V Del diario de fray Matías de Hinojosa


30 de septiembre,

San Jerónimo, presbítero y Doctor de la Iglesia

Anoche, después de que esa manada de cabestros dejó de berrear y de hacer en la plaza fechorías, corrí sin dilación al campanario y tiré con fuerza del cencerrón que tenemos allí colgado a fin de que fray Alonso y los padres, que viven en casa separada de la nuestra, supieran que estábamos sin novedad. Y una hora después, mientras Sebastián Chunay preparaba algo de cenar, fray Diego de Enciso, el señor obispo y yo rezamos las Completas. El viejo apenas movió los labios. Su espíritu debía de sentirse humillado por quienes, tras recibirnos con tanta caridad, se han vuelto de uñas contra nosotros.

Pero no le tuve compasión ninguna. Guiar es solucionar problemas, no meter a la gente en laberintos sin salida. Carezco de la competencia para discernir ciertos asuntos, pues no soy más que un provisor de conventos, pero en este oficio he aprendido que buen porte y buenos modales abren puertas principales. Y este hombre pareciera tener la virtud de cerrárselas todas.

Debido a la excitación y la algarada, me costó conciliar el sueño. Más tarde, abrí los ojos a una hora incierta. Creí que el alba estaba próxima y que ya había pasado la hora de maitines. Entre que los años me han vuelto dormilón y que mi celda no tiene ventana, cada vez me resulta más difícil despertarme a tiempo. Dejé la cama de un salto y salí al corredor que comunica la casa episcopal con la iglesia. Un viento frío zarandeaba los arbustos, y las ramas de los sauces próximos al tapial se agitaban como si estuvieran pobladas de animales. Me percaté de que era aún temprano y dispuse rezar a solas. Crucé a tientas la sacristía y me detuve unos momentos en el vano que comunica ésta con el altar mayor. La oscuridad es allí una tiniebla a la que los ojos tardan en acostumbrarse.

Me arrodillé junto a la pared y dispuse rezar un rosario, sin mucha devoción, debo decir, pues tenía la cabeza puesta en los sinsabores del viaje, en los padres fallecidos, en los desertores de San Lúcar y San Juan, en los descalabros y los malos tragos, en el desafecto de esta gente y en el desaliento que nos aflige a todos desde que llegamos a las Indias.

Y en el miedo, excuso decir, que pasamos ayer con esa manada de becerros. Pero también es justo reconocer que no se puede tocar al mismo tiempo el alma y el bolsillo del villano. Para el vulgo, lo primero es siempre el bolsillo y luego mira qué hace con el alma. De manera que dejarlos sin confesión ni camposanto ha sido un verdadero disparate. No se diga creer que con esas medidas los haríamos rehenes del miedo. Eso ha sido una tontería aún mayor, pues los rehenes somos ahora nosotros.

Qué desolación, Señor. Cada nueva dificultad, altera y desordena nuestros espíritus y los vuelve diferentes. Mi confesionario es fiel testigo de esta desazón que nos embarga y que soy incapaz de explicar a los mozos. Todo cuanto puedo decirles es que sólo la fe en Dios puede salvarnos. Pero sé que con eso no alivio sus angustias y que muchos desearían retornar a España, convencidos de que, quien de los suyos se aleja, Dios le deja. Sólo el que abandona el cascarón sabe lo que cuesta ser gallo, pero estos pobres mozos, me parece, salieron del huevo antes de que la gallina lo pusiera. Vamos de mal en peor. Y a las cifras me remito. Sólo quedamos dieciocho, menos de la mitad de los que salimos de San Lúcar. ¿Quién era aquel general que iba dejando la tropa tirada por el camino? No me acuerdo de su nombre ahora. Tenía un gran talento militar, pero el gravísimo defecto de no medir los daños que causaba a sus tropas. Un día se propuso conquistar Italia y en el primer encuentro derrotó a los romanos, pero perdió la mitad del ejército. Lo que no le amilanó en absoluto, sino que continuó su guerra personal con victorias catastróficas. Jamás valoró a sus adversarios. Peor aún, siempre los subestimó. Tenía una virtud, empero: buscarse enemigos donde iba, quizá pensando que un hombre sin enemigos es un hombre que carece de coraje. Pues algo parecido ocurre con este viejo testarudo. Una victoria más como ésta y seremos la mitad de la mitad.

2 de octubre,

día de los Santos Ángeles Custodios

Ni una limosna ni un pedazo de pan en tres días. Las provisiones se han agotado. Sólo queda algo de maíz y algunos plátanos, pero los mozos no prueban una cosa ni otra. Dicen que el maíz es desabrido y que los plátanos les saben a pomada. Entiendo que quieran comer morcilla y huevos fritos. Pero de eso ya no queda.

El obispo ha convocado una reunión y nos ha dicho que, en vista de la situación en que nos encontramos, ha enviado un mensajero a la villa de Gracias con una carta dirigida al presidente de la Audiencia, solicitando su presencia inmediata en Santa Cruz para que imponga las Leyes Nuevas y nos saque de esta penuria. Y con el objeto de prepararnos para la que se nos viene encima, nos ha alentado diciendo que, mientras llega la ayuda, debemos considerar los días que nos aguardan como un tiempo de purificación.

Cuando los mozos se iban, he oído decir a fray Martín de Torres:

—¿No estábamos ya bastante purificados con el naufragio y el viaje?

He reprendido con afecto a fray Martín, pero no dejo de preguntarme si no habremos saturado a estos mozos con exceso de doctrina, al extremo de crear en ellos esperanzas imposibles. Desde su salida de San Lúcar sólo han conocido desdichas. Nacieron hace veintitantos años, abandonaron sus familias, a las que no han vuelto a ver, estudiaron Teología y cánones en las mejores universidades de España, y todo eso, ¿para qué? Para subirlos a un barco, perder la mitad de ellos en la travesía, encerrar a la otra mitad en un chiquero y allí matarlos de hambre.

11 de octubre,

día de la Maternidad de María Santísima

Llevamos nueve días sin comer y los mozos han empezado a sufrir dolores de vientre. El flagelo del ayuno se les nota en lo afilado del rostro y en sus profundas ojeras. La mayoría tiene el aliento hediondo, su voz es débil, no quieren salir a pedir, duermen más horas de lo normal.

