1.2. La costa de las Tormentas
A
pesar de haber transcurrido más de veinte años desde la consolidación de las primeras colonias españolas en el Nuevo Mundo, apenas se había conseguido ningún asentamiento firme y sólido en el continente. El conocimiento de las costas del Golfo de México, e incluso de la costa atlántica de América del Norte, estaba muy avanzado y se habían levantado mapas y trazado detalladas cartas de navegación, pero lo que había más allá de la costa seguía siendo casi completamente desconocido.
Sin embargo todo iba a cambiar a partir de 1520, cuando un aventurero extremeño acompañado de un puñado de hombres alteró la historia del mundo. Se llamaba Hernán Cortés y su asombrosa hazaña tuvo dos efectos inmediatos. El primero, que situó a los españoles en el corazón del continente americano; el segundo, que descubrió al mundo la existencia de avanzadas civilizaciones capaces de construir ciudades ricas y poderosas que despertaron la imaginación de centenares de hidalgos, soldados y aventureros ávidos de gloria y poder que pululaban por el Caribe. Si Cortés había encontrado reinos maravillosos ¿quien podía afirmar con seguridad que no había más? Solo hacia falta voluntad y valor, y el primero de los hombres dispuestos a tener éxito en la costa norte del Golfo fue alguien que había estado en México y tenido una participación lamentable en la exitosa hazaña de Cortés, pero que, fiel al gobernador de Cuba y a la Corona de España, pensó que tenía derecho a una segunda oportunidad. Se llamaba Pánfilo de Narváez y su desgraciada expedición demostró lo difícil que era asentarse con firmeza en las costas desconocidas del norte del Golfo de México.
La búsqueda enloquecida de Pánfilo de Narváez
Poderoso caballero de voz profunda y alta estatura, Pánfilo de Narváez parecía representar al ideal del conquistador descrito en La Araucana por Alonso de Ercilla, que decía de sus compañeros que eran «hombres rubios, espesos y bien barbados». Así era Pánfilo de Narváez, un hombre fuerte, de brillante cabello rojizo, poderoso y valiente, pero vanidoso y profundamente necio, al que le tocó desempeñar un papel que podía haber sido de gran importancia si hubiese sido capaz de actuar de otra manera.
Aunque hay dudas sobre su nacimiento, lo más probable es que fuese natural de Navalmanzano, Segovia, en la Tierra de Cuéllar, pues según afirma Antonio de Herrera y Tordesillas en sus Décadas,«Pánfilo de Narváez, natural de Tierra de Cuéllar para acudir a Diego Velázquez, por ser de Cuéllar, y Pánfilo, no como algunos quieren de Valladolid, sino de Tierra de Cuéllar, del Lugar de Navalmancano, adonde hay hidalgos de este apellido».
Cuando llegó La Española, Narváez tenía ya más de treinta años y había servido en Jamaica, donde fue alguacil, a las órdenes de Juan Esquivel. Se trasladó a Cuba en 1508, y fue nombrado en 1509 lugarteniente de Diego de Velázquez, el gobernador general, a quien ayudó en el sometimiento final de la isla. En esa lucha participó como combatiente de primera línea y demostró valor en los combates contra los indios. También estuvo en la conquista de Bayamo y Camagúey y en la exploración en 1514 del oeste de Cuba, con Juan de Grijalva y fray Bartolomé de las Casas. Allí se casó con una viuda rica, María de Valenzuela, y logró varias encomiendas que le otorgaron una aceptable fortuna.
Su probada fidelidad al gobernador le dio cuatro años más tarde la oportunidad de su vida, cuando Velázquez le encargó apresar a Hernán Cortés en México. Su estrepitoso fracaso, al ser sorprendido por Cortés en Zempoala el 24 de mayo de 1520, acabó con su aventura. Aunque combatió valientemente, armado con un gigantesco montante, perdió un ojo y fue capturado. Para su vergüenza, Cortés no lo ejecutó y lo traslado preso a Veracruz, mientras sus hombres se unían entusiasmados al ingenioso y audaz conquistador extremeño [3].
Durante la ausencia de Narváez en México su esposa había gestionado muy bien sus propiedades y, cuando tras años de prisión el derrotado capitán logró regresar a España, pudo elevar sus quejas ante el rey Carlos I, quien confío en él. A pesar de su lamentable actuación, le encargó la conquista de Florida y lo nombró adelantado y gobernador de todas las tierras entre el río Las Palmas al oeste y la península al este. Florida era entonces un territorio de límites indeterminados que ocupaba una gran parte del sur de los actuales Estados Unidos.
Al mando de cinco buques y más de 600 hombres —un ejército más del doble en tamaño del que inicialmente llevó Cortés a México—, Narváez partió de Sanlúcar de Barrameda el 27 de junio de 1527. El mal tiempo, las constantes tormentas y continuas deserciones fueron menguando la fuerza de su expedición, y después una larga estancia en Santo Domingo y Cuba salió finalmente hacia Florida con 400 hombres y 80 caballos. Entre los embarcados iba Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que actuaba como tesorero de la expedición.
Pánfilo de Narváez desembarcó en el lado oeste de la Bahía de Tampa (Tampa Bay) el 13 de abril de 1528, con gran alarma de los escasos indios de la zona, que se quedaron fascinados y asustados al ver a los extraños visitantes de sus costas. Apenas tenía 300 hombres como fuerza de maniobra. El resto eran tripulantes de los barcos y una mínima dotación de soldados, a los que envío en busca de un puerto en el río Las Palmas.
