VIII Anales de Santa Cruz Iximcamán
1546
El día siete del segundo mes se cumplieron veintidós años de la llegada a Iximcamán de los dzules.
Fue un día fatal. La casa de Francisco Xitayul se quemó y, cuando llegó la noche, por el lado del bosque de Pahil, apareció una estrella que echaba humo.
Pablo Pech, quien había heredado las virtudes proféticas de su padre, Balam Pech, lo tuvo por un mal presagio.
Dijo que llovería fuego en la llanura.
Aquel fue el año también en que nuestro hermano Diego vino a vivir con nosotros. Por él quiero empezar la memoria.
Yo mismo, Sebastián Chunay, llamado el Viejo, fui quien lo trajo a Tejapa. En un rancho, entre los árboles, vivió un tiempo oculto. Allí escondió su soledad, a resguardo de los alguaciles que lo buscaban por orden del señor obispo.
Gobernaba la llanura nuestro padre, Santiago Chunay, nieto del gran Cablantal. Los castellanos le habían dado ese cargo.
Nuestro padre era ya un hombre de edad, tenía el cabello gris. Ya era grande nuestro padre. Pero siempre fue generoso y, desde que Diego llegó a nuestra casa, tuvo compasión de él.
Diego era callado y humilde. Y ayudaba en las tareas. De ahí que se ganara la confianza de nuestro padre.
Un día le mandó a llamar, le dijo:
“Tú nos has ayudado con tus manos, has trabajado la tierra, has cortado y cargado leña con nosotros. Por eso quiero ofrecerte esta prueba de amistad”.
Nuestro padre le dio ese día a Nicté, la menor de nuestras hermanas.
“Por tu bondad”, le dijo nuestro padre, “por tu buen corazón, Nicté será para ti, si la aceptas. Ella es virgen, sin mancha. Su nombre significa flor en tu lengua”.
Así le dijo a Diego nuestro padre, delante de todos nosotros, sus once hijos, sus doce hijas.
“Los dzules secaron nuestras flores, sorbieron su jugo, las dejaron marchitas. Pero tú no eres como ellos y sé que no harás a Nicté ningún daño. Cuídala mucho, quiérela. No la estrujes, no la rompas y, si abres su corola con amor, ella te dará con gozo su perfume”.
Nuestro hermano había cambiado mucho. No era el mismo hombre que traje de Santa Cruz. Aquí se volvió como nosotros. Vestía como nosotros, comía como nosotros, hablaba como nosotros.
Nuestra familia llegó a sentir mucho afecto por él mientras estuvo aquí, en Concepción Tejapa.
Nicté le daba alegría en la casa y en el lecho. Y Diego la contemplaba como si fuera una aparición. A veces le decía a nuestra hermana que, según el Evangelio, ya no eran dos, sino uno. Y Nicté le contestaba que, según el kajalay, no éramos uno, sino dos, como el señor de la Dualidad. Entonces uno y otro se reían.
Venturosos fueron aquellos días para ellos. Y todos nos regocijamos al ver que se amaban. Diego le contaba historias del Evangelio a Nicté, y Nicté le leía a Diego las historias del kajalay, la memoria que mi padre guardaba en nuestro antiguo lenguaje pintado con glifos, abejas, jaguares y señores de la llanura.
Diego nos dejó prueba de ello en un cuadernillo que guardo junto al kajalay y los títulos de propiedad de nuestras tierras.
Así lo escribió, así decían sus papeles.
«Ahora duerme sosegada. ¿Cuál será su sueño? A ratos sonríe y, entonces, todo su rostro se endulza como después de los deleites. Razón tienen los indios en pintar las palabras. La pluma preferiría dibujar a describir el pecho desnudo de Nicté, su vientre levemente abultado, sus ojos semiocultos bajo el cabello.
