Capítulo 12
La noche parecía haber alcanzado su punto medio de intensidad, y la oscuridad era mucho más oscura que antes. Mi mente rebosaba de ideas a medio formar de un carácter de lo más trascendente, pero las reprimí con firmeza y decidí limitarme a encontrar la bicicleta y regresar a casa enseguida.
Llegué a la puerta de la verja y me moví con el máximo cuidado a su alrededor, con los brazos extendidos, buscando en la oscuridad la certidumbre del manillar de mi cómplice. No encontraba nada en ninguno de mis movimientos, o bien mi mano tocaba la aspereza granítica del muro. Comencé a albergar la desagradable sospecha de que la bicicleta no estaba. Busque con mayor rapidez e inquietud, e investigué con las manos lo que sin duda era el semicírculo que formaba la puerta de la finca. No estaba. Permanecí un momento inmóvil, consternado, tratando de recordar si la había desatado la última vez que salí de la casa a su encuentro. Era inconcebible que la hubieran robado, porque por mucho que alguien hubiese pasado por aquí a estas horas intempestivas, era imposible que hubiera visto la bicicleta en aquella oscuridad absoluta. Entonces, mientras seguía de pie, me pasó otra vez algo prodigioso. Algo se deslizó suavemente hasta mi mano derecha. Tenía el tacto de un manillar: su manillar. Pareció surgir de la oscuridad como un niño que tiende su mano para que lo lleven. Me quedé atónito, aunque no podía estar seguro de si el objeto realmente se había deslizado hacia mi mano, o si mi mano lo había estado buscando mecánicamente mientras yo estaba sumido en mis pensamientos, y encontré así el manillar sin la ayuda o interferencia de algo anormal. En cualquier otro momento habría meditado sobre este curioso incidente, maravillado, pero entonces reprimí cualquier reflexión al respecto, pasé las manos por el resto de la bicicleta y la hallé apoyada en la pared, con el cordel suelto colgando del manillar. No estaba junto a la verja donde yo la había atado.
Mis ojos se habían ido acostumbrando a la oscuridad y ahora podía ver claramente el contorno de la carretera cercada a cada lado por las informes sombras de las cunetas. Llevé la bicicleta al centro de la carretera y me senté mansamente sobre su sillín. Ella enseguida pareció anunciarme cierto bálsamo, un poco de placentera y flemática relajación tras los sobresaltos en la diminuta comisaría. Me sentí nuevamente cómodo en cuerpo y alma, feliz en la creciente ligereza de mi corazón. Sabía que nada en este mundo me haría bajar del sillín hasta que llegara a casa. Ya había dejado muy atrás aquella casa enorme. Una brisa había surgido de la nada y me empujaba incansablemente, haciéndome avanzar sin esfuerzo, como si tuviera alas, a través de la oscuridad. La bicicleta corría, impecable y sincera, entre mis piernas, cada una de sus partes funcionando con precisión; los graciosos muelles de su sillín otorgaban consideración irreprochable a mi peso, ajustándose a las ondulaciones del terreno. Me esforzaba por apartar de mi mente las desbocadas fantasías referentes a mis cuatro onzas de ómnium, pero nada podía detener la profusión de extravagancias medio esbozadas que pasaban por mi cabeza como bandadas de golondrinas: fantasías sobre comer, beber, inventar, destruir, cambiar, mejorar, recompensar, castigar e incluso amar. Sabía que sólo algunos de estos retazos indefinidos eran celestiales, y que otros eran horribles, algunos gratos y otros benignos; pero todos ellos trascendentales. Mis pies presionaban en éxtasis los complacientes pedales femeninos.
La casa de Courahan, una masa oscura y silenciosa, quedó atrás a mi derecha, y entrecerré los ojos con ansiedad, tratando de distinguir mi propia casa a unas doscientas yardas delante de mí. Fue apareciendo gradualmente en el punto exacto en el que yo sabía que se encontraba, y casi aullé, vitoreé y grité entusiastas saludos al primer atisbo de aquellas sencillas cuatro paredes. Incluso al pasar ante la casa de Courahan —ahora lo admito— no tenía el pleno convencimiento de que volvería a ver la casa donde nací, pero ya desmontaba de la bicicleta frente a ella. Los peligros y las maravillas de los últimos días resultaban épicos y magníficos ahora que los había sobrevivido. Me sentía ciclópeo, importante, lleno de poder. Me sentía feliz y satisfecho.
