Capítulo IX
«¿Cómo puedo seguir enamorada de un hombre así?», se cuestionaba Clarissa indignada mientras se dirigía al que había sido su hogar de toda la vida. Bajó del carruaje y entró a la mansión Castelló con paso rápido.
Se tomó un instante para contemplar el amplio salón principal; que grande y vacía le parecía la casa sin su padre. Recordó con nostalgia a ese hombre que a pesar de los largos viajes y de todo, siempre se desvivió por hacerla sentir amada.
Llegó a su habitación hecha una fiera, casi al instante apareció su nana, intrigada.
—¿Qué pasó mí, niña? ¿Por qué has llegado tan pronto? —preguntó la mujer mientras desabrochaba el vestido y la ayudaba a prepararse para dormir.
—Me encontré con él, nana… —dijo sin preocuparse en disimular su gran indignación—. ¿Puedes creerlo? ¡Se atrevió a galantear conmigo!
—Es tu marido, no veo por qué te molesta tanto….
—¡Porque no me reconoció, nana! Para él era solo una extraña… —explotó—. Será mejor que cambiemos de tema, no quiero seguir haciendo corajes por un hombre que no vale la pena…
Al día siguiente, Clarissa estaba citada en el despacho de James Carter a las cinco en punto, así que aprovechó la mañana para salir y hacer unas cuantas compras en compañía de Suzanne y su fiel nana.
Salió por un poco de aire, pues dentro de la tienda de novedades había tantas personas que sentía que no podía respirar. Suzanne y su nana se quedaron admirando unas lámparas artesanales en el interior del gran almacén.
La mañana había sido agitada, miró las bolsas que su mozo llevaba y reconoció que tanto Suzanne como ella se habían pasado con las compras; divisó una banquilla a unos pocos pasos de ella y agradeció al cielo que estuviera desocupada. Sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia allí antes que alguien más le ganara. Estaba sumida en sus pensamientos que ni siquiera se percató que un hombre estaba al pendiente de ella.
Desde que la vio salir de la tienda, Erick no pudo evitar pensar en la mujer de la fiesta de máscaras, la analizó a detalle y descubrió con satisfacción que en efecto era la misma que lo dejó intrigado aquella noche. Decidido, se dirigió hacia ella…
—Buenos días, señorita —saludó al tiempo que sonreía.
Clarissa levantó el rostro y se encontró con la profunda mirada azul cielo; sintió deseos de abrazarse a él. ¡Cielos! Estaba más atractivo que nunca.
Entonces recordó que su esposo seguía sin reconocerla, y eso la molestó, pero decidió que no era el momento adecuado para que él saliera de su error. Por nada del mundo quería perderse el ver su cara de estupefacción cuando descubriera que quién asistía a firmar el divorcio era nada más y nada menos que la mujer con la que había estado galanteando.
Tenía que marcharse antes que su nana o Suzanne salieran de la tienda, de lo contrario, Erick pronto ataría cabos, no era tonto.
—Discúlpeme, pero tengo que marcharme —se excusó y se dirigió deprisa al carruaje sin darle oportunidad de seguirla.
Erick solo alcanzó a preguntar:
—¿Volveré a verla?
Antes de perderse entre la gente, Clarissa le respondió:
—Más pronto de lo que imaginas…
Erick se paseaba nervioso en el despacho de su abogado y amigo James, ambos esperaban la llegada de Clarissa, la cual tenía diez minutos de retraso.
Clarissa llegaba tarde a propósito, quería crear tensión, y vaya que lo había logrado…
El asistente de James Carter anunció que la condesa Raven acababa de llegar y esperaba ser recibida, a lo cual el abogado pidió que la hicieran pasar.
Clarissa entró tras el hombre que con amabilidad la guió; por el rabillo del ojo alcanzó a ver a Erick parado cerca de la chimenea del despacho. En silencio, se regocijó ante la expresión de su marido, era innegable que él estaba impactado, pues, incrédulo, la miraba de la cabeza a los pies. Fingiendo no haberlo visto, se encaminó hacia el abogado que permanecía de pie tras su escritorio y la miraba estupefacto.
Esa tarde quería estar lo más bella posible, así que se arregló con esmero pero sin verse tan pretenciosa, por lo que escogió un sencillo vestido color verde botella que le sentaba de maravilla y hacia resaltar el color de su pelo y, sobre todo, el de sus hermosos ojos de felina salvaje.
