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YO, ADRIANO...

Lo primero que recuerdo son las gaviotas, la imagen de una vela alejándose, la línea anaranjada del horizonte, donde el azul del mar se unía con el azul de los cielos.

Al principio no podía creer lo que veía: la ciudad, la multitud que iba y venía de acá para allá, el faro, las naves… Naves de todas las naciones, de todos los tamaños y todas las formas, que bajaban y subían por un gran río.

Pensé que se trataba de un sueño. Pero no tardé en volver a la realidad. Porque lo que veía era real. Tan real y maravilloso como el viaje de los Reyes Magos de Oriente, como la nieve en una playa.

—¿Hermoso, no es cierto? A veces pienso que es el puerto más hermoso del mundo.

Aquellas fueron sus primeras palabras. Me acuerdo como si las estuviera oyendo ahora. Y su rostro, su aspecto. Vestía una túnica púrpura que le llegaba hasta los pies. Tenía una cabellera del color de las estatuas y una barba en forma de galleta.

—¿Dónde estoy? —pregunté con los ojos redondos de asombro.

—Te encuentras en Ostia. En la desembocadura del Tíber. Estás a las puertas de Roma.

A lo lejos distinguí el resplandor de las blancas salinas que tío Lucas me había descrito en una ocasión. Los esclavos se hundían en la sal hasta las rodillas y con la ayuda de palas la cargaban en carromatos.

No conseguía entender nada de nada, así que volví a preguntar:

—Pero, ¿quién eres? ¿Qué hago aquí? Yo estaba en la biblioteca… cuando…

—Me llamo Publio Elio Adriano —me interrumpió—. Soy el tercero de los cinco emperadores buenos.

¿Podía ser Adriano aquel hombre que de pronto se había quedado mudo, con los ojos clavados en el mar? Adriano, el viajero infatigable; el gran emperador que gobernó Roma entre los años 117 y 138 d. de C. ¿Y dónde estaba su guardia, los cortesanos, los consejeros, los músicos, las bailarinas, los poetas, los escultores?

Recuerdo que dijo:

—Los historiadores quieren que un emperador romano nazca en Roma. Yo nací en Itálica. En Iberia, a la que los geógrafos llaman Hispania.

Hizo una pausa y agregó:

—Allí es adonde nos dirigimos.

—Pero yo… —quise protestar.

Adriano me interrumpió con un gesto. De pronto, parecía molesto. Era un emperador y no toleraba la desobediencia. Ahora, eso sí, era muy bueno y solo daba órdenes muy razonables. Así, al menos, lo recuerdo yo.

—Se hace tarde —dijo de repente—. Un gran viaje nos aguarda.

Nos encaminamos al puerto.

—¿Has estado en Cádiz? —preguntó.

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—¿Cádiz? ¿Es allí a donde vamos?

—Así es —respondió—. ¿Ves esa nave?

Al ver el barco que Adriano señalaba, me sentí decepcionado. Se trataba de una nave redonda, pequeña y muy vieja.

—Hoy pasaremos la noche en ella. Mañana partiremos hacia el último rincón del mundo.

Dicho esto, se cubrió la cabeza con una capa de colores y subió por la plancha que conducía al barco. Yo le seguí un poco angustiado, pues no podía imaginar cómo era posible realizar un viaje al fin del mundo a bordo de aquel viejo cascarón.

EL MAR DE HOMERO

¡Ay, qué viaje aquel! ¿Cómo olvidarlo? A nuestro alrededor no quedaba más que la inmensidad del mar y la costa montañosa. Pero yo no tenía miedo, porque Adriano estaba conmigo. ¡El bueno, el noble Adriano! Me parece estar viéndolo ahora, paseando por cubierta, inclinado sobre la proa para respirar a pleno pulmón el aire marino, silencioso e inmóvil en el puente, mirando a lo lejos, espiando el horizonte, contemplando el paso de los mares.

A diferencia de los griegos, que normalmente llevaban el barco a puerto por la noche, dormían en tierra y partían de nuevo al día siguiente, cuando ya se podía ver, nosotros navegábamos sin hacer ningún descanso. Al desaparecer el sol hacíamos como los exploradores cartagineses, de quienes mi tío Lucas me había contado que se guiaban por las estrellas.

Una tarde, para pasar el rato, el capitán se acercó y empezó a contarnos sus aventuras. Se llamaba Alción, y era un veterano piloto griego de Asia Menor. Tenía los párpados enrojecidos por el viento y una gran barba blanca que le llegaba hasta el pecho, como si la espuma de las tempestades se le hubiese quedado pegada a la barbilla.

—Cuando fui, por vez primera, a Iberia —recuerdo que dijo no poco burlón— nos sorprendió una tempestad que duró días y nos desvió de la ruta durante dos semanas. El patrón, que era egipcio, pedía ayuda a sus oscuros dioses y mandaba a la tripulación que cada uno rezase al suyo.

—¿Y tú a quién rezabas? —pregunté intrigado.

Alción me miró en silencio. Por fin, echándose a reír, dijo:

—A Poseidón.

Y muy serio, añadió:

—Soy foceo. Y un foceo ha de vivir y morir en el mar. Mis antepasados fueron los primeros griegos que atravesaron los mares desconocidos del Occidente. Fundaron Marsella, en Francia, y Ampurias, en la península ibérica. Comerciaron con el rey de Tartessos. Y jamás tuvieron miedo al pensar en los remolinos, las corrientes y los vientos traicioneros que reinan cerca de las Columnas de Hércules.

A continuación, habló de monstruos marinos. Y describió con gestos terroríficos a las sirenas de cola de pescado que acechaban a los marineros para hechizarlos y divertirse con ellos.