Casi no puedo creer que la luz haya lavado el polvo de mis ojos y que pueda ver como la veo ahora. Todo fue dejar de temer a la carne para que la carne liberara mi espíritu, para que la armonía y el sosiego tomaran posesión de mi vida. Por mi cuerpo siento fluir ahora una fuerza primordial, más poderosa aún que la lascivia, y que halla remanso en Nicté cuando me entrego a ella sin temor a las leyes ni al infierno.
El tiempo me parece ahora uno, indiviso, como lo fue antes que hubiera años ni días, según cuenta el kajalay, la memoria de los indios de Iximcamán y que Santiago Chunay quiso que Nicté me leyera.
“Dolerá a tu espíritu que te lo cuente”, me dijo un día Nicté. “Se romperá tu corazón, como se rompió el mío, cuando nuestro padre me lo contó por vez primera, siendo yo niña. Pero él quiere que conozcas el contenido del kajalay por ser la carga, dice, que habremos de llevar toda la vida. Y no sólo tú y yo, sino también nuestros hijos”.
A medida que Nicté leía, mi conciencia se empapaba de la congoja que padecía el Rey de España y que ahora finalmente he entendido. La dolorosa relación de la conquista de Iximcamán me permitió descubrir una realidad más cierta que todas las que tanto hombres de letras como ministros, obispos, teólogos y magistrados del Emperador trataban de esclarecer.
Pero nada hay perfecto en esta vida. Hoy Santiago me ha traído la noticia de la muerte de fray Matías. Y sólo de pensar que nunca volveré a verle, ha tornado a mi alma la congoja.
Mas ahora Nicté está conmigo, para beber mis lágrimas y para que encuentre en su pecho el consuelo que no pude encontrar el día que salí de San Lúcar. No me arrepiento de haber huido de la Orden. El amor me ha traído hasta aquí, donde amo y soy amado. Y no pienso volver a Santa Cruz ni a la guerra que allí libra el viejo. Sólo pido a Dios que su misión se cumpla y que la muerte de tanto mozo, como decía fray Matías, no haya sido en vano.
Aunque, bien pensado, si se queda en una profecía sin cumplir, ¿qué importa? Vinimos a este mundo a soñar, dicen los cantares de los indios. Nuestros sueños es todo lo que quedará de nosotros. Ni siquiera las flores que habrán de nacer en nuestras tumbas permanecerán allí mucho tiempo. Como del kajalay, como de una antigua pintura, nos iremos borrando. Sólo la tierra permanece, sólo ella es duradera.
Y yo me huelgo al escuchar estas cosas, porque es un consuelo saber que vinimos para dar vida a la vida, aunque no hayamos hecho otra cosa que traer palabras de esperanza, aunque sólo se nos recuerde como los sembradores de una quimera, la misión ulterior, como dice el viejo, la buena nueva de que todos los hombres, aun los más pequeños y humildes, son igualmente dignos de la libertad, la justicia y la gloria de Dios. Vinimos a buscar en esta orilla lejana ese espacio ignoto y a la vez temible, pero tan deseado por los hombres, donde se revelan los misterios y se glosan los enigmas. Y quizá se deba a eso que mi percepción del mundo y de Dios hayan cambiado. En Tejapa me siento deudor de una naturaleza rebosante de vida cuyo discurso se me hace más hondo que el de la misma razón. Aquí he hallado la otra cara de Dios, la cual puedo ver cada día en las aves, en los árboles, en las fuentes y en las estrellas. Es la cara de un Dios bondadoso que se recrea en todo cuanto por su mano ha hecho, como el maíz que sustenta la vida, como las nubes que traen la lluvia. Y cada mañana, cuando levanto los ojos a lo alto y veo el cielo purísimo de Iximcamán, doy gracias a ese Dios por el amor, la serenidad y la vida, y por el hijo que Nicté lleva en su seno».
Mas la tierra no es lugar para la dicha. Y así vino a suceder que, un día de aquel mismo año, el obispo excomulgó a los encomenderos y a los oidores. Y la desgracia volvió a ensañarse con nuestro pueblo.