Erick permanecía en silencio, consternado, no podía creer que Clarissa era la dama misteriosa del baile de máscaras. Recordó esa noche y puso verdadera atención en los detalles: sus ojos, los labios… ¡Dios! ¡Estaba más hermosa que nunca! ¿Cómo fue que no la reconoció si era evidente?
Todo el tiempo ella le habló como si lo conociera de tiempo atrás. Al verla partir, estaba tan desconcertado, que no reparó en lo elemental; ahora sí lo recordaba con claridad, el carruaje en el cual se había marchado del baile, huyendo como Cenicienta, portaba el escudo Castelló. Se sintió como un estúpido, era innegable que Clarissa se había burlado de él, y solo había hecho el ridículo.
Clarissa, ajena a los pensamientos de su esposo, extendió su mano enguantada al abogado en señal de saludo y dijo:
—Buenas tardes, Sr. Carter, perdone mi tardanza, un asunto urgente y de última hora me hizo retrasar. —El tono aniñado que solía utilizar había desaparecido, dejando paso a una sensual y armoniosa voz. El abogado se había quedado mudo, contemplándola extasiado, por lo que ella, fingiendo no percatarse, siguió hablando—: Supongo que ya tiene listos los papeles, no tiene caso andar con rodeos, así que le agradecería si procedemos de inmediato a la firma, tengo un compromiso muy importante y no quiero entretenerme más de lo necesario.
—Po… por supuesto —reaccionó James y con cortesía la invitó a sentarse, abrió un cajón y revolvió varios documentos antes de sacar el último convenio. Sin saber por qué, miró a Erick, el cual le hacía señas y le pedía dos cosas: primero; que no lo delatara, y segundo, que por ningún motivo la dejara firmar. James comprendió a su amigo, nada más había que ver a la nueva Clarissa para entender por qué no deseaba divorciarse.
Clarissa admitió que estaba nerviosa, pero tenía que seguir fingiendo no percatarse de la presencia de su esposo; él ayudaba bastante al permanecer en silencio y sin delatarse. Por casualidad, levantó un poco la mirada y justo detrás del abogado, hacia su lado derecho había un espejo de pared por el cual vio como Erick le hacía señas a James y le pedía casi con desesperación que no la dejara firmar.
Bajó el rostro y fingió alisar una arruga del vestido, esto lo hizo para que el abogado no percibiera la sonrisa de alegría que no pudo reprimir. Su mente trabajó a una velocidad increíble y en cuestión de segundos ya tenía su plan trazado. Cumpliría su sueño de una gran boda y una noche de bodas magnifica, de eso estaba segura, y ahora más que nunca nada la detendría.
—Condesa, me temo que hay un pequeño inconveniente —informó el abogado—. Hay un error colosal en el convenio, le pedí a mi asistente que lo corrigiera, pero al parecer no lo hizo, siento mucho haberla hecho venir en vano, pero…
Clarissa levantó su bello rostro para mirarlo con fingida sorpresa, pues por nada del mundo les dejaría ver lo feliz que se sentía.
—No se preocupe, abogado, entiendo, esas cosas pasan, ¿No es así? —lo interrumpió, se puso de pie y, fingiendo decepción, dijo—: En cuanto tenga listos los papeles, hágamelo saber. No planeo estar muchos días en la ciudad, así que le agradeceré que sea a la brevedad posible. —Tendió la mano al hombre para despedirse y, sin voltear o dirigirse a Erick, salió del despacho.
Erick, en cuanto ella se marchó, se dirigió a su amigo y le dijo:
—Ese divorcio no debe firmarse nunca, ¿entiendes? —James asintió—. Gracias, amigo, te debo una.
Salió de prisa para darle alcance a su esposa.
—Clarissa, espera —gritó agitado por la rápida carrera, ella había llegado a la puerta de salida y, al escucharlo, se volvió.
—¿Qué haces… yo creí que tu… —fingió estar sorprendida siguiendo con la charada.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó molesto y sin preámbulos, se colocó frente a ella y la tomó por los hombros para obligarla a mirarlo.
