CAPITULO XV

—Por favor, Vincent no dejes que me lleven, no permitas que me hagan daño —suplicó Elizabeth asustada.

—¡Era la mujer que amaba! ¡Mi hijo! ¿Por qué lo hiciste? —Sacudió la cabeza sin poder aun entender—. ¿Te das cuenta que lo hecho por ambas no es cualquier cosa? —dijo refiriéndose a ella y Margot—. Personas inocentes resultaron lastimadas, no solo le destrozaron la vida a Christine, sino también a mí, a tu propia sangre. ¡Por Dios, Elizabeth! ¡Era tu sobrino! ¿Cómo pudiste? —Estaba furioso.

—Perdóname, Vincent, por favor, yo no sabía…

—Lo siento, Elizabeth, pero en esta ocasión no te ayudaré —la interrumpió, tajante—. Tienes una deuda con la ley y la sociedad, pero, sobre todo, conmigo y con Christine. —Soltó el aire con pesar—. No puedes andar por la vida haciendo daño a las personas y pretender que no pasó nada. Es tiempo de que madures y afrontes las consecuencias de tus actos. —La miró con resentimiento y decepción.

Christine se acercó a ellos y le dijo:

—Vincent tiene razón, no puedes andar por ahí destrozando vidas y pretendiendo que todo siga igual. Lo que tú y Margot nos hicieron fue una crueldad. —La miró con sumo desprecio.

—Vincent, por favor, perdóname, en verdad, ¡yo no sabía!, Margot me pidió dinero para pagar a un tipo, me dijo que evitaría que te casaras con Christine, pero nunca me explicó lo que haría para conseguirlo. —Lloraba—. Yo no quise que las cosas llegaran tan lejos, cuando me enteré de la muerte del señor Dickens, me sentí tan culpable, por eso te pedí que buscaras a Christine y que arreglaras las cosas con ella…

—Pero no le dijiste la verdad, que conveniente para ti, ¿no? —la interrumpió Christine, sarcástica.

—Christine, por favor, perdóname, te juro que yo no sabía, nunca pretendí hacerte tanto daño, solo quería que no te casaras con Vince, eso era todo. Nunca imaginé que todo se saldría de control y terminaría en tragedia.

—Pero pasó, Elizabeth, dime, ¿qué se siente tener tres muertes en tu conciencia? —la cuestionó con una expresión de total repulsión.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando? Yo no maté a nadie, yo solo le di el dinero, yo no sabía... —insistió.

—Yo tampoco sabía que estaba embarazada, y eso no me hace menos responsable de la muerte de mi bebé, Elizabeth —escupió las palabras en el rostro de la aludida.

Elizabeth temblaba de miedo, nunca había visto a Christine en ese estado, parecía un ser diabólico lleno de maldad dispuesta a arrastrarla con ella al infierno.

—Quita esa cara de espanto, tu eres tan culpable como Margot —espetó Christine, furiosa—. ¡Estaba embarazada! ¿Comprendes eso? Esperaba un hijo de Vincent. ¡Tu sobrino! Con tu estupidez y maldad contribuiste de manera directa a su muerte. Al igual que yo, cargas en la conciencia tres muertes, Elizabeth: mi padre, mi bebé y la estúpida de Christine.

Se quitó los brazaletes y le mostró sin pudor las cicatrices que eran prueba de su infierno personal.

—¡Míralas bien, Elizabeth! ¡Admira tu creación, tu obra! —La obligó a mirarle las marcas que la navaja había dejado—. Ustedes dos, con su mentira, me asesinaron. Mataron a la ingenua y dulce Christine, ella murió en esa habitación mientras su cuerpo se desangraba, y solo quedó esto. —Se señaló a sí misma—. Una mujer vacía y sin alma, un ser amargado, atormentado y sin luz.

Elizabeth permaneció en silencio, asimilando lo dicho por Christine y la miró pasmada.

—¡En verdad lo hiciste! —No era una pregunta, reconoció horrorizada que lo relatado en la obra era la verdad sin exagerar.

—Me destrozaron la vida, y el daño hecho es irreparable, jamás podré decirle a mi padre la verdad, mi madre me culpa de su muerte y me desprecia por ello; perdí al único hombre que he amado, a mí bebé y nunca más seré madre. Todo lo que amaba me fue arrebatado. Dime, Elizabeth ¿Crees que algo así se pueda olvidar o perdonar?

—¡Perdóname, hija! Yo no tenía idea…

La señora Dickens estaba parada frente a ella con lágrimas en los ojos, Christine estaba tan absorbida en descargar su ira contra Elizabeth que ni siquiera notó la presencia de su madre.

