CAPITULO XVI
El sacerdote John Lewis, hermano del doctor Lewis, aguardaba su arribo. Una vez que sus invitadas llegaron, las instaló en una casa cerca de su iglesia.
Christine se enamoró de ella desde el primer instante. La casita, pintada de color azul con las ventanas blancas, rodeada de malvas y flores de hermosos colores, era sencilla pero muy agradable. Ambas coincidieron en que su nuevo hogar les resultaba cálido y acogedor.
La gente del poblado era muy amable con ellas y las acogieron con verdadero cariño. Mary ayudaba al padre John con las actividades en la iglesia y se ocupaba del catecismo, le encantaba estar rodeada de niños.
El tiempo seguía su curso inexorable, los habitantes del lugar seguían con sus vidas inmersos en la rutina, en cambio, Christine sentía que su existencia se había detenido y cada día le parecía igual al anterior.
Ansiaba llorar, desahogar las penas del alma con ese liberador poder, pero, como siempre que lo intentaba, sus ojos permanecían secos. No encontraba la añorada paz. En el pasado, el deseo de venganza la hizo aferrarse a la vida, ahora, ya no tenía ni eso.
Una vez más, era presa de la depresión, Mary se esforzaba en hacerla comer y la instaba a luchar por salir adelante, pero ella no tenía interés en nada, pasaba los días en cama y pocas veces aceptaba pasear por el pueblo.
El padre John la visitaba todos los días. Una mañana, Mary le pidió apoyo, pues no sabía qué más hacer para ayudar a Christine.
El sacerdote habló con ella y le sugirió iniciar una escuela para los niños del poblado y sus alrededores, como eran muy pobres, las familias no podían costear una.
—Piénsalo, Christine, así tendrás una actividad y los pequeños se beneficiarán con tus conocimientos. Estoy convencido que serás una excelente maestra.
Christine meditó la sugerencia del padre John, quizá él tenía razón, ese proyecto sería una manera de reivindicarse y le serviría para mantenerse ocupada.
Mary no la dejaba ni a sol ni sombra. Una mañana, cuando el padre John llegó a visitarla, Mary aprovechó que estaban solos en la estancia para exponer al sacerdote su miedo, temía que ella intentara, una vez más, terminar con su vida.
Al día siguiente, después de salir de misa Christine le dijo:
—No te preocupes tanto por mí, Mary, no lo merezco. Soy una sobreviviente, ¿recuerdas? No intentaré terminar con mi vida. —La miró de frente para que leyera en sus ojos que hablaba con la verdad—. Si eso es lo que te preocupa, puedes estar tranquila. Ya entendí que solo Dios es dueño de la vida y la muerte, y si él decidió que permanezca en este valle de lágrimas, es porque aún no he pagado mi condena.
—No diga eso, señorita, usted merece ser feliz. Estoy segura que con el tiempo sanarán sus heridas, recuerde que Dios es misericordioso y siempre nos perdona, usted no está condenada, solo estaba equivocada…
—Ya hablas como el padre John. —Sonrió, pero el gesto pareció forzado—. Lo que dices suena muy bonito. —Hizo una pausa—. Me cuesta tanto creer que puedo ser digna de Él.
—Él nunca nos abandona, somos nosotros los que, con nuestros actos, nos alejamos del buen camino. Siempre nos está esperando con los brazos abiertos, listo para sanar los corazones dañados; como el suyo.
—Ojalá tengas razón, Mary. Necesito algo a qué aferrarme, una tabla de salvación en medio de toda esta tempestad.
Las pesadillas habían vuelto, Mary estaba desesperada, no sabía qué más hacer para ayudarla. Por las noches, los gritos de Christine la despertaban, corría a su lado para calmarla y consolarla como si fuera una niña asustada por los truenos en una noche de tormenta.
Como lo prometió, Christine mandó construir la escuela y un dispensario médico para esa comunidad que poco a poco se fue convirtiendo en su familia.
El padre estaba muy agradecido por la generosidad que ella mostró y no se cansaba de hacérselo saber.
—Ya le he dicho que no tiene nada que agradecer. ¿Para qué sirve tanto dinero si no puedo ser feliz con él? Al menos así lo gastado está más que bien invertido y servirá para ayudar a muchas personas.
—Dios te recompensará tu generosidad, ya lo verás. —Le tomó las manos con afecto, esa mujer que llegó con el alma perdida, ahora se había convertido en una hija para él.
Christine sentía lo mismo, el padre John se había convertido en su conciencia y guía. A su cuidado, poco a poco fue encontrando algo de calma.