—¿Qué te pasa? —Se sacudió de inmediato, pues el contacto de las manos de su esposo parecía quemarla—. ¿No sé de qué hablas?
—De la fiesta y de cuando nos vimos esta mañana en la calle. ¿Por qué nunca me dijiste que eras tú? —reclamó furioso ante la desfachatez de ella—. ¿Por qué me dejaste hacer el ridículo de esa manera?
—¡Ah! ¿Es eso? —Preguntó con marcado fastidio—. No puedes culparme, fuiste tú quién no me reconoció, así que me lo pusiste en bandeja de plata. Y sí, la verdad fue muy divertido verte galantear y cortejar a tu esposa de la cual quieres divorciarte. —Caminó hacia la reja de la calle, y él la siguió, molesto.
—Clarissa, espera, tú y yo tenemos mucho de qué hablar.
Ella se dirigía al carruaje donde la esperaba, Jeremías Sanders, el cual, al verlos, se encaminó hacia ellos.
—¡No! Entre nosotros no hay más por decir. Cuando tu abogado tenga listos los papeles del divorcio, con gusto los firmaré —dijo con indiferencia.
Erick miró furioso a Jeremías, el cual se había colocado junto a su esposa y con una sonrisa preguntó:
—¿Nos vamos, Clarissa? Aún tenemos mucho por hacer.
—Sí, claro, Jeremy. Hasta luego, Erick —se despidió con una sonrisa, dio unos pasos, dejando a su marido hecho una fiera. Después giró un poco el rostro y le dijo—: Por cierto, mándale mis saludos a Anette.
Erick se quedó consternado. ¿Había escuchado bien? Analizó las palabras de su esposa; sin duda, Clarissa sabía de sus amoríos, si no, ¿por qué mencionarlo? Recordó la marcada ironía con la cual ella habló y la sonrisa maliciosa que le dedicó antes de subirse al carruaje.
En cuanto Clarissa entró en el carro, comenzó a reír como loca; estaba radiante de felicidad. Erick, su Erick, no había querido firmar, y eso le llenaba el corazón de esperanza. Quizá, a pesar de todo, sí tendrían futuro como matrimonio, y ella se encargaría que así fuera.
Jeremy la miraba intrigado, y Clarissa, al comprender que su amigo estaría preguntándose qué le pasaba, contó con alegría lo sucedido…
Erick entró al despacho de su amigo furioso y dando un portazo. Los celos le corroían el alma y no podía controlarse. James lo miró expectante y esperó con paciencia a que su amigo hablara.
—Se largó con ese… ese maldito pedazo de imbécil que la sigue como perrito faldero —explotó Erick sin preocuparse en disimular sus celos y mal humor.
—¿Y qué esperabas? Has visto a la nueva Clarissa, ¿no? Es seguro que tendrá que lidiar con caballeros rondándola y buscando servirse de sus favores, más aún cuando se rumora por toda la ciudad lo de su divorcio… —James calló de súbito al ver la mirada de reproche con la que lo fulminó su amigo.
—¿Se rumora? —preguntó incrédulo.
—Sí, alguien se ha encargado de hacer de dominio público tu desinterés por Clarissa, el posible divorcio y tus amoríos con Anette Riopold.
—¿Qué? ¿Quién podría ser capaz de…?
—Vas a decir que estoy loco, pero desde la primera vez que oí a la viuda Grimaldi hablar sobre el tema, tuve el presentimiento que es la misma Anette quien está detrás de todo esto —guardó silencio un momento al ver el semblante de desaprobación de Erick, pero luego continuó—: Sé que vas a decirme que le tengo mala voluntad, pero no es eso. Tú sabes que nunca me he fiado de esa mujer, pero piénsalo solo un momento, nadie más que ella saldría beneficiada con todo esto.
Erick analizó lo que su amigo le decía y la verdad era que le encontraba mucho sentido; quizás había pasado demasiado tiempo bajo el influjo de Anette y por eso no veía las cosas con claridad, pero James sí, y eso le daba una mejor perspectiva de la situación.
Como si una venda cayera de sus ojos, se propuso poner mayor atención a todo lo relacionado con Anette, quizá no era tan perfecta y comprensiva después de todo.
—Quizá tengas razón, te prometo que andaré con pies de plomo respecto a Anette. Tienes que ayudarme como abogado y amigo, el divorcio con Clarissa jamás debe realizarse —pidió.