El obispo nos ha impartido hoy un sermón sobre el hambre. Dice que el secreto de un ayuno prolongado consiste en aguantar los primeros quince días, que es cuando expulsamos toda la basura que nos va quedando en el cuerpo. La privación, según él, actúa como un purgante que nos limpia durante las primeras dos semanas. A partir de ahí se produce un período de notable bienestar, debido a que el espíritu ha logrado dominar a la materia. El cuerpo deja de sentir hambre y puede estar así, tranquilo y feliz, por cuarenta días, que es cuando vuelve a aparecer el apetito.

Nadie se va a morir por no comer, nos ha dicho muy serio, al paso que nos ha recordado el ayuno que él mismo practicó durante la travesía y el que padeció Nuestro Señor Jesucristo en el desierto. Para terminar, nos ha recordado a todos que el hambre mata menos que la hartura, a lo cual fray Martín de Torres ha replicado, esta vez en alta voz:

—Pues yo digo que muera Marta y muera harta.

Algunos mozos han tomado a mal el exabrupto. Otros han inclinado la cabeza para que el obispo —quien no ha oído el comentario, pues cada día está más sordo— no les viera reír.

14 de octubre,

San Calixto, papa y mártir

Esta mañana, mientras leía el breviario y caminaba por el patio de la casa, he sentido un fuerte dolor en el pecho que me ha tumbado en el catre. Así que le he dicho a fray Diego:

—Hoy vais a tener que salir a pedir solo.

Al verme sudar frío y en tan mal estado, fray Diego me ha sugerido unos baños en el nacimiento de aguas calientes y amargas situadas a una legua de Santa Cruz y que, según Sebastián Chunay, son buenas para muchos males.

—Entre los dos podríamos llevaros en una hamaca.

—Ni hablar. He oído hablar de esas fuentes, pero tengo por seguro que si entro en ellas, saldré cocido y aliñado para el ataúd.

—Avisaré entonces al barbero para que os venga a sangrar.

—Ni os molestéis. Ese hereje no ha de venir, como no lo ha hecho tampoco el herrero, a quien tengo avisado desde hace días que se acerque a componer una de las bisagras de la puerta principal.

—Se lo pediré y vendrá, padre, ya lo veréis.

Fray Diego es un encanto de novicio. Se cae a pedazos de bueno. Le tengo más cariño de padre que de hermano mayor, cosa que, por demás, me sucede a menudo. Desde siempre me ha compungido la soledad de estos jóvenes que, separados en edad muy tierna de sus casas, no tienen más guía ni caricias que las que les procuramos sus superiores. Pero mi predilección por él va más allá de eso. Pienso que si alguna vez hubiera tenido un hijo, me habría gustado que fuese como él, tan de buena planta y apacible humor, tan cumplido en sus obras y, sobre todo, tan delicado y obediente.

Su buena voluntad, sin embargo, es ahora superior a sus fuerzas. Sigue débil de cuerpo, el pobre. Entre el hambre y los ataques de la fiebre que cogió en la selva, está casi en los huesos. Cuando le vienen las calenturas, se queda acurrucado en el catre, temblando como un corderillo. Y por si no fuera bastante vía crucis el que las cosas estén como están, ahora tiene que salir a pedir solo. Pero hay que insistir, pues ése es el secreto de la mendicancia. Tarde o temprano, la conciencia de los encomenderos se habrá de aflojar. Un procurador de vituallas, como yo, sabe de estas cosas un punto más de lo que sabe el diablo, de ahí que le haya insistido a fray Diego:

—Id siempre con la bolsa bien sujeta, no sea que esos mostrencos os la quiten de un tirón. Y si alguno de ellos os insulta, no le respondáis palabra. Y si os preguntan del obispo o de vuestros hermanos, decid que nada sabéis. No se os ocurra nunca pasar de la puerta, ni os fiéis de fingidas cortesías, que alguien podría estar emboscado en el zaguán para daros una tunda. Pedid de preferencia comida, sobre todo leche para el señor obispo. Y carne, aunque sólo sean unas hilachas. O un poco de tocino salado. O siquiera sebo para hacer caldo. Mirad que os den algo de vino. Y harina para hacer hostias. Y una pizca de jabón, si es posible, que, aunque el alma la tengamos limpia, el cuerpo nos apesta a macho cabrío.

Fray Diego responde a todo que sí con la cabeza y ese gesto decidido y noble de la gente de su edad.

—No rebajéis vuestra humildad a la altura de la tontera —le he insistido— ni os dejéis avasallar por esos burros. Llegado el caso, recordad que más vale limosnero con garrote que fraile agarrotado. Defendeos con la palabra mientras podáis y, cuando la palabra sea insuficiente, echad a correr como alma que lleva el diablo. Y no olvidéis de pedir unas gotas de bálsamo para fray Lorenzo de Aceña que lleva varios días retorciéndose con unos dolores de vientre insufribles.

Fray Lorenzo es un padre muy piadoso, aunque de ánimo frágil y asustadizo. Su razón sigue deteriorada desde que cruzamos la selva. Las noches allí eran en extremo temerosas a causa de los ruidos, la oscuridad y las picaduras nocturnas de los murciélagos. Al final de cada jornada, era tan grande la fatiga, y tal el arte de aquellos animalejos para chupar la sangre, que no sentíamos ni su presencia ni sus mordidas. Fray Martín de Torres decía en son de guasa que aquellas ratas con alas eran la mismísima encarnación de Lucifer, quien nos daba esos disgustos para que no siguiéramos adelante. A fray Lorenzo le entraban tales angustias que una noche despertó dando gritos y asegurando que había visto a un demonio blanco mordiéndole la cara, lo cual debía de ser cierto porque tenía dos pintas rojas en las mejillas. Y ninguna palabra ni caricia pudieron calmarle ni impedir que saliera huyendo despavorido hacia la espesura.

Temo que allí fue donde su naturaleza se desvió para nunca volver a su lugar. Toda la noche anduvimos en su busca hasta que, ya de madrugada, uno de los tamemes le encontró acurrucado en el tronco hueco de una ceiba diciendo palabras incomprensibles. Fray Lorenzo parecía haber rebasado esa delgada frontera en que la voluntad, luego de esforzarse por rebasar los límites de lo humano, acaba por destruirse a sí misma. Desde entonces, el pobre mozo ha sido una persona de juicio desordenado. De ahí que me preocupen las seguidillas que sufre en el vientre. Sólo eso le faltaba al pobre.

—Llevaos esta ampolleta —le he pedido a fray Diego—, a ver si encontráis un alma caritativa que se sirva ayudarnos. Aunque no sean más que unas gotitas para mezclarlas en agua y aliviar al infeliz. Bálsamo, ¿eh? No se os olvide. ¿Ya se fue Sebastián?

