6. Cambio de rumbo

Interior

La oficial Irma Wilson lo vio en el monitor y no lo pudo creer: las otras naves salvavidas se estaban agrupando como había dicho Salazar, pero la suya se alejaba de ellos.

Se puso en contacto con Salazar a través del canal privado de comunicación y siguió paso a paso sus indicaciones para intentar corregir el fallo y desviar su curso, pero al final el propio Salazar tuvo que reconocerlo: el ordenador de su salvavidas tenía un bloqueo en la programación que no se podía cambiar de ninguna manera. Se dirigían sin remedio hacia uno de los antiguos hitos estelares que jalonaban la antigua ruta comercial hacia Cruz de Término.

La idea de acabar lejos de los demás, fuera de la Comunidad, en una de las estaciones de socorro antiguas alejada de cualquier ruta moderna le encogía el alma. Los veteranos decían que cualquier sitio, por malo que fuera, era mejor que aquel para morir. Había oído que las naves penitenciarias de la Armada pasaban cada veinte años o más por los hitos estelares y, como no se podía arreglar nada por falta de repuestos, solo hacían remiendos o no hacían nada. En muchos no había energía o bien hacía un frío tan espantoso que no se podía sobrevivir sin traje espacial. Pero lo peor, insistían, era el aire: si no había escapado al vacío, estaba enrarecido, sin oxígeno, y no se podía respirar.

Se puso a llorar en silencio de espaldas a los demás y entre sollozos le dijo a Chu Salazar:

—Te pongo en abierto para que se lo expliques. Yo soy incapaz.

Bosco vio que se encendía la pantalla sobre el asiento de Wilson, iluminando un poco más el interior del bote.

Al ver la imagen de los ejes coordenados blancos sobre fondo negro dividiendo la pantalla en cuatro partes se levantó para mirar de cerca. Dubroski encogió las piernas para dejarle pasar y luego se acercó.

Bosco entendió que el círculo grande en el centro de la pantalla era El Buen Pastor y que el número que aparecía debajo era su masa; a la izquierda del transestelar aparecía un grupo de puntos dibujando una elipse que representaba las otras naves salvavidas.

De la nave de pasajeros salía una línea curva elegante que pasaba por el cruce de unos ejes coordenados y acababa en un punto en la esquina inferior derecha de la pantalla.

Entonces comprendió que el punto de la derecha era su destino, y que el cruce de los ejes coordenados mostraba su posición actual. Le llamó la atención la gran velocidad a la que se alejaban.

—Eso es un hito estelar, ¿no? —preguntó a Wilson señalando con el dedo el punto de la derecha—. Atravesaremos un sistema solar clase N con cinco planetas. La clase N indica un sistema muy sucio, con mucho polvo estelar y asteroides pequeños.

La oficial se volvió inmediatamente hacia él con los ojos enrojecidos.

—¿También sabe de esto?

—Es posible.

Wilson le iba a preguntar «¿cómo que es posible?», pero en ese momento sonó la voz de Chu Salazar:

—Por favor, presten atención. Soy Chu Salazar, el capitán de la flota de salvavidas de El Buen Pastor. Parece que su salvavidas tiene una programación diferente a la nuestra. Ustedes se dirigen a un lugar seguro, el hito estelar RE 4615, que está en la ruta antigua a Cruz de Término.

—¿Y cómo nos van a encontrar? —chilló Yin Hong—. ¡Necesitamos ayuda! ¡Estaremos solos!

—Salve María… —inició Dubroski y varios de los náufragos le siguieron en la oración.

—No teman porque me encargaré personalmente de que les vayan a buscar cuando nos hayan rescatado —continuó Salazar—. No podemos hacer nada para solucionar el problema o para ayudarlos. Lo siento. Cortamos para ahorrar energía. ¡Que Dios les ampare!

—¿Eso es todo? ¡Que hijoputa! —exclamó Calvo René—. ¡Nos abandona!

