Capítulo 11
¡Sorpresa!
Admito sin rubor alguno que, en muchas ocasiones, peco de pasota y priorizo la comodidad antes que la estética en la vestimenta de mis niños. Vale, siempre; pueden llamarme neobohemia si quieren.
Ya que estamos, admitiré también que, muchas más veces, de lo que adolezco es de blandenguería, y confieso aquí y ahora haberles dejado salir de casa con los pantalones o el jersey del revés en varias ocasiones. Pero es que, cuando los pequeños resplandecen de orgullo por haber conseguido ponerse la camiseta o al mayor le crece una aureola y me lo encuentro autopreparado para salir de casa, qué quieren que les diga, me desarman y dejan de irritarme costuras y etiquetas.
No obstante, y a pesar de que les he hablado de comodidad y blandura, les advierto que mantener esta pose de madre cool despreocupada requiere tesón, convicción y mucha sangre fría. Sobre todo si tienen hijos tan amorosos como los míos y de pascuas a ramos intentan facilitarle la existencia.
El día que mi hijo mayor se me tiró eufórico en plancha a las seis de la mañana porque «¡Mamiiiiiiiiiiiii! ¡Tengo una sorpresa!», no podía ni imaginar la que habían montado.
Que querían estar guapos para la reunión de padres de la guardería, me dice. Y yo, que todavía tenía la legaña pegada, no alcanzaba a entender de qué narices me estaba hablando, si todavía estaba en pijama.
«Como siempre dices que tenemos unoooos peloooos —dijo emulando entonación y agitación de mano materna— pero nunca tienes tiempo de llevarnos a la peluquería, pues… ¡nos los hemos cortado nosotros!».
Creo recordar que en ese momento bramé en un arameo correctísimo y me arrojé de la cama en busca del otro implicado. Al fin y al cabo, el mayor seguía ahí vivito y coleando, el pequeño dormía plácidamente a mi lado, pero del mediano no había ni rastro. Me lo encontré allí mismo, sentado en el suelo del baño, mordiendo una crema y sin flequillo. Y con una minicresta en la coronilla. Y el váter lleno de pelos. Y el baño recogido (que fue lo que me ablandó, manipuladores). Y me mira, se ríe y me dice «ba-po» mientras se acaricia orgulloso el plumero. Y yo me concentro en no hiperventilar mientras me digo que no ha sido para tanto, si casi no se ve. Con un poco de colonia ni se nota. Y acto seguido me doy la vuelta, porque el Mayor llega saltando por detrás y todavía no me he fijado en su corte. Y, ay Dios, eso no se arregla ni con colonia. Ni en la peluquería. Eso hay que raparlo al uno como poco, o afeitarlo. Mi madre le mata. Qué digo, me mata a mí. Las calvas —muchas y muy muy obvias— se extienden por encima del flequillo, que sigue ileso. Parece un bakala. ¿Y si le peino el flequillo para atrás con gomina? Mi madre me mata. Necesito un café.
Por si fuera poco, resulta que además el niño manostijeras no se calla ni debajo del agua y que tuvo a bien vanagloriarse ante todo el que quiso escucharle de su hazaña peluquera para regocijo de su «mamá, que estaba durmiendo» (la mona, pensarían algunos).
Supongo que ahora entienden por qué ser madre bohemia no es moco de pavo. Y es que transmitir infinita gratitud por las intenciones y, al mismo tiempo, infiltrar en el mensaje una vigorosa advertencia sobre los efectos devastadores de las tijeras en cromos, peluches y otros enseres apreciados como se las vuelvan a acercar a la cabeza, exige destreza dialéctica y dotes de manipulación extraordinarias. ¿No creen?
Si no las tienen, no se preocupen, siempre les quedará ocultar todas las tijeras de la casa y desterrar las melenas de cualquier conversación. A mí, de momento, me funciona.