—Ten cuidado —me advirtió— si alguna vez pasas por delante de las sirenas. Ten mucho cuidado —repitió— si tu camino te conduce a una de sus islas y las escuchas. Si oyes lo que dicen, estás perdido, estás muerto. Las sirenas cantan a coro. Y es un canto muy dulce, como caricias. Cuentan que llaman a los marinos por su nombre. «Alción, bien amado», susurran con su voz hechizadora. «Alción, escúchanos, ven, acércate a nosotras…». ¡Oh, sí!, es maravilloso ver y escuchar a las sirenas. Pero, a su alrededor, sobre la orilla, están los cadáveres de los marinos pudriéndose al sol, los cuerpos de los viajeros muertos sin sepultura. Es un espectáculo horroroso.

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Yo miraba fijamente al capitán mientras hablaba. Mi garganta estaba seca de espanto. Adriano, por el contrario, miraba a lo lejos. Aquellas aventuras no le interesaban. Pero había que verlo hablar de las que él mismo había saboreado siendo emperador. Su barba flotaba al viento y sus ojos eran como un claro de luna sobre el mar. Aquellos ojos habían visto tantas tierras, tantas cosas.

—Algunos hombres —me contó después, mientras las olas acunaban el cielo estrellado— han recorrido la tierra antes que yo. Alción y sus antepasados foceos. Alejandro el Grande. Una docena de sabios y no pocos aventureros. Pero ninguno de esos viajes puede compararse a los míos. Yo era Roma, el imperio…

Para mi sorpresa, a continuación evocó sus viajes, los pueblos y templos que había visitado. Me habló de puertos y ciudades. Me habló del Mediterráneo, el mar de mares, y de poesía griega pues, según él, no podía hablarse de uno sin la otra. Me habló entonces de Micenas y del rey Agamenón, de la isla de Ítaca y del astuto Ulises, de Aquiles y de Homero el ciego, el poeta que cantó la legendaria guerra de Troya.

—Troya —me contó— era una ciudad fortificada en la parte más oriental del Mediterráneo. Una ciudad de altas torres que los griegos querían conquistar y no podían. Las batallas, muy sangrientas, tenían lugar al pie de sus murallas. Un día avanzaban los griegos. Al siguiente lo hacían los troyanos. Imagina los muertos. Imagina al rey de Troya en lo alto de las murallas. Su mirada. La llanura roja de sangre. El mar lleno de barcos griegos. Imagina al divino Aquiles luchando contra Héctor, príncipe de Troya. Ambos llenos de feroz cólera. Al final, Héctor cayó en el polvo. Y Troya fue rendida, quemada y destruida.

Todo esto lo contó como quien recuerda un momento especial de su vida. Luego exclamó:

—¡Qué carretera tan fabulosa el Mediterráneo! ¡Cuántas historias y leyendas cuentan sus aguas! Aquí los pueblos se han unido y separado durante siglos, se han hecho amigos o peleado unos con otros como quizá en ninguna otra parte. El dulce y apacible Mediterráneo permite que un país fuerte pueda dominar un gran territorio. Fenicios, griegos, cartagineses y romanos se han turnado para aprovecharlo. Y gracias a ellos, a sus arriesgados viajes e intrépidas aventuras, a sus guerras y a sus dioses, a sus naves y a su infinita curiosidad, fue como Iberia, nuestra Hispania, entró en las páginas de la Historia.

TIRO, TÚ DECÍAS...

La guerra de Troya fue la primera de las historias que Adriano me contó. Días después, me habló de navegación y de pueblos navegantes. Rememoró entonces las expediciones de fenicios y griegos. Ambos pueblos habían fundado colonias en distintos puntos de las costas e islas del Mediterráneo. Sus naves habían cruzado todos los mares del gran mar de mares. Y en dirección oeste habían llegado hasta la península ibérica.

—¡Nunca han hecho los hombres navegaciones más hermosas! —celebró Adriano.

Su voz se extendía tranquila bajo el cielo azul. Como el mar. Y a mí me gustaba escucharla.

Una tarde me dijo:

—Ya que es allí adonde nos dirigimos, debes saber que fueron los fenicios quienes fundaron Cádiz.

Y sin más preámbulos, me habló de las tierras del Líbano, la patria de los fenicios. Y describió las ciudades de Arvad, Sidón, Byblos y Ugarit. Todas ellas ciudades muy ricas y amuralladas.

Después, me habló de Tiro, que en otro tiempo había sido el templo del saber de los mapas. Me habló de sus mercados, repletos de las cosas más bellas: nácar y coral, ámbar y ébano, telas de colores y delicados perfumes. Me habló de sus navegantes. Aquellos valientes exploradores adornaban los relatos de sus viajes con islas fantásticas y monstruos espeluznantes para despistar y asustar a sus competidores griegos. Pero sus singladuras eran muy precisas, pues a excepción de los más audaces, solo navegaban de día y en primavera y verano. Recorrían unos cuarenta kilómetros por jornada y descansaban cada noche, siempre en lugares donde hubiera pozos de agua dulce.

—Los fenicios de Tiro no eran tan buenos guerreros como los griegos —me explicó Adriano—. Ellos preferían lograr sus conquistas de otra manera. Se hacían a la mar hasta llegar a tierras desconocidas. Y allí fundaban colonias para comerciar con los pueblos nativos y conseguir piedras preciosas a cambio de sus telas de colores o sus hermosos adornos. Pues los fenicios eran astutos mercaderes y esmerados artesanos. Y siempre eran bien recibidos en todas partes. Además —añadió—, jamás perdían el contacto con su vieja patria.

—¿Nunca?

—Nunca… —repitió Adriano.

Y continuó:

—Estuvieran donde estuvieran, redactaban cartas a sus amigos del Líbano con una escritura maravillosamente sencilla que ellos mismos habían inventado.