—Es muy tarde para eso, madre, me dejaste sola cuando más te necesité, y si viste la obra, supongo que ya estás enterada de lo que pasé cuando tú me abandonaste a mi suerte.

—Yo no sabía que…

—Por supuesto que no lo sabías, ni siquiera te tomaste la molestia en preguntar por mí, al contrario, te marcharte a Escocia con tu prima para no tener que lidiar con una hija loca. —Christine hablaba con verdadero dolor y rabia, la herida no había cerrado y seguía sangrando—. Me negaste la oportunidad de hablar con Vincent; jamás me dijiste que intentó hablar conmigo, que me buscó. ¿Por qué, madre?

—Tenía que protegerte —protestó—. El doctor me dijo que estabas enferma de los nervios y que sufrías de una depresión muy fuerte, Vincent estaba furioso y resentido contigo. —Se acercó a ella e intentó tomarle las manos, pero Christine retrocedió; su madre, triste, continuó—: Creí que lo más sensato era dejar que pasara un tiempo antes de que hablaran. ¡Jamás esperé que atentaras contra tu vida! —Lloró—. Entonces, el doctor me aconsejó internarte…

—Todos tienen excusa para lo que hicieron, madre; Margot siempre me odió porque Vincent me prefirió, Elizabeth se escuda en su estupidez, ¿y tú, madre? ¿Esta es tu pobre justificación?

Su madre palideció, ahora comprendía cuánto había dañado a su pobre hija toda esa secuencia de intrigas y desgracias.

—En verdad lo siento, Christine, ojalá y algún día puedas perdonarme. —Se alejó con gran pesar en el corazón.

Christine permaneció en silencio, con la cabeza gacha, el ceño fruncido y los puños apretados. Estaba asqueada de tanta maldad e injusticia.

Vincent la contempló en silencio, no pudo evitar mirar las cicatrices en las muñecas femeninas, y el corazón se le encogió al recordar la parte de la historia que él desconocía.

Comprendió que detrás de toda esa amargura, cinismo y rencor había una mujer destrozada que sufrió en carne viva el más cruel e injusto de los destinos. Aunque no justificaba su proceder, entendía el por qué ella actuaba así. Tenía motivos suficientes para querer castigar a los que le hicieron tanto mal, incluido él.

La venganza de Christine estaba consumada, se había burlado de él, lo había herido y humillado hasta lo más profundo. Ambos habían llegado demasiado lejos. Quizás ella tuvo razón cuando le aseguró que era demasiado tarde para ellos.

Christine alzó la mirada al sentirse observada por él. El dolor que vio reflejado en sus ojos azul metal le caló hondo. Comprendió que ambos necesitaban tiempo para recuperarse, y si fuese posible, curar las heridas que toda esta lamentable tragedia les dejó.

—Quisiera poder decirte que no fue mi intención hacerte daño, pero sería mentir. —Ella fue la primera en hablar—. Ambos sabemos que lo hice con total conciencia y mi objetivo era lastimarte, te humillé de forma cruel porque quería que sintieras un poco del infierno que yo viví. Nunca reparé en que tú también fuiste víctima, mucho menos esperé que me confesaras que a pesar de todo me amabas. —Lo miró con intensidad—. Cuando te negaste a ser mi amante por dinero, te admiré por tu valor y dignidad, me sentí la más miserable y repulsiva de las criaturas y me odié por ser así.

—Christine…

—Déjame continuar —suplicó—. Necesito hacerlo. —Tomó aire—. Cuando llegaste al camerino de lady Artemisa y me confesaste aquella verdad que yo desconocía, deseé creer que teníamos una segunda oportunidad, rogué al cielo con toda mi alma que pudiéramos hacer lo que me pediste: «olvidarnos de todo y empezar de cero». Entonces, comprendí la gravedad de mi error y recordé tus palabras, me advertiste que jamás me perdonarías, y sentí como si me arrancaran el último pedazo de corazón que me quedaba. Entendí que yo misma, por mi ceguera y sed de venganza había terminado con la última posibilidad de estar juntos.

—Cuánto te has de haber reído de mí —dijo, irónico—. Y yo queriendo darte celos con lady Artemisa; una vez más, solo hice el ridículo, ¿verdad?, y por si eso fuera poco, después te pedí que me ayudaras a olvidarme de… de ti misma. —Sus palabras destilaban amargura y resentimiento.

—Lo sé, y no sabes cuánto me arrepiento por todo lo que te hice. Sé que de nada sirve y que jamás podré regresar mis pasos y corregir los errores cometidos, pero —hizo una pausa— espero que algún día puedas perdonarme, en verdad lo siento.

