Capítulo ocho
Félix observó desde el granero al pequeño grupo moviéndose lentamente hacia Villarrosa. Decidiéndose, corrió hasta el varaseto que enmarcaba el sendero de entrada a la casa. Cogió una sola rosa roja con dedos torpes. Conocía la debilidad que tenía Sara por las flores. Se la presentaría y ella la reconocería por lo que era, una ofrenda de paz.
Escondiendo la rosa detrás suyo, esperó a que asomaran por el sendero. Olivia iba delante con su sonriente amiga.
—Ahí estás, Félix —le llamó—. Ven a que te presente a la señorita Grey. Se muere por conocerte.
Félix se encontró mirando a un par de risueños ojos castaños.
—¿Cómo está usted, señorita Grey? —farfulló, extendiendo la mano. En vez de estrechársela, la señorita Grey se limitó a mirarlo sorprendida.
En su confusión, Félix se había olvidado de la rosa. Estaba en su extendida mano como un brillante punto de exclamación rojo.
—¡Qué rosa más bonita! —exclamó la señorita Grey—. Y qué joven tan galante. Es para mí, ¿verdad?
El rostro de Félix tenía el color de la rosa. Farfulló algo que parecía un sí y un no a la vez.
Sonriendo agradecida, Sylvia se sujetó la rosa a su blusa, permitiendo luego que Olivia la condujera hasta la casa.
Félix bajó derrotado por el sendero, en dirección a Sara, que había observado toda la escena.
—La rosa era para ti, Sara —dijo atropelladamente—. Siento haber herido tus sentimientos. Es que estaba terriblemente hambriento. Es muy duro que te envíen a la cama sin haber comido, sobre todo cuando se tiene tanta hambre como para comer un caballo.
Pero Sara había cerrado su corazón a Félix. Le miró con ojos desprovistos de compasión.
—A nadie que se refugia en su estómago merece la pena que se le dirija la palabra —respondió ella sarcásticamente.
Giró sobre sus talones y se alejó de su lado.
El atardecer cayó sobre Avonlea. El sol estaba poniéndose en un torrente de rosado oro, y un soñoliento silencio se impuso tanto en pájaros como en insectos. El único sonido que rasgó la paz del crepúsculo fue el del piano recién afinado ante el que Olivia se sentaba, tocando suavemente.
Sylvia estaba detrás de ella, junto a la ventana abierta. Creyendo que no era observada, relajó inconscientemente sus defensas. Líneas de preocupación surcaron su lisa frente, arrugándola, y un miedo secreto nubló sus ojos. Se asomó al crepúsculo lanzando un suspiro.
Pero si Sylvia creía poder esconder sus sentimientos más íntimos a su mejor amiga, estaba muy equivocada. Un año de intimidad en el Instituto y muchos años de fiel correspondencia habían enseñado a Olivia mucho sobre los cambios de humor de su amiga y las dificultades ocultas de su vida. De pronto, dejó de tocar y se volvió.
—Sé que pasa algo, Sylvia —dijo—. Dime qué es.
Las arrugas desaparecieron. Los ojos se le iluminaron. La sonrisa reapareció.
—Nada. No me pasa nada.
—Sylvia Grey —repuso Olivia con firmeza—. Te pasa algo, y si no me dices ahora mismo lo que es, te pegaré.
—¡Oh, Olivia! —gimió su amiga, cuyo alivio al ser forzada a confesarse la hizo ponerse llorona—. Nací siendo como un columpio y nada puede impedir que me columpie de un sitio al otro. Si en un instante estoy volando en un gran estallido de felicidad, en el siguiente estoy hundida en los abismos de la desesperación, convencida de que voy a tomar la peor decisión de mi vida.
—¿Qué clase de decisión, Sylvia? ¿De qué hablas?
—Me han ofrecido un trabajo, un trabajo bueno y responsable como profesora buena y responsable. Debería sentirme feliz por ello, pero no puedo, Olivia. Simplemente, no puedo. He querido cantar desde que era una niña.
Olivia asintió. Estaba al tanto de los sueños de Sylvia de convertirse en cantante de cámara.
—Cuando mi padre murió, me dejó el dinero justo para que estudiase música en el conservatorio de Toronto. Ese dinero se ha acabado ya. Necesito salir del país para completar mi educación, pero ya no me queda dinero. Y aquí estoy, dividida entre perseguir un sueño y enfrentarme a la realidad de mantenerme el resto de mi vida.
—Pero tienes mucha experiencia, Sylvia. Tú has cantado en todo tipo de ocasiones. Siempre has gustado a tu audiencia.
—Sí, pero nadie tenía que pagar para oírme. Hasta ahora siempre lo he hecho por caridad. Además, ¿quién sabe si tengo talento para llegar a convertirme en una cantante de cámara?
—Sí que lo tienes —replicó Olivia consoladora—. Debes tener más confianza en ti misma, Sylvia. En el futuro, acuérdate de ese hombrecito de Carmody del que te escribí, el del terrible ceceo.
—No creo recordarlo —murmuró Sylvia, preguntándose qué tenía que ver con sus problemas un hombrecito ceceante de Carmody.
—Tenía un lema maravilloso. Se levantaba en la misa y nos recordaba a todos lo importante que era la confianza. —Olivia hizo lo posible por imitar el ceceo—. «¿Podqué bdillad como una vela —rugía con toda su voz—, cuando podéis bdillad como una estdella eléctdica?».
Por un momento, las preocupaciones de Sylvia de disolvieron en risas.