—Sí padre, desde muy temprano. Dijo que vería de traer leña, plátanos y maíz.

—Dios le bendiga. Id ahora y procurad estar de regreso para el rezo del mediodía. La despensa, no hace falta que os lo diga, está vacante. Así que ya podéis despabilar y traer buen recado.

16 de octubre,

Santa Eduvigis, viuda

Duermo con los ojos abiertos, como las liebres. Entre la pierna y el hambre, mi sueño es una duermevela donde conviven la realidad con las pesadillas. Me sucedió algo parecido en la mar. Apenas podía dormir, sobre todo después de la borrasca en que murió fray Ambrosio de Azurdia y dejó paralítico al hermano Deza. Pero ahora que la veo lejos, parece menos dañina que este cerco que nos han tendido. No lo puedo comprender: venir a descubrir aquí la injusticia. Como si no hubiera bastante en España. El obispo debió de pensar que esta punta de granujas eran enemigo pequeño y erró de la cruz a la fecha. Saben ellos más por rústicos que nosotros por juristas y teólogos. Los frailes solemos creer que la gente sabe menos de lo que sabe y que nuestra sabiduría es mayor de la que en realidad tenemos. Grave error. La zanja que se ha abierto entre los aldeanos y nosotros se ha vuelto casi insalvable.

18 de octubre,

San Lucas Evangelista

Ha llegado una carta del cabildo de Santa Cruz que fray Alonso nos ha venido a leer, o ha intentado leer, porque estos tarugos, a más de no saber escribir, ni siquiera explicarse pueden. Pero, en definitiva, lo que dicen es que no nos entrometamos en cosas que no son de la religión ni que interfiramos con la jurisdicción del Rey, que todo lo que ellos quieren es que Su Majestad les escuche como nos ha escuchado a nosotros, que para que la justicia sea equitativa ha de tener dos orejas, que las Leyes Nuevas están oficialmente en suspenso, que la vida de un indio no justifica la condenación eterna de un español y que, si seguíamos en nuestra terquedad más de lo debido, podría ocurrir algún percance personal, cosa que Dios no quiera.

24 de octubre,

San Rafael Arcángel

Hace varios días que Sebastián Chunay no ha podido traernos ni un plátano que llevarnos a la boca. Cómo será la necesidad que, quienes rechazaban hace días esta fruta, darían hoy el alma por ella. Pero los encomenderos han apostado vigilantes en los aledaños de la Iglesia Mayor, en la casa de los padres y en varios tramos del camino que lleva a Concepción Tejapa, y de este modo no hay posibilidad de que nadie nos ayude.

En el ínterin, nuestro vientre rechina de día y nos despierta con sus clamores de noche. A Dios gracias, tuve la previsión de guardar unos quesos de los que nos dieron a nuestra llegada. Ahora están duros y apestan, pero al menos tienen sal. Así que se los voy haciendo migas y dándoselas en pequeñas porciones a los padres para que engañen el estómago.

Es un decir: más que frailes, parecen espejismos. Tienen los labios agrietados, mustio el semblante y a uno de ellos se le han puesto los cabellos blancos.

Diezmados, proscritos, abúlicos, no somos más que un montón de ropa maloliente.

25 de octubre,

santos Crisanto y Daría, mártires

Cuarta semana de asedio. No sé cuánto tiempo más podremos resistir. Da pena ver a estos mancebos que un día fueron robustos y que ahora, transidos de hambre y necesidades, parecen varejones. Y mi vergüenza es aún mayor que su hambre, viendo que no puedo socorrerles. Pero lo que más me enardece es que el obispo los mantenga rezando todo el día o aprendiendo la lengua de los indios y dale que dale con la historia de la Iglesia salvada de la Bestia por el Arcángel, como si no hubiera otras cosas en qué pensar.

Fray Alonso, quien ha empezado a dar muestras de ser más competente de lo que yo pensaba cuando le elegimos vicario en Trujillo, a la muerte de fray Jacinto de Céspedes, asegura que toda esa historia es una reflexión devota sin madurar. También le he oído decir que no sería malo llegar a algún acuerdo con los encomenderos, pues, de lo contrario, no será la Bestia quien acabe con la cristiandad, sino el hambre con todos nosotros.

Tiene más razón que Aristóteles. Nuestra dieta consiste ahora en agua para el desayuno, suspiros al mediodía y, antes de dormir, bostezos. Como dicen en mi tierra, desdichado aquél que a la hora de cenar aún no se ha desayunado.

Estos encomenderos son la terquedad encarnada: no se les ablanda el corazón, así se lo majen en un mortero. Cuando el villano está en su mulo, ya se sabe: ni conoce a Dios ni al mundo. Ésta es la fecha en que ninguno se ha asomado a pedir confesión ni entierro ni bautismo. Y cómo van a venir si, para más castigo, a los pocos que se acercan a la iglesia el obispo les endilga unos sermones que quitan la respiración. Dios es testigo de las veces que le he hecho ver lo inoportuno de tales diatribas, pues la palabra de Dios ha de ser plácida y dulce. Taberna sin gente, además, no vende. Y así ha ocurrido lo que me temía. Los bancos de la iglesia parecen renglones para escribir coplas: tan desamparados de fieles están. En cuanto a las limosnas, para qué decir. Los indios se huyen por miedo a las azotainas de los españoles y éstos excusan el diezmo amparados en la disposición que aprobó el Cabildo. Las puertas de las casas se han cerrado a la caridad y, cuando se abren, es sólo para proferir insolencias.

—Si, como decís, no somos cristianos, ¡maldita la falta que hacéis en Santa Cruz! —nos gritan.

Otros nos llaman herejes por negarles los sacramentos, eso si no nos azuzan algún mastín de los que cría doña Luisa de Illescas, la encomendera más rica del pueblo. Cuentan que estos animales, de gran alzada, orejas cortas y ojos amarillos, son descendientes de los que trajo su difunto esposo, don Antonio, para descuartizar indios. Pero a veces pienso si, además, no estarán también amaestrados para aperrear frailes.

Cuando mendigaba con fray Diego, solíamos visitar a diario la casa de doña Luisa, por aquello de la gota de agua en la piedra. Pero en cuanto nos olían esos bichos, se soltaban a ladrar como si se les acercaran las Furias.