Así supe que los fenicios habían sido los creadores del alfabeto, un invento que extendieron a todos los lugares donde llegaron sus barcos. Los iberos, los griegos y los persas lo adaptaron a su lengua. Y más tarde, también los romanos. Y los judíos lo usaron para escribir hebreo, y los árabes, el árabe.

—Sin duda —prosiguió Adriano—, el alfabeto fue el más bello regalo que los fenicios hicieron al mundo. Hasta ellos, los lenguajes escritos tenían una enorme cantidad de signos. A veces hasta seiscientos. Y para colmo muchos de ellos no representaban sonidos, sino objetos e ideas. En cambio, los fenicios distinguieron las vocales de las consonantes y descubrieron que con unos cuantos signos podían componerse todas las palabas imaginables. A partir de entonces, todos, humildes y poderosos, pudieron disponer de la escritura. Y también crear, a través de ella, mundos imaginarios o describir los reales.

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Y ASÍ NACISTE, OH, CÁDIZ...

Recuerdo que pensé mucho en aquel pueblo de navegantes y mercaderes, en sus inventos y sus expediciones marítimas. ¿A raíz de qué aventuras, impulsados por qué corrientes del mar, del viento o del alma, habían llegado hasta Cádiz? ¿Qué animó a los fenicios a navegar hasta el fin del mundo conocido?

Adriano respondió a mis preguntas con la mayor paciencia:

—La codicia —me dijo—. Ese fue el viento que empujó las velas fenicias de Tiro hasta el último confín del mundo: el deseo de alcanzar las maravillas que había en la península ibérica, de la que se decía que era muy rica en metales preciosos.

Satisfecho con aquella explicación, Adriano añadió:

—Y el premio a su valor no tardó en llegar. Pues en ninguna parte hallaron tan excelentes metales ni en tal cantidad: oro, plata, plomo, hierro, estaño...

La ciudad fenicia más importante de Occidente nació así, gracias al empuje comercial de Tiro. Señora del océano, Cádiz era la estación perfecta en el camino hacia Tartessos, un fabuloso reino lleno de oro y plata. Así lo cuentan, al menos, los historiadores y geógrafos de la Antigüedad, cuyos libros Adriano se sabía de memoria.

—Tiro, los viajes a Tartessos, las naves descargando materiales para construir templos y casas en Cádiz … Todo eso —concluyó Adriano— fue hace mucho, mucho tiempo.

Sí, los fenicios de Tiro habían fundado Cádiz mucho tiempo atrás. Según Adriano, en el año 1104 a. de C., casi un siglo después del día en que Aquiles matara a Héctor bajo los muros de Troya.

Pasaban las horas. Pasaban los días. A veces veíamos diminutas ciudades que recordaban la vida en tierra. Pero era una impresión fugaz, pues las ciudades se perdían a lo lejos, como si el mar se las llevase consigo. Y así pasamos pequeños archipiélagos, acantilados embravecidos, playas inmensas. El agua continuaba siendo oscura. Y las estrellas continuaban vigilando nuestra navegación por la noche. Hasta que una mañana apareció una isla en el horizonte. Los marineros lanzaron gritos de júbilo y Alción dio gracias al dios Poseidón por habernos concedido un viaje feliz.

—¡Ahí está! —dijo Adriano—. La cuna de la plata.

Allí estaba, sí. Hermosa, altiva, reluciente. ¡Cádiz…! El fin de la tierra para los antiguos.

Amanecía cuando los marineros arriaron las velas y sacaron los remos para acostar nuestra nave en el muelle, al lado de centenares de barcos fenicios. Una franja rosa se tendía sobre la muralla. Las almenas relucían. Los tejados de los templos parecían arder en llamas.

—Fíjate —me dijo Adriano—. Por este puerto, Oriente entró en Iberia. Y con Oriente, el alfabeto, el torno de alfarería, formas más avanzadas de construir ciudades… ¿Me comprendes, joven Marcos?

No me extenderé mucho sobre lo que vi con mis propios ojos en Cádiz, porque mi estancia allí fue como un sueño. Os diré, eso sí, que el extranjero no se veía obligado a buscar alojamiento en casa de sus amigos, porque en la ciudad abundaban las posadas donde podía obtenerse cama y buena comida. Tampoco se juzgaba al forastero por el modo en que vestía o el color de su piel, sino únicamente por la cantidad de dinero que llevaba en su bolsa o la calidad de las mercancías que deseaba vender.

Recuerdo, especialmente, los bosquecillos de palmeras y los templos dedicados a los dioses Moloch y Astarté. Y me acuerdo también del culto al dios Melkart, cuyo majestuoso santuario tenía el color de las nubes.

Allí, al santuario de Melkart, fui una mañana con Adriano. Aún puedo ver las dos grandes columnas de la entrada. Una de oro, consagrada al fuego. Otra, de esmeraldas, consagrada al viento.

—Este —me dijo Adriano— fue un lugar sagrado para todos los fenicios de Occidente. Amílcar de Cartago maldijo en este mismo templo la paz con mis antepasados, a su juicio más funesta que veinte batallas. Y su hijo Aníbal vino aquí para consultar al oráculo de Melkart antes de emprender su guerra contra Roma.

—¿Qué es un oráculo? —pregunté.

—Un oráculo es un mensaje que dan los dioses a los hombres por medio de los sacerdotes. Todos los pueblos antiguos, comenzando por Grecia, la reina de la filosofía, creían en oráculos, presagios y augurios. Yo mismo, en uno de mis viajes, fui a consultar al oráculo de Apolo en Delfos.

—¿Y qué te dijo?

—Nada. Había enmudecido.

—¿En serio?

Adriano sonrió.

—Pero no me importó. Yo soy un emperador razonable. Aquel silencio favoreció mis meditaciones. Hoy esas columnas han vuelto a impulsarlas. Me han recordado las guerras púnicas.