—¡Qué bien me conoces, Olivia! Preferiría «bdillad como una estdella eléctdica» a ser una maestra de pueblo el resto de mi vida. No estoy hecha para un trabajo bueno y responsable. ¡No puedo evitar pensar en que aquellos a quienes Dios desea castigar, los convierte en maestros de pueblo!
—Calla —dijo Olivia con una sonrisa—. No dejes que Hetty te oiga decir algo así. Se enorgullece de ser la mejor maestra de pueblo que hay en varios kilómetros a la redonda.
—Estoy segura de que Hetty brilla a su propia y muy particular manera —reconoció Sylvia, con una generosidad que volvía a ella con el buen humor.
Sintiendo la mejora en el humor de su amiga, Olivia se volvió y continuó tocando el piano. Tarde o temprano tendrían que encontrar una respuesta al dilema de Sylvia. Pero, por el momento, le parecía mejor aplacar sus preocupaciones con la música.
Sara tendía la ropa en una cuerda extendida a lo largo del barandal de la parte de atrás, cuando oyó pisadas acercándose a la casa. Miró por entre el gris y oro del decreciente crepúsculo. Una suave niebla blancoazulada flotaba sobre el huerto. Una media luna plateada esperaba hacer su aparición en el escenario del cielo sobre Villarrosa. Sara no pudo discernir ninguna presencia humana. Escuchó, forzando el oído.
La limpia y rica voz de soprano de Sylvia brotó de las abiertas ventanas del salón:
Ay, amor mío, que mal me hiciste,
al apartarme tan desconsideradamente…
Fascinada, Sara apoyó los brazos en el barandal y escuchó la canción, escrita hacía cientos de años, cuyo tono melancólico la conmovió, allí, en el atardecer de Avonlea, como conmovió a quienes la escucharon por primera vez en la Inglaterra del siglo dieciséis.
Y te he amado tanto tiempo,
disfrutando de tu constancia.
Las sábanas blancas que Sara había tendido unos momentos antes soplaron suavemente en la brisa, agitándose contra ella, tapándola de la vista. Las pisadas volvieron a oírse. Mirando desde detrás de las sábanas, Sara se sorprendió al ver a la abuela Lloyd moviéndose en silencio hacia la casa. Parecía haber perdido al menos diez años desde el momento en que Sara la había visto por última vez. Caminaba erguida y altiva, con la cabeza alta. En sus brazos llevaba un ramo de caléndulas que brillaban a la media luz.
Mientras Sara miraba, la señora Lloyd dejó las caléndulas junto a la puerta entreabierta. Entonces se detuvo inmóvil, con su atención capturada por la plateada voz.
Mangasverdes era toda mi alegría.
Mangasverdes era mi delicia…
La canción de Sylvia pareció iluminar la creciente oscuridad. Radiaba desde la ventana, cálida, potente, dulce y sincera. La señora Lloyd escuchaba con fascinada atención, con una expresión en el rostro que desconcertó a Sara. Parecía escuchar en el pasado y en el presente a la vez. Parecía, pensó Sara, recordar al cantante además de a la canción.
La canción terminó. La voz quedó inmóvil, flotando en el aire. La anciana pareció volver al presente dejando atrás sus recuerdos.
—¿Señora Lloyd? —llamó Sara.
Sorprendida, la abuela Lloyd se volvió. Sus ojos recayeron en Sara, oculta entre las sombras del barandal.
—¡Espere, señora Lloyd, por favor!
La señora Lloyd se alejó rápidamente. Sara bajó velozmente los escalones, su avance frenado por las ondeantes sábanas. Llegó a la puerta de atrás, pero ya era demasiado tarde; la señora Lloyd había desaparecido. En el lugar donde se detuvo había un montón de caléndulas blancas y rosas. Sara las recogió. Entre los tallos había una nota.
«Para Sylvia», decía.
Levantando los ojos de la nota, Sara se encontró con las desconcertadas miradas de Olivia y Sylvia, que habían salido a la terraza para respirar un poco de aire fresco.
—¡Caléndulas! —exclamó Sylvia, viendo el ramo que Sara sostenía en los brazos.
—Son para ti. Lo dice la nota.
Sara entregó las flores a Sylvia, que enterró el rostro en los fragantes capullos.
—¡Para mí! ¿De verdad que son para mí? ¿Quién ha podido dejarlas aquí?
Olivia sonrió.
—¿Quién sabe? Tendrás un admirador en Avonlea. ¿Reconoces la letra?
Olivia negó con la cabeza, con ojos desconcertados. Miró a su alrededor, como buscando al autor del regalo. Félix salió en ese momento del granero, donde había estado cuidando a los animales antes de meterse en la casa. El rostro de Sylvia se iluminó.
—Félix King —dijo—. Qué muchacho más bueno y encantador eres. Alguien debe haberte dicho que siento un especial aprecio por las caléndulas. El domingo, cuando vaya a la iglesia, llevaré algunas en el pelo.
Félix se paró, con la boca abierta por la sorpresa. Empezó a hablar, pero Sylvia ya había dado media vuelta en dirección a la casa en busca de un jarrón. Incómodo, miró hacia Sara. Ésta le miraba con aire de sospecha en la cara.
—Tú no dejaste esas flores.
Era más una afirmación que una pregunta.
—No dije que las dejara yo. Además, ¿a ti qué te importa?
—Ocúpate de tus asuntos, que ya lo haré yo de los míos —replicó con rudeza, levantando mucho la nariz en gesto de desdén.
—Será mejor que te ocupes de si llueve o no. Podrías ahogarte si sigues levantando tanto la nariz.
Félix sonrió mientras caminaba hacia casa. No pudo evitar pensar que, por una vez, había dicho la última palabra ante Sara Stanley.