poco formó un semicírculo en torno al Hijo de Wari dejando la plaza vacía y los banderines y pancartas tirados en el suelo. El intendente miraba azorado por encima de los lentes de leer. Carraspeó frente al micrófono, lo golpeó con el índice pero no consiguió suscitar, ni siquiera, la atención de los músicos, que iban abandonando la pérgola embanderada. Todos conservaban, como un talismán que siempre llevaban consigo, las alhajas impares, las alianzas y los aros únicos, los gemelos solitarios y hasta los zapatos derechos que había materializado el Hijo de Wari hacía más de quince años. Todos suplicaban su magia extendiendo los brazos, mostrando los tesoros singulares, implorando la multiplicación del milagro.
Al Hijo de Wari no le hubiese demandado ningún esfuerzo tomar a su serpiente por el cuello y extraer de su boca el par complementario de cada una de las baratijas. Pero sabía que la mejor forma de cumplir una promesa no era mediante su realización, sino por medio de la formulación de otra promesa. Ante la mirada suplicante de todos, se apeó, abrió una de las alforjas que colgaban de las ancas de la mula y extrajo un grueso atado de billetes. Los liberó del cordón, los rompió por la mitad y los lanzó al aire formando un tropel tumultuoso que se desesperaba por hacerse de la mayor cantidad de fracciones de papel. Y así, fue desatando fajos de billetes, rompiéndolos al medio y arrojándolos al aire hasta vaciar por completo el contenido de las alforjas. El intendente, petrificado, miraba el triste espectáculo de sus boletas electorales desparramadas indolentemente por el suelo, pisoteadas y destrozadas por la multitud.
Durante su dilatada trayectoria hecha de marchas y contramarchas, de avances y retrocesos, de alianzas y de traiciones, el intendente había tenido que enfrentarse a diversos contratiempos e imponderables. Pero ahora, viendo cómo su autoridad quedaba vilipendiada bajo los pies descalzos de la turbamulta que obedecía a los inexplicables arbitrios de un bufón, cayó en la trampa como un bisoño inexperto. Personalmente ordenó al teniente que comandaba la pobre tropa que velaba por la seguridad del acto, que detuviera de inmediato al revoltoso.
El Hijo de Wari vio cómo el escuálido piquete trotaba hacia él y no solamente no hizo nada por evitarlo sino que fue a su encuentro. La multitud se aferraba a las vestiduras del Hijo de Wari intentando liberarlo de sus captores. Pero conforme intentaban interceder, recibían una lluvia de golpes de bastón y hasta culatazos de fusil. Finalmente el reo pudo ser arrancado de las manos de sus castigados protectores y conducido hasta la cárcel de la intendencia de la ciudad al otro lado del cerro.
Al viejo intendente no habría de alcanzarle lo que le restaba de vida para arrepentirse.
3
Fue durante su cautiverio en la cárcel de la intendencia donde el Hijo de Wari se ganó el apodo de Madre de Dios. La celda era un cubículo hediondo y oscuro donde apenas cabían las humanidades verticales de los cuatro presos que se apiñaban antes aún de que llegara el quinto. Eran cuatro cuerpos que se dirían despojados de alma. El carcelero que había conducido al Hijo de Wari hasta la celda, lo trataba con el respeto con el que se dirigiría un edecán a un mandatario. Llevaba una cadena alrededor del cuello desde la cual pendía un gemelo solitario que, quince años antes, había sido sacado de la boca de la serpiente por aquel a quien, ahora, mientras lo conducía hacia la celda, no se atrevía a tocar siquiera. Nadie ignoraba quién era el nuevo preso. Sus compañeros de celda, cuatro estafadores de poca monta que entraban y salían de la cárcel según el intendente necesitara o prescindiera de sus servicios, miraban al Hijo de Wari con una devoción que se hubiera dicho religiosa, con la misma admiración que un aprendiz le profesa a su maestro. Uno por uno se fueron presentando con una suerte de reverencia improvisada que concluía con un espontáneo beso en la diestra del maestro. El más joven, un tipo regordete de mejillas rojas e inflamadas, parecía ser el que llevaba la voz del grupo. Se había presentado como Orestes Morse Santagada. Le decían La Morsa. Hablaron poco. O nada. Sin embargo, nunca más, hasta el entonces lejano día de la Ascensión, habrían de separarse.