ROMA CONTRA CARTAGO

Dijo Adriano:

—La historia de Iberia dejó de ser un asunto solo de mercaderes y navegantes cuando el Mediterráneo se convirtió en el escenario de una gran guerra entre dos poderosas ciudades.

—¡Roma y Cartago! —exclamé.

Era una noche estrellada como solo se ven en el sur.

—De no ser por Cartago —prosiguió Adriano—, los romanos habríamos dejado estas tierras en paz. Pero Cartago puso su pie en Cádiz. Y desde Cádiz intentó conquistar toda la península ibérica, desafiando a Roma.

Cartago. Roma. Tío Lucas me había hablado de aquellas dos ciudades prometidas a la gloria. Cartago la habían fundado en Túnez, en el norte de África, los mismos fenicios de Tiro que habían construido Cádiz. Pero Cartago era maravillosamente rica y mucho más ambiciosa. Prosperó gracias al comercio y las intrépidas exploraciones de sus navegantes. Y llegó un día en que quiso dominar todo el Mediterráneo. Fue entonces cuando chocó con Roma.

—Los cartagineses fueron los primeros grandes adversarios de Roma —dijo Adriano.

Y añadió:

—Tenían la mayor flota del mundo y suficiente riqueza como para hacer que muchos soldados extranjeros combatieran a su lado.

A continuación, Adriano me habló de la primera guerra entre ambas ciudades. Aquella guerra había durado veinticuatro largos años y acabado con la sorprendente victoria de Roma. Era el año 241 a. de C.

—La paz —resumió Adriano— fue un duro golpe para Cartago. No solo perdió Sicilia y Cerdeña, dos de sus más preciosas colonias, sino que además tuvo que desprenderse de sus mejores barcos.

Adriano calló.

—Pero Cartago —dijo con la mirada perdida en la noche— no estaba dispuesta a olvidar. Amílcar Barca, el más inteligente de sus generales, pensó: «Si nos quitan Sicilia, conquistaremos Iberia».

En aquel tiempo, en la península ibérica no había romanos. Solo algunas colonias griegas y fenicias esparcidas por la costa. Y muchos pueblos nativos, los iberos.

—Amílcar —prosiguió Adriano— también pensó: «En las ricas tierras de Iberia nos prepararemos para otra guerra». Y así se lo dijo a los senadores y sacerdotes de Cartago. Y para convencer a todos de que hablaba muy en serio hizo jurar a su hijo odio eterno a los romanos. Y aquel niño de nueve años nunca rompió ese juramento.

—¡Aníbal! —exclamé emocionado, pues tío Lucas me había descrito una vez aquella escena de la Antigüedad—. ¡El rayo de Cartago!

—Veo, joven Marcos, que conoces algo de la historia de Roma —sonrió Adriano—. Ese fue, en efecto, el apodo que mis compatriotas dieron a aquel general africano.

Adriano se acarició la barba con gesto automático, como si peinara sus recuerdos.

—Aníbal —recordó por fin— siguió a su padre hasta Iberia. Y en Iberia inició su arrolladora campaña contra Roma. Primero se ganó el apoyo de gran parte de los iberos. Y los iberos le proclamaron rey, como también lo habían hecho antes con Amílcar. Después cruzó el río Ebro y atacó Sagunto, una ciudad ibera muy rica y muy amiga de Roma. Sagunto no fue fácil de conquistar. Aníbal tuvo que asediar sus murallas durante ocho largos meses. A continuación, la destruyó con especial crueldad. Fue en el año 219 a. de C.

Adriano hizo una pausa antes de seguir relatando aquella historia:

—Después de arrasar Sagunto, el valiente y astuto general cartaginés pasó los Pirineos, atravesó toda Francia y se aventuró a cruzar los Alpes para llegar a Italia. Otros lo habían intentado antes que él. Pero muy pocos lo habían conseguido.

Imaginad por un instante la hazaña. Los Alpes son montañas muy altas y los senderos que siguieron las tropas de Cartago estaban llenos de hielo y nieve. Y además, Aníbal llevaba consigo elefantes. Sin embargo, los cartagineses lograron la hazaña.

—Después de superar los Alpes —evocó Adriano—, Aníbal venció batalla tras batalla a los romanos.

Así fue, sí. Tres veces salieron las legiones a cortar la marcha del audaz jefe cartaginés. Tres veces fueron aplastadas. La cuarta y última batalla fue en Cannas, en el sureste de Italia. Hasta sesenta mil romanos murieron en aquella batalla.

—Fue espantoso —suspiró Adriano después de hacerme el relato detallado de la masacre.

Y añadió:

—Pero mis antepasados no se rindieron. El Senado llamó a filas a todos los hombres válidos para la guerra y envió a un joven general a luchar contra los cartagineses en la península ibérica…

—¡Escipión el Africano! —exclamé.

—Así es, joven Marcos. Publio Cornelio Escipión —dijo Adriano.

Y a continuación, comentó:

—A Escipión debe Roma su victoria final, pues él echó a los cartagineses de Iberia y derrotó al fuerte Aníbal a las puertas de Cartago.

Fue en el año 202 a. de C.

LA MUERTE DE VIRIATO

—Al vencer a Cartago, Roma se hizo dueña y señora de todo el Mediterráneo. También se extendió hacia el norte, hacia Francia, las islas británicas y Alemania. Y claro, quiso conquistar Iberia.

Así comenzó el buen emperador la siguiente de sus historias.

He olvidado la mayor parte de los nombres de los pueblos que en aquel tiempo lejano habitaban la península ibérica: oretanos, turdetanos, vettones, vacceos, astures, cántabros… Pero me acuerdo muy bien de lo que Adriano dijo de ellos:

—Los iberos —me dijo— son rudos. Son salvajes. No se bañan. No tienen caminos ni acueductos. No tienen teatros ni ciudades dignas de ese nombre. Tampoco conocen el vino. Son, sin embargo, valientes. Son pueblos que aman la libertad. Lo comprobamos, primero, cuando muchos de ellos ayudaron a Aníbal en su lucha contra Roma. Y después, en las guerras de conquista, que duraron casi dos siglos.

