“Santiago”, enganche de pura cepa.
La historia de “Santiago”, explica un poco el por qué de su presente. Quienes lo ven ahora luciendo la cinta de capitán, con más de cuatro temporadas en el mismo club de la Primera “B” Metropolitana, no comprenden cómo los clubes del fútbol grande no pusieron sus ojos en él. El aplomo que esgrime en cada presentación, lo hace el centro de los elogios y se deduce por su calidad, que podría desempeñarse sin problemas en la máxima categoría.
Luciano Espinosa era dueño de un futuro promisorio. Comenzó la práctica del fútbol a los nueve años, cuando su físico todavía no le permitía imponerse en el mediocampo, pero le otorgaba en compensación a esa desventaja, la virtud de una habilidad única. La primera sensación que causaba en quienes lo veían desenvolverse en el fútbol infantil, era de admiración. Fue un “distinto” desde sus comienzos. Poseía una madurez inusual para su edad, a la hora de marcar el ritmo y tomar las riendas del equipo. La posición de enganche había sido diseñada para él; de eso no cabía duda. Desafiaba a sus oponentes y les exponía la pelota bajo su diminuto pie, para desairarlos posteriormente y salir con elegancia, en busca de la descarga certera para sus delanteros. Algún espectador asombrado lo tildó de torero; algo de eso tenía. Afrontaba con naturalidad su rol de conductor. Era un “tiempista” y sabía cuándo debía hacer la pausa o salir de manera explosiva para descolocar a la defensa y dejarla mal parada.
Cayó en un club importante y todos sacaban cuentas, contando los días para verlo debutar en primera. Lo ficharon en la novena, y nadie se opuso cuando le asignaron “la 10”. Poco tiempo pasó para que apareciera un representante dispuesto a cuidar de su futuro y no perderle pisada en su tarea de consejero. Portador de un currículum nada despreciable, había logrado un par de operaciones en las que otros aspirantes al profesionalismo se incorporaran en distintos clubes españoles, y ese dato para los padres de los futbolistas amateurs, no era menor.
Luciano entrenaba sabiéndose dueño de la titularidad, y eso le brindaba la licencia de manejarse de acuerdo a sus ganas. Cumplía… Y nada más. Él quería jugar. Su jerarquía lo ubicaba entre los once, por lo que no necesitaba esmerarse en lo absoluto para impresionar al técnico. Muy por el contrario, tenía en claro que éste lo consideraba irreemplazable, aun en inferioridad física. Prefería ponerlo en cancha a pesar de que alguna lesión lo condicionara, antes que inclinarse por elegir un sustituto.
Los entrenamientos le resultaban tediosos, y el desgaste le parecía excesivo. No se esforzaba en escuchar las apreciaciones de su técnico; no entendía demasiado de planteos ni funciones tácticas. Improvisaba de acuerdo a las circunstancias, y a menudo le salía bien. Sus energías estaban enfocadas al desempeño personal durante los partidos, y se limitaba a rendir de acuerdo a lo solicitado, en las prácticas de fútbol.
Estudiaba los movimientos del preparador físico, y calculaba la trayectoria de sus miradas. Detenía sin excepción sus ejercicios cuando se sabía fuera de su campo visual, para retomarlos cuando volvía a sentirse observado. A la hora de trabajar en pareja, tenía por costumbre elegir a alguno de los más lentos, para colocarse un poco y nada más, por delante de ellos, y no desentonar en su rendimiento. Exprimía al máximo sus posibilidades de evadir el trabajo, y esto le valió el apodo de “Santiago”, o “Santia”, por la mala fama de poco dispuestos a las demandas físicas que se han ganado los oriundos de la provincia de Santiago del Estero.
Llegó a tomar su sobrenombre como un halago, y hasta se creyó más astuto que sus compañeros. Ostentaba un lugar de privilegio en el equipo, y se sentía omnipotente. Conservaba su puesto independientemente de su despliegue entre semana, y le alcanzaba con un par de fintas o pelotazos cruzados en el momento justo, para cosechar el respaldo a su continuidad. Su zurda era precisa y letal. Tocaba a ambos lados con pases cortos, como si en el interior del esqueleto de su pie tuviese un resorte perfectamente calibrado. Sus lanzamientos a larga distancia no diferían demasiado. A lo largo de su desarrollo y mientras se habituaba a los embates puberales, usaba los entrenamientos para “ajustar la mira”, y ejercitar sus cruces al hueco para la proyección de sus delanteros. Nunca fue perfecto; a decir verdad, le faltaba bastante. No tenía la menor idea de cómo pararse para la marca. Era un estorbo fácil de superar para quien lo enfrentara. Nunca se preocupó en aprender, tampoco. Su torpeza en ese aspecto le costó más de una amarilla y un par de veces en las que el fastidio lo desbordó, salió con roja directa; no por haber sido violento, sino por quedar expuesta su falta de conocimientos para poner la pierna. Lo compensaba largamente con su talento con la pelota al pie, como así también jugando sin ella. Obligaba a arrastrar su marca y despejaba el camino para los demás. Se recibió con honores y le otorgaron un máster en picardía. Si quería, podía desnivelar, o hacía desbarrancar a todo el equipo cuando se obstinaba en querer definir de determinada forma cuando se le metía en la cabeza. Le tenían paciencia; más de lo debido o más que a otros que se esforzaban el doble que él.
