7. El final de El Buen Pastor
La imagen de El Buen Pastor había dejado de tener forma de lágrima para convertirse en una esfera púrpura que se agrandaba por momentos contra el fondo negro de la pantalla. Bosco reconoció en ese cambio el preludio de una gran explosión. La inteligencia artificial del salvavidas recomponía con un pequeño retraso los cambios de masa y de imagen que provenían del navío estelar ya que el salvavidas se alejaba a gran velocidad. La esfera dejó de crecer a saltos, se tornó rojiza durante un par de segundos, luego anaranjada y luego de un blanco cegador que llenó la pantalla en el momento de la explosión.
—¡Jesús! —exclamó Helena Haass—. De la que nos hemos salvado.
Tras el estallido, la esfera se oscureció bruscamente y cambió a un color carmesí oscuro. La vieron alargarse como aplastada por unas fuerzas titánicas hasta que se transformó en una gran lenteja atravesada de los relámpagos y resplandores producidos por las descargas de energía descontrolada de lo que quedaba de sus poderosos motores Shama-Levy.
Bosco sintió que se le erizaba el vello de la nuca al ver que la lenteja se deshilachaba en una nube densa de puntos como proyectiles mortales que se dirigía directa hacia los pequeños navíos salvavidas de los otros náufragos.
—Van a ser alcanzados por los restos de la explosión —murmuró Dubroski detrás de Bosco—. ¡Dios! ¡Están condenados!
—¿Y esto? —Bruna señaló con desconfianza en la pantalla una mancha mínima que iba en su dirección.
Bosco se acercó para ver mejor y, para su sorpresa, manejó la consola con una soltura que le asombró incluso a él. Al lado de la mancha aparecieron unas columnas de números. Los leyó y le explicó a la trilliza:
—Es un globo muy tenue de gotas fundidas por el calor de la explosión y congeladas al instante por el frío. Son partículas minúsculas de metal del grueso de un cabello que nos van a adelantar. Casi no tienen masa.
—Son inofensivas —se apresuró a aclarar Dubroski.
—¿De verdad? —les preguntó Bruna mirándoles de hito en hito con una expresión muy escéptica.
—De verdad —le aseguró el bombero, volviéndose hacia ella para dar más énfasis a sus palabras.
—¿Qué pasa? —era Svetlana, con el bebé dormido en el pecho.
Dubroski se giró hacia ella:
—Que El Buen Pastor ha estallado como una granada y sus pedazos se dirigen hacia las otras naves salvavidas. La oficial Wilson nos ha salvado porque cambió nuestro rumbo.
Luego miró a la oficial y le dijo:
—Bien hecho, Wilson. Ahora estaríamos muertos.
—¡No he sido yo! —replicó ella al momento.
—Entonces ha sido cosa de la clon morena —replicó Dubroski con voz clara y firme, señalando con el dedo a Bruna—. Cuando entré en el bote, ella estaba al fondo, junto al panel de navegación.
—¡Qué dice! —exclamó Helena Haass, disgustada—. ¿Cómo puede confundir a una chica tan encantadora con un engendro sin alma? ¿Nunca ha visto unos hermanos gemelos?
Bruna levantó la vista y miró a Dubroski con ojos indignados:
—¡Yo no soy un clon! ¡No toqué nada, solo curioseaba! Antes de que yo llegara ya estaban aquí ese hombre y el niño —y señaló hacia el fondo.
Bosco pensó que la oficial Wilson tenía razón: sin duda, Dubroski hubiera engrasado las algas para que crecieran más rápido.
Al verse atacado con tanta vehemencia, Dubroski no supo dónde mirar y Bruna hundió la cabeza entre las rodillas. Luego levantó la vista y añadió:
—Yo solo sé estudiar y cuidar niños. ¿No es cierto, abuela?
Doña Cocó le pasó el brazo por los hombros, la miró con dulzura y le dijo:
—Claro que sí, niña. Claro que sí —y le dijo a Dubroski con voz severa y cortante—: Es usted un bruto insensible. ¿Cómo se le ocurre insultar a mis nietas de esa manera?
—Entonces, si no fue ella, ¿quién lo hizo? —era Yin Hong.
Andrés fue a hablar pero prefirió callarse.