—¡Hubiera sido mejor que nos llevara a un salvavidas que no estuviera estropeado! ¡A uno de primera! —le chilló Yin Hong a Dubroski—. ¿Y ahora? ¿Qué haremos?

Dubroski le dijo a la oficial:

—Venga Wilson, no nos conviertas en héroes. Corrige el rumbo de una vez y llévanos con los otros.

—¡No puedo hacerlo!

—¿Cómo que no puedes?

La oficial sintió que el estómago se le revolvía todavía más y le gritó, histérica:

—¡Coño, te digo! ¡No sé hacerlo!

Dubroski no la creyó y no insistió más. Alguna razón debía tener para no cambiar el rumbo. Le preguntó a Bosco:

—¿Y usted? ¿No dijo que sabe?

—No.

—¿Dónde ha dicho que vamos? —intervino Bruna.

—Al hito estelar RE 4165 —respondió Wilson, de espaldas—. Muy lejos de aquí. Fuera de la ruta habitual.

Svetlana les miró extrañada.

—¿A dónde? ¿No vamos con los otros?

—Han dicho que nosotros vamos a un hito estelar y ellos no —le dijo Sevilla Tiles, que encogió aún más las piernas bajo la sábana—. Eso suena muy mal.

—¿Y cuánto ha dicho que tardaremos? —preguntó Blonda.

—No lo ha dicho, tontina —le respondió Doña Cocó.

Blonda la miró con desdén y su mirada se cruzó con la de Bosco. Le hizo un gesto de resignación como si le conociera de antiguo y él lo correspondió. Se sorprendió porque, en medio del lío en que estaban metidos, la muchacha le resultaba muy cercana. La oficial Wilson sollozaba y no respondió. Bosco habló por ella, intentando disimular su angustia:

—Al menos cuarenta días. Eso dice la pantalla.

—¡Dios! ¡Cinco semanas y media! ¡Qué aburrimiento! —exclamó Calvo René.

—¿Y a usted qué le importa? ¿No se quería morir? —objetó Yin Hong.

—Sí, pero odio aburrirme —replicó el artista con desdén.

Blonda se volvió a sus hermanas y bastó una mirada para que las tres se entendieran: el encierro iba a ser insoportable, y más con la abuela allí.

Andrés preguntó con un hilo de voz desde el fondo:

—¿Qué es un hito estelar?

—Es una isla artificial con aire, agua y alimentos —le respondió doña Cocó—. Eran refugios para náufragos como nosotros.

—¿Eran? ¿Y ahora qué son?

—Lo mismo, niño. Son lo mismo.

—¿Y por qué vamos allí y no vamos con los otros? ¿Cuándo llegaremos?

Doña Cocó le miró:

—¿Estás tonto, niño? ¿No lo has oído?

Andrés se echó atrás y Yin Hong le repitió a Dubroski:

—Hubiera sido mejor que nos hubiera llevado a un salvavidas de primera. ¿Qué vamos a hacer ahora?

El bombero apretó los puños y no respondió.

—No podremos hacer nada hasta que lleguemos al hito —terció Bosco—. De momento tenemos agua y comida. Puse en marcha el Melissa.

—¿El qué? —preguntó Taheña.

—La máquina de hacer comida —le respondió Calvo René—. A partir de ahora comeremos nuestra propia mierda.

—¿Qué dice? —dijo Taheña.

—Ya lo verás —Calvo René volvió a sus dibujos.

Sevilla sintió que no podía soportar más la falta de espacio, la humedad y el olor a óxido y a metal del salvavidas, y se le saltaron las lágrimas.

Blonda explotó:

—¡Tenemos que hacer algo! ¿No se puede reprogramar el ordenador?

—No, ya lo hemos intentado —respondió Irma Wilson. Luego señaló a Bosco—. Quizá él pueda. Parece que sabe.

La trilliza rubia terció con vehemencia:

—Pues cuando lleguemos al hito alguien tiene que hacer algo para tener de nuevo el mando de esta nave.