Narváez levantó el estandarte de Castilla y del emperador Carlos y tomó posesión del país. Sus oficiales entonces le prestaron juramento de lealtad y le proclamaron gobernador. La bandera de los castillos y los leones ondeaba de nuevo en Florida y la presencia española en la península podría haberse consolidado si se hubiera pactado con los naturales, pero el duro y resentido capitán castellano no veía qué necesidad había en atraer a su causa a los «nativos».
Lo que sucedió en Florida a partir de ese momento demostró el carácter brutal y salvaje de Narváez, que en ocasiones se comportó como el modelo perfecto de los españoles arrogantes y brutales de la Leyenda Negra protestante que nacería décadas después. Abriéndose paso hacia el interior con su pequeño ejército, se encontró con unos indios primitivos a los que impresionó con su poder y logró que el cacique Hirrihigua se hiciese su amigo. Lo que el pobre cacique no sabía es que el rubio y tuerto capitán castellano tenía una obsesión enfermiza por lograr un éxito similar al de su odiado enemigo Cortés, y quería a toda costa resarcirse de la humillación sufrida en México. Comportándose como un guerrero bárbaro, no reparó en nada y reaccionó ante la falta del ansiado oro con una brutalidad increíble. Ordenó que a su amigo el cacique lo mutilasen y cortasen la nariz, despedazando luego a su madre y echando los restos a sus terribles perros de guerra [4]. Tras semejante acto de crueldad marchó en dirección al norte de la Florida, dejando en los indios una imagen aterradora de lo que podían esperar de los extraños hombres blancos que llegaban en gigantescas canoas aladas.
El humillado y desfigurado cacique lograría pronto su venganza y fue el primero en convertir a su tierra, bautizada con el hermoso nombre de Florida, en un lugar en el que los españoles dejarían un gran tributo de sangre para poder asentarse.
La oportunidad de Hirrihigua llegó pronto, cuando logró engañar a un grupo de tripulantes de un barco que había llegado de Cuba en busca de Narváez. Los atrajo a la costa y logró atrapar a cuatro españoles, a los que desnudó y mandó correr por el medio de su poblado mientras sus guerreros les acribillaban a flechazos sin alcanzar nunca sus puntos vitales, para que su muerte fuese lenta y dolorosa.
En el norte, Narváez siguió su periplo de destrucción, internándose en el interior y sosteniendo constantes combates con los indios, acosándolos sin tregua, arrasando aldeas y matando a todos los que se resistían. Su acero y sus perros de guerra sembraron la muerte y el temor, pero no logró nada. Los indios difundieron con rapidez las noticias de la ferocidad de los recién llegados y el odio hacia los blancos extranjeros creció entre las tribus costeras del Golfo de México.
Los españoles habían oído que cerca de la costa había una ciudad llamada Apalache, que guardaba importantes riquezas. Creyendo que se encontraba en una región similar al Yucatán o a México, repleta de espléndidas ciudades que descubrir y en las que saciar su sed de oro, el pequeño «grupo salvaje» de Narváez cruzó el Suwanee y Oktokonee, convencido de que pronto se encontraría ante un mundo de inmensas riquezas. Entre tanto, los indios esclavizados y obligados a servir de guías les condujeron cada vez más al interior, hacía una región de ciénagas, pantanos y oscuras selvas.
Tras días de dura marcha, bajo un calor sofocante, asfixiados por las armaduras y las cotas de malla, cargados con arcabuces, ballestas, espadas y picas y sin apenas comida, los españoles tuvieron que alimentarse de los caballos que caían agotados, y casi a diario debían combatir con pequeños grupos que les hostigaban y acosaban. La esperada Apalache resultó ser un conjunto miserable de chozas cuyos escasos pobladores apenas mantenían un pequeño campo de maíz. Si Narváez esperaba encontrar algo similar a México estaba equivocado. Allí no había nada, ni pirámides, ni templos, ni puentes, ni murallas, ni ninguna señal de rica civilización. Sin embargo los españoles tuvieron suerte, pues los pobladores regresaron a la aldea y se acercaron tímidamente a los hombres extraños que acompañaban al gigantesco guerrero tuerto con un ojo azul y el cabello del color del sol. Lo que no sabían es que se enfrentaban a un hombre enloquecido por la sed de poder y riqueza.
Narváez aceptó las ofrendas de amistad que le hicieron los indios de Apalache, pero al igual que en Tampa capturó al cacique y lo trató como a un rehén para lograr la sumisión del poblado, aunque calculó mal —como siempre— y no entendió la verdadera naturaleza de los hombres que tenía enfrente. En realidad las tribus de Florida eran valerosas y con buena experiencia bélica. Los indios, lejos de amilanarse, se alzaron en armas, atacaron a los conquistadores y llegaron a quemar sus propias chozas para que no se pudieran refugiar en ellas los «demonios blancos», antes de escapar con sus familias a lo más profundo de los bosques.
