3.2. El real de Arizonac y la pimería alta

 

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e todos los territorios de los actuales Estados Unidos que en algún momento de su historia formaron parte de la Corona Española ninguno está tan olvidado como Arizona. Para los españoles actuales nombres como Yuma, Tucson o ríos como el Gila o el Colorado, evocan historias y paisajes mil veces vistos en las películas del Oeste producidas por Hollywood, pero rara vez a alguien se le ocurre recordar que fueron territorio español.

La exploración, colonización y posterior defensa de lo que hoy constituye Arizona fue un proceso lento y complicado en el que no hubo grandes hazañas sino paciencia y esfuerzo, sobre todo de los hombres que más contribuyeron a hacerlo posible, los jesuitas.

Durante unos años pareció que Arizona se iba a convertir en un Nuevo México, pues los colonos llegaron atraídos por las minas de plata que se descubrieron al norte de Sonora, en un paisaje lunar al que los nativos conocían con el nombre de Arizonac. En éste árido y seco lugar nació el Real de Arizonac, que rápidamente se pobló de gentes llegadas de todo México. Las minas se agotaron pronto, por lo que no les quedó otro remedio a quienes permanecieron allí que dedicarse a la agricultura y a la ganadería, algo difícil en una tierra tan ingrata, en la que el agua escaseaba y hubo que crear una red de acequias y norias para extraerla de los pozos.

Sobre el nombre del territorio hay otras teorías, pues hay quien afirma que en realidad deriva de la palabra vasca aritz ona —buen roble—, nombre que le dio Bernardo Urrea, un vasco de Sonora, o de las palabras de los indios o’odham aly sonak, que significan pequeña primavera. En cuanto a los habitantes, eran de varias tribus, destacando los tohono o’odham —cuyo nombre significa «gentes del desierto»—, también conocidos como «papago» —de papawi O’odham—, nombre que los españoles convirtieron en «pima».

En cualquier caso a la mala situación creada por el abandono de quienes no querían dedicarse a ser simples agricultores o ganaderos se sumó la permanente hostilidad de los indios pimas, y pronto se vio que mantenerse allí iba a ser muy complicado. Los desmanes habituales de los soldados que patrullaban la frontera causaron una primera revuelta de los pimas, que en la misión de Caborca asesinaron al padre Javier Saeta, y provocaron una campaña de castigo en la que varias rancherías fueron arrasadas. A continuación los indios cortaron el suministro de agua a los puestos militares españoles y envenenaron los pozos.

A pesar de todo, a base de esfuerzo se logró pacificar el territorio, pero en Ciudad de México se estudió seriamente su abandono. En 1700, apenas había españoles en Arizona, y entre los pocos que quedaron destacó un valeroso ganadero que condujo su ganado hasta las montañas Huachuca y debe ser considerado como uno de los primeros colonos del territorio. Se llamaba José Romo de Vivar y además de ranchero era un especialista en minería, convencido de que había un futuro en ese desolado país. Además de gentes como él, había una persona que iba a ser el responsable de que los españoles no se fuesen. Era un jesuita italiano llamado Eusebio Kino.

La incansable labor del padre Kino

La historia de la Arizona moderna está ligada a la figura del jesuita Eusebio Francisco Kino, o Eusebio Francesco Chini, un misionero nacido en Italia en 1645 que se distinguió entre los indígenas de América del Norte por su forma de establecer relaciones amistosas entre las órdenes religiosas y la institución que él representaba —la Iglesia de Roma— y las tribus indias del Sudoeste.

Nacido en el Tirol italiano, cerca de Trento, ya de muy joven destacó en el colegio jesuita en el que estudió, demostrando un alto interés por las letras y la ciencia de su época. En Innsbruck —Austria— siguió cultivando las matemáticas y las ciencias y con solo veinte años inició su formación entre los jesuitas, algo que marcó para siempre su futuro, pues le ayudó a convertirse en un gran cosmógrafo y cartógrafo que levantó decenas de planos del desconocido territorio en el que llevó adelante su misión.