—¡Dos siglos!

—Así es, joven Marcos. Los romanos necesitamos doscientos años para dominar los pueblos y tierras de la península.

Adriano me habló entonces de las luchas de Roma con una de esas tribus: los lusitanos, que vivían en el sur de Portugal y en Extremadura. Y de Viriato, su jefe.

—Acostumbrados al combate en campo abierto, al principio las legiones de Roma tardaron en entender la manera de luchar de Viriato. Porque Viriato atacaba de día y de noche, hiciese calor o frío, lloviese o se muriese de sed la tierra. ¡Sí! —suspiró—. Aquel soldado de las montañas jugaba con la sorpresa, era veloz como el trueno y escurridizo como una liebre. En cuanto a sus guerreros… ¿Qué puedo contarte que no hayan escrito ya nuestros historiadores? Era duros pastores de las montañas. Eran camaleones que tomaban el color de la tierra. Pero les vencimos…

—¿Fue en una gran batalla?

—¿Una batalla? Oh, no —dijo Adriano—. En la conquista de la península ibérica mis compatriotas fueron pacientes y crueles. Y se sirvieron por igual de la mentira, la astucia y la crueldad para dejar bien claro quién debía mandar y quién obedecer.

Adriano se acarició la barba y dio paso a su historia.

—A Viriato —dijo— Roma lo derrotó por medio de la intriga y la traición. Así fue, sí. Roma pagó a tres de sus mejores amigos para que le cortaran la cabeza.

—¿Y lo hicieron? —pregunté espantado.

Adriano asintió. Su mirada se había vuelto dura, como el acero.

—¡Pobre Viriato! —exclamé.

Dijo Adriano:

—Así sometimos los romanos a los lusitanos. Matamos a su jefe. Fue el año 139 a. de C. Entonces, solo entonces, nos dispusimos a conquistar Numancia.

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NUMANCIA DEBE SER DESTRUIDA

Numancia… Recuerdo mi viaje con Adriano hasta aquella ciudad, la testaruda y orgullosa capital de los celtíberos.

Recuerdo los caminos, los campos, los ríos, los bosques. De cuando en cuando, un campamento militar, como una aguja en medio de un pajar.

Viajamos sin las comodidades a las que nos habíamos acostumbrado en Cádiz. Sin otra cosa que beber que el agua de los ríos. Adriano había dormido en los palacios más bellos del mundo, pero no le hacía ascos a dormir sobre la tierra desnuda. Después de todo, él también había sido soldado y combatido en guerras lejanas.

Una noche, junto al fuego, me habló de los celtíberos y de la ciudad devoradora de soldados romanos: Numancia, en tierras de Soria. Me habló de la inquietud de Roma ante la interminable guerra de Hispania. Me habló de los barcos que salían de Roma cargados de vida y regresaban con el único fruto de Hispania, la muerte. Miles y miles de romanos muertos.

—Nuevamente fue un Escipión quien dio la cara por Roma —dijo Adriano tras un hondo suspiro—: Cornelio Escipión Emiliano, nieto del vencedor de Aníbal. Noble y valiente como su abuelo, él fue el único de los generales romanos que pudo rendir Numancia.

Así retrató Adriano al joven Escipión Emiliano, a quien los historiadores llaman el Numantino.

—Solo él —añadió— tenía la sabiduría. El resto de los romanos eran vulgares sombras.

—¿Y podré conocerle? —pregunté emocionado.

—Por supuesto, joven Marcos.

El campamento de Escipión era una enorme zona amurallada. Primero había una zanja muy grande. Después se levantaba una larga muralla de cuatro metros de altura. El camino de entrada cruzaba la zanja por un puente que conducía a dos pesadas puertas de madera.

Todo en aquel campamento era como en las viejas películas que veía papá. Las tiendas de campaña, manchadas de barro. Los soldados, tendidos en sus lechos de hierba, charlando, cantando o jugando a los dados. Adriano me dijo que en su mayoría eran campesinos.

—Los más débiles —me dijo— mueren rápidamente. Los fuertes se hacen cada vez más fuertes.

Por fin, vimos la tienda de Escipión Emiliano, situada justo en el centro del campamento. Dos centinelas custodiaban la entrada. Ambos saludaron a Adriano y nos dieron paso.

Entonces le ví... Estaba de pie, mirando un mapa. Cornelio Escipión Emiliano, el Numantino. Fue él mismo quien me contó el plan que seguían sus soldados para vencer a los guerreros de Numancia.

—Primero —me contó— he saqueado los territorios vecinos de donde reciben alimentos. A continuación, he ordenado construir una muralla alrededor de la ciudad. Mi objetivo es que nadie salga nunca más de Numancia si no es para luchar en campo abierto o rendirse.

Sí, estuve en Numancia. Era el año 133 a. de C. Puedo describiros la muralla levantada por los cincuenta mil soldados romanos. Trescientas torres coronaban aquel muro. Puedo describiros al joven Escipión. Su rostro, sus gestos, su voz. Puedo describiros las máquinas de guerra. Las torres de ataque, las catapultas, las filas de arqueros, los diez elefantes que había traído de África el príncipe Yugurta … Pero no puedo contaros nada de Numancia. Pues solo averigüé algo de lo que pasó dentro de la ciudad cuando todo terminó.

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Una noche le pregunté a Adriano:

—¿Si nadie puede entrar y nadie puede salir, qué comen en Numancia?

—Mejor no saberlo —me respondió.

Meses y meses duró el sitio de Numancia. En una ocasión, un embajador de la ciudad salió a pedir la paz.