Contando solo con sus propios recursos y enemistado a todas las tribus, Narváez creyó al cacique. Éste le dijo que en la región en la que estaban no había oro, pero que si continuaba hacia el sur, siguiendo el río —el Apalachicola—, llegaría en unos nueve días al mar y podría dirigirse a tierras mejores. Narváez le hizo caso y marchó a la costa en un viaje que fue un infierno. Expuestos a ataques indios, sus hombres atravesaron una región pantanosa, llena de trampas mortales, desde animales salvajes a arenas movedizas. Tuvieron que desplazarse por sombrías selvas, avanzando a veces con el agua por la cintura bajo la amenaza de panteras y caimanes, sin comida y con una parte considerable de la tropa enferma de fiebres. Los expedicionarios ya no querían oro, solo anhelaban llegar a la costa y salir del averno en el que se encontraban.
Al llegar a la ansiada costa, harto de batallar, Narváez decidió construir cinco canoas y las aprovisionó con el maíz que le quedaba y el agua dulce que guardaban en pieles de caballo. Su intención era seguir la costa hacía el oeste para llegar hasta México, pero no lo logró, pues su canoas fueron hundidas tras una fuerte tormenta en las proximidades del delta del Misisipi. Sus tripulantes naufragaron y perecieron en su mayor parte, aunque los pocos que se salvaron estaban destinados a desempeñar un papel importante en la exploración española del norte de América. Eran Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes de Carranza y el esclavo norteafricano Estebanico. Los cuatro vivieron una alucinante aventura que les llevó durante ochos años a recorrer el suroeste de los Estados Unidos, hasta que en México se encontraron con las avanzadas españolas.
El hecho cierto es que Narváez dejó una herencia lamentable. Torpe y violento, jamás supo actuar de forma sensata. Su brutalidad con los indios dejó una huella que no olvidarían y convirtió el país en un lugar peligroso para los españoles, en el que fracasarían todos los intentos de colonización en las décadas siguientes, sin poder lograr un asentamiento viable hasta 1565.
El increíble periplo de Cabeza de Vaca
Hay personas que están hechas de una pasta especial, hombres a los que el infortunio, el hambre, la sed, la soledad o la enfermedad no merman en absoluto su capacidad de resistencia y parecen dotados de una voluntad de hierro hasta extremos casi inhumanos. De estos seres extraordinarios, ninguno hay, seguramente, que pueda equipararse a Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el primer caminante de América y el primer hombre blanco que recorrió el territorio que hoy constituye los Estados Unidos de América.
El hombre destinado a vivir una de las más asombrosas aventuras de la exploración y conquista del continente había nacido en Jerez de la Frontera en 1507, en el seno de una familia de hidalgos en la que un antepasado lejano había combatido en las Navas de Tolosa y un abuelo destacó en la conquista de las islas Canarias. Cuando marchó a América en 1527, tenía experiencia militar, pues había participado en la guerra de los Comuneros de Castilla y en operaciones contra los franceses en Navarra.
Nombrado tesorero y alguacil en la desgraciada expedición de Pánfilo de Narváez, Cabeza de Vaca estaba entre los supervivientes de los cinco barcos improvisados que intentaron alcanzar las costas de México. No se sabe con seguridad donde naufragaron, víctimas de las tormentas y fuertes vientos del Golfo de México, pero se supone que alcanzaron tierra en algún lugar al oeste de la desembocadura del Misisipi. Allí los supervivientes, que no tenían ropas, ni armas, ni alimentos, sufrieron penalidades sin cuento, viéndose obligados a alimentarse de los cadáveres de sus compañeros. Al poco tiempo solo quedaban 15 hombres vivos de los 80 que sobrevivieron al naufragio.
La isla que les sirvió de refugio fue bautizada como isla del Mal Hado, nombre más que adecuado, pues el sufrimiento que pasaron allí fue inconcebible. En cualquier caso, a pesar de que los pocos indios que allí habitaban eran pobres y miserables y solo se alimentaban de raíces, bayas y pescado, ayudaron a los desventurados náufragos todo lo que pudieron, y eso les permitió sobrevivir hasta la primavera. Según Cabeza de Vaca, en la isla del Mal Hado los indios ofrecieron a los náufragos trabajar como curanderos, algo que al propio Álvar le pareció absurdo, pero que les permitió sobrevivir cuando comprendieron que podían usar en su beneficio las supersticiones de los indígenas.
Cuando llegó la primavera solo quedaban trece supervivientes, que decidieron irse de la isla y abandonar a Cabeza de Vaca, que estaba enfermo y apenas se podía mover. Además dejaron también a otros dos de sus compañeros llamados Oviedo y Alaniz, y el último de éstos murió al cabo de unos días. Cabeza de Vaca, débil, enfermo y esquelético, aguantó hasta que lentamente se fue recuperando. Oviedo desapareció pronto y jamás se supo de él. Los indios trataron a Cabeza de Vaca con indiferencia. No acabaron con su vida, pero tampoco lo ayudaron. Lo consideraron una rareza y lo hicieron trabajar en una especie de esclavitud que, aunque con mucho sufrimiento, pudo soportar haciéndose casi insensible al dolor y a las desgracias.
Los trece compañeros que habían abandonado a Cabeza de Vaca cayeron en manos de indios feroces que acabaron cruelmente con la mayoría. Solo sobrevivieron tres: Andrés Dorantes de Carranza, de Béjar, Alonso del Castillo Maldonado, de Salamanca, y el esclavo beréber Estebanico. Ellos eran todo lo que quedaba de los 450 hombres de la expedición de Pánfilo de Narváez que habían llegado a la Florida. Solo eran cuatro supervivientes, contando a Cabeza de Vaca, cuatro espectros muertos de hambre que ocasionalmente sabían unos de otros y que no lograron unirse hasta septiembre de 1534 —casi siete años después—, en algún lugar al oeste del río Sabine, ya en Texas.