—¿Estarás bien? —preguntó Vincent, dando por terminado el tema.

—No te preocupes por mí, soy una sobreviviente —respondió, aguantando las ganas de aferrarse a él y pedirle que no la dejara por segunda vez, pero lo amaba tanto que respetaría su decisión de marcharse aunque la vida se le fuera en ello.

—Christine, necesito tiempo… —comenzó.

—No digas más —lo interrumpió; giró el rostro para no mirarlo de frente, temía que él leyera en su mirada su sentir—. Vete sin remordimientos, Elizabeth te necesitará más que nunca y, aunque lo dudes, te deseo lo mejor.

—Gracias por entender…

¿Entender? ¡Sí no entendía nada!

—Eres el hombre más noble, valiente y admirable que conozco. —Lo miró a los ojos—. Nunca temiste mostrar tus sentimientos, jamás comprometiste tus ideales. Mereces una mujer completa, que te ame, valore y te de lo que yo jamás podré: una familia e hijos. —Le dio un beso en la mejilla y se despidió con la convicción que el resto de su humanidad, lo que evitaba que fuese un verdadero ser vil, se iba con él.

Ahora sí no quedaba nada de Christine, al mirar su vida en retrospectiva, le pareció que la joven que fue nunca existió, que todos aquellos recuerdos felices que tenia de una existencia plena eran sueños que alguien más le había prestado para torturarla.

Creía que no era posible sentir más dolor del que había vivido, pero, como siempre, estaba equivocada. Al marcharse para siempre, Vincent terminó por vaciarla, ahora sí no tenía nada, todo lo bueno se iba con él.

Ni siquiera contaba con el consuelo de un hermoso recuerdo de la noche que pasaron juntos amándose, porque ella misma se había encargado de estropear ese bello momento con su estúpida venganza.

Amaba a ese hombre más que a su vida, y por eso lo dejaría libre. Si algún día volvían a encontrarse, esperaba al menos que ya no le guardara rencor. Ya que no podía aspirar a su amor, al menos deseaba su perdón.

Varios días después, Vincent estaba en su despacho bebiendo sin control, el dolor que sentía no tenía límites. Dominado por lo contradictorio de sus sentimientos, estaba inmerso en el más terrible infierno. Por un lado, el amor que sentía por Christine lo ahogaba, la extrañaba a morir y el no tenerla lo estaba matando. Por otro, aún no estaba listo para perdonar, el dolor que ella le causó aún estaba muy presente.

El mayordomo le anunció que tenía una visita; se sorprendió, puesto que no esperaba a nadie. Al día siguiente tenía que entregar al abogado de Christine lo adeudado, por ese motivo había anunciado a sus amistades que tanto él como Elizabeth se irían un tiempo a su propiedad en el campo. Pretextó el necesitar reponerse del escándalo del teatro.

—No estoy para nadie —gritó furioso.

—Es el abogado de lady Christine Dickens, dice que es urgente que hable con usted.

Vincent no tenía ánimo para recibirlo, eso sin contar con que estaba demasiado bebido como para negociar. Se suponía que el hombre iría al día siguiente. No quiso ahondar en la premura de la visita, a fin de cuentas, qué diferencia podrían hacer unas horas para cambiar su lamentable situación.

—Dile que pase, al mal tiempo, darle prisa…

—¡Buenas tardes, Duque Pembroke!, soy el abogado de…

—Sé quién es, ahórrese el sermón y dígame qué hace aquí —lo interrumpió, molesto.

—Entiendo, iré directo al asunto que me trae ante su presencia, milord. Por petición de mi representada, lady Christine Dickens, le vengo a entregar los documentos de la deuda, ella desea regresarle todo lo embargado.

Vincent quedó consternado.

—Comprenderá que no puedo aceptar…

—Lady Christine supuso que usted diría algo así, por eso me pidió que le entregara esta carta. —Extendió la mano con un sobre.

Vincent lo tomó desconfiado, lo abrió, expectante, y leyó con atención.

Querido Vincent,

Sé que todo está dicho entre nosotros y que deseas continuar con tu vida lo mejor posible, por eso te suplico que me permitas devolverte todo lo que por medio de lady Artemisa te hice perder para mi beneficio.

Estoy consciente que nada cambiará lo que pasó y cargaré con las consecuencias de mis actos mientras tenga vida. Dame al menos la oportunidad de resarcir un poco el daño causado, necesito enderezar mi camino. No me niegues un poco de paz, acepta lo que es tuyo.

Te prometo que me mantendré lejos de ti, jamás seré una sombra en tu existencia; deseo de todo corazón que encuentres lo que yo jamás tendré: paz espiritual.