Todos quienes lo tuvieron a su cargo en el amateurismo, descargaron en más de una oportunidad, el diccionario completo y actualizado de la Real Academia de la puteada argentina, después de haberle pedido especialmente que cumpliera con determinada función y ejecutara tal o cual jugada ensayada durante la semana, para que él dijera que sí, y se despachara con alguna de sus locuras que terminaban desorientando más a los propios, que a los rivales. Se mordían y pateaban el pasto, pero no se atrevían a sacarlo. Sabían que era capaz de abrir el partido en una pelota, o generar por sí solo la jugada que marcaría la diferencia entre ganar o perder un enfrentamiento.
El sueño de la dirigencia, era verlo crecer. Esperaban que madurara y entendiera que de su cambio de actitud, dependería su futuro en el fútbol grande. Una vez que llegó a la cuarta división, creyeron que su horizonte le abriría los ojos. Todos en su categoría observaban al plantel profesional y aguardaban impacientes ser convocados para entrenar con ellos y tener alguna chance de jugar en la reserva. La idea no le quitaba el sueño a “Santiago”. Si se daba, mejor; si no se daba, no le importaba. Confiaba en sus condiciones y se veía debutando en primera, antes o después.
No fue el primero en incursionar “con los grandes”, y a pesar de su aparente indiferencia, la noticia no le agradó para nada. Se mofó del adelantado cuando éste se reintegró a la categoría, y se burlaba del técnico de la primera por lo bajo, descalificando su capacidad en la elección. Quienes estaban más cerca de “Santiago”, advirtieron de inmediato su manifestación de repudio hacia los responsables de optar por otro que no fuese él.
La dureza de los encuentros y la seguidilla de partidos de esa temporada, se llevaron consigo varias lesiones, por lo que no quedó otra alternativa más que seguir convocando juveniles. Se caía de maduro que tarde o temprano tendrían que incorporarlo en los entrenamientos, al menos.
Recibió su llamado sin expresar un solo gesto de satisfacción, como si en realidad se tratara de un acto de justicia que se había demorado más de lo apropiado. Se presentó la mañana siguiente ante el entrenador. Le dieron la ropa y allá salió para ponerse a las órdenes del preparador físico. Sabía que no habría lugar para evasivas y que tendría que demostrar que estaba a la altura de la situación. Quiso dar muestras, por primera vez en su corta carrera, que podía adaptarse y no desentonar con el resto, y se exigió al límite de su resistencia. La práctica duró escasos cincuenta minutos. En otras palabras, la práctica completa se extendió por algo más de dos horas; “Santiago” fue el que claudicó antes de cumplir la primera. Un latigazo lo tomó por sorpresa cuando picó al escuchar el silbato en su afán de cruzar la línea central a la par de sus compañeros, ya habituados a realizar ese trabajo con frecuencia. Cayó antes de poder detener su carrera, tomándose la cara posterior de su muslo izquierdo. El médico lo inspeccionó en el mismo lugar de la caída y lo ayudó a desplazarse hasta un costado. Se quedó sentado en el banco hasta la final de la práctica, con una bolsa con hielo en la zona del pinchazo. Al día siguiente le realizaron una ecografía muscular, que arrojó como resultado la ruptura de las fibras del músculo semimembranoso, por una extensión de 26 milímetros.
“Santiago” nunca había tenido lesiones serias, y este desgarro traía además, la carga de producirse justo cuando menos lo esperaba. Estuvo inactivo por casi un mes, y no hubo revancha para intentar borrar la pálida imagen de su única experiencia con los profesionales.
Todo acto tiene su consecuencia. A su reinserción en la cuarta división luego de aquella lesión que lo marginó del plantel profesional, llegaron a sus oídos los comentarios del descontento del cuerpo técnico por su falta de preparación. “Santiago” cambió todavía más su actitud. Cayó la máscara de la indiferencia y el desinterés, dejando al descubierto su resentimiento y desacuerdo por no contarse en la lista de los candidatos para mezclarse con los profesionales.