Al concluir sus estudios teológicos, el duque de Baviera, invitó a Kino a desempeñar las cátedras de ciencias y matemáticas en la Universidad de Ingolstadt, pero el jesuita había solicitado algunos años antes ser enviado a China al concluir sus estudios. Como solo había dos misiones disponibles, una en Filipinas y la otra en México, para decidir quién iría a cada una se efectuó un sorteo, y al Padre Kino le tocó México. Así pues, en junio de 1678 embarcó en Génova rumbo a Cádiz, donde tuvo que esperar dos largos y desesperantes años antes de poder embarcar hacia América, tiempo que dedicó con su habitual fuerza de voluntad al aprendizaje del español.

Una vez en Nueva España recibió la misión de dirigirse a Baja California, donde habían fracasado todos los intentos de colonización.

La expedición estaba al mando de Isidro de Atondo y Antillón y partió el 17 de enero de 1683. En ella iba el padre Matías Goñi a bordo de la nave capitana La Concepción del capitán Blas de Guzmán, y el Padre Kino en el navío San José.

Desembarcaron en la desértica región de La Paz y, como a los exploradores y colonos anteriores, el territorio les resultó desagradable y difícil. Eso les hizo retornar a todos a Sinaola, decisión que no gustó a Kino, que pensaba que el trato dado a los indios no era el adecuado y no se podía abandonar tan a la ligera una ambiciosa operación como la que deseaban llevar a cabo.

Otro intento más en el mismo año llevó a los jesuitas hasta San Bruno, donde por fin fundaron una misión —casi junto a la actual Loreto—, un lugar desde el que Kino pudo explorar la sierra de la Giganta y alcanzar las azules aguas del Pacífico. Allí llegó a un acuerdo con las tribus nativas y aprendió su lengua, ganándose a los indios para la causa del cristianismo y comenzando a bautizarlos. Sin embargo, la mala suerte parecía perseguirle a pesar de sus esfuerzos. La desfavorable situación en San Bruno, donde las cosechas no prosperaban, el ganado se moría y no había agua, era insostenible y los colonos forzaron a Isidro de Atondo y Antillón a votar qué hacer. Ganaron de forma abrumadora los partidarios de abandonar la colonia, a los que el padre Kino se opuso radicalmente. Pero aunque fracasó en su intento de crear una importante cadena de misiones en Baja California, su férrea voluntad y su convicción casi mesiánica en el destino de esa tierra seca y árida le llevó a presionar ante la corte del virrey, conde de Paredes, para que no cayera en saco roto la idea de evangelizar Baja California, y logró la creación de una junta que estudiase cómo se podía ocupar la península —Kino fue primero en darse cuenta de que no era una isla— y no dejarla en el olvido.

En la junta estaba también Isidro de Atondo y Antillón y ambos lograron del fiscal de la Real Audiencia que los jesuitas se hiciesen cargo de la evangelización de California, algo que la Compañía de Jesús rechazó a pesar de la importancia económica que representaba el proyecto, aunque ofrecieron su apoyo espiritual. Pero el padre Kino, triste y decepcionado, decidió buscar nuevos horizontes y jamás regresaría a California, ya que una rebelión de los indios de Sonora le impidió adentrarse en la actual Baja California en 1697. Tras desembarcar en la costa del Mar de Cortés, acompañó al padre Juan María de Salvatierra en la fundación de misión de Nuestra Señora de Loreto «Cabeza y Madre de todas las Misiones de la Alta y Baja California», que dispondría para su protección de un presidio, convertido en punto de partida futuro de la expedición colonizadora de la Alta California.

Como a pesar de su actuación en Baja California el padre Kino carecía de una misión propia, pidió trabajar con los indios de la costa de Sonora, situada al lado oriental del Mar de Cortés, entre los guaymas y seris, y la propuesta le fue aceptada.

En esa árida región había unos indios que hablaban la lengua pima, como algunas tribus del norte de Nueva España, por lo que la región era conocida como la Pimería Alta, para así distinguirla de la Pimería Baja, situada más al sur. A su llegada, Kino contó con el padre Manuel González, visitador de las misiones del noroeste del virreinato, que le ofreció todo su apoyo. Corría el año de 1687 y hasta su muerte en 1711, el jesuita consagraría su vida a la evangelización de la región y a integrar a las tribus de la Pimería Alta en el mundo cristiano.