Espero que algún día puedas de corazón perdonarme, yo trataré de perdonar y perdonarme, si es que eso es posible.

Siempre tuya,

Christine Marie Dickens Castelló.

Después de leer la carta de Christine, Vincent firmó los papeles al abogado sin decir más. Jamás habría aceptado que ella le devolviera lo que perdió en el juego, pero al leer la súplica con la cual ella pedía paz, no pudo negarse. Una vez que estuvo a solas, se dejó caer al piso, destrozado, y dio rienda suelta a algo que hacía mucho tiempo no hacia: el llanto.

Sus sollozos eran intensos, sacudían su cuerpo. Un potente grito de dolor escapó de su garganta evidenciando su alma rota. Quería perdonar, olvidarse de todo y empezar de nuevo, pero aún no podía hacerlo.

Recordó que Christine le prometió mantenerse lejos de él, y eso le caló a profundidad. ¿Quién podía entender lo contradictorio de sus sentimientos? La quería con el alma, pero al mismo tiempo no podía perdonarla…

El escándalo del teatro fue de proporciones inimaginables; se habló del tema por semanas, meses… Margot fue juzgada con rigor. Elizabeth, gracias al abogado que Vincent le pagó, solo recibió un castigo menor, pero no por ello menos vergonzoso.

La madre de Christine intentó hablar con ella en más de una ocasión, a lo cual ella se negó.

Un día, por petición de Mary, el doctor Lewis la vistió y habló con ella, le aconsejó alejarse un tiempo, a diferencia de la vez anterior en que la internaron en el hospital psiquiátrico. El galeno entendió que el mal de Christine era espiritual, por eso le sugirió ir a pasar un tiempo al campo, la mandó con su hermano John, el cual era sacerdote y vivía en un pequeño pueblo muy lejos de Londres, cerca de un convento de una orden italiana, il Cuore Immacolato di Maria.

—Andrew, no puedes seguir así —lo reprendió, triste—. Mírate en mi espejo, no tengas miedo al amor, no cometas los mismos errores que yo.

—No dijiste siempre que para un alma perdida es tarde —respondió él, recordándole sus palabras.

—Lo es para mí, Andrew, yo sola con mi obsesión de venganza destruí el amor del único hombre que me ha amado y al que amaré hasta que muera, quizá aun después. Tu caso es diferente; Mary te ama, entre ustedes no hay engaños ni nada que los separe, excepto tu miedo a ser feliz.

—No lo sé, la sombra del pasado aún está sobre mí y no quiero dañar a Mary, ella es un alma buena y merece un hombre mejor que yo —indicó convencido.

—¿Mejor que tú? Vamos, Andrew, dudo que exista alguien mejor que tú para ella. Piénsalo, aun no es tarde para ustedes, se aman, y solo es cuestión de que te decidas. Prométeme que al menos meditarás lo que te he dicho.

—Te lo prometo. —Alzó la mano como juramento ante un juez.

—¿Vendrás con nosotras? —preguntó, cambiando de tema.

—No, aún tengo asuntos que atender y quiero ponerme al día con la administración de todo los bienes, terminar papeleo. Te prometo que en la primera oportunidad iré a verlas.

Andrew las despidió con pesar, dejarlas ir y ver partir a las dos mujeres más importantes de su vida no era fácil.

Antes de que Mary subiera al carruaje, le dijo que la próxima vez que se vieran tendrían la conversación más importante de sus vidas.

Ella sin importarle el qué dirían, le acunó el rostro con sus delicadas manos y le dijo:

—Aunque yo sea poca cosa, una simple criada, siempre te amaré. —Le dio un tímido beso y se giró para subir al carruaje.

Andrew la tomó por la cintura y, sin más, le dio un beso apasionado, en el cual dejó salir todo lo que sentía; su amor, miedos, frustraciones… todo junto.

—No eres poca cosa, jamás vuelvas a repetir eso; eres la mujer más valiente y hermosa que he conocido.

Mary subió al carruaje con las mejillas sonrojadas y la cabeza gacha por la vergüenza, Christine abrazó con ternura a Andrew y le dijo al oído:

—Piensa en lo que hablamos, no la pierdas; no dejes pasar el amor, porque una vez perdido no vuelve.

—¿Lo dices por ti?

—Sí, y la vida entera no me bastará para arrepentirme por ello. —Su semblante triste era prueba de que sus palabras eran la más absoluta verdad.

Christine subió al carruaje con rumbo a su nueva vida, cargando consigo un pasado terrible, un presente lleno de dolor y un futuro incierto…