—Quizá nadie —dijo Bosco—. Posiblemente esta nave ya estaba programada para ir al hito más cercano. Es tan vieja como yo. El Buen Pastor pertenece a la General Cristiana de la Periferia. Miren el rótulo de los respaldos: es el de la naviera Estrella Blanca, la más importante de mi época.
Entonces le preguntó a Helena Haass, recordando lo que le había dicho el piloto en el mirador de Órbita Pequeño Sol:
—¿Qué sucede ahora con los clones?
—Son del diablo —le contestó ella—. Los buenos cristianos acabamos con ellos. Se infiltran entre nosotros y nos suplantan. Son del diablo —repitió, negando con resignación.
—Eso es, señora. Bien dicho —secundó doña Cocó—. Llamar clon a mi nieta ha sido un insulto imperdonable. Es como decir que no tiene alma, que es un animal.
Calvo René la interrumpió:
—¡Olvídense de los clones, que no tienen ninguna culpa! ¿Qué pasará con la gente de los otros salvavidas?
—Ojalá tengan suerte, pero están demasiado cerca —replicó Dubroski, apenado—. Les quedan segundos hasta que los restos les alcancen.
Calvo René asintió. Miró dentro de sí y se dio cuenta de que la mujer que le había acompañado a lo largo de tantos años ya había muerto para él a bordo del transestelar. Rememoró con amargura los mejores instantes de su vida en común y continuó sin explicarse cómo había sido posible que le abandonara de esa manera después de todo lo que habían hecho el uno por el otro. Las lágrimas de la pena le anegaron los ojos.
Andrés Arese no quería creer que su familia fuera a morir, pero la fuerza de las cosas se impuso en su interior y se sintió aún más culpable de estar vivo. No quería ser huérfano de esa manera cobarde y rezó con todas sus fuerzas para que Dios hiciera un milagro e incluso le ofreció su vida a cambio de la de sus padres y sus hermanos. Se sentó de nuevo al fondo, junto a la escotilla y se puso a llorar en silencio.
A Sevilla Tiles se le apretó aún más el nudo del estómago y se le saltaron las lágrimas ante la perspectiva de no ver nunca más a su viudo. Su Alfredo había sido el mejor y más bondadoso hombre del universo. Se sintió mal por haberse hartado tan a menudo de sus repeticiones de anciano y por un instante le remordieron las noches que lo había cambiado por el joven y presumido Soan Vilar.
Pensó que era injusto que ese hombre tan fantástico y tan a su medida fuera a morir ahora que lo había conocido, aunque también esa experiencia le había demostrado que incluso una mujer como ella podía rehacer su vida.
De repente, Yin Hong comenzó a chillar entre convulsiones.
—¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? —le preguntó Sevilla mientras intentaba cogerla de las muñecas para calmarla.
Un momento después, la mujer jadeaba como si le faltara el aire y aun así le dijo con la voz entrecortada:
—¡Estamos perdidos! ¡No nos encontrarán!
—¡Sí que lo harán! ¡Sabrán dónde estamos! —le respondió Sevilla.
—¡No! ¡Salazar va a morir! ¡Nadie sabrá dónde vamos! ¡Nos darán por muertos!
La mujer siguió agitándose hasta que Calvo René se levantó y le dio una sonora bofetada. Yin Hong se detuvo, estupefacta, y luego se puso a llorar.
Hasta ese momento, la destrucción de las otras naves salvavidas había sido algo dramático pero ajeno. Con la reflexión de Yin Hong, los náufragos sintieron que la catástrofe de los otros se convertía en su condena a muerte.
—¿Y a nosotros? —preguntó Svetlana con un hilo de voz—. ¿Nos alcanzarán esos restos?
Dubroski se irguió aún más, lo que le dio un aspecto muy seguro de sí mismo:
—No, señora. Si nos alcanza algo será una nube de gotas que…
En ese momento se dejó oír una sirena aguda e intermitente y Wilson chilló:
—¡Restos de El Buen Pastor! ¡Los tenemos encima!
Se produjo un estallido atronador y la nave salvavidas se sacudió brutalmente. El torso enorme de Dubroski desapareció en una explosión y sus pedazos y su sangre se esparcieron por toda la cabina. Sus caderas y sus piernas fueron catapultadas hacia adelante y se estrellaron contra la cabeza de Helena Haass, cuyo rosario de cuentas rojas quedó colgando de su mano, entre dos avemarías y las piernas sin tronco del bombero. La colona menuda tenía la espalda estampada contra la pared de la nave, porque un fragmento de metal ultraacelerado de El Buen Pastor la había matado después de atravesar al gigante.