—¡Buena idea! —dijo Dubroski—. Quizá sea posible cuando hayamos completado el viaje. Entonces programaremos otra vez la inteligencia artificial para volver con los otros.

Yin Hong dijo:

—Estoy de acuerdo. Con los otros seremos más.

—¡Qué lista, señora! —exclamó Calvo René, que imitó su voz en falsete—: Con los otros seremos más.

Yin Hong le lanzó una mirada asesina.

—¿Se envió alguna señal de socorro? —preguntó Sevilla.

—Dubroski dice que no y Salazar habló mucho de todo pero no dijo nada de eso —respondió Bosco.

—Entonces, me quedaré en el hito —dijo Sevilla—. Al menos habrá sitio para todos e imagino que más intimidad.

—O sea, que nadie sabe que hemos naufragado —intervino Calvo René, que había dejado de dibujar y parecía preocupado de verdad—. Es decir, estamos perdidos…

—Esta nave emite una señal de socorro de forma continua, pero es muy débil —dijo la oficial, con un hilo de voz—. Y no sé si podré manejar la nave, trazar un rumbo de vuelta…

—No nos oye nadie y esta no sabe pilotar. ¡Fantástico! —rezongó Calvo René.

—Ya lo decía yo. Hubiera sido mejor ir con los demás —repitió Yin Hong.

—¡Calle de una vez! ¡Diga algo útil! —le gritó Calvo René.

—Pero, ¿no tengo razón? ¿No estaríamos mejor en otro salvavidas? —Yin Hong se puso en pie. Estaba del color de la grana. Bosco pensó que iba a darle una bofetada al negro.

—¡Y yo estaría mejor si usted no estuviera, estúpida!

—¿Cómo se atreve? ¡El estúpido es usted! ¡Tengo razón!

—Déjela —le aconsejó Sevilla a Calvo René—. No tiene remedio.

Yin Hong se echó a llorar y se dejó caer en el asiento, quejándose:

—Estáis todos contra mí.

Doña Cocó les dijo a todos al cabo de unos instantes:

—Es mejor llegar al hito —les miró fijamente uno a uno—. Allí estaremos más seguros y más cómodos. Además podremos enviar una señal de socorro más fuerte y permanente. ¿No es cierto oficial?

Bosco pensó que esa mujer parecía familiarizada con los hitos estelares. Irma Wilson se volvió en su asiento, cruzó una mirada arrasada en lágrimas con Bosco y con Dubroski y respondió casi sin voz:

—No lo sé, señora.

Se hizo un momento de silencio que quebró Taheña:

—Yo estoy con Blonda. Cuando lleguemos al hito damos media vuelta y procuramos volver.

—Estoy de acuerdo —dijo Bruna.

—Yo pienso igual que la señora —dijo Bosco, señalando a doña Cocó—. Desde el hito podremos lanzar una señal potente y, aunque no llegue a nadie, tarde o temprano pasará la nave de mantenimiento o vendrán a buscarnos como dijo Chu Salazar. Además, allí habrá más sitio para todos, como dice ella, y también aire, agua y comida. Lo que creo que no debemos hacer es irnos cuando lleguemos, no sea que nos crucemos con el rescate.

Al oírle Wilson le reprochó:

—¡Pasan cada veinte años! ¡No cuente conmigo! Los veteranos de las naves de mantenimiento dicen que el aire y la comida de los hitos siempre están podridos. Cuando lleguemos, hagan lo que quieran; yo no pienso ni entrar. Me quedo con el plan de las chicas.

—Mejor esperamos a ver qué nos puede ofrecer el hito, ¿no cree? —le respondió Bosco—. Ahora deberíamos organizarnos.

Miró a su alrededor con una convicción que no había tenido desde que le despertaron de la hibernación. Luego añadió sin pensar:

—Y debemos ahorrar energía.

El doctor De Vries vio que doña Cocó levantaba una ceja. La mujer no dejaría que nadie le dijera lo que tenía que hacer, y no se equivocaba.