La taberna y la parte delantera de la casa estaban a oscuras. Acerqué la bicicleta a la puerta, la apoyé diligentemente sobre ella y me dirigí a uno de los lados de la casa. Había una luz encendida en la ventana de la cocina. Pensé en John Divney y sonreí, entré de puntillas y miré al interior.
Nada de lo que vi era completamente anómalo, pero me topé con otra de esas terribles conmociones que creía haber dejado atrás para siempre. Una mujer estaba de pie junto a la mesa, con una prenda de tela, a la que no prestaba mucha atención, en las manos. Estaba de cara a la chimenea, junto a la lámpara, y hablaba vivamente con alguien que estaba junto al fuego. Desde donde me encontraba no se podía ver la chimenea. La mujer era Pegeen Meers, a quien Divney había propuesto casarse cierto día. Su aspecto me sorprendió mucho más que su presencia en la cocina de mi casa. Parecía haber envejecido, estaba muy gorda y tenía el pelo lleno de canas. Mirándola de perfil, pude ver que estaba embarazada. Hablaba atropellada e incluso airadamente, pensé. Estaba seguro de que estaba hablando con John Divney y de que éste estaba sentado junto al fuego, de espaldas a ella. No me paré a pensar sobre esta extraña situación, sino que entré por la ventana, descorrí el pestillo de la puerta, la abrí con presteza y me quedé allí, en el umbral, mirándolos. A primera vista pude ver a dos personas junto al fuego, un jovencito al que nunca antes había visto, y a mi viejo amigo John Divney. Estaba sentado medio de espaldas a mí y su aspecto me impresionó muchísimo. Había engordado una barbaridad y se le había caído el pelo, dejándole bastante calvo. Sus fuertes facciones se habían abatido y se le había formado una colgante papada. Pude discernir un destello de alegría en el ojo que estaba iluminado por el fuego; había una botella de whisky abierta en el suelo, al lado de su sillón. Con algo de indolencia, se dio la vuelta hacia la puerta abierta, casi se incorporó y pegó un grito que me perforó y que perforó la casa, y que aceleró hasta reverberar horrísonamente en la bóveda celeste. Sus ojos quedaron transfigurados e inmóviles mientras me miraban, su rostro fláccido se encogió y pareció reducirse a un pálido y paposo jirón de carne. Sus mandíbulas produjeron varios chasquidos, como una máquina, y entonces cayó de bruces con otro alarido horrible que dio paso a desgarradores sollozos.
Yo estaba muy asustado y me quedé pálido e impotente en el umbral. El muchacho había saltado hacia adelante e intentaba levantar a Divney del suelo; Pegeen Meers había soltado un grito de pánico y también se había abalanzado sobre Divney. Pusieron a éste boca arriba. Su cara estaba contraída en un repugnante gesto de terror. Me miró de nuevo, recorriéndome de arriba abajo; dio otro grito punzante y empezó a echar groseramente espumarajos por la boca. Me acerqué unos pasos para ayudarle a levantarse del suelo, pero le sucedieron unas aberrantes convulsiones, y en su boca se atragantaron seis palabras: «No te acerques, no te acerques», en un tono tan lleno de miedo y de horror que me detuve, impresionado por su aspecto. La mujer empujó al muchacho, que palidecía, y acaloradamente le dijo:
—¡Corre y ve en busca del doctor, Tommy! ¡Date prisa! ¡Date prisa!
El muchacho murmuró algo y salió corriendo por la puerta sin dirigirme la mirada. Divney seguía tendido allí, con el rostro oculto entre las manos, gimiendo y balbuciendo con la voz entrecortada; la mujer estaba arrodillada, tratando de levantarle la cabeza y de calmarlo. También lloraba y mascullaba que sabía que algo le iba a pasar si no paraba de beber. Me acerqué un poco y dije:
—¿Puedo ayudar en algo?