«No hemos hecho nada malo», le dijo a Escipión. «Amamos la libertad».

Pero Escipión exigió la rendición inmediata.

«Eso no es la paz», repuso el embajador. «Es la esclavitud. Que otros pueblos vivan, si así lo quieren, con las cadenas de Roma. Nosotros, no». Y al momento volvió por donde había venido.

Nadie salió ya de Numancia a negociar con los romanos.

Un día, se abrieron sus puertas. Recuerdo la alegría de Escipión cuando los vigías de las torres gritaron la noticia. Y también recuerdo su sorpresa cuando vimos salir a los últimos defensores de la ciudad. No había guerreros entre ellos. Ninguno de los celtíberos terribles que habían resistido al ejército de Roma durante veinte años. Solo fantasmas. Ancianos, mujeres y niños devorados por el hambre y la sed. El resto de la población se había quitado la vida. Sí, muchos numantinos habían preferido el suicido a ser prisioneros de los romanos.

¡Qué escena! ¡Qué espectáculo más horrible!

Días después, mientras los romanos incendiaban las casas y las murallas de Numancia, Adriano me dijo:

—Ninguna conquista es agradable cuando se observa de cerca. Y esta de Hispania es, en verdad, feroz. Lo único que justifica tanta sangre —añadió— es la idea. Sí, sí… una idea. Para Escipión el Numantino, y también para mí, esa idea es Roma.

Yo no estaba de acuerdo. Aquellos niños. Aquellas mujeres y ancianos… Hoy tampoco estoy de acuerdo con el buen emperador. Ninguna idea, por maravillosa que sea, justifica el horrendo crimen que vi en Numancia.

EL TESORO DE ROMA

Días después, Adriano me dijo:

—Veo que piensas que los romanos somos brutales y despiadados. Veo ese reproche en tu mirada, joven Marcos.

Aún estábamos en el campamento de Escipión el Numantino.

—Yo soy hijo de Roma. Pero eso no quiere decir que esté de acuerdo con todo lo que los romanos hemos hecho. No obstante, joven Marcos, debes saber que allí adonde van nuestras legiones, junto a la espada, también llevamos la amable luz de nuestra civilización.

Adriano tomó una copa de vino como si fuera a beber, pero no hizo más que mirar su interior y dejarla de nuevo en la mesa.

—¡Sí! —exclamó, tras un largo suspiro—. Para Iberia, Roma fue como una llama que corre por una llanura.

Al principio, yo no comprendí muy bien qué quería decir. Pero Adriano añadió:

—Piensa en todo lo que trajeron las legiones a esta tierra de bárbaras hogueras. Teatros, jardines, carreteras… Nada de eso había aquí antes de nuestra llegada. Nada. Los romanos trajimos la columna, el acueducto y las termas. Trajimos el arado y la ciudad, el Foro y el Estado, el derecho y el latín.

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—¿El latín?... ¡Pues vaya rollo!

Adriano me miró estupefacto. Y después de un breve silencio, me dijo muy serio.

—¡Hablas como un bárbaro!

Esta exclamación me produjo un poco de vergüenza. Pero Adriano, sin la menor consideración, dijo:

—El latín es la lengua del Estado. Una lengua precisa, perfecta como una calzada.

Estaba verdaderamente irritado.

—Y si bien no alcanza la hermosura del griego, puede ser eficaz como una orden de Julio César, retórico como un discurso de Cicerón, íntimo como un canto amoroso de Ovidio, épico como un poema de Virgilio, filosófico como una carta de Séneca, jocoso como un verso de Marcial.

Enrojecido, prosiguió de esta manera:

—¿Acaso te parecen un rollo las historias de Tácito, las guerras de Trajano, los pensamientos de Marco Aurelio?

Yo no sabía qué decir. Ahora sé quiénes son todos aquellos personajes de los que me hablaba Adriano. Pero entonces solo conocía a Julio César, cuya historia me había contado el tío Lucas. Me sentía tonto. No sabía cómo explicarle al buen emperador que el latín que se estudiaba en el colegio no hablaba de aventuras en las Galias ni de intrigas en la corte de los emperadores. ¡Era tan aburrido! Nada del esplendor inmenso de Roma. Solo declinaciones y conjugaciones.

—Roma trajo el latín a Iberia. Y con el latín, la sabiduría de los griegos, que los romanos conservamos y enriquecimos. Y más tarde, casi al final de nuestra era, también trajimos el cristianismo. Pues la palabra de Jesús llegó a Hispania con nuestros veteranos de Oriente. Y aunque al principio, los seguidores de Jesús tuvieron que soportar la persecución de los emperadores, a partir del año 380 el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Estado.

Adriano posó su mirada en mí, con una leve sonrisa en los labios. De pronto, se había calmado.

—Todo eso trajimos —añadió acomodando majestuosamente un pliegue de su túnica—. Todo eso —repitió— llevó Roma a la vida de los pueblos iberos. Y lo hizo a través de las ciudades. Pues aquí, en Iberia, construimos grandes y hermosas ciudades.

—¿De veras? —pregunté.

—En Mérida verás con tus propios ojos si cuanto digo es o no cierto.

LA ROMA ESPAÑOLA

Salimos rumbo a Mérida una mañana clara y fresca.

Recuerdo que Adriano señaló la calzada por la que avanzábamos y dijo:

—Roma llegó a todos los rincones del mundo gracias a sus calzadas.

Sí. Roma tenía habilidad para hacer carreteras. Si una montaña se interponía en el camino, sorteaban la montaña. Si se trataba de un valle profundo, se hacía un viaducto a través del valle. Si había un río, lo cruzaban con un puente. Nada detenía a Roma. Y nada se interponía a los caminos romanos.

Adriano me explicó todo aquello lleno de orgullo.