El dar clases a los niños de esa comunidad le había dado un rayo de luz a su vida. Le encantaba estar con ellos, su instinto maternal se consolaba con eso, con las sonrisas de esos pequeños que día a día le fueron ablandando el corazón.
Estaba tan absorbida en las actividades de la escuela, que no había reparado en un detalle de vital importancia…
—Señorita, sigue alimentándose mal y si continúa así, va a enfermar —la reprendió Mary con cariño.
Christine se sentía mal no solo del alma, sino también físicamente, sufría de mareos y seguido la asaltaban náuseas, sobre todo en las mañanas. Su aspecto en general se veía deteriorado, había bajado de peso y las ojeras enmarcaban sus ojos evidenciando insomnio.
—No te preocupes por mí, Mary, estaré bien, es solo un malestar pasajero, ya verás cómo dentro de poco se me pasa. Te prometo que trataré de comer mejor. ¿Eso te tranquiliza? —concedió agradecida, jamás tendría con qué pagar el amor y respeto incondicional que esa mujer le daba.
—Estaré tranquila hasta que la vea bien, señorita Christine, que su rostro vuelva a sonreír, pero de verdad, con una sonrisa auténtica, no forzada.
—Mary, ya te he dicho que no me llames señorita ni me hables de usted. ¿Cuándo vas a entender que te has convertido en la hermana que nunca tuve? Ahora, el padre John, Andrew y tú son mi familia.
—Yo no sé si deba, señorita…
—Sí debes, ¿sabes por qué? Porque te lo estoy pidiendo de corazón.
—Está bien, ya entendí —dijo, apenada—. Estoy segura que Dios te dará la paz y alegría que tanto necesitas.
—Ojalá, Mary, ojalá...
Habían pasado poco menos de cuatro meses desde el día del escándalo en el teatro, Mary estaba muy triste, Andrew prometió que le escribiría y hasta ese momento no había recibido ni una sola carta ni él daba señales de vida. Frente a Christine disimulaba para no preocuparla, pero a solas daba rienda suelta a su tristeza por medio del llanto.
Una mañana, Christine estaba sentada en el templo frente al altar, era una costumbre que adquirió al poco tiempo de llegar al poblado. Le gustaba estar sola frente a la imagen de Dios Padre; en ocasiones, hablaba con él, otras, solo permanecía en silencio. No se explicaba por qué, pero ese lugar le brindaba un poco de paz en su alma.
—Dios, sé que estas aquí, siento tu presencia. Soy indigna de ti, mis actos me han hecho perderme, soy un alma descarriada que ansía con todo su ser la redención. Dime, Señor, ¿cómo hago para volver? Me he alejado tanto del redil que me perdí. El dolor, el sufrimiento y el rencor han estado tanto tiempo conmigo que se volvieron parte de mí, ¿cómo hago para sacarlos de aquí? —Se tocó el pecho a la altura del corazón—. Mis ojos están acostumbrados a esta oscuridad espiritual que me cuesta ver la luz.
»¡Me olvidé de ti! ¡Renegué de ti!, hice tanto daño a mis semejantes. Me alejé tanto que ya no sé cómo volver al buen camino. No sé cómo orar ni qué decirte, solo puedo pedir con toda mi alma el perdón por mis pecados.
»Enséñame a ser una mujer fuerte, prudente; sin miedo al mañana. Ayúdame a recuperar la fe en los demás, en el amor, pero, sobre todo, en mí misma. Enséñame a ser una mejor persona, y a ser feliz con lo que tengo.
Estaba pidiendo a Dios que le diera fuerzas para no claudicar, que la iluminara sobre qué hacer con su vida, pues no quería seguir sin rumbo como una hoja que se lleva el viento, cuando sintió que algo se movió dentro de ella. En un principio, no le dio importancia y siguió concentrada en su súplica por una tabla de salvación.
Entonces, como una señal divina, la vida dentro de ella se manifestó reclamando así su derecho a existir.
Por un momento dudó, se llevó las manos al vientre esperando sentirlo. Decepcionada, comenzaba a creer que fue cosa de su imaginación cuando con un fuerte movimiento, ese pequeño ser que se arrullaba en su vientre de cuna, evidenciaba su presencia.
Como si una venda cayera de sus ojos, prestó atención a su cuerpo. Cambios muy sutiles a los que no les había dado importancia saltaban a la vista; su vientre estaba ligeramente abultado, y sus senos, más llenos.
Trató de hacer cuentas, pero no tenía ni idea de cuándo había tenido su último período. Levantó la mirada incrédula, con miedo a creer, a soñar.
—¡Dios! ¿Será esto posible? Él médico dijo que sería casi imposible concebir. —Sin embargo, ahí estaba la prueba de un milagro.
Rendida ante la magnificencia del Todo Poderoso, se dejó caer de rodillas frente al altar.