Yo me quedaba unos pasos atrás, empavorecido, en tanto fray Diego suplicaba a doña Luisa su caridad. Esta mujer, sin embargo, es un demonio con faldas, un súcubo hecho y derecho. Se burlaba del novicio y aflojaba la correa de los canes para que le ladraran más cerca. Y aunque fray Diego permanecía quieto, sin dejar de hablar, y le daba hilo a la dueña por ver si le sacaba listón, todo venía a resultar comedia de la peor especie. Doña Luisa se reía de él y le zahería con frases socarronas, los ojos cargados de burla y el rostro sofocado de un rubor que, de no saber yo la cólera que oculta su corazón hacia nosotros, hubiera creído que lo provocaba el deseo.

27 de octubre,

San Evaristo, papa y mártir

El obispo nos ha dicho en el sermón (sin misa, pues ni siquiera tenemos vino) que a partir de ahora Satanás tratará de impedir que salgamos triunfantes del ayuno, pues ahora es cuando empieza la etapa del bienestar.

Será porque él lo diga. Los días son ahora más cortos, si bien me parecen infinitos cuando empiezan, y cuando llega el atardecer, siento que la poca vida que conservo se me escapa. La ayuda de Dios no viene. Tampoco la de los hombres. Y cada vez se me vuelve más difícil sostener un ayuno tan atroz. Las tripas nos ladran a toda hora y nuestro único sustento es el hambre. De ella dependemos, con ella dormimos, sólo en ella pensamos.

Agua sí, agua bebemos cantidad. Al punto que, según fray Martín, de tanta agua que beben, la casa donde viven huele toda a orines mezclados con mal aliento.

28 de octubre,

santos Apóstoles Simón y Judas

Fray Diego ha regresado hoy de pedir antes de la hora. Venía pálido y con los ojos húmedos.

—¿Qué hacéis aquí tan temprano? —le he dicho—. ¿Os ha sucedido algún percance?

—No padre, a mí no. Ha sido a fray Lorenzo de Aceña.

—¿Qué pasa con fray Lorenzo?

—Agoniza, padre —gimió.

—¿Cómo que agoniza? ¿De unos dolores de vientre? ¡No lo puedo creer!

—Los dolores se debían a un veneno, padre.

—¿Veneno? ¡Esos hijos de Lucifer! ¿Será posible que la codicia les haya llevado a ese extremo de maldad?

—No padre. No fueron ellos.

—¡Ya me contaréis quién puede haber sido!

—Dicen los indios que asisten a los padres que fue una hierba.

—¡Bobadas de indios! ¿Cómo pueden saber ellos si fue una hierba?

—Porque fray Lorenzo revesó por la mañana y el vómito tenía color verde.

—¡Jesús!

—Parece ser que se levantaba por las noches a cenar un zacate ponzoñoso que se da atrás de la casa de los padres.

29 de octubre,

santos Marcelo, Narciso y Hermelinda

Hemos enterrado al mozo en la Iglesia Mayor.

Sin caja. No ha habido manera de que nadie nos hiciera una.

A la hora del sepelio, toda Santa Cruz se sumió en un silencio fúnebre. Dejó de sonar el martillo en la fragua, el cloqueo de las herraduras en las piedras y el palique de las mujeres en el lavadero. Ningún vecino de Santa Cruz ha asistido a la iglesia, pero sobre todos ellos pesa, estoy seguro, la muerte de este infeliz.

El obispo celebró el oficio de difuntos con la misma flema que en el navío, cuando arrojamos al mar a fray Ambrosio. Su sermón nos ha recordado la arenga del provincial en San Lúcar. Nos ha llamado mastines de la Iglesia Militante y guerreros avezados, conocedores del enemigo y de sus armas. Ha dicho que la batalla final está próxima, pero que Dios no será servido hasta tanto las ovejas apresadas por la Bestia sean liberadas.

—Si nuestro ejército se ha reducido —ha dicho en tono profético—, no ha sido para que se debilite nuestro empuje, sino por designio de la Divina Providencia. Ella ha dispuesto que las cosas sucedan de este modo a fin de que conozcamos a los más fuertes, a los elegidos por Jesucristo para hartarse de justicia y de gloria.

La loa no ha encendido el espíritu de los mozos. De la angustia y el hambre han pasado a la resignación. Y la resignación, ya se sabe, es ceniza sin rescoldo. Fray Alonso de Piedrahíta, cuando menos, miraba al viejo y a la fosa con un gesto de reproche, quizá pensando, como muchos pensamos, que de seguir por este camino vamos a acabar todos en el yermo y sin haber obtenido ningún fruto de nuestra empresa.

—La Bestia ha cobrado sus víctimas, pero no ha ganado la batalla —ha concluido el obispo—. La ley de Dios acabará siendo cumplida y respetada por esa jauría que hoy nos humilla y asedia. Nuestra victoria está próxima. Muy pronto llegará para esos criminales la hora del crujir de dientes. En cuanto a nuestros muertos, alegrémonos de saber que ellos resucitarán antes que nosotros.

Los mozos han bajado al sepulcro a fray Lorenzo y entre todos le hemos dado tierra. Después, el señor obispo asperjó el cadáver. Los pies del mozo, sus manos enlazadas sobre la capa, su rosario de brezo, sus párpados grises y sus pálidas mejillas que un día mordiera un murciélago en la selva, fueron desapareciendo bajo los terrones. Allí quedó soterrada también su locura.

O quién sabe si aún sigue latente, lista para germinar y corromper la razón de cualquiera de nosotros.

30 de octubre,

San Zenobio, obispo y mártir

Cada día me canso más. Hago cualquier cosa y tengo que regresar al lecho, víctima de un insuperable torpor. Ayer sufrí un vahído mientras leía en la cama. Sentí que el corazón se detenía unos instantes, aunque, cosa rara, en ningún momento llegué a perder del todo la conciencia. Podía escuchar y ver todo cuanto sucedía a mi alrededor, pero los brazos y las piernas me pesaban como almádanas. Tan pocas fuerzas tenía que ni los dedos podía mover.

Fue una sensación muy rara, como si el alma flotara en la celda, mientras el cuerpo quedaba tirado en el camastro.

Debe de ser el hambre. Tengo las tripas como un sonajero. Me paso el día tragando saliva y pensando en comer. Y se me ha afilado el olfato una barbaridad. Todo huele tan bien que hasta los perfumes más inusitados me abren el apetito. Y si no yerbas, como fray Lorenzo, a menudo me apetece comer flores. Otras veces me llega a la celda un lejano aroma de tocino y ajos fritos que me dejan sin aliento de tanto aspirar.

Uno podría dar un dedo con tal de matar estas ansias.