Al mismo tiempo, un haz de partículas mínimas cortó el cuello de la oficial Wilson a una velocidad tan alta que la cabeza permaneció en su lugar sin que el rostro llegara a cambiar su expresión asustada del instante anterior.
La primera de un grupo de tres gotas minúsculas hizo un agujero del tamaño de un puño en el casco del salvavidas pero descomunal en la espalda de Irina Taschen, cuyo cuerpo acabó de rodillas en el lugar del banco que había ocupado Dubroski.
La segunda gota pasó por el agujero que había abierto la primera y alcanzó a Yin Hong Sik en el pecho, agujereó con limpieza su pijama de lino y su corazón, atravesó la otra pared doble del casco del bote y continuó su camino por el Cosmos.
La tercera gota, más lenta, se desvió al rozar con el borde del agujero de entrada de las dos primeras y por eso arrancó de cuajo la mitad de la cabeza de Svetlana Gutsu sin tocar al bebé. Luego rebotó en un saliente de metal, rozó como una caricia el brazo de Taheña, atravesó de costado a costado el abdomen de Sevilla Tiles y terminó alojada en la cabeza del sacerdote.
La pared exterior de la nave se hundió al recibir el golpe de un grupo de microgotas que no llegó a perforar el metal del casco detrás de Blonda, pero lo deformó lo suficiente para enviarla hacia adelante sin romperle la espalda. La muchacha se golpeó la frente con el borde del banco y perdió el conocimiento.
El doctor De Vries fue aspirado por el aire que se escapaba con fuerza de huracán por el hueco que habían abierto las tres gotas en el casco del bote salvavidas. La seda auténtica de su batín y el sistema de inyección automático de espuma selladora del casco de la nave actuaron a tiempo y lograron evitar que la succión hiciera pasar el cuerpo del médico convertido en pulpa por un hueco del diámetro de un vaso; aun así, la aspiración fue tan brutal que le rompió varias costillas.
Un suspiro después llegaron los gemidos y los gritos. De Vries aullaba de miedo y de dolor, y Doña Cocó gritaba de espanto mientras estiraba del médico con toda su alma para que el agujero no se lo tragara. Sevilla Tiles chillaba y se retorcía apretándose el vientre. Andrés Arese miraba aterrorizado las paredes, el techo y el suelo de la nave salpicados de restos humanos y de sangre.
Después de muerta, las manos de Svetlana Gutsu aún sostenían contra su pecho al bebé con el afán de protegerlo aún más allá de la vida. La criatura lloraba con fuerza chorreada de sangre.
La alarma calló. Calvo René se exploró para convencerse de que estaba bien. Taheña estaba inmóvil, temblando, sin comprender por qué la piel inmaculada de su muñeca estaba rayada con un sedal de sangre. Bruna se adelantó para coger al bebé antes de que cayera de las manos de Svetlana.
Bosco estaba cubierto de sangre y despojos de los pies a la cabeza. Tenía en los labios un sabor salado. A su alrededor estaban los cadáveres de Antón Dubroski, Helena Haass y la oficial Irma Wilson. Se tocó con cautela temiendo sentir un ramalazo de dolor y sin creer que hubiera salido ileso de aquel matadero. Se asustó al ver a Blonda en el suelo.
Para levantarse y acercarse a ella, se apoyó en el sillón de mando. Eso fue suficiente para que la cabeza de la oficial Wilson cayera con un golpe sordo sobre la mesa de mandos y rodara hasta detenerse con los ojos muy abiertos y asustados clavados en él.
Blonda estaba boca abajo en el pasillo, junto a las bolsas de viaje de las colonas. Bosco le dio la vuelta con cuidado. Tenía el camisón manchado pero la sangre no parecía suya porque no le apreció heridas salvo un golpe en la frente. La levantó en vilo y la tumbó con cuidado en el banco. Al cogerla en brazos, el peso de su cuerpo le evocó con nitidez el recuerdo difuso y entrañable de algo feliz.
