Capítulo 9
A la mañana siguiente me despertó el sonido de fuertes martillazos[20] al otro lado de la ventana, y recordé de inmediato —el recuerdo era una absurda paradoja— que el día anterior había estado en el otro mundo. Tendido allí, semidormido, no es extraño que mis pensamientos retornaran a de Selby. Como ha ocurrido con todos los grandes pensadores, se intentaron hallar en él respuestas a los grandes interrogantes de la existencia humana. Parece obvio que ninguno de los críticos ha tenido éxito al tratar de extraer del vasto almacén de sus escritos algún corpus consecuente, coherente o completo de praxis y creencias espirituales. No obstante, sus ideas sobre el paraíso no carecen, ni mucho menos, de interés. Aparte del contenido del famoso Códice de de Selby[21], las principales referencias se encuentran en el Atlas Rural y en los célebres apéndices «sustantivos» del Álbum Campestre. De Selby indica escuetamente que el estado de felicidad «no deja de estar asociado con el agua» y que «el agua rara vez está ausente en toda situación totalmente satisfactoria». No facilita ninguna definición más precisa de este elíseo hidráulico, pero menciona que ha escrito más ampliamente sobre el tema en otras ocasiones[22]. Desafortunadamente, no queda claro si se espera que el lector llegue a la conclusión de que un día húmedo es más agradable que un día seco, o de que una larga temporada de baños es un método seguro para conseguir un mínimo de paz espiritual. De Selby alaba el equilibrio del agua, su circumbencia, equidad y equiponderancia, y declara que el agua, «si no se la maltrata»[23], puede alcanzar una «superioridad absoluta». Por lo demás, poco queda, salvo las anotaciones de sus oscuros e intestificables experimentos. Queda constancia de una larga sucesión de procesos judiciales, a instancia de las autoridades locales, por despilfarro de agua. En una de tales vistas se demostró que había usado 9.000 galones de agua en un día, y que en otra ocasión usó casi 80.000 galones en el curso de una semana. En este contexto, la palabra «usar» es importante. Los funcionarios, tras haber comprobado diariamente el volumen de agua entrante en la casa desde la tubería de la calle, albergaron suficiente curiosidad como para observar el desagüe y realizar el asombroso descubrimiento de que ni una sola gota de la gran cantidad de agua que había entrado en la casa había salido de ella. Todos los críticos se han hecho eco de esta estadística pero, como de costumbre, difieren en sus interpretaciones. En opinión de Bassett, de Selby trataba el agua en su caja hidráulica y la diluía hasta el punto de hacerla invisible —en forma de agua, en todo caso— para los espectadores poco instruidos que observaban el desagüe. La teoría de Hatchjaw a este respecto es más aceptable. Tiende a considerar que el agua se hervía y se convertía, probablemente mediante la caja hidráulica, en pequeños chorros de vapor proyectados a través de una claraboya, por la noche, en un esfuerzo por limpiar las negras manchas «volcánicas» de las «pieles» o «vejigas aéreas» de la atmósfera, y así disipar la odiada e «insalubre» noche. Por muy descabellada que parezca esta teoría, un litigio anterior, en el que el físico había sido multado con cuarenta chelines, le concede una verosimilitud inesperada. En esta ocasión, unos dos años antes de la construcción de la caja hidráulica, de Selby fue acusado de arrojar agua con una manguera por la noche, desde las ventanas superiores de su casa, operación que provocó que varios transeúntes quedaran calados hasta los huesos. En otra ocasión[24] de Selby tuvo que hacer frente a la curiosa acusación de acaparar agua, al testificar la policía que todos y cada uno de los recipientes de la casa, desde la bañera hasta un juego de tres hueveras ornamentales, rebosaban de agua. Por último, en otra ocasión se profirió contra el sabio una falsa acusación de intento de suicidio, sólo porque casi se ahoga accidentalmente en la búsqueda de alguna estadística vital de la acuática celeste.
De la prensa de la época se desprende que sus investigaciones sobre el agua estuvieron acompañadas de persecuciones y trabas legales sin precedentes desde los tiempos de Galileo. Tal vez les sirva de consuelo a los subordinados implicados en el asunto, saber que sus brutales y bárbaras maquinaciones lograron privar a la posteridad de unos preciosos informes sobre la importancia de aquellos experimentos y, tal vez, de un texto fundamental para la ciencia hidráulica esotérica, que desterraría muchas de las desgracias e infelicidades de nuestro mundo. Prácticamente todo lo que queda de la obra de de Selby a este respecto es su casa, donde los innumerables grifos[25] se mantienen todavía como él mismo los dejó, aunque una nueva generación de mentes más avispadas ha cerrado la llave de paso del agua desde la tubería principal.