1 de noviembre,

fiesta de Todos los Santos

El dolor por la muerte de fray Lorenzo y los ruidos nocturnos del corredor no me dan tregua ni reposo. Con los ojos abiertos en la oscuridad, escucho los pasos furtivos del viejo y asisto in mente a sus flagelaciones. Hay días que se levanta dos y tres veces, como si la desesperada situación en que nos encontramos le hubiera llevado a multiplicar sus penitencias.

Aunque también podrían ser las ratas, que aquí hay bastantes, sobre todo en el tapanco. Aparecen en cualquier rincón, lo mismo de día que de noche. Y son muy descaradas. No huyen al ver a los humanos, como otras, sino que se le quedan a uno mirando, levantadas sobre las patas y latiendo el hocico.

Hoy apareció una muy grande en el altar mayor, mientras fray Martín decía misa. Por lo que me ha contado el mozo, debía de ser la madre de todas, pues tenía el tamaño de una coneja. Salió de detrás del sagrario, en pleno canon, y cruzó el altar dando chillidos. Fray Martín ha hecho voto solemne de no volver a celebrar misa en la Iglesia Mayor. Le ha dado por decir, entre veras y bromas, pues con él nunca se sabe, que en este lugar se asentaba el templo del dios Hunab, que es el demonio, antes de que los conquistadores construyeran la iglesia y que, por eso, de cuando en vez, regresa disfrazado de rata para espantar a la gente.

De fray Martín espero más arreglo que de las privaciones. El hambre nos fustiga con crueldad. ¿Acaso no tenemos derecho a comer y beber?, como decía el Apóstol. ¿Quién planta una viña y no come de su fruto? ¿Quién apacienta un rebaño y no toma de su leche?

3 de noviembre,

santos César y Vidal, mártires

No hay mal que por bien no venga, verdad de Dios, pues buena parte de los males de este mundo viene de quienes se proponen hacer el bien sin conocer el berenjenal en que se meten. Corren los días y no salimos de lo mismo. El obispo no hace más que repetir que el único modo de empezar a construir el Reino de Dios en estas tierras es aislando a los indios de los castellanos, a fin de enseñarles la doctrina y gobernarles nosotros conforme a la ley de Jesucristo.

No sé si esto será un herejía, pero lo parece. No muy me suena eso de querer ser a la vez obispo y rey de los indios, pero alrededor de este tedioso asunto ha girado hoy su sermón. Y para concluir, el obispo nos ha recordado las palabras de San Pablo: Cuando ayunéis, no pongáis cara triste. A lo que fray Martín ha respondido en voz alta, como hace de un tiempo a esta parte:

—¿Y qué cara querrá que pongamos, de jubileo, de zarabanda o de mozas casaderas?

5 de noviembre,

San Zacarías, profeta

Ha venido a verme fray Alonso. Quería saber de mi salud, pero pronto me di cuenta que deseaba hablarme de otras cosas. Teme no ser capaz de mantener la voluntad y la unidad de los mozos.

—Nada en la vida tiene sentido cuando hay hambre. Es mentira que con el ayuno las lecturas nos parezcan más inspiradas o que el espíritu se sublime al quedar liberado por un tiempo de sus ataduras materiales. Estómago hambriento no admite argumento. La ansiedad amordaza el espíritu y de nada valen entonces los lirismos y las palabras.

Fray Alonso ha ido empujando sus razones hacia un embudo del que no podía salir otra cosa que lo que el tono de sus palabras anunciaban.

—El señor obispo rechaza la cordura y la mesura. Y yo no hallo en eso virtud —me ha dicho—. La templanza es impotente para frenar sus ímpetus, y sin la templanza, padre, es imposible practicar virtud ninguna. Va un abismo del propósito sensato a la aspiración disparatada. Siento deciros estas cosas, fray Matías, pero ya no sé con quién hablarlas. He caído en un desaliento del que me es difícil escapar. El señor obispo me exaspera con su intransigencia y su falta de realismo. No quiero desobedecerle, pero tampoco puedo olvidar que, como vicario de la Orden, tengo una responsabilidad con mis hermanos de hábito. Ha de haber otros caminos, padre, no sólo los cuesta arriba. Fray Lorenzo de Aceña ha muerto por culpa de esta necedad y anoche huyó de casa fray Jesús María de Lugo, a quien yo tenía por uno de nuestros espíritus más recios. No sé a dónde irá ni me preocupa. Pero le entiendo. Fue excesiva presunción de mi parte pensar que todo sería llegar y besar el santo. Me creí muy sabio por haber llegado joven a maestro en Salamanca, pero en las Indias he venido a descubrir que el estudio no necesariamente da sabiduría. Sólo da conocimientos y, a veces, Dios me perdone, bastante inútiles. ¿De qué sirve dominar los más íntimos recursos de la palabra, haber dedicado tantos años a estudiarla o pasar miles de horas frente a docenas de libros de Teología en latín y griego, para acabar pronunciando vulgares homilías a unos infelices aldeanos o balbuciendo sermones en lenguas malamente aprendidas e incapaces de expresar a plenitud los misterios de la fe? A veces pienso que el demonio me engaña y que todo cuanto nos ocurre es mentira. Otras discurro que el viejo se cree un San Pablo y que, con el auxilio de unos jóvenes inexpertos como nosotros, puede reescribir aquí los Hechos de los Apóstoles. Y ahora estoy convencido de que ha sido una aciaga ficción la que nos trajo aquí. Mis informantes me dicen que, para empezar, los indios nos creen mujeres por llevar vestidos largos y que eso les da desconfianza. Otros profanan el bautismo y reniegan de la fe al día siguiente. Su conversión es más aparente que sincera, padre. Simulan ser cristianos por miedo, no por convicción. Es verdad que les gustan nuestros ritos, pero no entienden los misterios ni los dogmas de la fe. Y lo que es peor: prefieren ser siervos de los castellanos a renunciar a sus dioses, a sus ídolos, a sus adulterios y a sus costumbres paganas. Hemos traído, padre, una justicia que nadie parece desear. ¿Puede haber tarea más estéril?

7 de noviembre,

Santa Gertrudis, abadesa

Hemos celebrado capítulo aquí, en la casa episcopal. Fray Alonso le ha pedido al señor obispo abandonar Santa Cruz y buscar un lugar donde seamos mejor recibidos, pero el viejo le ha reventado una salva de improperios y, con tales voces y golpes en la mesa, que hasta las ratas echaron a correr asustadas y no han dejado de hacer bulla en todo el día.