Por el rabillo del ojo vio a Bruna con la mirada perdida en el vacío. La trilliza susurraba al oído del bebé. La chica parecía totalmente ajena al ambiente, a sus hermanas y a su abuela. Entonces reparó en que Svetlana Gutsu estaba recostada en el banco con las manos en el aire y con solo media cara.
La espuma que inyectaba a contrapresión el sistema automático de emergencias solidificó por fin y el aire dejó de escapar de la nave. Con ello, los tirones de Doña Cocó lograron apartar al doctor De Vries de la pared.
El médico se dejó caer sobre la mujer tosiendo sangre y se desmayó. Ella lo abrazó con fuerza y reparó en Blonda, un poco más allá en el banco.
Sevilla se aferraba el vientre y se mecía en un intento de mitigar el dolor intensísimo. Calvo René se acercó y al ver la sangre que empapaba la sábana apartó sin miramientos el cadáver de Yin Hong y le dijo a Andrés que dejara el sitio libre. Cuando el joven se movió, el pintor tumbó a Sevilla con cuidado y le dijo palabras de ayuda y de consuelo que ella apenas entendía, porque jamás nada le había dolido tanto.
—¡El médico! —gritó Calvo René—. ¡Que venga el médico!
—¡Está herido! ¡Se desangra por la boca! —le contestó doña Cocó.
Calvo René buscó entonces con la mirada algo con qué ayudar a Sevilla. El armario blanco con la cruz roja estaba junto al androide. Se lo señaló:
—¡Androide! ¡El botiquín!
La máquina no se movió. Las constantes vitales de su amo habían desaparecido y él debía continuar adelante. Se preparó para reiniciar sus reparaciones internas en cuanto acabara el análisis de los daños producidos por la gota que le había alcanzado en la base de la espalda.
—¡Pero muévete! ¿No ves que se muere? —Calvo René se dirigió entonces a Taheña—. ¡Tú! ¡Tráeme ese botiquín!
Taheña salió de su aturdimiento. En tres pasos cogió el botiquín y se lo alcanzó a Calvo René. Estaba prácticamente vacío; no había más que unas vendas, un rosario, un frasco de antiséptico y una caja de apósitos. Los huecos para los tres tipos de tijeras, las pinzas y las jeringas, tanto las de aguja como las de perfusión instantánea, estaban vacíos, al igual que los espacios destinados a los medicamentos.
—¿Qué mierda es esto? —gritó Calvo René.
Sevilla no podía mantenerse quieta ni dejar de gemir porque aquel dolor agudo era monstruoso e interminable. Durante un instante tuvo la impresión de que se iba de su cuerpo y sintió un miedo espantoso. Fue entonces cuando cogió la mano de Calvo René y le preguntó:
—¿Me voy a morir?
—No. De ninguna manera.
Ella cerró los ojos y perdió el sentido. Taheña apartó la sábana que la cubría y vio un agujero pequeño a cada lado de su vientre. Limpió la sangre de las heridas con una esquina de la sábana mientras Calvo René se concentraba en aplicar el desinfectante. En la semioscuridad, los cadáveres, los restos humanos y las manchas y los charcos de sangre que había visto formaban un cuadro infernal tan parecido al de sus pesadillas infantiles que no se atrevía a mirar.
Doña Cocó le preguntó a Bosco, señalando con la cabeza a Blonda:
—¿Está viva?
Él asintió, extrañado de que la abuela estuviera más preocupada del médico que de sus nietas.
—¿Y usted? ¿Esa sangre es suya? —le preguntó Bosco.
—No. Estoy bien, gracias. ¿Y el nuncio?
Bosco miró hacia el sacerdote y le vio la coronilla agujereada.
—Muerto —le contestó. A continuación hizo la cuenta de las víctimas: Dubroski, la oficial Wilson, Helena Haass, Irina Taschen y Svetlana Gutsu, que dejaba atrás un niño que no era su hijo; Yin Hong, y el nuncio del Papa que había muerto sin despertar.
En total, siete muertos y cuatro heridos: el médico y Sevilla, ambos con mal aspecto; Blonda, aún sin sentido, y Taheña con una rozadura en la muñeca que parecía más una pulsera que una herida.
Se sintió muy cansado y se sentó junto a Blonda: el cabello liso, la mandíbula marcada, las pecas, las manos pequeñas y cuidadas, y los brazos y las piernas fuertes, le produjeron unas chispas de memoria que intentaron prender sin éxito en su conciencia.