—Hace mucho frío aquí dentro —dijo doña Cocó—. Oficial, ¿no hay calefacción? Tengo los pies congelados.

—Sí señora, ahora la activo.

Dubroski miró a la abuela y luego a Bosco, y se encogió de hombros. Luego dijo, mirando al fondo de la nave:

—¿Tu qué opinas, androide?

Sus compañeros le miraron, estupefactos.

—¿Qué androide? —preguntó Bosco en nombre de todos.

—El del fondo —respondió Dubroski como si fuera evidente—. Es uno de los secretarios del nuncio de Su Santidad.

—¿El cura es un nuncio del Papa? —pregunto Calvo René sarcástico.

—Sí —se limitó a contestar el bombero con respeto.

—¡Tenemos que ayudarle como sea! —exclamó Helena Haass, alterada—. ¡Es la palabra del Papa!

—¡Sí! —la secundó Irina Taschen—. ¡Hay que curarle!

—Eso está en las manos de Dios —zanjó el doctor De Vries con autoridad—. Tiene que salir del coma para que podamos hacer algo.

Helena Haass asintió con la cabeza:

—Que sea lo que Dios quiera. ¡Ojalá llegue a darnos la Extremaunción!

Calvo René le preguntó a Dubroski:

—¿Un secretario? ¿Esa poquita cosa? —preguntó Calvo René—. Los que yo he visto son como guardaespaldas. Su tamaño da miedo.

—Es un androide. Seguro —respondió Dubroski.

Entonces el androide articuló con dificultad:

—Eso no cierto es.

—¿A qué te refieres, androide? —preguntó Bruna.

—Quod non est verum.

—¡Pues sí que es una máquina lista! —exclamó Yin Hong, que había dejado de llorar.

La máquina giró lentamente la cabeza hacia Yin Hong. La expresión del androide era de disgusto.

—Desasjustre yo. Humanum aemulatio mal. Tres mil ochenta y seis minutos y trece segundos más y operativo sí. Te pedicabo.

Calvo René soltó una carcajada.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Yin Hong.

—La máquina acaba de enviarte a la mierda en latín, cariño —le respondió Calvo René—. Este robot me cae cada vez más simpático.

Yin Hong enrojeció hasta las orejas.

—¿Has oído nuestros planes? ¿Cuál es mejor? —le preguntó Bruna al androide.

—Oído, sí. Más mi seguro hito. Silencio yo. Adiós —y el androide llevó su cabeza a la posición original y dejó caer la barbilla sobre el pecho.

—¿Se ha desconectado? —preguntó Blonda.

—Quizá —dijo Calvo René—. Se estará reparando. Dijo que en tres mil minutos estaría bien, ¿no? Eso es algo más de dos días.

Nadie le contestó. Doña Cocó zanjó el tema:

—No me parece que esta máquina vaya a ser un problema.

Para Irina Taschen, la colona del tamaño de Antón Dubroski, las cosas estaban claras. Aquello iba para largo y la vieja era como su madre: lo sabía todo. Irina dejó la bolsa a un lado y le preguntó con inocencia a Doña Cocó con una voz aguda, impropia de su tamaño:

—Señora, ¿sabe usted dónde se puede mear aquí?

Calvo René soltó una risotada y Andrés y Taheña le secundaron. Doña Cocó les miró y un alzamiento de cejas fue suficiente: los jóvenes se callaron. Calvo René le sacó la lengua y le hizo una mueca de burla.

La oficial Wilson le señaló a Irina la escotilla del fondo con un gesto y la colona se levantó, sin saber dónde estaba la gracia de lo que había dicho pero con la seguridad de que había sido algo inoportuno. Cuando pasó frente a doña Cocó, le dijo:

—Es que ya no podía más.

Calvo René y Taheña se miraron y estallaron de nuevo en carcajadas. Irina lanzó una mirada de súplica a Helena para que la sacara del atolladero. Helena le indicó con un gesto que no se preocupara y que siguiera hacia el baño.