El señor obispo me pidió que le hablara a nuestro padre. Quería que los esclavos y los siervos huyeran de las casas y las haciendas de los castellanos, pues eran libres, tal y como lo había ordenado el señor Carlos Emperador. Y yo me vine corriendo a Tejapa para dar a conocer la buena nueva.
“Somos libres, padre mío. Nuestra esclavitud ha llegado a su fin”.
Nuestro padre no se inmutó, no hizo ningún gesto.
“¿No os alegra, padre, la noticia?”.
“Ni me alegra ni me entristece. Simplemente, no la creo. Ellos siempre engañan, siempre mienten”.
“Yo mismo he visto el decreto clavado en la puerta de la Iglesia Mayor. El cumplimiento es obligatorio, padre”.
“Lo mismo dijo el sacerdote de los dzules. Venimos a salvaros, dijo. Y ya ves lo que sucedió”.
“Aquéllos eran otros hombres, padre. Éstos son nuestros amigos, quieren nuestro bien”.
“Todos dicen querer nuestro bien. Nos hacen creer en sus promesas, sus profecías, y luego, si no se cumplen, nos piden resignación. Nuestros sacerdotes hablaban también así. De ese modo hablaban cuando perdimos la vara y la estera. Así hablaba Balam Pech, el Sumo Sacerdote. Y así habla ahora el suyo. No hay que hacerles caso, hijo”.
Así me habló nuestro padre, Santiago Chunay, aquel día.
“Éstos no son como los demás, padre. Son hombres de Dios. Quieren en verdad liberarnos, hacer justicia”.
“No tienen más fuerza que la de sus palabras”.
“Su palabra es poderosa, porque es la palabra de Dios”.
“Nadie convencerá con palabras a los encomenderos. Ellos son los que mandan aquí, los que tienen los caballos, las armas. Sus mayordomos azotan y matan a nuestros hermanos, a nuestros hijos. Son todos como Isidro Santos, gente mala, con el corazón de piedra”.
“Las Leyes Nuevas les pondrán en su sitio”.
“No anunciaré a los nuestros esa libertad de que me hablas. No lo haré hasta no estar seguro. Podrían azotarlos, ahorcarlos. No seré yo quien provoque una carnicería entre los nuestros. No apoyaré al señor obispo. No provocaré ninguna rebelión. Conozco a Isidro Santos y a los suyos. No se resignará a perder sus esclavos y sus haciendas”.
“Acabarán por someterse a las leyes de la misericordia”.
“El día que llegó a Santa Cruz, el licenciado Enríquez me dijo que venía a imponer esas leyes. ¿Qué ha hecho hasta ahora por nosotros? ¿Acaso ha rebajado el tributo? ¿Ha liberado a nuestros hijos de la servidumbre?”.
“Ésta es la ocasión, padre mío”.
“No creo en ese obispo, no creo en ninguno de ellos”.
“Este obispo hará cambiar las cosas, padre. Debéis confiar en él”.
“El único que puede cambiar aquí las cosas es el señor Carlos Emperador”.
“El señor Carlos Emperador está lejos, padre. Es necesario proclamar la libertad aquí, para que lo sepa nuestro pueblo”.
“No insistas, hijo”.
“El obispo sabe bien lo que nos conviene, padre”.
“¡Basta! ¡Soy yo, y no el señor obispo, quien sabe lo que nos conviene!”.
Nuestro padre estaba muy excitado. Sus manos temblaban, su pecho respiraba con agitación.
Daba temor ver a nuestro padre cuando se enojaba.
“¡No puedo creer en ninguno! ¡Nunca podré! Ellos trajeron aquí la tiranía, la humillación, la servidumbre, el despojo. Nos robaron nuestras tierras, destruyeron nuestras casas. Echaron agua sobre mi cabeza, cambiaron mi nombre. Sometieron a nuestra familia, a nuestro pueblo. Nos hicieron sentir extranjeros en nuestra propia tierra”.