Antes de eso sufrieron un verdadero calvario. Cabeza de Vaca y sus compañeros pasaron con los indios al continente, donde solo el deseo de sobrevivir les mantuvo con vida. En realidad, como el propio Álvar reconoció después, no servía para nada útil a los aborígenes. No valía para guerrear, pues siempre estaba débil y flojo y ni siquiera era capaz de manejar con eficacia un arco. Tampoco servía para cazar, pues no sabía seguir el rastro de los animales, no podía ayudar acarreando leña, llevando agua o cocinando porque era un hombre y ese trabajo era de mujeres, así que reconoce que fue milagroso que no acabaran con su vida.
Debido a esta situación anómala, en la que era más un estorbo que otra cosa. Cabeza de Vaca comenzó a vagar de un lado a otro, sin que a los indios pareciese importarles lo más mínimo. Estos paseos se convirtieron pronto en largas marchas que le llevaron cada vez más lejos y le sirvieron para iniciar un interesante comercio, ya que de las tribus del norte obtenía pieles de ganado, pedernal para las puntas de las flechas, juncos flexibles y recios para hacer arcos y almagre para la pintura del rostro de los guerreros. A cambio entregaba a los indios del interior objetos fáciles de encontrar en la costa, desde conchas marinas a cuentas de madreperla. Con todo esto fue adquiriendo importancia en la tribu, ya que por vez primera sus compañeros vieron al extraño hombre blanco barbudo como alguien útil.

Cada viaje robustecía el cuerpo y el ánimo de Cabeza de Vaca, que recorrió miles de kilómetros por regiones extrañas. Se sabe que llegó muy al norte, pues describe a los bisontes de las llanuras, a los que denomina «vacas con joroba», por lo que debió alcanzar el territorio del río Colorado, en Texas. Fue el primer europeo en ver a los famosos «cíbolos», nombre que darían los españoles a los bisontes años después. Sus cada vez más amplios conocimientos no solo geográficos, sino también sociales, fruto del contacto con tribus muy diferentes entre sí, le hicieron comprender las extrañas relaciones de poder y de convivencia de los indios y aprender los rudimentos de las técnicas chamánicas. Los indígenas aún pensaban que la enfermedad era algún tipo de posesión del espíritu, y Cabeza de Vaca decidió aprovechar sus conocimientos para ejercer como médico, papel al que parecía condenado, y se hizo famoso entre los aborígenes practicando la medicina al estilo indio.
Cuando por fin los cuatro supervivientes de la expedición de Narváez se encontraron, decidieron planear una fuga, pero tardaron diez meses en llevarla a la práctica. Antes, Cabeza de Vaca instruyó a sus compañeros en el arte de la medicina india, a fin de que sirviesen para algo, pues eran tan inútiles para cualquier actividad práctica como él mismo lo había sido. Cuando por fin escaparon de la tribu de los avavares, con la que vivían en agosto de 1535, no eran ya los miserables esqueletos andantes que habían dejado la isla del Mal Hado. Ahora se habían convertido en poderosos magos u hombres medicina, hombres notables que eran tratados con respecto por los indios que se encontraban en su camino.
Lentamente, sufriendo tremendas penalidades, recorrieron toda Texas y entraron en Sonora —hoy se sabe que jamás pisaron Nuevo México, a pesar de lo que se pensó durante años— y en estos territorios hoy mejicanos vieron casas hechas con césped por indios —los jovas— que cultivaban judías y calabazas. Durante un tiempo habitaron en tierras de los pimas y en la Sierra Madre encontraron una tribu, con la que convivieron tres días, que se alimentaba de corazones de gamo, topándose a una sola jornada de marcha con un indio que llevaba la hebilla de un talahí europeo y un clavo de herradura. El indio le dijo que eran de unos extraños hombres barbados llegados del cielo con los que había combatido.
Convencidos y emocionados al saber que estaban cerca de volver a ver españoles, Cabeza de Vaca y sus compañeros marcharon hacía el sudoeste. Pensaban que en cualquier momento contactarían con sus compatriotas, pero se dieron cuenta de que la zona que atravesaban —Sinaola, en México—, estaba asolada por una partida de cazadores de esclavos, actividad ilícita, que había extendido el temor hacia los hombres blancos entre las tribus. Acompañado de Estebanico y de once indios, Cabeza de Vaca siguió la pista de la partida de españoles a la que alcanzó, y se presentó a su capitán, Diego de Alcaraz, que mandaba a otros tres hombres, tan brutales como él, dedicados a capturar esclavos para las minas y las encomiendas.
Aunque la historia de los supervivientes le pareció un disparate, Alcaraz extendió un documento con fecha y firma en el que reconocía que Álvar Núñez Cabeza de Vaca se había presentado ante él.
Cinco días después se reunieron con Cabeza de Vaca y Estebanico, Dorantes y Castillo, así como varios centenares de indios, y se produjo un grave incidente cuando Alcaraz y sus hombres intentaron esclavizar a los aborígenes, algo que finalmente los cuatro caminantes lograron impedir.
