Capítulo trece
Llegó el día del certamen Cameron. Sylvia había vocalizado y practicado tanto que hasta Félix se supo de memoria todas y cada una de sus canciones. Estaba ante el espejo ovalado de Olivia, vestida con su delicado vestido de muselina, mientras su amiga, con ojos brillantes y mejillas encendidas por la excitación, la ayudaba a ajustarse su estola de encaje blanco.
La voz de Hetty se oyó subiendo por las escaleras.
—¡Andrew, si no puedo ver mi cara reflejada en tus zapatos, entonces no los considero limpios! ¡Félix King, dije que te lavaras detrás de las dos orejas! Y date prisa, por el amor de Dios, o llegaremos tarde. —Entró en el dormitorio—. Chicas, queréis dejar de acicalaros y daros prisa, o… —Se detuvo en seco, mirando las sonrosadas mejillas de Olivia—. Olivia, estás muy colorada. La gente pensará que te has maquillado.
Olivia, que en la vida se le habría ocurrido aplicar maquillaje a su intachable cutis, como no se le había ocurrido la posibilidad de decir tacos, se sonrojó hasta alcanzar un intenso tono escarlata. Conteniendo una respuesta enfurecida, respondió con calma a su hermana mayor.
—Tienes los nervios hechos polvo, Hetty. No quiero que estropees la tarde a los niños controlándolos tanto.
—Pero…
Olivia empujó suavemente hacia la puerta a la agitada Hetty.
—Bajaremos en dos minutos. ¿Por qué no le pides a Andrew que vaya enganchando el carruaje?
Hetty olisqueó el aire con sospecha.
—¡Perfume! Alguien de esta habitación se ha puesto perfume. No lo consentiré. No huele nada respetable.
—Hetty, por favor. Llegaremos tarde.
Con una última e indignada aspiración, Hetty salió de la habitación. Olivia cerró la puerta detrás de ella.
Silvia lanzó una risita.
—Creo que por fin estás aprendiendo a manejarla.
—Pero tiene toda la razón —replicó Olivia, cogiendo el sombrero—. Si no nos damos prisa, llegaremos terriblemente tarde.
Félix estaba esperando a Sara cuando ésta bajo las escaleras. Llevaba el pelo pegado a la cabeza con agua y el cuello irritado por la vigorosa limpieza administrada por tía Hetty.
—Tía Hetty dice que esta vez puedo ir en el carruaje, Sara —anunció—. Así que no intentes detenerme.
Sara se alisó la falda de su vestido de tafetán azul. Félix deseó que ella le sonriera, pero se limitó a pasar junto a él sin dedicarle ni una mirada.
—Haré todo lo que diga tía Hetty —replicó—. Pero no se te ocurra pensar ni por un momento que te perdono.
Un suave viento hacía que las rollizas nubes blancas se moviesen velozmente por el cielo, cuando el grupo se dirigió a Charlottetown. Normalmente, en una excursión como ésta el ambiente habría sido alegre y la risa abundante. Pero todos sabían que esta vez había poco tiempo. El miedo no manifestado a llegar tarde al concierto se había adueñado del ánimo de todos.
Félix estuvo malhumorado un rato porque Sara había dejado bien claro que se sentaba todo lo lejos posible de él. Después olvidó su resentimiento intentando adivinar lo rápido que iba el carruaje. Parecía volar por el camino polvoriento, crujiendo y chirriando en protesta por todo el camino.
Tía Hetty, que normalmente se cogía con fuerza al costado e invocaba la gracia del cielo si el caballo iba al trote, estaba pidiendo que corriera a un frenético galope. Según el pequeño reloj que llevaba enganchado en su chaqueta, ya llevaban diez minutos de retraso sobre lo previsto. La falta de puntualidad era para Hetty lo que el asesinato para un juez aficionado a la horca.
—¿Qué clase de conductor eres, Andrew King? —exclamó, quitándole casi las riendas—. ¿No puedes hacer que este estúpido caballo vaya más rápido?
Los ojos de Sylvia estaban cerrados mientras movía los labios. Cecily pensó que debía estar recitando para sí una de sus canciones, pero Sara sabía que estaba rezando. Entonces abrió los ojos y alargó una mano enguantada hacia Andrew.
—Por favor, Andrew —susurró—. Date prisa, por favor. ¡No podemos llegar tarde!
Las palabras de Sylvia eran órdenes para Andrew. Se encogió sobre el cansado caballo, azuzándolo, forzándolo. El viejo carruaje corrió por la pedregosa carretera llena de baches, con nubes de polvo rojo haciendo remolinos a su alrededor.