Nuestro padre se llevó las manos al rostro y, por primera vez, le vi llorar. Las lágrimas se escurrían por sus dedos arrugados, por sus dedos secos.
“Quemaron vivo a mi padre, destruyeron nuestro palacio de Iximcamán y nos desterraron a Tejapa”, susurró. “Pasamos de señores a siervos en un día. Te puse en manos de Bernardo de Tapia para protegerte de la esclavitud. A tus otros hermanos tuve que entregarlos como sirvientes para salvar sus vidas. En esto hemos acabado, hijo, en la ruina de nuestra casa y nuestra estirpe. Yo soy el último, conmigo termina la sangre. Pero aún sé cómo se manejan estas cosas. ¡Así que no me digas que el obispo sabe lo que nos conviene!”.
Nunca había visto tan acongojado a nuestro padre. Nunca le había visto tan triste.
“Las cosas no cambian de golpe. Por eso conviene esperar. Ésa ha sido mi tarea y será también la vuestra. Sobrevivir hasta que seamos fuertes de nuevo. Regresarás a Santa Cruz y le dirás al señor obispo que nos alegra la noticia, que apreciamos su bondad, pero que nosotros obedeceremos tan sólo las órdenes del señor Carlos Emperador”.
No pude cumplir el encargo de mi padre. Al caer el sol, llegaron a Tejapa los mayordomos de Santos. Entraron a caballo en el pueblo, esgrimiendo sus hierros, dando gritos, escupiendo blasfemias. Se metieron en el rancho de nuestro padre y golpearon a nuestro hermano Diego, hasta privarle del sentido. Luego secuestraron a Nicté y a nuestras hermanas. Las tomaron por los cabellos, se las llevaron en una carreta.
No respetaron la jerarquía de nuestro padre, ni su edad ni sus canas. Le insultaron, le llamaron viejo cabrón.
“Ahora nos llevaremos a tus hijas, viejo cabrón”, así dijeron. “Las tendremos como rehenes. Y si intentas levantar a tus indios contra nosotros, ellas serán las primeras en morir”.
Nuestro padre se arrodilló ante los mayordomos, les imploró, les dijo que él era un hombre de paz y que siempre había sido fiel al señor Carlos Emperador. Pero los hombres de Isidro Santos estaban como tigres. Como demonios estaban. Y se llevaron a Santa Cruz a las hijas de mi padre.
Pasada la medianoche, nuestro hermano Diego volvió en sí, abrió los ojos. Le lavamos las heridas, le curamos. Estaba como ido. Mas cuando supo que los hombres de Isidro Santos se habían llevado a Nicté, salió corriendo del pueblo sin atender a razones.
Nosotros fuimos con él, nosotros le acompañamos. Toda la noche caminamos por atajos y veredas, para que nadie nos viese.
Amanecía cuando alcanzamos El Carrizo. Seguimos por la orilla del río, hasta alcanzar las goteras de Santa Cruz, y entramos al pueblo por el barreal.
Llegamos a la plaza sin aliento. En torno a la picota y la cruz de piedra volaban algunas torcaces. No había nadie en el lugar, el silencio era profundo. Sólo los mastines de doña Luisa ladraban. No dejaban de latir, como si barruntaran algo.
De improviso, se abrieron las puertas de la casa episcopal y aparecieron dos hombres, tirando del señor obispo por los sobacos. No llevaba mitra ni báculo ni insignias de dignidad. Sólo una cruz de madera, colgada al pecho. Sólo una cruz. Tenía las manos atadas por delante y estaba en camisa.
Así estaba, el pobre, en camisa, cuando los mayordomos de Isidro Santos le sacaron de la casa.
Detrás venía el encomendero con la espada desenvainada, seguido de otros hombres. Uno de ellos se dirigió a la Iglesia Mayor y arrancó el decreto fijado en la puerta. Lo rompió en pedazos. Delante del obispo lo rompió. Luego se burló del anciano, le sobó la cara con ellos.