Afuera, la gente iba llegando hasta las puertas de la intendencia para exigir la liberación del mártir. Llegaban desde los huecos más recónditos de la montaña a lomo de mula, cruzaban los cerros de a pie y, en la misma medida en que se dilataba el confinamiento del Hijo de Wari, crecía la multitud que se agolpaba frente a la intendencia. La noticia había llegado hasta la capital. Sumido en la confusión, el intendente hizo llevar al reo a su despacho. Sentado frente al inculpado, el viejo funcionario no podía evitar sentir la mirada de su interlocutor como el filo de una guillotina que caía sobre su cuello. El intendente fue escueto: prometió liberarlo solamente si abandonaba, no ya la ciudad, sino el vasto perímetro de la provincia y bajo la condición de que nunca más en su vida habría de volver a pisarla. El Hijo de Wari rio con ganas.
Existen dos modos de explotar para el provecho propio el potencial del prójimo del que podemos servirnos. Todo hombre presenta una arista visible y otra recóndita. En virtud de este lado evidente podemos conocer su utilidad manifiesta: puede ser rico o pobre, sabio o ignorante, soberbio o humilde, de franca disposición para el trabajo o completamente holgazán, sensato y cuidadoso de las apariencias sociales o promiscuo y de ordinarias costumbres. Pero puede que estas no sean sino apariencias. Sobran los ejemplos de hombres que a la luz del día son respetables y cuidadosos de las formas sociales y, por las noches, revelan furtivamente sus inconfesables costumbres. Hay hombres avaros, dueños de secretas fortunas, que aparentan indigencia con el propósito de ganarse la compasión y evitarse el desembolso de un centavo e, inversamente, existen hombres que aparentan riqueza para gozar del crédito y la consideración que de otro modo serían incapaces de obtener. Para aprovecharnos de las virtudes evidentes de nuestros semejantes deberemos, primero, conocer sus miserias más secretas. Y, si en cambio, sus miserias nos fueran de utilidad, deberemos presentarlo a los ojos públicos como un hombre probo, ya que nadie sentaría a la mesa de su familia a un canalla. En resumen, un príncipe tendrá como norma y principio obtener lo peor de su prójimo.
El Hijo de Wari acarició al perro enorme y escuálido que dormía a los pies del intendente y, frente a los ojos alelados del funcionario, extrajo del interior de la boca del animal un rollo de papel atado con un cordón púrpura. Sin que se moviera un músculo de su cara, el Hijo de Wari deshizo el nudo y extendió el papel. Primero lo leyó con expresiva atención y, cuando hubo terminado, se lo entregó al intendente:
—Fíjese —le dijo— lo que andan diciendo los perros de usted.
El intendente arrancó el papel de las manos de su interlocutor y, sin que pudiera evitar una mueca de espanto, se derrumbó sobre el escritorio.
Empezaba a caer la noche cuando el balcón de la intendencia se abrió de par en par. La multitud pudo ver al viejo, inamovible como la montaña y tan blanco y eterno como las nieves que la coronaban, que se disponía a hablar. Primero anunció que el reo sería inmediatamente liberado. Y, entre la ensordecedora ovación que rompió en las gargantas, proclamó que, habida cuenta de que él ya era un hombre viejo, habría de ceder su propia candidatura al nuevo conductor. Entonces invitó a salir al balcón al Hijo de Wari para que saludara a los artífices del milagro.
4
El Hijo de Wari asumió la intendencia y la ejerció acumulando promesas cada vez más ambiciosas. Sin abandonar el viejo poncho que le confería un brío caudillesco, fue cosechando fascinadas voluntades en toda la provincia. Atrás habían quedado los días de los milagros obrados en el vientre de la serpiente. Ahora las obras prometidas eran de tal magnitud que no habrían de caber siquiera en la ciudad. Y la intendencia fue apenas un breve escalón en su rápido ascenso hacia la gobernación.