La discusión ha sido larga y tensa, pues ambos se montaron en su respectiva autoridad: la de la diócesis, el viejo, la de la Orden, el joven. Y éste es mi macho, ésta es mi mula, ninguno se apeaba de su montura.

El capítulo se ha cerrado con una solución a medias, pero fray Alonso ya no oculta su desacuerdo con el señor obispo. Tiene valor el mozo. Ya iba siendo hora de que alguien dijese aquí las verdades del barquero.

8 de noviembre,

Octava de Todos los Santos

¿O será nueve? Qué confusión, Señor. Sólo estoy seguro de que llevamos cuarenta días sin comer.

Anoche, por fin, logré dormir a pierna suelta, pero sólo para despertar en medio de una horrenda pesadilla, fruto, supongo, de ansiedades de juventud sin satisfacer que creía soterradas bajo torturas ascéticas, azotes y baños de agua fría.

Me encontraba, o creí encontrarme, pues no sabría decir a ciencia cierta si dormía o velaba, orando ante el altar mayor por el alma de fray Lorenzo de Aceña, cuando, sin manos que las empujaran, se abrieron de par en par las puertas del templo. Un remolino frío y rastrero entró lamiendo el pasillo, azotó con fuerza mis espaldas y me arrebató de un tirón el sayal. Desnudo y dando diente con diente, las manos cubriendo mis vergüenzas y sin el amparo del hábito que ha sido siempre la coraza de mi vida, intenté escapar hacia mi celda, pero, de modo inverosímil, me sentí atenazado al suelo. Entonces reparé horrorizado que una de mis piernas era en realidad una pilastra de encino y estaba semienterrada en el piso de la iglesia. A poco oí pasos de una multitud que bisbiseaba y, luego, el alarido unísono de una manada de ratas hediondas y barrigudas que invadían en tropel la iglesia y que, al verme, se arrojaron sobre mí, olisqueando mis carnes con sus hocicos viscosos y correteando por todo mi cuerpo. Algunas enroscaban sus rabos a mi garganta y tiraban de ellos hasta casi asfixiarme. Otras los usaban como zurriagos para azotarme sin piedad. Al fin, una de ellas se decidió a darme un mordisco. Las demás la imitaron enloquecidas. Trémulo de dolor y repugnancia, abrí la boca para gritar pidiendo ayuda a fray Diego, pero uno de los bichos, creyendo tal vez que en aquella gruta encontraría un festín, se introdujo de un brinco y me taponó la garganta con su cuerpo peludo y convulso. Llegó un punto, sin embargo, en que todas detuvieron su actividad y quedaron inmóviles, sorprendidas o asustadas. Luego echaron a correr hacia la puerta, chillando y moviéndose por entre las bancas como un sucio oleaje. La iglesia quedó sumida en una quietud agitada por el viento que soplaba fuera, más allá de cuyos silbos comencé a percibir una suerte de rasguñeo sobre las losas del atrio, así como una respiración agitada y sedienta. Ante mí pude ver entonces una sombra bestial de ojos amarillos y brillosos, colmillos como navajas, nariz achatada y orejas puntiagudas. Mitad mastín, mitad gato, y tan grande como un ternero, la alimaña bostezó con desdén ante mi rostro y se encaminó al antealtar, desde donde me ensartó un largo sermón de gruñidos. Su lengua desmesurada le colgaba por un lado, mientras paseaba y se contoneaba del Evangelio a la Epístola y de la Epístola al Evangelio, con el lomo arqueado y el rabo convertido en un seis. Yo observaba aterrado aquella sacrílega comedia, porque comedia era, y del mismísimo Satanás, estoy seguro, cuando sentí que dos pares de brazos me alzaban en vilo y me llevaban hasta el ara, donde quedé tendido boca arriba. Escuché un portazo en el corredor y un gemido. Pensé que sería fray Diego que venía en mi socorro, pero todo lo que vi fueron dos mujeres de aspecto luciferino, aunque muy hermosas, cuyos cuerpos desnudos y morenos relucían como carne de membrillo. Una de ellas dio en lengüetearme los labios y la otra el seno de mis ingles, en tanto la bestia gruñía complacida ante el sacrílego banquete de aquellos demonios cuyos cuerpos pegados al mío se me antojaban almohadas puestas a entibiar en un brasero. Subían acalorados los placeres por mis carnes y lloraba yo a lágrima viva del pavor que me daba pensar en la eternidad del fuego y en las torturas que me esperaban si cedía a la tentación, luego de tantos años de estricta pureza, y supliqué a Dios Padre y a nuestro Fundador me dieran dominio sobre mí para soportar aquel suplicio. Comencé a patalear y a mover los brazos, pugnando por apartar aquellas dos arpías, pero, entonces, las garras del animal cayeron a un tiempo sobre mis muñecas y tobillos. Quedé despatarrado sobre el altar, lo mismo que un San Andrés, con los brazos inmovilizados y el engendro encima. De su palpitante hocico escapaba un nauseabundo olor a huevos fritos, en tanto sus facciones adoptaban un semblante casi humano, pero lascivo y provocador, como el de doña Luisa de Illescas. La bestia babeaba en mi rostro y su lengua giraba sobre sí misma como queriendo esculpir el aire. Aquellos movimientos, en apariencia erráticos, se repetían, siguiendo un misterioso patrón, una rara secuencia. Primero abría la boca, luego apretaba el hocico y, por último, hinchaba los carrillos hasta transformar su rostro en una máscara cuyos labios dejaban escapar un repulsivo silbido de sierpe. Al cabo de varias reiteraciones, su garganta se agitó con una bocanada incontenible, como si fuese a vomitar, y dijo:

—¡Fuera!

Su voz era un gruñido bestial y rasposo, pero sus palabras eran tan humanas como las de cualquier persona.

—¡Fuera de mi casa, malditos! —decía.

Desperté preso de una intolerable angustia. Un sol hiriente penetraba por la puerta abierta de mi celda desde cuyo vano Sebastián Chunay me observaba con curiosidad.

Al ver que yo abría los ojos, se acercó al catre. Y en ese castellano devoto, humilde, reticente a veces, pero siempre risueño, que ha aprendido a hablar entre nosotros, me dijo que en la casa de los padres acababa de suceder un milagro.

9 de noviembre,

santos Teodoro, Orestes y Erefrido

Fray Tomás de Cilleros, este mozo grandullón y algo simple, pero florecido en virtudes, que está a cargo de la portería, contaba muy excitado cómo había descubierto el portento, el socorro divino que tan sorpresivamente llegaba a quienes estábamos tan desasistidos del humano.