Diego, nuestro hermano, murmuraba:
“¿Dónde se han metido los padres? ¿Por qué le han dejado solo?”.
Observábamos la escena como estatuas. No sabíamos qué hacer. Los hombres estaban armados y parecían dispuestos a matar a quien se cruzara en su camino.
Isidro Santos ordenó:
“¡Hay que irse de aquí! ¡Daos prisa!”.
Se querían llevar al obispo a algún sitio, para martirizarlo, para matarlo. Quién sabe.
Uno de los mayordomos dijo:
“Te vas a morir, hijo de Mahoma. Te vas a morir”.
Mi padre tenía razón. Los encomenderos estaban dispuestos a matar y a morir, antes de que nadie les quitara sus tierras y sus esclavos. Nada les importaban las leyes de la misericordia.
Tenía razón mi padre, vuestro abuelo.
En eso llegaron los soldados de la Audiencia, los diez hombres del teniente Montoro. Vinieron del otro lado de la plaza. Rodearon al grupo de hombres, conminaron a Santos y a sus mayordomos a que dejaran libre al señor obispo.
Santos protestó, dio de voces, pero al cabo obedeció al teniente.
Los mayordomos dejaron caer al suelo sus espadas, sus puñales. El ruido de metal sobre las piedras se confundió entonces con el de los cascos de un caballo que se acercaba al galope por el lado del cabildo.
Volví la mirada y vi a don Gonzalo de Ábrego. Tenía la cicatriz del rostro enrojecida y portaba en las manos una ballesta montada.
“¡Fuego trajisteis a esta tierra y fuego tendréis, voto a Dios!”.
El obispo alzó las manos atadas para protegerse el rostro, pero don Gonzalo le dejó ir la flecha. El hierro traspasó el pecho del anciano y asomó rojo de sangre por su espalda.
“Señor, Señor, no les tomes en cuenta este pecado”, dijo antes de caer al suelo.
El teniente Montoro ordenó a los soldados disparar sus brazos de fuego.
Sonaron cuatro estampidos y don Gonzalo cayó muerto del caballo.
Esto fue lo que vimos aquel día, con nuestro hermano Diego, en Santa Cruz, cuando murieron los dos viejos airados, los dos viejos testarudos.
No lo podíamos creer. Estábamos tan turbados que no reparamos en el retumbo que subía de las entrañas de la tierra y que, de súbito, se convirtió en gran estruendo.
Era la primera vez que veíamos una sacudida tan grande, que escuchábamos un ruido tan atronador. La cruz de piedra que presidía la plaza rebrincó sobre su peana y se desmoronó sobre el abrevadero.
Todo se estremecía y temblaba. La tierra daba bramidos, como si estuviera de parto. Las gradas del templo parecían serpientes, las casas se mecían de un lado a otro, los árboles se hacían reverencias.
Bajo el atrio de la Iglesia Mayor apareció una enorme joroba que levantó el templo en vilo y luego lo dejó caer de golpe. Las losas saltaron en pedazos. El cimborrio se desplomó, la puerta principal escupió hacia la plaza una gran bocanada de polvo. Por la enredadera de yeso poblada de ángeles y flores subió una espesa humazón. Entonces la fachada se inclinó hacia adelante y se derrumbó sobre el atrio. Toda ella se derrumbó.
La gente huía del lugar, se empujaban unos a otros.
“¡Confesión! ¡Confesión!”, gritaban.
El polvo de los derrumbes era una bruma irrespirable que opacaba las casas y convertía a los hombres en sombras.
Aprovechando el desconcierto, el susto, Isidro Santos echó a correr. Se dirigió hacia nosotros sin vernos, con su cara de pecado, con su rostro de gran pecador.
Nuestro hermano se arrojó sobre él, lo derribó y, tomándole del cuello, le dijo:
“¿Dónde tenéis a las hijas de Santiago Chunay? ¿Dónde las habéis escondido, miserable?”.
“¿Y a vos qué rayos os importa?”, contestó Santos.
