Capítulo 5
Biocuñadas
En las metrópolis alemanas prolifera un tipo de teutona del que les conviene alejarse. Si ven a una, corran y no miren atrás.
Los propios germanos las denominan Biotantes, y a ustedes les será fácil reconocerlas por —entre otras cosas— su devoción al naranja, el gorro de fieltro con patrones psicodélicos, los zapatos de punta cuadrada, los sobacos tupidos y la profusión de títulos universitarios. Si además tienen hijos, les bastará con el olor de los mismos.
En caso de no haber podido identificar al espécimen a tiempo, y si por accidente se encuentran ustedes de cháchara con una, no discutan. Se lo digo de corazón, no pierdan el tiempo y cuiden sus nervios.
Sé que les costará controlarse cuando les recomiende troleopatía para dolencias infantiles varias. Si acaso menta los glóbulis de planta carnívora para las flemas, por eso de que si el vegetal en cuestión puede con la carne, las flemas son pan comido, no intenten explicarle que, por esa regla de tres, también disolverían al niño.
Me consta que tendrán que morderse bien la lengua cuando les comente orgullosa a ustedes que su niño índigo, a pesar de tener una otitis de caballo y fiebre desde antes de ayer, no ha ido al pediatra todavía. Porque no quiere enriquecer a las malignas farmacéuticas comprándoles antibióticos. En cambio, sí que le ha llevado a su homeópata que, por cierto, es buenísimo y entiende la psique de su hijo perfectamente, dejando que sea su natural instinto el que decida la mejor cura para sus males. No se metan, se lo ruego, no le reprochen que aparte al rorro del enchufe argumentándole que igual, quizás, podría ser que el niño, por sabiduría cósmica innata, se haya dado cuenta de que necesita electroshocks.
Entiendo que les supondrá un gran esfuerzo aguantarse la risa cuando se enteren de que su hijo no come nada verde porque quiere estimular su rechazo nato al veneno. Si no pueden ustedes contenerse, que por lo menos no se les note el choteo al preguntarle cuánto tiempo invierte tiñendo el matarratas. O el brócoli.
No digan luego que no les avisé a tiempo, señores.
Cómo se las arreglen ustedes para escabullirse de estos ejemplares, eso sí, es cosa suya. Normalmente, basta con no apuntarse a yoga o a cursos de cocina ayurveda y no entablar conversaciones en el Bioladen. Aunque la cosa se complica cuando tienen ustedes a bien procrear, que ya se sabe que los niños son como los Donettes, es sacarlos y salirte asesores por todas partes.
Después de cuatro años en Berlín, dos de ellos frecuentando parques con adjunto infantil, me acabé convirtiendo en una esquivista experimentada. Perfeccioné mi mirada asesina, desarrollé una impresionante sordera selectiva y me percaté del efecto disuasorio de los juguetes de plástico venenoso frente al atractivo de los de saludable madera.
Y así, poco a poco, la cantidad de Biotantes prosélitas que se me acercaban se redujo un porrón a lo largo de los años. Mi vida exenta de ecolerdismo está a la vuelta de la esquina, regocijábame yo ufana.
Ilusa.
No conocía todavía la otra plaga, esa que sufrimos muchas ibéricas enamoradas por estos lares. Es lo que tiene el amor, señores, que nos ciega mucho y se nos suele pasar eso de que los maromen no nacen por generación espontánea; que tienen padres, tíos, en ocasiones abuelos, primos… y, si nos ha mirado un tuerto, hermanas mayores.
No les costará pues imaginar mi jeta cuando me percaté de que un ente vegano, ayurvedo y sermoneante, calcaíta a esas otras madres que rehuía yo en el parque, ha venido a instalarse a mi derecha en las cenas navideñas. Ni lo que ha mejorado mi sordera selectiva, por cierto.