Si antes eludía el trabajo y se limitaba al fútbol específicamente, dejando el físico a un costado por el simple propósito de no querer exigirse, luego de la frustración de saberse excluido, su rendimiento en general fue cayendo. Conservó su lugar entre los titulares, aunque fue más por la necesidad de ponerlo en cancha debido a la ausencia en el plantel de otro jugador de sus características, que por mérito propio. Alternó buenas y malas. Mantenía intactas sus condiciones, pero su estado no le permitía explotarlas. Siguió generando el juego que estaba acostumbrado a mostrar cada vez que participaba, como así también fue responsable de sacar al equipo adelante en más de una oportunidad. Entregaba magia a cuenta gotas, pero su estancia en el club tenía ya pronta, la fecha de vencimiento.
Concluyó la temporada, y ya corrían los rumores acerca de los posibles futbolistas que serían dejados en libertad de acción. “Santiago” se resistía en su interior a creerse prescindible. Mantenía su orgullo inalterable, pero poco quedaba plasmado en la cancha de lo que él pretendía demostrar. Alguno de sus compañeros se sorprendió cuando su nombre fue anunciado; fueron los menos. La mayoría sabía que no le hacía bien al equipo su inclusión, y lo mejor para el grupo era su separación.
Sin haber formado parte de sus planes inmediatos esta situación, y sin representante que lo ubicara en otro club de primera, se vio superado por su realidad y no supo qué rumbo seguir. Aquel personaje importante que la hablara de euros y contratos en el exterior, ya no contestaba sus llamados y había dejado de verlo al promediar la temporada anterior.
No había terminado sus estudios secundarios, y no tenía intenciones a esa altura de salir a buscarse algún trabajo. Firmó su primer contrato en un equipo del Nacional B, por un contacto que le consiguió su padre. Aceptó a regañadientes, sin demasiadas opciones para elegir, y decidido a tomarlo como paso previo a su regreso a la “A”. No cambió su actitud, como hubiese sido necesario para afrontar esta nueva chance, y la desperdició demostrando otra vez, que no le interesaba esmerarse para ponerse en forma. Deambuló sin trascendencia por dos equipos de la misma categoría sin cambiar su suerte, ni buscar tampoco que eso ocurriera. Siguió en su decadente tránsito por el ascenso sin encontrar dónde establecerse. Bajó a la “B” Metropolitana, y recorrió dos Instituciones más. Quebrado ya su amor propio y asimilando finalmente que su destino no era otra cosa que el resultado de su comportamiento, decidió disfrutar de lo que le quedaba de actividad, sabiendo que luego del retiro irremediable, debería afrontar una vida sin fútbol y sin otra experiencia laboral como para defenderse. Vivía al día, y eso sucedía si cobraba todos los meses. La realidad financiera del club no era distinta a la del resto de los equipos de la categoría, por lo que trató de amoldarse a los vaivenes de una economía fluctuante y acostumbrarse a saber manejar el dinero.
Echó raíces finalmente en un club de la zona Oeste del Gran Buenos Aires, no muy lejos de su casa de la infancia. Se encariñó con los dirigentes y encontró la contención que nunca había tenido en su carrera. Se sintió a gusto y su bienestar se hacía notar en la cancha. Se ganó rápidamente el respeto y el cariño de la hinchada; más aún luego de salvarlos de la promoción el primer año, y ponerse el equipo al hombro para llevarlo a la lucha de mitad de tabla para arriba, donde hacía ya largos años que no subían.
Se ganó la cinta de capitán, en reconocimiento a su entrega y por su capacidad para convertirse en el referente del grupo. Cumpliendo su quinta temporada en la Institución, se realizó un pequeño homenaje en su honor, y se le entregó una plaqueta, con motivo de sus doscientos partidos vistiendo la camiseta.
La jornada amaneció gris; el viento cambiaba de dirección, indeciso entre llevarse las nubes o provocar la caída de la lluvia. El público local no dudó en acudir al estadio a pesar de la inestabilidad climática y los pronósticos de una eventual granizada. Finalmente quedó en anuncios. La tarde acompañó la realización del encuentro sin sol, pero con la temperatura acorde para el mes de setiembre. Cayó alguna que otra gota; nada más. La parcialidad se puso de pie y ofreció su sentido aplauso cuando el nombre de Luciano Espinosa fue anunciado en los altavoces para hacer la entrega del presente. Una bandera con los colores del club, cayó desde lo alto de la tribuna popular, con la leyenda “Gracias Santiago”, y su figura estampada con los brazos en alto, en medio de ella. Lo único que faltó para que la fiesta fuese completa, fue la victoria. A cambio de eso, un pálido empate en cero, cerró el encuentro.