“¡Responded ahora mismo o juro que os he de matar!”, dijo nuestro hermano, hundiendo sus dedos en la garganta del encomendero.
El rostro de Isidro Santos comenzó a enrojecer, sus ojos parecían a punto de salirse de las cuencas. Forcejeaba con nuestro hermano, pero Diego era más fuerte.
“¡Quitad allá, hijo de puta!”, dijo entonces el encomendero.
Nuestro hermano se separó de él, se volvió hacia mí. Tenía la mirada perdida y un puñal en el corazón.
Isidro Santos se incorporó, intentó reanudar la carrera. Pero el teniente lo alcanzó a ver.
“¡Prended a ese hombre! ¡Que no escape!”, gritó.
Uno de los soldados golpeó a Santos con el brazo de la alabarda y lo volvió a arrojar a tierra. Otros dos le sujetaron por los brazos y se lo llevaron preso.
Así perdió la vida Diego, nuestro hermano. Isidro Santos, el encomendero de Tejapa, lo mató.
Buscamos a nuestras hermanas por las calles, entre los escombros, en el interior de las casas sin techo. Una a una las fuimos encontrando, hasta que reunimos a once. Sólo Nicté no aparecía.
De las ruinas brotaba el clamor sofocado de los sepultados vivos. La gente caminaba por las calles con antorchas y candelas, aunque era mediodía. Iban blanqueados por el polvo, cegados por la humazón. Tosían, escupían, lloraban, vagaban por Santa Cruz sin saber a dónde ir. Aquí caían, allá se levantaban, murmurando oraciones.
La tierra pateaba, se estremecía con repeluznos breves, como un perro al salir del agua.
Por la calle del Rosario aparecieron los padres. Eran siete. Sólo quedaban siete padres de los cuarenta que habían salido de España, según nos había contado nuestro hermano Diego.
Su casa fue de las pocas que no se dañaron. La habían hecho con cimientos de piedra, paredes de ladrillo y techo de palma. Así era entonces la casa de los padres.
“¡Confesión, confesión!”, imploraban los castellanos.
Todos prometían enmendar sus vidas y no ofender más a Dios. Se abrazaban a los cadáveres, los cubrían con sábanas para que nadie viera la postura en que les había sorprendido su hora final. Se arrojaban a los pies de los padres, declaraban a gritos sus pecados e imploraban la absolución en corros. Y los padres les bendecían y les consolaban.
Doña Luisa de Illescas, la viuda del hombre que quemó vivo a nuestro abuelo, yacía tendida en la Calle Real. Tenía el cuerpo desgonzado y sus ojos miraban con espanto al cielo.
Regresamos a la Plaza de Armas. Junto a Diego, nuestro hermano, vimos a una muchacha que lloraba.
Era nuestra hermana Nicté.
Dos semanas después del terremoto, se juntaron en Santa Cruz las cinco Casas Grandes, las cinco parcialidades de la llanura, por orden del licenciado Enríquez. Nosotros fuimos también con nuestro padre, Santiago Chunay.
Los encomenderos y el cabildo en pleno estuvieron presentes con la cabeza baja.
Entre las diez y las once, el licenciado Enríquez ordenó batir el atabal y leyó en voz alta la sentencia. Después ahorcó a Isidro Santos. Para que sirviera de escarmiento, dijo en voz alta, para que todos conocieran la justicia del Rey de España y de las Indias, de la Tierra Firme, la Mar Océana y otros lugares que he olvidado.
El licenciado Enríquez ordenó pregonar allí mismo las leyes del señor Carlos Emperador, las ordenanzas de su augusta misericordia. Después dio libertad a los esclavos, rebajó nuestro tributo a la mitad, suspendió los trabajos forzados y el lavado de oro de los ríos, hizo que los castellanos pagaran salario a todos los hombres, grandes y pequeños, nos dio títulos de tierras y mandó poner alguaciles para que las leyes fueran cumplidas.