Kino quería comprobar personalmente si Baja California era una península o una isla, pues era uno de los encargos que llevaba de sus superiores, así que el 22 de septiembre de 1698 dejó Dolores y alcanzó la costa en el Golfo de Cortés, donde subió a una colina desde la que, con ayuda de un catalejo, pudo ver que el «el mar de California terminaba en la desembocadura del río Colorado, sin tener continuación alguna por donde comunicara con otros mares». El territorio no era una isla, sino una estrecha península, y para certificarlo se desplazó a otro monte cercano a fin de determinar con exactitud dónde se unía la península con la masa de tierra continental. Estaba a 32° de latitud Norte y su viaje fue esencial para la ciencia de la cartografía. Aprovechó luego que se encontraba entre paganos —los indios papagos— y entre ellos fundó la misión de Sonoita, «un verdadero oasis por sus fértiles tierras, pastos y abundantes aguas, en la parte occidental de Sonora, en la frontera actual con los Estados Unidos», antes de regresar a Dolores.

El 7 de febrero de 1699, el jesuita salió de Dolores rumbo al norte en un nuevo viaje de exploración. Alcanzó la confluencia de los ríos Gila y Colorado y allí, entre los indios yumas, fundó la misión de San Pedro. Luego siguió más hacia el norte, hasta el río Azul, y fundó las misiones de San Andrés, la Encarnación y Casa Grande. El 18 de noviembre estaba de nuevo de regreso en Dolores.

El 21 de abril de 1700 el padre Kino salió otra vez de Dolores rumbo al norte y llegó, en la confluencia de los ríos Gila y Colorado, a un lugar que llamó San Dionisio, y allí acudieron a su encuentro indios apaches para rogarle que les acompañara a la otra parte del río. Cruzó con ellos el Colorado sin encontrar más que tierra estéril; luego siguió el curso de ese río por la margen derecha y vio que fluía hacia el poniente 10 leguas y luego hacia el sur 20 leguas, antes de desembocar en el Mar de Cortés. Tras subir a unos cerros al oeste de la desembocadura del Colorado, pudo observar todo el contorno de la península en su entronque con tierra firme. Los indios le informaron que «el mar grande», el Pacífico, solo estaba a diez días de marcha, pero Kino decidió no continuar. Ya no era necesario. Allí trazó el plano de esa región y se lo envió al superior de la Compañía y al gobernador de Sonora, dándole el nombre «Alta California» a la tierra descubierta. Durante mucho tiempo los planos y mapas levantados por el padre Kino fueron la única fuente de información sobre el nuevo país descubierto.

En el año 1703 Kino, siguiendo con sus trabajos apostólicos, visitó las misiones ya construidas y fundó otras nuevas. Saliendo de Dolores, recorrió Caborca, Tubutama, San Ignacio, Imuris, Magdalena, Quiburi, Tumacácori, Cocóspora, San Javier del Bac, Búsanic, Sonoita, San Lázaro Sáric y Santa Bárbara. En todas ellas se cultivaba trigo, maíz, uvas, duraznos, granadas, melones y peras, y se hacían intercambios con los indios de carne seca, sebo, harina y animales a cambio de ropa o instrumentos mecánicos. En 1706 descubrió la isla de Eiburón, en el mar de Cortés, a la que llamó Santa Inés, y otra a la que llamó Ángel de la Guarda, en la parte más estrecha del golfo. Entonces comprendió que por allí era más fácil llegar a la Alta California.

El padre Kino fue una persona honesta y valiente. Gran explorador, jamás olvido la razón y los motivos por los que se encontraba en la frontera de un imperio que gracias a sus descubrimientos iba a seguir expandiéndose. Nunca usó otra arma que su palabra, y en los veinticuatro años que vivió entre los punas, apaches y otras tribus de lo que ahora son los estados de Sonora en México y Arizona, en Estados Unidos, los indios jamás atentaron contra su vida.

El 15 de marzo de 1711 fue invitado a inaugurar la nueva capilla de la misión de Magdalena, en Sonora, pero «mientras cantaba la Misa se sintió indispuesto; terminada la ceremonia religiosa se fue a acostar como siempre lo había hecho: sobre dos frazadas de indios y por almohada la montura de su caballo y allí murió».