—La sigues amando, ¿verdad? ¿Y cómo no? Ahora que se ha puesto tan bella —dijo James sonriendo al ver la cara de pocos amigos que puso Erick—. No me mires así, no soy ciego, y la verdad es evidente, tu esposa es una mujer como pocas, aunque con ese carácter que se carga…
—¿Qué hago? Necesito recuperarla, pero no sé cómo, apenas si me permite hablarle —reconoció angustiado.
—Pues si mal no recuerdo, ella sigue siendo tu esposa y mientras sea así, tú eres el señor de la casa… —James le habló entre líneas, esperando que su amigo captara el mensaje.
Erick entendió el punto de su amigo de inmediato. James tenía razón, él seguía siendo ante la ley el esposo de Clarissa y, por consiguiente, el dueño y administrador de la mansión Castelló, por lo tanto, podía ir y venir a su antojo.
—Eres un genio. —Se levantó deprisa y abrazó a su amigo—. Si la montaña no viene a ti…
Clarissa bajó al comedor para cenar y grande fue su sorpresa al encontrar a su marido instalado y cenando como el amo y señor del lugar. Ocultando su alegría por verlo, le preguntó con toda la indignación que fue capaz de fingir:
—¿Qué haces aquí?
—Si mal no recuerdo, mientras estemos casados, esta también es mi casa —respondió con una magnifica sonrisa.
Clarissa sintió miles de mariposas instaladas en su estómago, pero primero muerta antes que evidenciar que estaba feliz por tenerlo viviendo bajo el mismo techo. Permaneció de pie y puso expresión de estar contrariada, dio media vuelta y simuló alejarse. Su nana, que sí se creyó la charada, le preguntó preocupada:
—¿No vas a cenar, niña?
—¡No! De pronto se me quitó el apetito —espetó fingiendo una gran molestia.
—Pues tú te lo pierdes, la cena está exquisita —dijo Erick con cinismo.
—Quizá más tarde, cuando termines de jugar al señor de la casa, baje a cenar sola —comentó de manera sarcástica y luego se dirigió a su fiel nana—. Estaré en mi habitación, preparándome para cuando Jeremy y Suzanne pasen a buscarme. —Sabía que la sola mención de los hermanos Sanders fastidiaría a su esposo.
—¿Vas a salir? —preguntó Erick molesto; nada más oír el nombre de Jeremías, se le revolvió el estómago.
—No tengo por qué darte explicaciones —soltó fingiendo estar furiosa; su acción había dado en el clavo, Erick estaba disgustado por su salida nocturna.
—Te recuerdo que aún soy tu esposo —alegó él intentando no perder la poca paciencia que le quedaba.
—¿Por cuánto tiempo? Déjame pensar. —Puso gesto como si se debatiera en un gran dilema—. ¿Dos? O cuando mucho, ¿qué? ¿Tres semanas? —Se acercó a él y murmuró al oído—: No me esperes despierto, esposo mío.
Erick se puso de pie, tenso, y la tomó del brazo con fuerza.
—No me provoques, Clarissa, aún eres mi esposa y, como tal, debes comportarte. —Su rostro estaba cerca del de ella, tanto que podrían besarse.
—No te preocupes por las murmuraciones, seré tan discreta como tú lo eres con Anette —dicho esto, se marchó, dejando a Erick con una deliciosa combinación de rabia y excitación.
Al verse solo, Erick aventó con furia la copa contra la pared, los celos le carcomían las entrañas, pero ¿qué podía hacer? Respiró hondo para tratar de serenarse. Tenía que pensar con calma para no cometer más errores.
Después de mucho meditarlo, ya sabía lo que tenía que hacer, mandó llamar a la doncella personal de su esposa, y en cuestión de minutos la joven le había dado la información que requería.
Clarissa saldría esa noche a la ópera, por lo que se esmeró en su arreglo personal. Bajó al salón principal después que su doncella le avisó que los hermanos Sanders aguardaban.
Clarissa jamás esperó que su esposo estuviera esperándola al pie de la escalera. Erick vestía con elegancia, y a ella casi le da un infarto al verlo. Estaba devastador con su smoking negro. Él extendió el brazo y, sonriendo seductor, preguntó:
—¿Nos vamos?...