Gobernó la provincia con la misma llana simpleza de un saltimbanqui. Viajaba por los caseríos perdidos en la montaña, iba a lomo de mula por los estrechos caminos de cornisa, andaba a pie mezclándose entre la gente y volvía a su despacho presidido por la estatua calcárea de su madre, Gregoria Galimatías Salsipuedes, disfrazada eternamente de la China Supay. Era dueño del silencio que suele atribuírseles a los hombres de acción, y de una calma que aparentaba nacer de la templanza. Le gustaba sentarse a la sombra de la galería que daba al patio del palacio y contar dinero. Nada le provocaba un placer más grato que humedecerse el índice de la diestra y acariciar, una y otra vez, cada uno de los billetes que componían los gruesos fajos que luego guardaba en las viejas alforjas de las mulas, en los cajones del ropero, debajo del colchón, en el interior de las cañerías en desuso del baño. Sabía con exactitud cuánto y dónde había en cada uno de los secretos escondrijos. Entraba y salía del tesoro del Banco de la Provincia, cuya presidencia ejercía su viejo compañero de celda, La Morsa, ahora convertido en el Doctor Orestes Morse Santagada; entraba y salía con la misma naturalidad con la que paseaba por los jardines de la gobernación; llegaba a la hora de la siesta montado sobre su mula cuando el sol caía vertical despojando a las cosas de su sombra, se apeaba, quitaba las alforjas del apero, entraba y se encerraba con el doctor Orestes Morse Santagada a conversar envueltos en la fresca penumbra metálica del recinto del tesoro, olía largamente los fajos de billetes recién llegados de la capital, degustaba el perfume de la tinta fresca y el papel nuevo, acariciaba el suave relieve del rostro ceñudo del ilustre enmarcado en sellos de agua, llenaba las alforjas hasta colmarlas, se despedía de su amigo y, finalmente, volvía al Palacio de la Gobernación.
Contra su voluntad pero a favor de lo que le dictaba el sentido común, el Hijo de Wari decidió que no le quedaba más remedio que formar una familia. Había notado que cuanto más numerosa era la progenie de un hombre, tanto mayor era su prestigio. De modo que una noche montó su mula y preparó el apero para dos personas, bajó hasta la ciudad y entró al pequeño y único burdel que había en quinientas leguas a la redonda. En la penumbra que lo teñía todo de un rojo anonimato, pidió que le presentaran a las pupilas de la casa y, cuando todas estuvieron formadas delante de él, sin siquiera mirar, extendió el brazo y dijo:
—Esa.
La patrona le preguntó por cuánto tiempo la iba a querer, a la vez que tintineaba las fichas. El hijo de Wari pensó un momento y contestó:
—Calcule unos cincuenta años.
Entonces puso las alforjas sobre el mostrador y apiló prolijamente todos los fajos de billetes que contenían, tantos como nadie jamás había visto ni nunca habría de ver en toda su vida. Caminó hacia la elegida, la tomó de la mano, sin mirarla le ordenó que montara la mula y se la llevó. Por la mañana se hizo casar en la parroquia de la gobernación y, por la tarde, fue a la Casa de Expósitos a buscar al resto de su familia. Salió del orfanato con ocho niños, todos varones de distintas estaturas, a los que habría de presentar como hijos legítimos.
Su mujer se llamaba María de los Perros Amor. Su oficio era tan antiguo como el recurso del eufemismo; en adelante habría de presentarla como artista de variedades. Los nombres de sus hijos jamás pudo recordarlos.
5
El Hijo de Wari llegó a ganar fama entre los gobernantes extranjeros. Firmó contratos con las Repúblicas más remotas, selló acuerdos con las coronas más poderosas, estableció convenios con los emiratos más prósperos, concretó pactos con las teocracias más antiguas.
El año en que entraron en colapso los sumideros londinenses, a causa de la sobreingesta de papayas llevadas desde el Caribe, las autoridades sanitarias de la Corona no sabían qué hacer con los excedentes cloacales que amenazaban inundar al mismo Palacio de Buckingham. Verdaderos ríos de mierda brotaban desde las alcantarillas y avanzaban sobre las distinguidas tiendas de South Kensington. A la iluminada imaginación del Doctor Orestes Morse Santagada, la Provincia adeuda una de las páginas más exquisitas del comercio internacional. Enterado del desastre, el viejo compañero de celda del gobernador elevó a la Cancillería un borrador del proyecto. La propuesta que llevaba no podía ser más provechosa, según afirmaba la nota formalmente presentada: la Provincia estaba dispuesta a recibir los excedentes cloacales, a los que nombraba con el curioso eufemismo de «fertilizante». La Corona mostró un tibio interés en la propuesta, pero notificó que, por supuesto, no estaba dispuesta a donar generosamente el valioso fertilizante. Entonces el Hijo de Wari ofreció a cambio de las cincuenta mil toneladas de abono, todos los yacimientos de cobre y todas las minas de plata de su Provincia. La Corona redobló la apuesta y propuso que, además de los yacimientos de cobre y las minas de plata, la Provincia se comprometiera a que todas las cosechas que dieran los áridos suelos abonados con su «fertilizante» fuesen exportadas a la ínsula a la mitad del precio que fijara el mercado y, luego, que toda la producción manufacturada con el producto de las cosechas fuera reimportada a la Provincia según los precios estipulados por el mercado libre.