Durante los años de su labor misionera fue un diplomático prudente, realizó observaciones astronómicas —era cosmógrafo real—, aprendió media docena de lenguas nativas, enseñó a leer y a escribir a miles de personas y pudo encontrar tiempo para escribir la obra Favores Celestiales en la que narra las aventuras y desventuras de su vida desde 1687 hasta 1706, cinco años antes de su muerte.

En total Kino realizó 40 expediciones, fundó más de 30 ciudades y recorrió 30.000 km. Así que como bien dice el historiador mexicano, Orozco, «los trabajos del P. Kino, deben merecer el aprecio de los amantes de la humanidad. Fueron trabajos emprendidos en bien de la humanidad, sin que fueran alentados por recompensa alguna».

En México y en Sonora siempre se ha venerado su memoria y en 1961 Arizona solicitó al Congreso de los Estados Unidos que aceptara la estatua de Kino como la segunda escultura representativa del estado de Arizona en el National Statuary Hall del Capitolio de Estados Unidos, lugar en el que cada estado de la Unión Americana puede colocar las efigies de dos de sus ciudadanos distinguidos. Allí está hoy en día, en homenaje a su recuerdo.

Otros jesuitas misioneros

La labor de Kino fue continuada por otros jesuitas, y el siguiente hombre que iba a desempeñar un papel importante en la frontera se llamaba Keller. Había nacido muy lejos, en Olomuc, Moravia —hoy, República Checa— y era jesuita desde 1717. Viajo hasta América en compañía de otros 26 compañeros procedentes de Alemania, Italia y España y, siguiendo instrucciones del virrey, varios de ellos fueron enviados a la Pimería Alta en 1731. Tras atravesar Casas Grandes y el presidio de Janos se encontraron con sus superiores, que les asignaron las vacantes que había disponibles. En 1734, tanto él como otros de sus compañeros, muchos de ellos austriacos o alemanes, estaban trabajando en la zona. Poco después, los indios de Suamca abandonaron la misión y lo mismo pasó en Bac y Guevari. Además, en Bac, los indios habían entrado en la iglesia y robado cuanto había de valor.

Con esfuerzo, los misioneros jesuitas lograron convencer a los indios para que volviesen a la misión, pero el capitán Anza se presentó con sus dragones de cuera para castigar a los pimas. Mientras ejercían su labor jesuitas como Stiger, en Bac, y Segesser, en Guevavi, a Keller le tocó la Pimería Alta en su totalidad, y a pesar de lo inhóspito del terreno y de su enorme extensión aceptó sin dudar. Al igual que Kino, Keller actuaba en solitario y pronto Guevavi se llenó de indios cristianos.

A la labor misionera habitual se unió una Real Cédula que ordenaba la conversión de los lejanos hopi. Eso implicaba atravesar territorio apache y, aunque Keller lo intentó, la hostilidad india no le permitió lograr su misión. Algo parecido ocurrió en la misión de Sonayta, desde la que el padre Sedelmayr, que contaba con una gran suma de 20.000 pesos que había donado un hacendado de México para fundar una misión, partió con escolta militar. La misión fundada sería más adelante destruida por los pimas en una rebelión en la que murió el padre Ruhen, que estaba a su cargo.

Keller murió mediados de agosto de 1759, tras tres décadas de servicio en la frontera de Nueva España. Tanto él como los misioneros de su orden habían realizado una labor formidable, pero jamás lograron consolidar comunidades sólidas, pues a la hostilidad de los apaches y de otras tribus se unía la desconfianza de las autoridades coloniales y militares, que no se fiaban de los jesuitas por considerarlos aliados de los indios, en tanto que los jesuitas recelaban de los militares y, sobre todo, de los ambiciosos mineros y rancheros que amenazaban las tierras indias.