El 1 de mayo de 1536 Cabeza de Vaca y sus compañeros llegaron a Culiacán, donde fueron muy bien recibidos por Melchor Díaz, hombre notable que años después dirigiría dos expediciones al norte, a California y Arizona, donde murió en un accidente en 1540. Desde allí se dirigieron a Compostela, capital de Nueva Galicia, un recorrido de 300 millas a través de un territorio repleto de indios hostiles. Finalmente, lograron llegar a Ciudad de México, donde ya era conocida su historia y fueron recibidos con grandes honores, si bien tardaron un tiempo en acostumbrarse a las ropas y comida de la civilización. Estebanico se quedó en Nueva España, participó años después en la expedición a Nuevo México de fray Marcos de Niza y murió asesinado por los indios. Cabeza de Vaca y sus otros dos compañeros regresaron desde Veracruz a España el 10 de abril de 1537.
La narración y la descripción de los recorridos que hicieron los supervivientes avivaron el ansia de conocer lo que había más allá del Río Grande. Los tres expedicionarios tuvieron una suerte muy distinta. Castillo volvió a México, donde se casó y pasó el resto de su vida, y lo mismo hizo Dorantes. En cuanto a Cabeza de Vaca, logró ser nombrado segundo adelantado del Río de la Plata. Allí fue el primer europeo que vio las cataratas de Iguazú, exploró el curso del río Paraguay y sometió a algunas tribus indígenas. Sin embargo, fracasó como gobernante. Los colonos españoles establecidos con anterioridad, encabezados por Domingo Martínez de Irala, rechazaron su autoridad, se sublevaron en 1544 y enviaron a Cabeza de Vaca a España acusado de abusos de poder. El Consejo de Indias lo desterró a Orán en 1545, pero ocho años más tarde fue indultado y se estableció en Sevilla como juez. Después, tomó los hábitos y vivió en un monasterio el resto de su vida, hasta que falleció en Jerez de la Frontera rondando los 70 años. No obstante siempre será recordado por su increíble peripecia, pues como dijo de él el historiador norteamericano Charles F. Lummis
En un mundo tan grande, tan viejo y tan lleno de hechos memorables [...], es sumamente difícil de cualquier hombre decir que fue el más grande de todos en tal o cual cosa y aun tratándose de marchas a pie, ha habido tantas y tan notables, que hasta desconocemos algunas de las más pasmosas. Como exploradores, ni Vaca ni Docampo rayaron a gran altura, por más que las exploraciones del último no son de despreciar y las de Vaca fueron importantes. Pero, como proezas de resistencia física, las jornadas de estos olvidados héroes puede afirmarse con toda seguridad que no tienen paralelo en la historia. Fueron las marchas más asombrosas que ha podido hacer hombre alguno.
La aventura incierta de Tristán de Luna
A pesar de los fracasos, España no estaba dispuesta a perder Florida. La situación del territorio era demasiado importante como para arriesgarse a que otras potencias ocupasen el lugar o fundasen en él alguna factoría o fuerte. En la primera mitad del siglo XVI eso era un riesgo lejano, pues el predominio español era total y ninguna nación europea —ni siquiera Portugal— podía soñar con hacer sombra a España en América del Norte. Sin embargo, hacía finales de la década de los cincuenta se empezó a temer que los franceses hicieran alguna intentona colonizadora y eso era algo que había que evitar a toda costa. El Consejo de Indias seguía deseando establecer alguna posición en Florida que, además de servir de refugio a los galeones que hacían la ruta del Paso de Bahamas, sirviera de base para una colonización del interior y ayudase a la conversión de los nativos, por lo que se decidió confiar la conquista y colonización al virrey de Nueva España, Luis de Velasco, marqués de Salinas, un hombre de fuerte carácter. Si todo salía bien, el imperio español se extendería un poco más pero, sobre todo, habría bloqueado futuras amenazas sobre Cuba y las islas del Caribe y garantizado el comercio con México, suministrador de la plata que la monarquía española necesitaba.
Una vez aprobada la expedición, el rey Felipe II ordenó que la misión fuese pacífica y tuviese como objetivo la cristianización de los naturales y la fundación de ciudades, por lo que los colonos irían acompañados de un nutrido grupo de frailes dominicos, bien considerados en México y en perfecta armonía con el virrey, que en su mandato, desde 1550, había dado pruebas de respeto por los indios y se había mostrado con ellos justo y sensato, con un estilo de gobierno ejemplar. No es de extrañar que al preparar la expedición, Luis de Velasco ordenase que el trato a los indios se produjese de igual a igual, y se actuara con cordura.
Velasco era un hombre prudente, y para cumplir con eficacia las órdenes del rey decidió primero obtener más información del territorio al que iba a ser enviada la expedición colonizadora. Encargó tal misión a Guido de Lavazares, que vivía en América desde hacía veinte años y era un marino notable, con viajes en su haber tan destacados como el que realizó junto a Rui López de Villalobos desde México hasta el Extremo Oriente.