Entonces sucedió. El eje frontal se partió en dos con un fuerte chasquido. Una rueda se alejó girando hasta parar a una zanja. Andrew frenó justo a tiempo al sobresaltado caballo. Los niños se precipitaron sobre los adultos. Los adultos, al verse lanzados hacia adelante, se agarraron a los laterales del carruaje.
Conteniendo las ganas de proferir una maldición con todas sus fuerzas, Andrew bajó de un salto y examinó la escena. Resultaba evidente que los daños no podrían repararse fácilmente.
El silencio y el polvo se abatieron sobre ellos. Se miraron desesperados, oyendo cómo pasaban los minutos.
Fue tía Hetty quien asumió el mando.
—Ve corriendo a la granja King —ordenó a Andrew—. Vuelve todo lo rápido que puedas con el carruaje de tu tío.
Cuando Andrew se puso en marcha por donde habían llegado allí, Hetty se puso en pie, en la carreta, ignorando sus temblorosas rodillas. Bajó por el lateral, se ajustó el sombrero y se sacudió el polvo de la falda.
—Será mejor que nos pongamos en marcha hasta que Andrew nos alcance.
Hizo un gesto de mando con la cabeza, en dirección a los demás, sentados en el carruaje destrozado como si estuviesen congelados.
—¡Vamos! ¡Bajad todos! ¿Para qué os ha dado Dios los pies, si no es para caminar?
Alzando los brazos, ayudó primero a Cecily y luego a Félix a bajar del carruaje. Las demás les siguieron uno a uno. Tímidamente, se echaron a andar por la carretera detrás de tía Hetty.
Caminaron durante lo que les pareció horas. Los niños habían dejado de preocuparse por la hora y caminaban pesadamente con la cabeza gacha. Olivia miró a Sylvia. Su bonito vestido estaba manchado con polvo de la carretera. Su estola blanca se arrastraba desconsoladamente tras ella. Tenía el sombrero arrugado y el peinado deshecho por detrás. Pero lo que entristecía el corazón de Olivia era la mirada derrotada que había en los ojos de su amiga.
—Todavía llegaremos a tiempo, si Andrew viene pronto —susurró, rodeando los hombros de Sylvia con el brazo—. Y si no es así, bueno, quizá sea lo mejor. Piensa en lo que dijo Shakespeare: «Hay una divinidad que conforma nuestras vidas».
—¡Qué dices de una divinidad! —rezongó Hetty—. Para empezar, si no hubierais pasado tanto tiempo acicalándoos, no habríamos salido con tanto retraso.
Un chillido de alivio de Félix cortó la réplica de Olivia. Andrew se acercaba por la carretera en el carruaje de tío Alec.
Quizá, sólo quizá, podrían llegar a tiempo después de todo.
La señora Lawson les recibió cuando subían las escaleras del ayuntamiento. La mirada que les dirigió apagó sus últimas esperanzas.
Sylvia empezó a disculparse, pero Hetty la interrumpió.
—¿Cuándo le toca a la muchacha, Elvira?
—¡Llegáis demasiado tarde! No puedo imaginar en qué estabais pensando, Hetty King. El señor Cameron ya ha tomado una decisión.
Los saltones ojos de la señora Lawson miraron con reproche a Sylvia.
—Que vergüenza tan abismal, querida. La muchacha que ha ganado no tiene ni la mitad de su talento. Pero tenía la puntualidad de su parte.
El rostro de Hetty se sonrojó. Se sentía incluida en la reprimenda de Elvira Lawson. ¡Ser acusada de impuntualidad, y en público! Pasaría más de un año antes de que Hetty pudiese olvidar semejante humillación.
En el auditorio se oyó un estallido de aplausos. El grupo se movió como una sola persona en dirección a la puerta abierta que conducía al abarrotado salón.
En el escenario, brillantemente iluminado, había una joven desaliñada parpadeando y haciendo una reverencia a la audiencia. En cuanto se irguió, un hombre muy atildado vistiendo traje oscuro se dirigió hacia ella, llevando un sobre en una mano.
Sara le miró, notando el aura de acicalada prosperidad que le rodeaba como si fuese un perfume. Algo en la forma que alargó el sobre blanco hacia la desaliñada joven tocó una fibra de su memoria. ¿Dónde le había visto antes?
La señora Lawson dio un codazo a Sylvia.
—Piense, querida —suspiró, removiendo hábilmente el cuchillo en la herida—, que la que está ahí podría ser usted, recibiendo el premio de manos del mismísimo señor Cameron.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Sylvia, pero las rechazó con decisión.
—Estoy segura de que la joven se merece el premio, señora Lawson —replicó.
Y, alzando sus polvorientas y enguantadas manos, se unió al aplauso general.