A los dos meses de sellado el acuerdo, la lejana provincia caída del mapa ingresaba al Mundo recibiendo cincuenta mil toneladas de mierda de pura cepa británica.
6
Este y otros actos de gobierno volvieron la mirada de todos los gobernadores sobre el Hijo de Wari. El mismo Poder Ejecutivo Nacional miraba con una mezcla de recelo y secreta admiración al ascendente mandatario que, envuelto en su poncho de vicuña, iba ganando las páginas centrales de los diarios. Los embajadores de las potencias viajaban hasta la falda de los cerros a reunirse con el más famoso de los dirigentes, que, paradójicamente, se desplazaba a lomo de mula. Los mandatarios que visitaban al Presidente no volvían a sus países sin antes hacer, aunque más no fuera, una breve escala en el Palacio de la Gobernación perdido en la montaña. A la sombra de la galería, rodeados de vicuñas que pastaban en los jardines, los secretarios sostenían las carpetas que contenían las fojas de los contratos. La Corona estaba dispuesta a contribuir al florecimiento de la pujante Provincia aun a expensas de resignar parte de su territorio colonial. Entonces propuso ceder al Estado Provincial la fértil isla de Inanga Tog, al sur del Cabo de las Lágrimas, a cambio de las sedientas tierras que contenían los desérticos salitres y las inhóspitas minas de plata sepultadas entre los cerros. Se firmó el acuerdo. La virgen fertilidad de la isla de Inanga Tog nunca pudo ser explotada: los nativos se devoraron crudos a los criollos propietarios días antes de que un maremoto la borrara del mapa. Pero, como quiera que fuese, el gobernador había llevado las extensiones de su Provincia hasta los confines del planeta, hasta las mismísimas profundidades del océano.
Sin embargo la gobernación no habría de ser más que un breve peldaño en su carrera política. El Hijo de Wari asumió la primera de sus incontables presidencias, sucesivas y ganadas todas por mayoría absoluta, seis mil seiscientas sesenta y seis jornadas exactas antes del glorioso Día de la Ascensión.
7
Desde aquella fecha memorable en que Él y Los Doce se elevaron hasta perderse en el ábside del ocaso, nada volvimos a saber de sus misteriosas existencias. En la misma medida en que se acrecentaba nuestro tedio, en que nos entregábamos a una abulia hecha de amargo hastío y de dulce inercia, en la inacabable siesta en la que discurría nuestra pedestre subsistencia a ras del suelo, en la misma proporción, alentábamos la secreta esperanza de Su regreso. La desidiosa acritud de los nuevos tiempos nos había conferido, de pronto, una mirada bovina. Con la misma expresión de las vacas que pastaban a la vera de los caminos, veíamos pasar los días sin más sobresaltos que el repetido fastidio que nos demandaba espantarnos la mosca pertinaz del agobio. Nos fueron creciendo las barbas de la indolencia, echados boca arriba nos rascábamos las pulgas gordas del tedio. Frente a nuestros impávidos ojos de vaca, los días pasaban con la misma lenta mansedumbre con la que iba cayendo la hojarasca otoñal del calendario. Recostados sobre la almohada pringosa de la decepción, veíamos pasar la sucesión de santos del santoral: lunes 2, San Tobías y San Bonifacio, los santos de los enterradores; martes 15, San Mauro, el que servía para curar la escrófula, los lamparones y los humores fríos; miércoles 4, San Eusebio, el santo de los comisionistas y los revendedores; sábado 24, Santa Isabel de Hungría, la que invocábamos para curar el dolor de muelas. Y así, restregándonos las lagañas del desgano, veíamos pasar a los santos con su vuelo lento y repetido: jueves 18, San Gregorio Taumaturgo, viernes 29, San Segismundo, el que bajaba la fiebre y morigeraba los dolores reumáticos. Vivíamos en un sempiterno domingo de lluvia. Sometidos por la melancolía, solamente nos quedaba el recuerdo cada vez más remoto del Hijo de Wari. Rememorábamos sus días de gloria y lo esperábamos, como en los viejos tiempos, conservando entre las manos el tesoro impar de los milagros gestados en la tripa de la serpiente que solo habrían de consumarse con su segunda vuelta.