—Sería como una hora después de maitines. Sonaron tres golpes a la puerta. Al principio me asusté. Creí que podía ser alguno de esos malvados, pero como la llamada no se repitió, dispuse ir a ver quién era. Abrí la puerta y no vi a nadie. Iba a cerrar, cuando descubrí el bulto en el quicio. Entonces…

—Entonces os lo llevasteis adentro, y lo abristeis. Y allí estaban los frijoles, y las morcillas, y el pan, y la botija de vino —concluyó fray Martín de Torres, quien ya había escuchado la historia varias veces.

—Y la ristra de ajos —rectificó muy serio fray Tomás.

—Y la ristra de ajos —concedió fray Martín—. Entonces caísteis de hinojos y disteis gracias a Dios.

—Así es.

—¡Y luego os pusisteis a llorar y a dar voces, como si hubieran llegado los sarracenos!

Fray Tomás quedó desconcertado unos instantes, pero fray Martín tenía sus motivos. Según contaban los mozos, la alharaca de fray Tomás en mitad de la noche les había dado a todos un susto mayúsculo, al extremo que algunos creyeron llegada la hora de dar el alma ante la última acometida del enemigo.

—El Señor que nos dio la llaga —tercié para poner paz—, nos da ahora el remedio. Bendito sea.

—Debió de ser una conversión prodigiosa, un milagro —se animó de nuevo fray Tomás—. Fue lo primero que pensé cuando vi la bolsa en la puerta. Un rayo divino de luz, sin duda, había iluminado el alma de quien nos envió estos alimentos.

—No fue conversión, sino arrepentimiento, padre —le dije—. A fin de cuentas, ellos también son cristianos.

La conversación se iba animando a medida que comíamos. Eximidos de la regla del silencio, los mozos daban rienda suelta al hálito de esperanza que conmovía el refectorio. Algunos contenían la risa, como si les avergonzara sacar de fatigas al vientre.

Fray Diego, en cambio, parecía ajeno, abstraído de cuanto sucedía a su alrededor. Se le veía rígido, muy pálido, como si se hubiera disciplinado toda la noche o hubiera dormido mal. Cuando fray Tomás le tocó en el brazo, instándole a que comiera, el mozo levantó los ojos y su mirada se cruzó unos instantes con la mía. Le noté angustiado. Supongo que para disimular el agobio, metió la cuchara de madera en los frijoles y se la llevó a la boca. Pero masticaba sin la convicción que el rezago del hambre hubiera hecho suponer. Su protuberante nuez subía y bajaba, como si tuviera dificultades en tragar, y sus ojos estaban tan húmedos que, si hubiera movido los párpados, tengo por seguro que las lágrimas le habrían brotado a raudales.

Algo rumiaba su corazón que yo ignoraba, algo grave que me hizo sospechar, no sin auxilio divino, que el milagro no había sido obra de Dios, ni los frijoles limosna de algún encomendero arrepentido. El semblante del mozo me recordaba el que había lucido en Sevilla, cuando se enfermó de licuaciones, pero la aflicción que se le escapaba ahora parecía más severa.

El señor obispo llamó al orden.

—Hijos míos —dijo—, fray Alonso de Piedrahíta y yo hemos hablado acerca de nuestra situación y hemos determinado que ha llegado la hora de iniciar nuestro apostolado entre los indios.

Fray Alonso bajó la mirada a su esclavina, no en señal de acatamiento, sino de resignación. El mozo se había opuesto con vehemencia a que el señor obispo enviara a tres de los padres, fray Martín de Torres, fray Tomás de Cilleros y fray Cosme de Zárate al territorio de los zayules, unos indios semisalvajes que aún no han sido conquistados. Fray Cosme, mozo de buena familia, educado en Salamanca y paisano de fray Alonso, ha sido el motivo de este nuevo pleito. El vicario piensa de él que no es lo bastante fuerte como para soportar una misión tan arriesgada, asunto que, por lo visto, le tiene sin cuidado al obispo.

—He dispuesto que algunos de vosotros vayáis a ocupar las parroquias y los curatos de la llanura, huérfanas de ministros desde la salida de los franciscanos y los mercedarios. Otros irán a la sierra con el fin de juntar a los indios vagabundos y reducirlos a pueblos bajo cristiana policía. Los demás se quedarán en Santa Cruz, para que los encomenderos no piensen que abandonamos el campo. Con estas provisiones que han llegado hasta nosotros y la ayuda que podáis enviarnos desde los pueblos, resistiremos hasta que los oidores de la Real Audiencia lleguen para sancionar las Leyes Nuevas.

—Padre… —dijo fray Diego, poniéndose repentinamente de pie.

—¿Qué sucede, hijo?

—Quiero confesar una culpa y hacer una petición.

Asintió con la cabeza el viejo, aunque con gesto de interrogar más que de oír.

El mozo tardó en explicarse. Dos veces despegó los labios y otras tantas los volvió a sellar trémulos.

—Padre —dijo al fin—, no soy digno…

—Hablad más recio, hijo. No os oigo.

Fray Diego suspiró y, con los ojos cerrados, volvió a decir:

—No soy digno de pertenecer a la Orden de la Verdad…

Los padres se miraron sorprendidos y yo cerré los ojos, y hubiera cerrado también mis oídos, para no ver ni oír.

—No soy digno de servir a Dios —siguió diciendo fray Diego—. Desde que tomé los hábitos, va para cinco años, he hecho cuanto estaba a mi alcance por ser un religioso ejemplar. He orado y he sufrido. He ayunado y pasado sed. He castigado mi carne. Me he humillado ante Dios. Pero mis esfuerzos han sido vanos. No soy capaz de llevar la vida de penitencia ni dar el testimonio de carácter que tanto admiro en mis hermanos y Su Ilustrísima. Amo demasiado lo que vive fuera de mí. Y me desprecio de no poder guardar el decoro ni la pureza que mi condición exige.

Fue justo en ese momento que todos los retazos de mi memoria se entramaron a un tiempo al evocar los ruidos y los llantos nocturnos en la casa episcopal, las miradas lascivas de doña Luisa de Illescas a fray Diego y las conversaciones de la encomendera con él, entre los ladridos de los mastines.

—¿Tenéis hambre, padre? —le decía, socarrona, al mozo.

—No mucho más que vuestra merced —le respondía fray Diego con gran entereza.

—¿Sabéis que eso tiene arreglo?

—Si vuestra caridad lo permite…

—No es cuestión de caridad.