¿Agua? La palabra resonaba en mis oídos tanto como en mi cerebro. La lluvia comenzaba a golpear las ventanas; no una lluvia suave o amable, sino enormes y airadas gotas que se precipitaban como salivazos lanzados con fuerza contra los cristales. Desde el cielo gris y tormentoso, llegaban a mis oídos los ásperos graznidos de los gansos salvajes y el batir de alas de los patos silvestres que aleteaban contra el viento. Las codornices negras clamoreaban chillonamente desde sus escondrijos, y un arroyo crecido barboteaba alocadamente. Sabía que los árboles estarían inclinándose de mala gana bajo la lluvia, y que los cantos rodados albergarían fríos reflejos.
Habría intentado dormirme otra vez sin tardanza de no haber sido por el sonido de los fuertes martillazos que venían del exterior. Me levanté y crucé el frío suelo hasta la ventana. Afuera había un hombre vestido con un saco dando martillazos en el armazón de madera que estaba levantando en el patio trasero. Tenía la cara roja y los brazos fuertes, e iba de un lado a otro cojeando, con zancadas largas y rígidas. Sostenía con la boca muchos clavos, erizados como colmillos de acero bajo la sombra de su bigote. Se los sacaba de la boca uno a uno, mientras yo lo observaba, y los clavaba con suma destreza en la madera húmeda. Se detuvo para examinar un travesaño con sus fuertes brazos y el martillo se deslizó por accidente de sus manos. Se agachó torpemente y lo recogió.
¿No te has dado cuenta?
¿De qué?
El martillo, hombre.
Parece un martillo normal. ¿Qué tiene de especial?
Hay que estar ciego. Le ha caído en el pie.
¿Y?
Y ni siquiera parpadeó. Por su reacción, parece que le haya caído una pluma.
En ese momento caí en la cuenta y un grito escapó de mis labios; inmediatamente abrí la ventana con premura y me asomé al inhóspito día, saludando al trabajador con nerviosismo. Me miró con gesto de extrañeza y se acercó hacia mí con una expresión amable de interrogación.
—¿Cómo se llama? —le pregunté.
—O’Feersa, el hermano del medio —respondió—. ¿Saldría usted de ahí para echarme una mano con la madera húmeda?
—¿Tiene usted una pierna de madera?
Por respuesta se propinó un potente martillazo en el muslo izquierdo. Con ademán bufonesco, se llevó una mano a la oreja, como si escuchara con mucha atención el sonido que acababa de producir. Entonces sonrió.
—Estoy construyendo un patíbulo —dijo— y es un trabajo duro cuando el terreno no es del todo firme. Me sería muy útil un ayudante.
—¿Conoce usted a Martin Finnucane?
Levantó la mano en saludo militar y asintió.
—Es casi pariente mío —dijo— aunque no del todo. Está muy unido a mi prima pero nunca se han casado, nunca han tenido tiempo.
En ese momento hice chocar con fuerza mi pierna de madera contra la pared.
—¿Ha oído eso? —le pregunté.
Tras un primer gesto de sorpresa, O’Feersa esbozó una sonrisa, me estrechó la mano y adoptó una postura fraternal y leal, preguntándome si era la derecha o la izquierda.
Escribe deprisa una nota y mándale a buscar ayuda. No hay tiempo que perder.
Así lo hice inmediatamente, pidiéndole a Martin Finnucane que viniera a salvarme justo a tiempo, para evitar que me colgaran en el patíbulo, rogándole que se diera prisa. No sabía si él podría venir tal como había prometido, pero en la peligrosa situación en la que me encontraba valía la pena probar cualquier cosa.
Vi al Sr. O’Feersa alejarse velozmente entre la niebla, abriéndose camino cautelosamente a través de los fuertes vientos que azotaban los campos, con la cabeza agachada, el saco sobre los hombros y el corazón resoluto.
Entonces volví a la cama para intentar olvidar mi inquietud. Recé para que ninguno de los hermanos O’Feersa hubiera salido con la bicicleta de la familia, pues era necesaria para llevar rápidamente mi mensaje al capitán de los cojos. En ese momento sentí una chispa de esperanza que se encendía intermitente dentro de mí, y me dormí de nuevo.