El descubrimiento de plata por un indio yaquien 1736 pareció cambiar el destino del territorio, pues atrajo a empresarios y aventureros dispuestos a arriesgarse a los peligros de la frontera a cambio de obtener rápidas riquezas. La explotación minera puso de nuevo de actualidad el problema de si la plata formaba parte de minas o de tesoros, ya que si se trataba de esto último la Corona era propietaria de la totalidad, pero si se trataba de una mina solo le correspondía una quinta parte. Le correspondió a Juan Bautista Anza —el padre del famoso explorador y militar que abriría la ruta por tierra a California—— solucionar la disputa, ya que era el comandante del presidio de Fronteras y el responsable de impartir justicia en Sonora en nombre del rey Felipe V Obviamente Anza certificó lo que todos ya sabían, que se trataba de minas, permitiéndose la explotación de las mismas, actividad en la que algunos lograrían grandes fortunas, como fue el caso de Lorenzo Velasco, que se convirtió en el ranchero más rico y el hombre más poderoso de la región.

Pero pronto se vio que las minas de plata no eran eternas y las vetas se agotaron. Lo que podía haber sido una fórmula para atraer pobladores al territorio fracasó, y la población se limitó a unos pocos centenares de granjeros y rancheros que vivían en su gran mayoría a lo largo del río Santa Cruz y sus afluentes. Los apellidos registrados en las misiones, en matrimonios y bautizos, como Ortega, Bohórquez, Gallego, González o Covarrubias, cuyos descendientes aún viven en Arizona, son la prueba viva del esfuerzo por mantenerse en un territorio hostil donde la vida era dura y peligrosa. De hecho, a principios de la década de 1750 pareció que Arizona estaba destinada a seguir el camino de Nuevo México en 1680 y que fracasaría como colonia. La causa fue una rebelión india, la de los pimas.

La rebelión pima

A partir de la reconquista española de Nuevo México en la última década del siglo XVII la violencia pareció decrecer en la frontera de Arizona, pero en realidad era una impresión falsa. La lenta pero constante entrada de misioneros, exploradores y ganaderos en el territorio fue haciendo que los indios estuviesen cada vez más descontentos, y el temor a una insurrección se extendió entre los escasos colonos españoles.

La presión sobre las tribus del norte de México desembocó en la rebelión de los indios serien Sonora en 1750. Un año después, un líder pima inteligente y carismático llamado Luis Oacpicagigua —o Luis de Saric—, fue uniendo a grupos desesperados, acorralados por los ganaderos o hartos de trabajar en las misiones, y preparó el alzamiento de al menos 15.000 indios. Sin embargo, para su desgracia, no contó nunca con un plan claro y su revuelta no alcanzó ni la dimensión ni la violencia de la de los indios pueblo en el vecino Nuevo México. Se trató de un intento de escasa fuerza, descoordinado y llevado a cabo sin ilusión ni esperanza.

Durante el año 1751 habían empezado a correr rumores de que ese año se acabaría el mundo; rumores que, por supuesto, conocían los jesuitas, que no les daban mayor importancia. En otoño, como era habitual, se fue preparando la campaña de castigo contra los apaches.A Guevavi llegó un fuerte contingente armado de 400 guerreros pimas que iban a colaborar en la campaña junto a las tropas españolas, de la misma forma que el año anterior habían marchado contra los seris. En la misión, el padre Garucgo les alojó e incluso les dio 15 cabezas de ganado para que tuviesen comida durante el camino. Pero en Suamca se produjo un grave incidente cuando el padre Keller, de forma muy inapropiada, llamó al caudillo pima —que vestía uniforme de oficial español— «perro chichimeca» y le dijo que su vestimenta adecuada debía ser el taparrabos y la piel de coyote. Indignado el jefe pima regresó a Saric. Luis Oacpicagigua tenía motivos para estar enojado.

La frase de Keller no había sido más que la expresión de la forma en la que muchos europeos trataban a los indios, a los que consideraban poco más que niños, y se sentían molestos cuando alcanzaban rangos en el ejército o cargos de responsabilidad. En este sentido Oacpicagigua había sido siempre un fiel aliado de España, pues había sido alcalde de Saric y luego gobernador del territorio pima, siendo conocido por su gobierno equilibrado y justo. Desde 1748 participó junto a las tropas presidiales en las campañas anuales, con eficacia y buena capacidad de liderazgo, pagando de su bolsillo a los guerreros que le acompañaban. La consecuencia es que se le consideraba un aliado eficaz, y el gobernador de Sonora y Sinaola, Diego Ortiz Parrilla, le ascendió y otorgó cada vez más poder y autoridad, lo que molestó mucho a los misioneros jesuitas, que veían en él un rival por su influencia y predicamento entre los indios.