Ella no reparó en mi presencia y ni siquiera me miró. Pero mis palabras ejercieron un insólito efecto en Divney. Lanzó un grito quejumbroso que ahogó con las manos y que se diluyó en entrecortados sollozos; se cubrió el rostro con las manos con tal vehemencia que pude ver cómo se clavaba las uñas en su piel blanda y blancuzca justo detrás de las orejas. Me sentía cada vez más alarmado. La escena era espeluznante y turbadora. Di otro paso hacia delante.
—Si me lo permite —le dije en voz alta y clara a la Meers— lo levantaré del suelo y lo llevaré a la cama. No le ocurre nada malo, salvo que ha tomado demasiado whisky.
La mujer siguió sin hacerme caso, pero, sin embargo, a Divney le sobrevino una convulsión terrible de observar. Se medio arrastró y dio vueltas sobre sí mismo moviendo grotescamente sus extremidades hasta quedarse acurrucado en el rincón más alejado de la chimenea; al pasar, derribó la botella de whisky y la hizo rodar con gran estrépito por el suelo. Gemía y daba chillidos de agonía que me helaban hasta la médula de los huesos. La mujer le siguió de rodillas, llorando lastimosamente y tratando de susurrarle palabras de consuelo. Él sollozaba convulsamente tirado en el rincón, y comenzó a gritar y a farfullar cosas inconexas, como un hombre que delira a las puertas de la muerte. Se refería a mí. Me decía que no me acercara. Me decía que yo no estaba allí. Decía que yo estaba muerto. Dijo que lo que había puesto bajo los tablones del suelo de la casa grande no era la caja negra, sino una bomba, un explosivo. Había estallado cuando yo la toqué. Él había sido testigo de la explosión. La casa había quedado reducida a escombros. Yo estaba muerto. Me gritaba que no me acercara. Hacía dieciséis años que yo había muerto.
—Se está muriendo —gritó la mujer.
No sé si me sorprendió lo que dijo, ni siquiera sé si le creí. Mi mente quedó vacía, ligera, sentí como si fuera de color blanco. Me quedé quieto donde estaba durante mucho rato, completamente inmóvil, sin moverme ni pensar siquiera. Al cabo de un tiempo pensé que la casa era extraña y me inundó la incerteza respecto a las dos personas que estaban tiradas en el suelo. Ambas gemían, lloraban, imploraban.
—Se muere, se muere —gritó de nuevo la mujer.
Un viento frío y cortante entraba a través de la puerta abierta a mis espaldas y hacía vacilar la llama de la lámpara de aceite. Pensé que era hora de marcharme. Me di la vuelta y, con paso firme, atravesé la puerta y rodeé la fachada para ir en busca de mi bicicleta. No estaba. Eché a andar por la carretera y torcí a la izquierda. La noche había terminado y el alba había llegado con un viento amargo y reseco. El cielo se había quedado lívido y parecía cargado de malos presagios. Nubes negras y enojadas se apilaban por el oeste, hinchadas y atiborradas, dispuestas a vomitar su corrupción y anegar con ella este triste mundo. Me sentía triste, vacío, sin ideas. Los árboles que se elevaban junto a la carretera eran pestilentes y achaparrados, y movían sus ramas peladas e indigentes tétricamente bajo el viento. La hierba a mi alrededor era basta y grosera. Las tierras pantanosas, estancadas, y las insalubres marismas se extendían infinitamente a izquierda y derecha. El ajamiento del cielo era algo doloroso de observar.
Mis pies acarreaban mi cuerpo marchito sin que yo lo ordenara, milla tras milla, por la carretera bronca y grave. Tenía la mente completamente en blanco. No recordaba quién era, ni dónde estaba ni cuál era mi cometido sobre la tierra. Me encontraba solo y desolado y, sin embargo, despreocupado sobre mi situación. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada porque mi mente estaba en blanco.