—No puedo creer que después de todo lo que he hecho, me bendigas con la dicha de ser madre —dijo en voz alta y recordó lo que en una ocasión Andrew le dijo: «Es un milagro que, a pesar de todo, su amor haya sobrevivido y aún esté presente en ustedes».
Se acarició el vientre con ternura y de pronto lo notó; un par de lágrimas corrían por sus mejillas, era la primera vez en casi tres años. Como si una lágrima trajera a otra y a otra, lloró sintiendo algo que jamás creyó que volvería a sentir: gozo.
El amor sobrevivió a pesar de todo y fue capaz de florecer aun en medio de las espinas. El fruto de ese sublime sentimiento crecía en su vientre.
No tenía dudas, los malestares, las cuentas; ahora, todo tenía sentido. No diría nada hasta que el doctor Lewis se lo reiterara, por eso mandó a llamarlo.
Cuando el galeno la revisó, le confirmó lo que su corazón ya sabía: dentro de poco más de cuatro meses sería madre.
«¡Madre! ¡Sería madre de un hijo de Vincent».
Comprendió que Dios le había demostrado que no se olvidó de ella, sino que, además, la amaba infinitamente al obsequiarle el regalo más sublime: la vida crecía por segunda vez en un vientre condenado a estar vacío.
Ese bebé sería para ella la luz que resplandecía en la noche, iluminaría su vida. En su vientre tenía la respuesta a sus plegarias, ahí estaba la tabla de salvación por la que tanto había implorado.
Cuando el doctor Lewis abrió la puerta, Mary, que esperaba en el pasillo, entró de prisa, estaba tan preocupada por Christine, que verla llorar hacía que el corazón se le encogiera. «¡Dios, tan grave es!», pensó.
—¿Qué pasa, doctor? —preguntó espantada.
Christine, que hasta ese momento lloraba a raudales con las manos cubriendo su bello rostro, al escuchar la voz de Mary, levantó la mirada y expresó con emoción:
—¡Un milagro, Mary! Eso es lo que ocurre. La vida crece dentro de mí.
Mary la miró pasmada, permaneció en silencio.
—¡Estoy embarazada! —reiteró por si le quedaban dudas a su fiel amiga.
Mary se llevó una mano a la boca, sorprendida en verdad. ¡Era un milagro! Un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas y corrió a abrazar a Christine. Juntas lloraron por largo rato.
Los días pasaban, Christine estaba radiante, el saberse embarazada le dio un giro total a su existencia, ponía todo su empeño en comer bien y cuidarse. En poco tiempo, recuperó su belleza, ahora estaba más hermosa que nunca, un brillo especial se había instalado en sus hermosos ojos azul metal.
Mary se alegraba por Christine, pero no podía evitar entristecer por la ausencia de Andrew, ahora estaba convencida que él no la amaba, ni la amaría nunca.
Notaba a Christine extraña, como si ocultara algo, se lo atribuía al embarazo. No tenía ni idea que Christine y Andrew estaban en contacto y le guardaban una gran sorpresa.
—Mary, ven, acércate —pidió Christine, cariñosa—. Abre mi ropero, dentro hay un vestido de gasa en color blanco. —Mary obedeció sin chistar—. ¿Ya lo encontraste?
—Sí —respondió la chica y lo sacó.
—Perfecto, póntelo y arréglate muy bonita —ordenó.
—¿Yo? ¿Por qué…?
—No reniegues, solo hazlo. —Se puso en pie, se dirigió a ella y tomándola de las manos, le dijo—: Confía en mí y no me hagas preguntas que no puedo contestarte, ¿de acuerdo?
Mary no entendía nada, asintió con la cabeza y se dispuso a hacer lo que Christine le pedía sin cuestionarla más.
Christine le hizo un peinado precioso, en el cual colocó unas florecitas blancas distribuidas de forma coqueta que resaltaban con el castaño intenso de la cabellera de Mary.
—¿Lista? —preguntó, satisfecha con el aspecto de ambas.
—Sí, pero… ¿no vas a decirme a dónde vamos?
—¡No! Así que deja de insistir porque no te diré nada. Mi boca está sellada. —Hizo la seña como si cerrara un cierre sobre sus labios.
Mary, resignada, decidió que lo mejor era tranquilizar sus nervios y dejarse llevar por su amiga.
La iglesia del pueblo estaba preciosa, rebosaban adornos de flores con intensos colores. Cuando se acercaron, el padre John ya las esperaba.
—¿Qué es esto? ¿Qué hacemos aquí? —preguntó Mary sin entender.
—Venimos a una boda —contestó Christine al tiempo que saludaba al padre John.