La mañana del lunes siguiente, “Santiago” pasó por la radio de la ciudad, invitado por la producción de un programa deportivo, para hablar de su presente en el club y para conocer a la persona más allá del fútbol.
- Y como habíamos prometido durante la transmisión del partido del sábado, tenemos hoy la visita del señor Luciano Espinosa, “Santiago” para quienes lo conocemos y lo seguimos durante todo este tiempo en el club de nuestra ciudad… - Arrancó el locutor y periodista.
- Contanos cómo fue que uno de los equipos considerados “cinco grandes” te dejó libre en la cuarta división, y se privó de la categoría de un jugador como vos…- Se escucharon las risas de “Santiago” en el micrófono al concluir la oración, y antes de ponerse serio para dar inicio a su reflexión.
- Creo que nada sucede porque sí. Tuve la suerte de hacer las inferiores en un gran club. Me ofrecieron todo lo que un futbolista puede pretender para llegar a jugar en primera. Haciendo un análisis ahora, estoy seguro que me hubiera manejado de otra manera si pudiera volver a vivir lo que viví en esa oportunidad. El fútbol es muy distinto a lo que se ve desde afuera. La vida del futbolista es muy sacrificada desde las inferiores. Entrenás todos los días y tenés que entregar todo en cada práctica. Son muchos los que quieren tener la oportunidad de llegar, pero son muy pocos los que lo hacen. Cuando le decís a la gente que jugás al fútbol, independientemente del equipo en el que estés, piensan que estás “salvado” económicamente. Algunos se salvan, pero son los menos. Los que emigran al exterior hacen la diferencia y pueden hacer “fortunas”, pero la realidad es que son muchos más los que se las rebuscan acá y no todos los que juegan en la “A” ganan tanto. La realidad del ascenso es otra historia. Vivís al día, y en algunos casos, cobrar en término ya es un milagro. Una vez que se termina, hay que salir a buscar otra cosa. El fútbol es un negocio muy grande, pero no todos entramos en el reparto.
- ¿Y entonces? ¿A vos qué te pasó?
- Tuve todo para llegar… Pero me di cuenta tarde. Pensé que estando ahí, llegaría. Fui siempre titular, pero me la creí demasiado. No entrenaba como debía y a la hora de decidir, me dejaron afuera. Mi desenvolvimiento en lo personal no fue bueno. Me creía un vivo bárbaro, y cuando descubrí que me había equivocado, ya hacía dos años que recorría los clubes tratando de asimilar la bronca de haber perdido la oportunidad.
- Categoría no te faltaba…
- Con eso solo no alcanza. Si vos estás en una empresa y tu trabajo no genera ganancias, a la empresa no le servís, por más Títulos que tengas. No sos útil para sus objetivos. Acá es lo mismo. Si no entregás nada al equipo, vas a quedar libre, o te van a pedir que busques otro club. Cuando estaba en las inferiores creía que era Gardel. Hoy miro para atrás, y veo a un gil que se la pasaba haciendo “play back”. (Risas)
- ¿Te sentís cómodo ahora? ¿En el club?
- ¡Claro! Encontré mi lugar. Me brindaron el afecto y la contención que necesitaba. Me hicieron sentir importante para el equipo después de mucho tiempo, y me dediqué a devolverles el cariño y la confianza que pusieron en mí, en esforzarme en cada entrenamiento.
- Está claro que te identificaste enseguida con la gente y ellos también con vos. ¿Hasta cuando tenés contrato?
- Me queda este año y otro más… En enero del 2013, veremos.
- ¿Estás pensando en el retiro?
- No sé. Por ahora me enfoco en rendir para el equipo y pelear lo más arriba posible. Los pibes de hoy vienen con mucha fuerza y hay que seguirles el ritmo; lo físico pesa mucho.
Igual ya tengo con mi hermano la casa de deportes que abrimos el año pasado, así que si no puedo seguir, me dedicaré a eso.
- ¿Algo que quieras decirle a la gente que te escucha?
- Sí… Gracias por todo el cariño que me brindan. Soy un agradecido del fútbol. A pesar de que las cosas no se dieron como pensé en un principio, igual estoy satisfecho de que la gente haya confiado en mí. Hoy sigo viviendo del fútbol, que es lo que me gusta…
- Gracias Luciano por tu visita. Te deseamos lo mejor, y tenés las puertas abiertas para venir cuando quieras.
- Gracias a ustedes, por invitarme…