Indignados por la forma en la que se les apartaba de los cargos de responsabilidad y viendo que se bloqueaban sus vías de ascenso social, muchos pimas se fueron situando a favor del indignado Luis Oacpicagigua y empezaron a preparar la rebelión. Por si faltaba algo, el 29 de septiembre de 1751, en la fiesta anual de Guevari, se produjo un incidente entre Pedro Chihuahua, que había sido nombrado sargento mayor de la Pimería Alta, y el padre jesuita Garrucho. El nombramiento había sido realizado por Ortiz Parrilla sin el conocimiento de los jesuitas, y el padre Garrucho la arrebató el bastón de mando al jefe pima, muy amigo de Oacpicagigua, y le expulsó del pueblo.

El 20 de noviembre comenzó el alzamiento al mando de Luis Oacpicagigua, ahora con el nombre indio de Bacquiopa, «el enemigo de las casas de adobe». Los papagos del Gila se unieron a la rebelión y los pimas arrasaron las misiones, matando a los religiosos y a los españoles. En Saric, su lugar de origen, los indios acabaron con 18 colonos y después pasaron a la ofensiva contra los establecimientos españoles religiosos, desde misiones a simples iglesias y los escasos ranchos y puestos comerciales que malvivían en la región, que quedo arrasada entre la misión de Saric y San Javier del Bac. Para entonces Oacpicagigua contaba ya con unos 300 seguidores armados con los que atacó la misión de Tubutama, logrando acabar en total con casi un centenar de colonos, pero sin conseguir quebrar la resistencia de los españoles, pues una vez que estos se recuperaron, rápidamente enviaron una poderosa fuerza armada que logró que Oacpicagigua se rindiese al capitán José Díaz del Carpio el 18 de marzo de 1752, tras una breve negociación de paz, ya que Ortiz Parrilla había decidido ser conciliador y no realizar una política de terror.

A partir de ese momento la Pimería Alta fue objeto de una reforma en profundidad de su dispositivo defensivo, y se crearon tres presidios que debían proteger la frontera y controlar a los seris de Sonora y a los pimas. Los presidios fueron San Ignacio de Tubac, Santa Gertrudis de Altar y San Carlos de Buenavista, con lo que se logró a finales del siglo XVIII una notable hispanización de los pueblos indígenas y su conversión en buenos aliados frente a los temibles apaches, que se encontraban cada vez más al sudoeste.

Como resultado final, más de cien españoles, incluyendo mujeres y niños, habían sido asesinados y los pocos asentamientos dispersos estaban en ruinas. Aunque inteligentemente las tribus fueron perdonadas, lo cierto es que en la práctica, las comunidades embrionarias habían sido arrancadas de raíz. Pero esta vez en Ciudad de México no se estaba dispuesto a retroceder ni una milla, y para prevenir revueltas se construyó un presidio destinado a tener un gran futuro mientras el territorio fue parte de la Corona de España. Se trataba de Tubac, sobre el río Santa Cruz, que desde 1752 debía impedir que los o’odham volvieran a rebelarse. Esta vez no se trataba de granjas o ranchos aislados, sino de una comunidad permanente, la primera de los europeos en lo que hoy es el estado de Arizona y la situada más el norte de la provincia española de Sonora.

Como la mayor parte de las poblaciones españolas de la frontera, Tubac fue pronto una mezcla étnica de españoles, criollos, mestizos, indios e incluso mulatos y negros, que lucharon juntos para la supervivencia de sus pequeñas comunidades.

Las reformas borbónicas

Los jesuitas habían controlado las regiones en las que habían construido sus misiones con mano de hierro. Estaban convencidos de que las tropas virreinales que defendían la frontera causaban constantes problemas, ya que provocaban muchos incidentes, sobre todo por causa de su codicia y el acoso a las mujeres indias, lo que era absolutamente cierto. Por esta razón intentaban vivir en las misiones en compañía de los indios que habitaban en los alrededores, sobre los que los jesuitas ejercían su trabajo misional.