Bosco se levantó, miró a la abuela de pasada y dijo a todos:

—Ya que vamos a estar juntos durante mucho tiempo, les propongo que nos presentemos. Yo soy Bosco Magalay. ¿Y usted? —preguntó, volviéndose a Dubroski.

—Me llamo Antón Dubroski. Era ayudante del tercer mecánico en El Buen Pastor y también bombero.

Irina Taschen abría la escotilla del fondo y se detuvo. Se volvió y les dijo:

—Soy Irina Teodora Taschen. Se lo digo ahora para que no se me pase la vez. Vengo de Mundo de San Antonio y voy a la colonia de Santa Águeda, que está en Cruz de Término para casarme con un buen hombre y fundar una familia con los hijos que Dios me dé, y eso es lo que voy a hacer.

La colona morena y menuda se levantó del banco y les dijo con una voz hermosa y firme:

—Yo soy Helena Haass y también voy a Cruz de Término. Soy profesora y soy soltera. Creo que Dios nos ha puesto esta dificultad como castigo de nuestros pecados; por eso no he dicho nada antes, cuando hablaban del hito y de lo que había que hacer. Debemos rezar para pedir su perdón y solo así sabremos lo que tenemos que hacer para salvarnos.

Andrés Arese asintió, muy de acuerdo con sus palabras.

—¿Eres una flagelante? —le preguntó Yin Hong—. ¿Te castigas?

—Creo que la penitencia nos acerca a Dios —repuso la colona, evasiva.

—Mejor dejamos eso por ahora, ¿de acuerdo? —terció Bosco, que sintió repelús al oír la palabra flagelante. Señaló al médico—. Su turno, por favor.

—Soy el doctor César De Vries y soy el cirujano personal de doña María Dolores Cativari, viuda de Selblezza, aquí a mi lado. Íbamos a Tassili, que era nuestra próxima escala. En realidad soy un investigador.

Doña Cocó se arregló el pelo antes de hablar:

—Bien, el doctor ya me ha presentado. Buenos días a todos. Soy la señora Cativari, doña Cocó para mis amigos; es decir, todos ustedes. Soy viuda desde hace muchos años de mi difunto marido Piero Selblezza, que era ganadero. Les presento a mis nietas que, como su nombre indica —e hizo un gesto con la mano—, son Bruna, la morena; Blonda, la rubia y Taheña, la pelirroja.

Cada una dijo «hola», a medida que las presentaban y doña Cocó continuó:

—Como ven, son unas trillizas extraordinarias porque cada una tiene los ojos y el pelo de color diferente. Nacieron en Océano, fuera de los 7 Mundos, y viajan conmigo a Tassili, en el planeta Níger, porque su padre, mi hijo, se ahogó con mi nuera en un accidente y yo fui a recogerlas. Presentaos, niñas.

—Yo soy Blonda —dijo la rubia mirando directamente a Bosco con unos ojos azules luminosos y arrebatadores. Bosco le respondió a su vez con una sonrisa—. Este año iba a ingresar en la Escuela de Marina de Arrecife y trabajaba con mi padre, que era marino. Pienso volver a Océano muy pronto.

—Yo soy Taheña —dijo la pelirroja de piel luminosa—. Iba a estudiar historia de Tierra Original en la Universidad de Arrecife. También quiero volver pronto a Océano.

—Yo soy Bruna —su voz denotaba orgullo—. Estoy en segundo curso de Ciencias Universales en Arrecife. Volveré pronto a Océano.

Le llegó el turno a la pianista, que se irguió con elegancia y con el gesto afectado como si fuera a dar un concierto:

—Yo soy Svetlana Gutsu y, aunque es petulante que lo diga, lo digo porque es verdad: soy una concertista de piano muy conocida. Estoy especializada en compositores modernos. Les presento a David —dijo señalando al bebé, que estaba dormido—, que…

—Yo soy Yin Hong Sik —dijo, interrumpiendo a la pianista sin ningún pudor—. Soy secretaria de alta dirección y estas eran mis primeras vacaciones en cuatro años. Hubiera sido mejor me quedara en casa, de verdad se lo digo.