Siguiendo instrucciones precisas del virrey Lavazares partió el 3 de septiembre de 1558 de Veracruz con tres pequeños barcos y la misión de explorar los puertos, bahías y costas de Florida, llevando como piloto a Bernaldo Peloso, que había estado con Hernando de Soto en el interior del continente. Sus órdenes eran muy precisas. Debía reconocer el litoral desde el río de Las Palmas —Soto de la Marina, en México— hasta los cayos de Florida, y seleccionar un buen lugar para instalar un puerto y llevar a los colonos, además de recorrer con detalle la costa, levantar mapas, buscar fondeaderos idóneos y señalizar accidentes geográficos que fuesen significativos. Con él iban sesenta soldados y marineros.
Navegando a lo largo de la costa mejicana, los hombres de Lavazares desembarcaron por primera vez cuando se encontraban a 27° 30’ de latitud Norte, cerca del actual Kinsville, en Texas. Desde allí, la expedición alcanzó una bahía en la latitud 28° 30’, a la que se denominó San Francisco —hoy Matagorda Bay—. En este punto Lavazares realizó el tradicional y simbólico acto de toma de posesión formal del país en nombre del rey Felipe de España, 127 años antes de que la expedición francesa de La Salle llegase al mismo lugar. No eran los primeros españoles que llegaban a lo que hoy es Texas, pero era la primera vez que se reclamaba formalmente la soberanía de este territorio en nombre de España.
A continuación el pequeño grupo de Lavazares siguió la costa hacía el este, pero vientos contrarios arrastraron a los españoles hacía el interior del Golfo de México y cuando lograron aproximarse de nuevo a la costa estaban cerca de la bahía de Mobile, en la actual Alabama. Lavazares llamó al lugar descubierto Bahía Filipina, en honor al monarca de España. Su descripción de la entrada de la bahía menciona una larga isla y una punta de tierra. El territorio tenía madera, agua, caza y pesca en abundancia, y estaba poblado por indios que cultivaban maíz, judías y calabazas.
Fuertes tormentas y tremendos vientos huracanados impidieron a las naves continuar hacia oriente y entrar en la bahía de Pensacola, ya en la actual Florida. El viaje de reconocimiento de Lavazares acabó en Choctawhatchee Bay, lugar al que llamó Ancón de Velasco, como homenaje al virrey de Nueva España.
Lavazares aumentó los conocimientos que se tenían en México y España de la aún enigmática costa norteamericana pero el virrey necesitaba más información y envío a la zona a Juan de Rentería, que en un periplo poco conocido, tras recorrer las costas de Texas de nuevo, alcanzó la bahía de Pensacola y logró entrar en ella. Ahora el virrey ya sabía que había un buen lugar para establecer una colonia y el hombre elegido para comandar la expedición reunía, en principio, todas las características necesarias para tener éxito en su empresa. Se llamaba Tristán de Luna y Arellano, antiguo compañero de De Soto y capitán entre los hombres de Vázquez de Coronado. En aquel momento era uno de los europeos que mejor conocía el territorio que había más allá del lugar al que debía conducir su expedición colonizadora. En cuanto a Lavazares tuvo una vida notable. Seis años después de su exploración en la costa del Golfo de México, éste hombre, descrito por Martín Fernández de Navarrete como «honesto y de buena intención», viajó de nuevo a Extremo Oriente y llegó a ser el tesorero de Miguel López de Legazpi, y a la muerte de éste en Manila, en 1572, se convirtió en gobernador de Filipinas.
La expedición de Tristán de Luna era importante y debía aprovechar la experiencia de navegantes anteriores para establecer la colonia tal y como deseaba el virrey. El hombre encargado de dirigirla había nacido en 1510 en la familia de los Luna, de una rama castellana establecida en las localidades de Ciria y Borobia — Soria—. Era además primo del virrey Mendoza y de Juana de Zúñiga, la mujer de Hernán Cortés, por lo que contaba con poderosos apoyos en México. Sin embargo, no era en absoluto lo que hoy llamaríamos un «enchufado». Llevaba al menos 20 años en América y tenía experiencia de primera categoría como explorador y soldado, ya que había participado en la expedición de Francisco Vázquez de Coronado en busca de Cíbola y las Sietes Ciudades de Oro con el grado de capitán de caballería, antes de ser ascendido a teniente general tras el viaje. En 1545 se casó con la viuda Isabel de Rojas, que era la heredera de una gran fortuna y con la que tuvo dos hijos. Finalmente, su última acción destacable había sido el sofocamiento de una revuelta india en Oaxaca en 1548.
El grupo de Tristán de Luna partió con buenos auspicios, ya que antes de su partida se había realizado un trabajo magnífico de documentación del territorio. El equipo y material puestos a disposición de los expedicionarios eran excelentes, y los gastos corrían a cuenta del Real Tesoro, incluyendo material de construcción, equipo, herramientas y municiones para un año. Su fuerza total, embarcada en 13 barcos, era de 1.500 soldados y colonos al mando de seis capitanes para la caballería y seis para la infantería, siendo algunos ya conocedores del país que iban a colonizar. Los padres dominicos estaban a las órdenes de Pedro de Feria, nombrado vicario provincial de Florida.
El 11 de junio de 1559 la expedición partió de Veracruz con destino a Florida. El plan original era dirigirse a la bahía Filipina, pero los pilotos, buenos conocedores de la costa, prefirieron la bahía de Ochuse —probablemente la actual bahía de Pensacola—. Tras recorrer la costa y entrar en bahía Filipina, Tristán de Luna pensó que estaba demasiado lejos y navegó de vuelta hasta situarse a diez leguas de Ochuse, donde dio la orden de anclar la flota y enviar a uno de los galeones, al mando de Luis Daza, de vuelta a Veracruz para informar al virrey en México de que la expedición había llegado a su destino.