Doña Cocó recostó con cuidado al doctor De Vries en el banco. No le pareció que fuera a morirse, pero respiraba mal y con ansiedad, y se apretaba con fuerza el costado derecho. Le limpió la sangre de la boca como pudo con la falda de su camisón, decidida a que no muriera antes de tiempo. Le preguntó cómo se encontraba, pero De Vries no respondió ni abrió los ojos.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo se sintió desfallecer ante el miedo a la muerte; el mismo miedo que durante tantos años la había mantenido con vida. En ese momento temió por primera vez que no fueran salvados.
Vio que Blonda abría los ojos. Bosco estaba a su lado y de nuevo tenía un testículo escapado del pantalón. Él le dijo algo a Blonda, ella contestó y luego la chica se llevó la mano a la frente como si le doliera la cabeza.
—¿Estás bien, niña? —Le preguntó doña Cocó—. ¿Te duele mucho la cabeza?
Ella tardó en responder.
—Sí que me duele. Y la espalda también.
Doña Cocó volvió la cabeza en dirección contraria y frunció el ceño al ver que Calvo René miraba a Taheña de un modo impropio de su diferencia de edad.
Andrés Arese miraba cómo se ayudaban los unos a los otros sin saber qué hacer. Percibía un olor nauseabundo mezcla de sangre, vísceras y colonia de niño. Sus ojos evitaron al androide y al final se clavaron en el cadáver de Yin Hong. No le parecía posible que la vida se le hubiera escapado por un agujero tan pequeño.
Se volvió de espaldas para no ver el cuerpo de la mujer y se encontró mirando al nuncio. El religioso tenía un agujero en la coronilla por donde salía un hilillo de sangre y se le desbordaba el gris de los sesos.
Hacía frío y la humedad le pegaba la ropa al cuerpo. Cuando quiso volver su mirada hacia un lugar neutro, sus ojos se tropezaron con los de la oficial Wilson, que le miraban desorbitados desde la mesa de mandos. Andrés Arese acabó vomitando en el pasillo a los pies del androide.
Calvo René dejó de hablar con Taheña cuando oyó las arcadas de Andrés. Se acercó al muchacho y le sostuvo a cabeza con un cariño que a Taheña le pareció encantador. Cuando el joven terminó de devolver, el pintor le ayudó a sentarse y el chico le dijo que no podía más y que se quería morir allí mismo y que era un cobarde.
Calvo René intentó consolarle en vano. Quien sí lo consiguió fue Taheña, que se sentó a su lado y le apretó la cabeza contra su pecho y le dijo palabras de consuelo y cariño mientras le mesaba el cabello. El muchacho se serenó y cerró los ojos con el deseo de que la pesadilla hubiera pasado cuando los volviera a abrir.
Taheña dio un respingo al darse cuenta de que Blonda también estaba herida. Estuvo a punto de dejar a Andrés para acercarse a ella pero prefirió quedarse junto a Calvo René al ver que tenía a Bosco a su lado. Buscó a Bruna con la mirada y la vio junto a la abuela con el niño en brazos.
A pesar de los análisis y de las reparaciones internas de su propia maquinaria, el androide no lograba recuperar el uso de las piernas. En esos momentos hacía un balance exhaustivo de las posibilidades que tenía de cumplir su misión.
Sevilla comenzó a gemir. La sábana estaba húmeda de sudor. Doña Cocó, exasperada por sus lamentos, exclamó:
—¡Que se calle esa furcia!
Salvo Sevilla, que no la oyó, todos la miraron estupefactos y hasta Bruna levantó la vista del bebé. Doña Cocó se disculpó con un «lo siento» apenas audible. Calvo René le hizo un enérgico corte de mangas y Taheña la miró con un mohín de reproche.
El tiempo transcurría en un silencio de funeral como si ninguno se atreviera a compartir su desánimo por temor a que las palabras de otro lo hiciera más profundo.
Calvo René fue el primero en hablar, y lo hizo para preguntar si el doctor De Vries les podía ayudar. Doña Cocó le dijo que el médico continuaba desmayado y añadió:
—Está muy mal.
—Esto no va acabar bien —susurró Sevilla—. Estoy salá.