La chica de la sábana se la ajustó aún más cuando le llegó el momento de presentarse. Bosco y Blonda cruzaron de nuevo su mirada y se sonrieron. Sevilla dijo:

—Yo soy actriz. Me llamo Sevilla Alejandra Tiles y espero que hayan oído hablar de mí. Iba a Cruz de Término para un papel protagonista en una obra de teatro y espero no faltar al compromiso.

El adolescente se puso en pie y dijo con la voz quebrada y la cara congestionada por el llanto:

—Soy Andrés Arese. Volvíamos de San Buenaventura para unas semanas de vacaciones en Níger. Estoy esperando noticias de mis padres.

La oficial Wilson intervino:

—De momento no me han dicho nada de tu familia. Todavía están haciendo la lista de supervivientes.

—¿Iban de vacaciones a esa piedra de polvo? ¡Qué primos! —le dijo por lo bajo Taheña a Blonda.

Calvo René se levantó y les hizo una reverencia. Luego dijo:

—Yo soy pintor. Soy René Maraini y me llaman Calvo René. Pinto solo con mis pinceles y mis manos, sin ayuda de ninguna inteligencia artificial. Aprovecho la ocasión para decirles que me lo he pensado mejor. Ya no me quiero morir. Lo digo para dar las gracias públicamente a quienes me salvaron y para que esa mujer se calle de una vez —y señaló a Yin Hong.

Irina Taschen apareció en la cabina. Doña Cocó preguntó a Bosco cuando la colona pasaba frente a ella:

—¿Y usted? ¿A qué se dedica, señor Magalay? ¿Es usted de las Malaysias? Lo digo por su acento.

Bosco respondió:

—Discúlpenme, pero hace pocos meses que salí de una larga animación suspendida y me acuerdo de pocas cosas. Ahora mismo no recuerdo de dónde soy, pero sé por su acento que usted es de Estación Nuevas Perseidas —Doña Cocó se quedó boquiabierta—. Creo que fui piloto de astronave. No me acuerdo.

Dubroski le miró con los ojos muy abiertos de asombro y exclamó:

—¿Qué dice? ¡La Discrepancia de Emolia es anterior a que yo naciera! ¿Cuánto tiempo le tuvieron congelado?

—Sí —dijo Blonda con interés—. ¿Cuánto tiempo?

—Noventa y siete años —le dijo Bosco.

—¡Uf! —Dubroski no cabía de asombro—. Dicen que el riesgo de lesión cerebral permanente a partir de los primeros veinticinco años es altísimo.

—Tuve mucha suerte —Bosco asintió con la cabeza—. El mío fue el único de los cofres de hibernación que funcionaba cuando me encontraron.

—¿De verdad fue piloto? —preguntó doña Cocó que, a continuación, miró a De Vries.

—Quizá —y Bosco les resumió lo poco que podía decir de sí mismo con una sensación a la vez de alivio y de vergüenza, porque era la primera vez que contaba su historia a extraños.

Blonda le preguntó si había estado casado y si había tenido hijos. Al oír la pregunta que tantas veces se había hecho a sí mismo, como en otras ocasiones vino a su mente de manera fugaz la imagen de una cabellera de pelo rubio sobre una piel como la de la muchacha.

—No lo sé —le contestó.

De Vries le dijo que sabía de procesos de hibernación y que, si no tenía lesiones cerebrales, en unas pocas semanas más recuperaría por completo toda la memoria y añadió:

—Siempre y cuando reciba usted los estímulos apropiados.

La oficial Wilson les interrumpió, señalando la pantalla sobre su cabeza:

—¡Miren! Algo pasa con El Buen Pastor.