Otros dos galeones partieron con rumbo a España, donde debían informar de lo ocurrido y reclutar nuevos colonos. Antes de desembarcar el grueso de la expedición, De Luna envío una avanzada de un centenar de hombres al mando de los capitanes Álvaro Nieto y Gonzalo Sánchez, en compañía de uno de los misioneros, con la misión de explorar el país y comprobar si los indios eran hostiles. La avanzada tenía que informar sobre la disposición de los nativos, pues para cumplir las órdenes recibidas, tras fundar los establecimientos en la costa del Golfo, Luna estaba obligado a abrir una ruta terrestre hasta Santa Elena, en las costas del Atlántico —hoy Tybee Island, en Georgia—, con objeto de prevenir cualquier intento francés de establecerse en América del Norte [5].
El grupo explorador tardó tres semanas en recorrer las tierras circundantes, e informó a su regreso de que el país parecía deshabitado. Tristán de Luna procedió por lo tanto a levantar el primero de los tres asentamientos que tenía que fundar, al que bautizó como Santa María Filipina. Tras comenzar a organizar el pueblo, dividió su fuerza en tres grupos. El primero tenía que explorar las riberas del río Coosa —hoy en Alabama—, el segundo debía remontar hacia su nacimiento el río Escambia, y el tercero, seguir hacia el norte e introducirse en el interior de la península.
Sin embargo, una vez más la naturaleza parecía dispuesta a impedir que los españoles tuvieran éxito en el intento de asentarse en Florida. La noche del 19 de septiembre de 1559, un terrible huracán azotó la bahía y tras veinticuatro horas de vendaval la flota quedó destrozada. Fallecieron muchos de los colonos y se perdieron siete de los diez barcos que quedaban, así como la mayor parte de las provisiones y del material y equipo necesarios para que la colonia pudiese sostenerse y prosperar. El río que desembocaba en la bahía de Ochuse no tenía condiciones navegables por lo que, viendo que no había posibilidades de sobrevivir en los arenales en los que se encontraba, Tristán de Luna decidió marchar hacia el oeste en busca del grupo que se había adentrado en lo que hoy es Alabama, muy cerca de la actual Mobile, y envió a uno de sus buques a Cuba en busca de ayuda.
Tras dejar a Juan de Jaramillo con 50 hombres y los esclavos negros en la costa, el grueso de los expedicionarios marchó hacia el interior navegando por el río en barcas ligeras, y caminando luego hasta alcanzar un poblado de 80 casas que encontró desiertas. Los indios retornaron al poco tiempo al pueblo y se mostraron amistosos, lo que dio nuevos ánimos a los colonos. El poblado era llamado por los indígenas Nanicapana, y allí fundó Luna una ciudad a la que llamó Santa Cruz. El problema es que los colonos y los soldados españoles acabaron bien pronto con la pobre reserva de alimentos de los indios y no tuvieron más remedio que alimentarse de hierbas.
El virrey, que sabía de la malísima situación de los colonos, envío dos buques en noviembre y prometió ayuda para la primavera. El invierno fue duro y, gracias a las provisiones recibidas, la colonia aguantó, pero a comienzos de la primavera la situación era ya desesperada. No se había hecho ningún intento de cultivar la tierra y la desidia y la incompetencia eran evidentes. Tristán de Luna envío a 200 hombres al interior, con un capitán y su sargento mayor acompañados de dos padres dominicos. La marcha fue penosa y acabaron comiendo el cuero de los arneses y de las fundas de los escudos. Varios expedicionarios fallecieron de inanición y otros envenenados por las hierbas de las que se alimentaban. Finalmente, tras cincuenta días en ruta hacia el noreste, llegaron a Olibahali, donde los indios se mostraron amistosos y les dieron comida y ayuda. A comienzos de julio alcanzaron Coosa —hoy Rome, en Georgia—, un poblado de 30 casas junto a un río donde descansaron y se recuperaron gracias a la buena disposición de los nativos.
Los españoles permanecieron en el pueblo tres meses entre los indios de la nación Coosa, y decidieron ayudarles contra sus enemigos de la tribu napochie. Tras obtener una fácil victoria, impusieron un tributo a los vencidos napochies y Tristán de Luna envío mensajeros a Nanipanaca que no encontraron a nadie, salvo a un indio ahorcado colgando de un árbol. Luna pensó que sus hombres se habían dirigido a la bahía de Ochuse por el camino de bahía Filipina e hizo algo habitual en los exploradores españoles: dejar varias cartas enterradas junto a un árbol en un recipiente de arcilla, con instrucciones detalladas para advertir a quienes vinieran después.
El padre Feria se había ido a La Habana y todos los supervivientes deseaban abandonar ese país maldito para los españoles, pero Tristán de Luna no quería abandonar Florida y su embrión de colonia, y proponía volver a Coosa y no abandonar a sus aliados indios. Lo cierto fue que las provisiones que debían de llegar de México en primavera no llegaron hasta septiembre, por lo que, antes de perecer de hambre, los españoles enviaron patrullas por tierra y por los ríos Piache y Tome para obtener provisiones de los indios.