—Esta ruta por la que viajamos ahora —me dijo extendiendo los brazos— se llama Vía Argentea o Vía de la Plata.

¡La Vía de la Plata…! Hoy, siglos y siglos después de la desaparición del imperio romano, todavía podéis apreciar sus restos. Pero yo vi el camino en su esplendor. Aún puedo verlo. Mercaderes, viajeros y campesinos. Comerciantes de esclavos. Ricos ciudadanos camino de sus tranquilas villas campestres. Soldados y mensajeros. Jueces y gobernadores. Jinetes lanzados al galope y recién nacidos en brazos.

No. Aquella vía no era un camino vulgar. Era un camino ancho, muy bien construido. Estaba hecho para durar. Las calzadas eran una prueba de la enorme capacidad de organización del pueblo romano. Así me lo hizo ver el buen emperador:

—Las calzadas son uno de los regalos más hermosos que Roma ha hecho al mundo —me dijo con una sonrisa—. Piensa en la Vía Augusta, que discurre desde la rica y soleada Cádiz hasta los fríos Pirineos, o en esta Vía de la Plata, que une Córdoba con la inhóspita cordillera Cantábrica. Hazte a la idea de que, en muchas partes del imperio, un mensaje enviado por tierra llega mucho más rápido que otro enviado por mar.

Por fin, una tarde llegamos a Mérida. Recuerdo que sus grandes construcciones estaban ya acabadas. Estaba terminado el circo, situado fuera de las murallas. El anfiteatro, destinado a las luchas de gladiadores y animales, estaba siendo adornado con relucientes columnas e importantes esculturas. A su lado, resplandecía el hermoso teatro, regalo del general Marco Agripa, el yerno del emperador Octavio Augusto. Fiel a las normas de la arquitectura clásica, el edificio tenía un escenario recto y monumental frente a un hemiciclo con espacio para 16.000 espectadores.

Entrábamos por el majestuoso puente, cuando Adriano me dijo:

—En un planeta cubierto en su mayor parte por mares, ríos, bosques, desiertos y llanuras, es agradable ver un Foro donde se discuten los negocios y los asuntos públicos, una estatua dedicada a los dioses, un templo de perfectas proporciones, un teatro donde los actores representan las obras de nuestros escritores. Algunos —prosiguió tras una pausa— se quejan de que todas las ciudades romanas son iguales. Y lamentan encontrar en todas la misma plaza, la misma estatua de emperador, las mismas murallas y el mismo acueducto. Se equivocan. La belleza de Mérida es distinta de la de Córdoba o Itálica. Pero además esa semejanza, repetida en tres continentes, contenta al viajero como un buen vaso de vino. Le hace ver que, vaya donde vaya, siempre estará en Roma.

Estas fueron sus palabras. A continuación, Adriano me habló de las ciudades que Roma había fundado en Iberia, a la que ya empezó a llamar Hispania: Tarragona, Zaragoza, Barcelona, Pamplona, León, Lugo… Me habló de su amada Itálica. Me habló de sus cuatro templos, sus termas alimentadas por colosales acueductos, su teatro de mármol de maravillosos colores, su gigantesco anfiteatro, sus palacios destinados al gobierno o a la justicia…

—Esta ciudad —dijo más tarde señalando el Foro y otros edificios— es un caso distinto. Fue fundada por el emperador Octavio Augusto en el año 25 a. de C. para premiar a los veteranos de las legiones V y X que lucharon en los valles cántabros. Todo se hizo aquí para emular a la lejana Roma, empezando por su puente, una obra de arte que sobrevivirá por muchos siglos a los ingenieros, obreros y albañiles que lo han construido. Aquí —añadió Adriano después de una pausa— los legionarios se convirtieron en colonos. Desde aquí, Roma extendió su civilización a las zonas menos desarrolladas de Hispania.

SÉNECA, EL ESTOICO

En Mérida, mientras paseábamos por el Foro, Adriano me contó la historia de Séneca y la de Nerón: el filósofo hispano que se hizo tan rico como un comerciante de Fenicia y el emperador que miraba los combates de gladiadores a través de una esmeralda.

Dijo:

—Poco a poco muchos hispanos se dieron a conocer en Roma. Pues, entre los comerciantes y escritores de este rincón del imperio, hubo hombres de enorme riqueza y sabiduría, como ocurrió con los Balbo de Cádiz y con el propio Séneca... Séneca de Córdoba.

—¿Séneca?

—Séneca, sí —repitió Adriano—, el maestro de Nerón, el escritor más destacado de su día, el maestro del estoicismo.

—¿Qué es el estoicismo?

—Una manera de ver la vida y el mundo. Según los estoicos, para ser verdadero, el hombre debe tener una idea clara de sí mismo. Debe conocer sus poderes, pero también sus límites. Tiene que comprender que es parte de la naturaleza. Es decir, algo en cambio constante. Ha de aprender, también, a controlar las pasiones que devoran a la plebe. Y, finalmente, debe saber que la muerte le espera. Y actuar serenamente, con elegancia y dignidad.

—¿Y Séneca enseñaba esas cosas?

Adriano asintió.

—Así es. Aunque también le gustaba la política. Y mucho. Séneca era inteligente y muy buen orador. Y gracias a la tenacidad y a la astucia, alcanzó todos los puestos y honores públicos que hasta entonces habían estado fuera del alcance de un hombre de provincias. ¡Cuántas intrigas y líos tuvo que presenciar a lo largo de su carrera política! ¡Cuántos peligros tuvo que sortear! Por ejemplo —añadió—, Séneca no le cayó nada simpático al loco Calígula, que lo condenó a muerte por impertinente. Aunque luego le perdonó.

—¡Menos mal! —exclamé aliviado.

No sé por qué, pero el filósofo de Córdoba me gustaba. Algunos lo acusaban de amar demasiado el dinero. Pero él respondía a esos insultos con elegancia y sabiduría: «Yo», decía, «poseo las riquezas. Pero ellas no me poseen a mí».