De repente me encontré reparando en mi propia existencia y apercibiéndome de lo que me rodeaba. Había una curva en la carretera y cuando la rebasé, un espectáculo extraordinario se presentó ante mi vista. A unas cien yardas de distancia había una casa cuyo aspecto me dejó estupefacto. Parecía estar pintada como un anuncio sobre un tablero de cartón, y muy mal pintada, por cierto. Parecía completamente falsa, además de poco convincente. Daba la impresión de no tener profundidad ni anchura, y de que su efecto no podía engañar ni siquiera a un niño. Esto no hubiera bastado para sorprenderme, ya que yo había visto anteriormente anuncios y carteles junto a la carretera. Lo que me desconcertó fue el saber a ciencia cierta que ésta era la casa que andaba buscando, y que había gente en su interior. Nunca antes en mi vida había visto algo tan antinatural y espeluznante; había algo ante lo que mi mirada vacilaba sin comprender, como si al menos una de las dimensiones normativas fallara, dejando sin sentido las otras dimensiones. El aspecto de aquella casa era la mayor sorpresa con la que tropezaba en mi vida, y sentí miedo de ella.
Seguí caminando, pero más despacio. A medida que me acercaba, el aspecto de la casa parecía cambiar. En primer lugar, no parecía reconciliarse con la forma de una casa normal, sino que su perfil se hacía incierto, como el de un objeto visto bajo aguas revueltas. Luego su forma se hizo más clara y vi que parecía tener algo de volumen, un pequeño espacio para habitaciones detrás de la fachada. Deduje esto porque podía ver la fachada y la parte de detrás del «edificio» simultáneamente desde mi posición, acercándome a lo que debía ser el lado. Como no tenía lado alguno que yo pudiera ver, pensé que la casa sería triangular, con el vértice encarado hacia mí, pero cuando estuve a unas quince yardas de distancia, vi una pequeña ventana cara a mí, por lo que supe que sí tenía algún lado. Entonces me encontré a la sombra de esta estructura, con la garganta seca y atemorizado por la ansiedad y el asombro. Vista de cerca parecía bastante corriente, excepto que era muy blanca y silenciosa. Todo era trascendental y aterrador; la mañana entera, el mundo entero parecía no tener finalidad salvo la de encuadrar aquella casa, y darle magnitud y alguna disposición para que yo pudiera abarcarla con mis sentidos y engañarme a mí mismo fingiendo que la comprendía. Una insignia policial sobre la puerta me indicó que era una comisaría de policía. Nunca había visto ninguna comisaría semejante.
Me detuve. Oí unos pasos distantes, a mis espaldas, en la carretera; unas pisadas vigorosas que se apresuraban detrás de mí. No me volví a mirar, sino que permanecí inmóvil a diez yardas del puesto de policía, esperando a que me alcanzaran los apresurados pasos. Por fin llegaron junto a mí. Era John Divney. No nos miramos el uno al otro, ni cruzamos una sola palabra. Seguí sus pasos y los dos entramos en la comisaría. Vimos a un policía enorme, de espaldas a nosotros. Visto desde atrás su aspecto era poco corriente. Estaba detrás de un pequeño mostrador en el centro de una estancia limpia y encalada; tenía la boca abierta y se miraba en un espejo que colgaba de la pared.
—Son los dientes —le oímos decir distraídamente y casi en voz alta—. Casi todas las enfermedades proceden de los dientes.
Cuando se volvió hacia nosotros, su cara nos sorprendió. Era enormemente carnosa, roja y anchísima, y reposaba de lleno sobre el cuello de su casaca con una torpe pesadez que me recordaba a un saco de harina. La mitad inferior quedaba oculta por un mostacho de color rojo intenso, que le brotaba rígidamente de la piel y se extendía en el aire como las antenas de algún extraño animal. Sus mejillas eran rosadas y rechonchas, y sus ojos casi invisibles, tapados desde arriba por la obstrucción de las breñosas cejas, y por debajo por gruesos pliegues de piel. Se colocó pesadamente detrás del mostrador, y Divney y yo avanzamos tímidamente desde la puerta hasta que estuvimos frente a frente.
—¿Se trata de una bicicleta? —preguntó.