—¿De qué entonces?

—De fuerza mayor.

—No os entiendo.

—Que la necesidad carece de leyes.

—Sigo sin comprender.

—Que algunas exigencias del cuerpo, padre, son más recias que todas las lealtades del alma —reía la encomendera.

Comprendí la amargura del mozo, sobre todo al recordar los peores días de mi dolencia, cuando, avergonzado, llegaba de la calle con la bolsa de pedir tan flaca como había salido. Todo parecía tener una explicación ahora. La muerte espiritual del mozo en brazos de doña Luisa había sido el tributo exigido por nuestra resurrección corporal.

—Aquí termina mi jornada, padre —dijo fray Diego, quien había logrado dominar sus emociones y hablaba ahora con más serenidad—. No puedo seguir más tiempo engañándoos ni engañándome. No hay tortura mayor que la de querer conducirse de una manera y verse obligado a obrar de otra.

—Volved ahora mismo a vuestra celda y meditad vuestra decisión —le ordenó el obispo.

—Es inútil, padre. No serviría de nada.

—Entonces callad, insensato.

—Si pudierais comprender… Pero no. Su Ilustrísima no lo entendería.

—¡Basta os digo!

—Soy un hombre débil, padre. Nunca podré ser sacerdote.

—Lo vuestro no es debilidad, sino cobardía.

Fray Diego humilló la mirada.

—Eso no, padre —dijo en un susurro—. Eso no.

—Justo ahora, cuando más os necesitamos, cuando es preciso resistir el asedio de nuestros enemigos, es cuando disponéis huir. ¿Es por ventura braveza aflojar en el momento que más precisamos de vos?

—Si fuera cobardía, os pediría licencia para volver a España. Pero yo sólo quiero dejar de ofender a Dios y de manchar el honor de la Orden de la Verdad.

—¡Ahora entiendo! —dijo el obispo—. Queréis dejar la Orden, pero quedaros en Santa Cruz. Se os ha abierto el apetito de la codicia, ¿no es así? Queréis abandonar la disciplina de la Verdad para enriqueceros a costa de los indios, como hacen esos rufianes. Es eso, ¿no, buen mozo?

Fray Diego guardó silencio.

—¡Decid, pues! ¡Decid que es el oro lo que os atrae y una vida regalada!

—Nada tengo qué responder —dijo fray Diego, alzando la cabeza.

—¡Desvergonzado! ¿Adónde ha ido vuestra humildad? ¿Es posible que en tan poco tiempo hayáis echado al olvido todas las virtudes que os hemos enseñado?

—Yo sólo os pido licencia para dejar el hábito.

—Vuestra deshonra nos mancilla a todos, pero vos queréis salir en caballo blanco. ¿Habéis pensado qué van a decir de nosotros los españoles?

—Es su arrepentimiento el que debería preocuparnos, y no el qué dirán —rezongó fray Martín de Torres.

El señor obispo no oyó o no quiso oír y, con la expresión hinchada de ira, le dijo a fray Diego en un tono rasposo, semejante al de la bestia de mi sueño:

—¡Fuera!

El mozo se dirigió a la puerta del refectorio.

—Esta misma tarde tendréis mi hábito, mi capa y mi escapulario —murmuró.

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —dijo rabioso el obispo—. Pero no penséis que saldréis de la Orden así de fácil. Habéis firmado una capitulación por diez años. Y no sólo con la Verdad, sino también con el Emperador. ¡Y seréis encausado por ello!

Los padres, al igual que yo, parecían no querer oír ni ver. Únicamente fray Alonso mostraba su inconformidad, negando en silencio con la cabeza. Pero, a la postre, ninguno se atrevió a defender ni a consolar a aquél de cuyo pecado comeremos en los días que habrán de venir. Así pagábamos la caridad con que nos había servido a todos. De pronto, fray Diego se había convertido en un extraño. Y nadie se quiso hacer portavoz de sentimientos que, estoy seguro, nos eran comunes a todos.

—Fray Matías —me ordenó el obispo—. Id a avisar a los alguaciles y que prendan a fray Diego.

Debí haberle dicho que dejara en paz al mozo y expresar lo que sentía. Pero yo también, como san Pedro, fui cobarde. Me faltó valor y abandoné el refectorio sin decir palabra.

Cuando llegué a la casa episcopal, Sebastián Chunay ayudaba a fray Diego a preparar el hatillo. Cuatro naderías, en realidad: una Biblia sin glosa, la caja de escribir, un par de zapatos, el sombrero y una calabaza para el agua.

Fray Diego se había despojado del hábito. Vestía una camisa de hilaza y unos calzones de algodón, probablemente de Sebastián Chunay, que le quedaban cortos. Pero me pareció que estaba más gallardo así que con el escapulario y el sayal. A decir verdad, Dios tenga misericordia de mí, fray Diego nunca tuvo planta de fraile.

—Aguardad un momento —le dije.

Me fui a la celda del mozo y tomé la capa que había dejado sobre el catre.

—Llevaos esto, hijo mío —le dije—. La vais a necesitar. Y apuraos. El señor obispo ha ordenado avisar a los alguaciles.

Fray Diego me devolvió una mirada de estupor.

—Os van a aprehender —le dije.

—Pero éste es asunto de la autoridad real, no del señor obispo.

—Ya sabéis cómo es. Además está muy enfadado.

—¿Y qué puedo hacer, padre?

—Salir de aquí cuanto antes.

—¿Adónde?

—A Trujillo, a San Salvador, a la Nueva España. No sé, hijo, pero cuanto más lejos sea, mejor.

Sebastián Chunay intervino.

—Vendrás a Concepción, hermano. A mi casa. Allí estarás seguro. Volveré mañana mismo, tatita —me dijo sonriente el indio—. No tengas pena. Nadie se dará cuenta de que hemos salido de Santa Cruz.

Fray Diego se echó el hatillo al hombro. En sus ojos amenazaba el llanto y en sus labios había un frunce de indecible tristeza.

—Padre… —me dijo.

Sabía que no me iba a aguantar, que no podría hacerlo como otras veces. Y no me aguanté. Y lloré falto de habla, abrazado a fray Diego, incapaz de articular las palabras de ánimo que más tarde se me ocurrió debí decirle, como que de mozos es caer y levantarse, o que quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda. Espero que su corazón escuchara a lo menos el mío que, aunque ronco, y viejo, y cargado de fatigas, expresaba desde aquel abrazo el dolor que un padre siente por su hijo más querido cuando le ve partir de casa para siempre.