—Séneca —prosiguió Adriano— tampoco le hizo mucha gracia al cojo y tartaja Claudio, tío y sucesor de Calígula. Ninguna gracia —repitió—. Pues Claudio lo desterró a la isla de Córcega. ¿En cuanto a Nerón? ¿Qué puedo decir? Séneca fue su maestro. Él se afanó por educarle según las reglas del estoicismo.

Ah, Nerón. Yo sabía quién era aquel emperador. Un rey malvado, cruel. A Nerón le gustaban los espectáculos de gladiadores, el canto y la poesía. Él mismo se creía un gran artista y se empeñaba en recitar y actuar como un actor. Y, cuando recitaba sus propios poemas, nadie podía abandonar el teatro antes del último verso. Imaginaos. Hubo mujeres que tuvieron que parir a sus hijos en las gradas.

Emocionado, le pregunté a Adriano:

—¿Es cierto que Nerón persiguió con saña a los primeros cristianos? ¿Es verdad que los acusó de incendiar Roma? ¿Es verdad que los echaba a los leones hambrientos del Coliseo?

—Sí —me respondió el buen emperador—. Creo que sí. Cuentan que los bajaban a la arena del Coliseo en jaulas. Y también dicen que los cristianos no luchaban cuando los guardias les empujaban contra los leones. Simplemente, se arrodillaban, rezaban y cantaban.

Adriano dejó de hablar un momento.

—¿Curioso, no crees? —preguntó.

Y, sin esperar la respuesta, se apresuró a continuar su relato:

—El momento más importante en la carrera política de Séneca se produjo cuando Nerón subió al trono. El filósofo ascendió entonces al rango de cónsul de Roma e intentó dar buenos consejos al joven emperador.

Y al principio todo fue a la perfección. Aconsejado por Séneca, Nerón tomó decisiones sensatas. Bajó los impuestos. Ayudó a los pobres. Protegió las artes. Incluso se negó a firmar sentencias de muerte. Pero, de repente, todo cambió. Nerón hizo matar a su madre, a su hermano y a su primera mujer.

Adriano hizo una pausa. Después añadió:

—Enloqueció. Se convirtió en un tirano, un asesino y un sátiro… En vano Séneca trató de corregirle. Al final, él también cayó en desgracia. Un día alguien mencionó su nombre en una conspiración para asesinar a Nerón.

—¿Y era verdad?

—Verdad… Mentira… ¿Quién sabe, joven Marcos?… Nerón lo condenó a muerte. Era el año 65 d. de C. Todo, en Roma, se había vuelto del color de la sangre.

Adriano cerró los ojos un momento, como si así pudiera recordar mejor el final de aquella historia:

—Pocos hombres —prosiguió— han sabido enfrentarse a la pena de muerte con la misma dignidad que Séneca. Cuentan los historiadores que cuando los guardias de palacio le comunicaron la condena de Nerón, Séneca les contestó: «Siempre he sabido que soy mortal». Así, con esas palabras, se despidió el filósofo de su esposa y de sus amigos. Acto seguido —concluyó Adriano—, se retiró a sus aposentos, bebió un veneno y se abrió las venas. Tenía setenta años.

Imagen 14

Y LLEGAN LOS BÁRBAROS

Aquella historia me dejó realmente triste. Muy, muy triste. Y también furioso. Furioso con Nerón. Furioso con los romanos, que dejaban que aquel emperador se sintiera y se creyera un dios.

—Pero no pienses —se apresuró a decir Adriano— que los emperadores no teníamos otra cosa que hacer que estar sentados en el teatro o en el circo. Ni tampoco pienses que todos fuimos unos malvados y unos locos como Nerón. Muy al contrario. Los emperadores estábamos ocupadísimos en mantener la paz dentro del imperio y en defender las fronteras. Algunos, como Marco Aurelio, residieron constantemente en los campamentos de Alemania. Otros, como Diocleciano, hicieron sabias y colosales reformas.

Adriano sonrió levemente.

—Yo también hice todo lo posible para que Roma fuera eterna. En la guerra o en la paz, me prometí evitar al imperio el mismo destino petrificado que vi en Tebas, en Egipto. Y pensé que lo conseguiría gracias al buen funcionamiento del Estado. Pero todo muere en este mundo. Todo pasa. Todo es sueño. Al igual que Tebas, Roma también iba a derrumbarse y morir.

—¡Los bárbaros! —exclamé, interrumpiendo los pensamientos de Adriano.

Y me acordé de Atila y los hunos. De ellos decía el tío Lucas que parecían centauros, pues casi nunca se bajaban de sus pequeños y veloces caballos. Me acordé de Alarico y los godos. Me acordé del día que saquearon Roma. Y me acordé de los suevos, vándalos y alanos. Todos ellos pasaban las fronteras del imperio como lobos hambrientos. Todos entraron también en Hispania a comienzos del siglo V y acabaron de una sola embestida con la unidad y el orden tan trabajosamente conseguidos por siglos de romanización.

—Fueron ellos los que destruyeron el imperio —añadí.

El cielo, por el que ya nadaba la luna blanca, seguía tan azul como a mediodía. Una sombra lisa, tranquila y clara inundaba el Foro.

—Sí, los bárbaros —asintió pensativo Adriano, con voz apagada—. Ninguna muralla, ningún río, ningún ejército pudo detenerlos.

Y eso fue lo último que oí del buen emperador.

Recuerdo que ambos nos sentamos junto a una columna del Foro. También recuerdo que estuvimos un buen rato sin hablar.

Poco a poco, la noche nos rodeó como un manto oscuro y pesado. Adriano miraba sin ver las estatuas, el mármol, los templos de Diana y Marte. Yo, cansado, me dormí.