Pronto, muchas de estas comunidades aisladas, en las que los indios más o menos cristianizados trabajaban la tierra, pastoreaban o realizaban actividades artesanales, alcanzaron cierto éxito, como ocurrió en la Pimería Alta o incluso en el valle del río Yaqui. Sin embargo, los rancheros y mineros de Sonora se extendían cada vez más al norte, amenazando los territorios indios, compitiendo por el agua y disputando a los trabajadores de las misiones sus tierras de pastoreo o cultivos. Los incidentes armados fueron extendiéndose, e incluso se afirmaba que los jesuitas apoyaban a los indios, si era necesario, usando la violencia. Tras su expulsión de los territorios de España en 1767 se llegó a plantear la supresión completa de las misiones, pero finalmente se impuso la razón y los responsables de la administración colonial se dieron cuenta de que la labor de los misioneros era excelente, y que la única forma de garantizar una frontera en paz con los escasos recursos que la Hacienda Real destinaba era contar con tribus pacíficas y cristianizadas.

Teniendo esto en cuenta, la cadena de misiones recayó en manos de otras órdenes religiosas, sobre todo los franciscanos, que mantuvieron la paz entre los pimas y garantizaron, al cambiar la forma de vida de los indígenas, su inclusión en el sistema económico virreinal. Eso facilitó la progresiva fundación de pueblos y villas, extendiendo las zonas ganaderas y de cultivos, los campos de frutales o la red de acequias.

Lo único que faltaba para que Arizona se convirtiese finalmente en una región atractiva para los colonos era lograr que los indómitos apaches dejaran de robar ganado y saquear granjas y ranchos de los colonos, además de cesar en sus ataques a las tribus pacíficas. Esa misión no correspondía, obviamente, a los misioneros, sino al Ejército de España.

En 1765, el rey Carlos III ordenó al marqués de Rubí que hiciese una inspección completa de los presidios del norte de la frontera de Nueva España, lo que dio lugar al Reglamento de 1772, la mayor y más completa reorganización del sistema defensivo de presidios y fuertes. El responsable de realizar las medidas de reordenación defensiva era Hugo O’Connor, que cambió de posición el presidio de Terranate y lo trasladó a la orilla norte del San Pedro en 1776, en un primer intento de situar una posición avanzada en territorio apache, algo que fracasó, pues debido a los ataques indios contra los dragones de cuera destinados en el remoto puesto, solo cinco años después fue abandonado y la guarnición devuelta a Sonora.

Sin embargo O’Connor tuvo más suerte con la reubicación en 1775 del presidio de Tubac, que fue desplazado cuarenta millas al norte, a un punto conocido por los pimas con el nombre de Tuch Son, que los españoles transformaron en Tucson. El lugar disponía de agua, madera y buenos pastos y desde su nueva posición fortificada, bautizada como San Agustín de Tucson, las tropas presidiales podían cerrar el camino a las bandas guerreras de apaches occidentales y preparar mejor los contragolpes e incursiones en territorio de indios hostiles. Desde el nuevo presidio, se fue convenciendo a las comunidades de o’odham de las ventajas de colaborar, y poco después los pimas comenzaron a ayudar a los dragones de cuera en sus acciones contra los apaches. Una alianza que se prolongaría durante cien años.

En 1776, con la creación de las Provincias Internas, Sonora quedó incluida en ellas y por lo tanto también la frontera de Arizona. Una de las razones de la reorganización administrativa y militar era asegurar las fronteras de Nueva España al noroeste, para frenar la expansión rusa, y al noreste, para detener a los británicos que presionaban en el valle del Misisipi. Este hecho, que seguía a la expulsión de los jesuitas en 1765, era una prueba de que el sistema de misión estaba siendo lentamente reemplazado, aunque nunca lo fuera del todo, por otro de control y expansión militar.

Campos de paz

La paz con Inglaterra en 1783, que puso fin a la Segunda Guerra del Tercer Pacto de Familia —nombre español de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos—, al alejar el peligro de un ataque británico [22] dio tiempo a España para dedicarse al problema de los indios hostiles.