El licenciado Enríquez alivió verdaderamente los sufrimientos de nuestro pueblo.
En verdad los alivió.
Desde aquel día cesaron las muertes, la caza de esclavos, los despojos. Nuestro pueblo dejó por un tiempo de sufrir. Los caminos volvieron a verse transitados como lo estaban antes de la llegada de los dzules. La gente que estaba dispersa y escondida, salió de las cuevas, de las barrancas, de entre los bejucos y los árboles. Y los padres les impartieron la doctrina cristiana en nuestra lengua.
El señor Carlos Emperador y el licenciado Enríquez hicieron, en verdad, lo que era de justicia.
Algunos meses después llegó de España una campana, obsequio de Su Majestad, un retablo de pinturas para el altar mayor, una gran cruz de plata sobredorada y el nombramiento de obispo de Santa Cruz para fray Alonso de Piedrahíta.
También vino una cédula por la que el señor Carlos Emperador concedía a nuestro pueblo el nombre de Tejapa de la Real Corona, así como gracias, privilegios, exenciones y un escudo de armas en reconocimiento a nuestro padre, Santiago Chunay, por su lealtad al rey de España. En su parte superior, el escudo tenía un volcán, y encima de éste, la cruz negra y blanca de la Orden de la Verdad.
La cédula nombraba a mi padre gobernador vitalicio de los cinco pueblos “por ser hombre de autoridad y buen seso y por haber traído a obediencia de Su Majestad a los indios de la llanura”, y le concedía privilegio de puñal y de espada, así como de poseer caballo.
Eso decía la cédula.
Cuando la Iglesia Mayor quedó restaurada, los restos mortales del señor obispo fueron trasladados al templo en solemne procesión, junto con los de nuestro hermano Diego. Fray Alonso de Piedrahíta colocó sobre sus tumbas sendas losas de piedra con unas palabras en latín que no se entienden. Luego celebró una misa con sermón ante el cabildo y los señores de la llanura.
Fray Alonso dijo ese día que, con aquel acto, nacía una era de paz y una Iglesia nueva para un hombre nuevo en una tierra nueva.
Así dijo, así está escrito.
Nicté dio a luz ese año. Nosotros estábamos allí cuando nació su hijo. Toda la familia llegó a verle.
Nuestra hermana lloraba y reía. Su hijo era, en verdad, muy hermoso, sólo que diferente a los demás niños. A ratos se parecía a Nicté, a ratos a nuestro hermano Diego.
Para celebrarlo y dar gracias, fuimos hasta el promontorio que se alza en el bosque de Pahil, muy cerca de la laguna. Sólo mi padre no fue. Sólo mi padre no quiso rezar. Nunca se llevó bien con los dioses.
Junto a la piedra que corona el promontorio, encendimos siete candelas y quemamos incienso. El sahumerio perfumó el aire y huyó a borbotones por los caminos de la luz que se filtraba entre las ramas de los grandes pinos. Luego nos pusimos de rodillas y le pedimos a nuestro Dios Padre, Hunab, Señor de la Dualidad, inventor de todos los hombres y espejo de todas las cosas, uno y plural, pasado y futuro, y a su hijo Jesucristo, y a Ixchel, la Luna, nuestra madre, y a la Virgen mayor y a las menores, y a los apóstoles San Pedro y Santo Tomás, y al Viento Frío, y a los Vigilantes del Cielo, y al señor San Juan Bautista, y a los Quince Truenos, y a los Señores del Pincel y de la Tinta, que protegieran por muchos años la vida del hijo de nuestra hermana Nicté.
De este modo terminó el año en que el licenciado Enríquez metió en cintura a los castellanos e impuso la justicia del señor Carlos Emperador. Así concluyó 1546, según la cuenta del tiempo de los dzules, el año del presagio de la estrella, cuando los encomenderos hicieron la paz con los padres, la llanura se estremeció de cóleras y don Gonzalo de Ábrego asesinó al señor obispo junto a la Iglesia Mayor.