El maestre de campo Jorge Cerón se opuso a los planes del gobernador cuando Tristán de Luna ordenó comenzar la marcha. Entonces se produjo un motín que obligó a Luna a amenazar con la horca a quien intentase desertar. El hecho es que las fiebres y la disentería le habían convertido en un hombre desequilibrado y enfermo al que ya nadie quería seguir. Sin duda Tristán de Luna no era Hernán Cortés y no conseguía imponer su mando. Su misión, que consistía en establecer una sólida posición española en la costa oeste de Florida y abrir una ruta por tierra hasta la costa este en el Atlántico, había fracasado. La desorganización, el desánimo y la sensación de estar olvidados hizo mella en los colonos y soldados que ya no querían continuar con la tarea encomendada y solo deseaban salir de allí. Tristán de Luna seguía siendo un hombre honrado y de recto proceder, pero la verdad es que ya no controlaba la situación. Estaba acabado.
Ángel de Villafañe y el abandono de Pensacola
El virrey supo pronto lo que estaba ocurriendo en la precaria colonia de Florida y decidió que era preciso reemplazar a Tristán de Luna, para lo cual preparó una nueva expedición que puso al mando de Ángel de Villafañe, nacido en 1504 en León, que siendo niño había acompañado a su padre a Darién en la flota de Pedrarias Dávila.
En 1523 Villafañe estuvo en Pánuco en compañía de Francisco de Garay, que como hemos visto tenía sus propios planes para establecerse en México y se encontró entre los que se pronunciaron a favor de Hernán Cortés, lo que finalmente le benefició mucho, sobre todo a partir de su boda con Inés de Carvajal, familiar de Pedro de Alvarado, segundo de Cortés y luego gobernador de Guatemala. Conocido y respetado como hidalgo y capitán, gozaba de una aceptable fortuna y continuó en México en los años que siguieron a la conquista del imperio azteca.
Tras participar en la conquista de Michoacán y Colima, Villafañe luchó contra los mayas, que se habían rebelado, y contra los zapotecas y mixtecas, lo que le valió una encomienda en Xaltepec. A pesar de que podía llevar una vida cómoda, rodeado de lujo y sirvientes, participó en la pacificación de Jalisco y estuvo al mando de un barco en la expedición de Cortés al Pacífico.
Los constantes desastres que se producían en el Golfo de México por causa de tormentas y huracanes exigían contar con un punto de apoyo en la costa norte que permitiese actuar con celeridad en caso necesario. Una base en la costa de las actuales Luisiana, Alabama o Florida se consideraba esencial si se quería llegar a tiempo para ayudar a los náufragos o recuperar los tesoros que llevasen los barcos. Esta fue una de las razones que impulsaron al virrey de México a apoyar con tanto interés el proyecto de colonización de Florida de Tristán de Luna.
Ángel de Villafañe tuvo desde el principio una importante participación en la expedición. Se le encargó equipar el campamento en el que se concentraron los expedicionarios y proveer todo el material necesario, por lo que se trasladó a Veracruz para supervisar que estaba en orden. Cuando la expedición de Tristán de Luna partió rumbo al noreste, Villafañe viajó hasta Ciudad de México para informar al virrey.
Enterado un año más tarde el virrey de las noticias del lamentable destino de la expedición de Tristán de Luna, y de su enfermedad e incapacidad para llevar a buen término la misión colonizadora, Luis de Velasco decidió que Villafañe era la persona idónea para encargarse de la colonia. A comienzos de 1561 ya estaba en Pensacola, donde se hizo cargo de la situación. Asumió el 9 de abril el mando como gobernador de las provincias de Florida y Punta de Santa Elena y trató a Tristán de Luna con respeto y consideración, evitando en todo momento humillarlo [6]. Para entonces la colonia era insostenible, pues la comida escaseaba y la desmoralización y la enfermedad entre los colonos hacían imposible su continuidad.
Tras dejar a 50 hombres de guarnición en Ochuse, Villafañe, con el resto de los supervivientes, que en total eran 230, partió por mar hacia las costas de Georgia. Tras doblar la punta sur de la península de Florida se dirigió al norte bordeando el litoral y desembarcando en varias ocasiones para buscar un puerto idóneo, hasta que un feroz huracán arrasó a la flota y destrozó varios barcos. Aquello fue el fin de la aventura. Los supervivientes dejaron las costas de Georgia y se dirigieron a La Española; desde allí, Villafañe marchó a La Habana, donde una parte importante de sus hombres desertó. En Cuba, al menos, pudo reparar sus navíos y preparar una nueva expedición, con la que partió hacia Ochuse al cabo de tres meses.
La alegría de la guarnición, que había soportado estoicamente el aislamiento y la soledad, fue inmensa cuando los cincuenta hombres del poblado vieron las velas de los buques de Villafañe. Las instalaciones fueron destruidas y tras recoger lo poco que había de valor los soldados embarcaron y regresaron a Veracruz. Pensacola quedaría abandonada por más de cien años.
Una vez más la tierra de Florida se mostraba ingrata a los españoles, que tras medio siglo de intentos y gastar verdaderas fortunas seguían sin contar con una base en esa península. Sin embargo, la cada vez más intensa injerencia de otras potencias europeas en América iba a obligar a la Corona española a tomar una decisión definitiva. En el momento en que los últimos hombres de Villafañe dejaban las costas de Pensacola, alguien en Francia, había puesto sus ojos en Florida.