Al norte de Sonora y en Arizona, el capitán del presidio de Tucson, Pedro Allende y Saavedra, un experimentado militar que había combatido en la campaña de Portugal de 1762 y también contra los indios seri, dirigió una docena de incursiones de castigo contra los apaches entre 1783 y 1785. Fue una guerra brutal, y como todos los conflictos con los apaches de un salvajismo inconcebible. A los jefes indios abatidos se les arrancaba la cabeza y su cráneos clavados en estacas se convirtieron en adornos en los muros del presidio de Tucson; se recogían orejas y cabelleras por las que se pagaba para contar los indios muertos, quienes a su vez, quemaban vivos a los prisioneros y los sometían a torturas atroces, desde arrancar ojos y lenguas hasta clavar a sus víctimas en los cactos.

 

 

La eficacia de las tropas del rey en Arizona durante los años finales del siglo XVIII fue notable. Excelentes jinetes, acostumbrados a vivir en la frontera, las lanzas de los dragones de cuera se convirtieron en el símbolo de la autoridad virreinal y comenzaron a imponer auténtico respeto. La creación de compañías volantes ligeras y móviles, permitió perseguir a los indios hostiles hasta sus más ocultos escondrijos en las cuevas de las montañas.

El apoyo del excelente gobernador de Nuevo México, Juan Bautista de Anza, permitió que el éxito de sus campañas se sintiera también en la Apachería occidental, usando como aliados a grupos de navajos contra mescaleros y mimbreños y las bandas que actuaban con base en el río Gila. Pronto indios pimas y navajos sirvieron de guías y auxiliares en las compañías volantes del presidio de Tucson.

Por último, como veremos al tratar de la estrategia empleada contra los indios indómitos, en 1786 el virrey Bernardo de Gálvez autorizó la política de los campos de paz apaches en los que se permitía comerciar con los indios y entregarles alcohol y otros productos —azúcar, tabaco, café y chocolate—, a cambio de detener sus incursiones, al tiempo que se aplicaban duras represalias a los que persistían en mantenerse en armas. El sistema tuvo éxito y en 1793 un centenar de apaches occidentales se presentaron en Tucson y aceptaron las condiciones del comandante del presidio, José Ignacio Moraga, para dejar sus refugios en las montañas Galiuro y hacer la paz. El comandante entregó ricas ropas al jefe apache Nautil Nilché a cambio de seis orejas de enemigos, sirviendo el intercambio como prueba de paz y colaboración. Luego los indios fueron reubicados como colonos en las llanuras, cerca del río Santa Cruz, en el área que fue conocida más tarde como Apaches Mansos.

Una vez lograda la paz en la frontera —aunque siempre hubo apaches hostiles— la vida de los colonos fue mucho más tranquila y se logró, finalmente, que las comunidades fronterizas progresaran.

La población española en Arizona era de unos 1.000 habitantes al comenzar el siglo XIX, de los que vivían en Tucson 300, 200 más en su comarca y otros 400 en Tubac, no llegando a 100 los que habitaban en torno a la misión de Tumacacori. El resto de la población de Arizona eran nativos indios o mestizos. La población española —en realidad solo unos pocos blancos y una mayoría notable de mestizos— vivían en los asentamientos del río San Juan, dedicándose a la agricultura, la ganadería —maíz, judías y trigo—, la artesanía y el comercio. Unos pocos vivían en torno a Arivaca y el valle de San Pedro y por último algunos, con más riesgo, hacían ganadería extensiva en territorio apacheo explotaban pequeñas minas de plata. No obstante, los indios y el desierto impidieron que las zonas colonizadas se extendieran mucho más allá de las mencionadas, y la economía en el apogeo de la colonia a principios del XIX fue siempre de dimensión reducida. Así en 1804, en Tubac, apenas había unas 6.000 ovejas destinadas a la producción de lana y en torno a 5.000 caballos.

A pesar de la distancia con los centros de poder de México, la comunidad española de Arizona alcanzó una considerable estabilidad y las familias de pura descendencia española, enlazadas por relaciones familiares con las de Sonora, llegaron a constituir una élite local de cierto poder que formó una sólida aristocracia a partir de la independencia mexicana, lo cual permitió que un ciudadano de Tucson, José de Urrea, llegase a ocupar la presidencia de México.