Capítulo IV

UN NEGOCIO EN RIFLES

ImagenAJARON la escalinata. En realidad, formaban una pareja antagónica que desentonaba estrepitosamente. Quimby, al lado de Gene, parecía un hombrecillo insignificante que le servía sólo para contrastar su magnífica silueta que él se esforzaba en dar mucho más relieve que el que poseía.

Para muchos, la composición de aquel grupo era un buen síntoma. Gene se había metido en el bolsillo de su levita la autoridad del sheriff y desde aquel momento sólo sería un muñeco decorativo a las órdenes del imponente tahúr.

Cuando alcanzaban el final de la escalera, Gene se detuvo un momento contemplando un grupo de tres individuos que acababan de entrar en el salón. Quimby no dejó de fijar también su atención en ellos, quizá porque había observado que eran hombres que interesaban al tahúr.

Se trataba de dos tipos altos y bien formados, de facciones enérgicas y duras. Al sheriff se le antojaron texanos de pura raza. Los dos vestían el atuendo vaquero y parecían conservar en sus ropas polvo de una jornada larga y dura. El tercero era un mexicano, también alto y llamativo, de rostro curtido por el sol, ojos vivos y penetrantes y mentón fuerte y enérgico.

Este último vestía la chaquetilla, de terciopelo negro. Ajustada a los riñones, el pantalón ceñido a la pierna para después ahuecarse en la parte baja, la camisa blanca abullonada a la faja de un rojo violento, pendiente de ella el revólver y un machete enfundado en una vaina oscura y labrada a mano.

Se había despojado del ancho y cónico sombrero y sonreía mostrando una blanquísima dentadura de lobo.

Los tres avanzaron al descubrir a Gene, pero al darse cuenta de que quien le acompañaba era el sheriff, se detuvieron indecisos. El tahúr comprendió la causa y, sonriendo, avanzó arrastrando a su compañero.

—Venga, Quimby —le dijo—, voy a presentarle a usted a unos buenos amigos.

Se adelantó al grupo que esperó temeroso. Gene, sonriendo, dijo:

—Hola, Freud, ¿qué hay, Lesser? Bienvenidos a El Paso. Acercaros, que tengo el gusto de presentaros al señor Quimby, nuevo sheriff del poblado. Es un gran amigo mío y espero que lo sea también vuestro.

Los dos aludidos saludaron cortésmente al sheriff, quien les acogió con una sonrisa inocente y Freud, indicando al mexicano que parecía tener concentrada su mirada en el sheriff, dijo:

—Nosotros tenemos el gusto de presentarte a Juan Paredes, un gran amigo nuestro de Presidio del Norte. Le hemos encontrado en Ciudad de Juárez, donde hemos estado una temporada y le hemos invitado a pasar unos días con nosotros. Esperamos que te sea tan grato como merece.

—¿Cómo no? Los amigos de los amigos son amigos míos. Tendré gusto en invitarles a tomar una copa en mi despacho. Pasar, allí ha quedado Verónica que os atenderá. Soy con vosotros enseguida.

Los tres ascendieron la escalera camino de la galería. Gene siguió hacia adelante con Quimby.

—Bueno, sheriff —dijo—, no quiero acapararle más tiempo porque podía provocar la envidia de mis compañeros. Supongo que sentirá deseos de dar una vuelta por los diversos locales del poblado. Si cree que le puede servir de algo, puede afirmar que somos viejos y antiguos amigos y que ya hemos cambiado impresiones. Seguramente esto le evitará muchas palabras inútiles.

—Lo tendré en cuenta, Gene. Veo que su nombre aquí es una especie de «ábrete, sésamo».

—¡Phs! Mis compañeros me distinguen, quizá, porque mi negocio es el más importante. Desde luego, puedo asegurar que todo me lo consultan y que siempre trabajan de acuerdo conmigo.

—Encantado. No le detengo más. Su nuevo amigo, ése que viene de Presidio, debe estar impaciente por saborear sus ricos licores. ¡Sería un ultraje hacerle esperar!

Gene sonrió. Quimby había jugado con la frase de un modo muy suave, pero al tahúr no se le había escapado la doble significación de la palabra.

—Los españoles fueron unos bromistas poniendo nombres a los pueblos. Si yo mandara en México, haría cambiar eso de Presidio. Suena mal al oído.

—Sí y se presta al equívoco. No pretendí hacer alusiones gratuitas. Si acaso mi espíritu, un poco burlón, no quiso desaprovechar la ocasión de hacer un juego de palabras de lo más inocente que se puede imaginar. Por lo demás, hay presidios muy cómodos y de los que se sale. Lo peor de un paisaje en el Oeste son los árboles; ésos sí que constituyen peligro, sobre todo cuando poseen ramas recias y transversales, capaces de sostener una buena cuerda y doscientas libras de peso en el nudo. Si mi opinión valiese de algo, mandaría desmochar todos los árboles al alcance de mi vista.

Gene sonrió de un modo agrio al oír la alusión, pero dejando caer su mano sobre la espalda de Quimby comentó:

—No se preocupe de los árboles, son como los precipicios, se han hecho para los buenos jinetes que tienen la cabeza sólida para cruzarlos sin perderla. El que no valga para ello, que se retire.

—Así es, en efecto. En fin, dejaremos la obra de la Naturaleza tal como está. Nosotros, pobres mortales, no somos los llamados a enmendarle la plana.

Se despidió de Gene con un apretón de manos y cruzó el salón para salir. Adivinaba, todas las miradas clavadas en él y avanzó sin volver la cabeza hasta alcanzar la calzada.

Ya fuera, respiró como un fuelle. Había tenido que realizar esfuerzos insospechados de paciencia para aguantar sonriente toda su conversación con Gene, pero salía satisfecho del local. Había averiguado muchas cosas y aún le faltaba por averiguar otras muchas.

Y sin querer visitar más locales por aquella noche, se dirigió a dar una vuelta por el río. Sentía inquietud por Merrit y quería vigilar por su propia cuenta

***

Gene, cuando se vio libre de la presencia de Quimby, volvió al despacho donde le esperaban con impaciencia los tres viajeros. Se adivinaba en la tensión de sus rostros que no se sentían muy a gusto con la presencia de Quimby en el poblado.

Gene se sentó delante de su mesa y comentó:

—¡Cuánto habéis tardado! Estaba sospechando que os pudiese haber sucedido algo.

Freud, fríamente, repuso:

—¿Quién es ese tipo en realidad, Gene?

—El nuevo sheriff de El Paso.

—No me gusta nada, Gene —afirmó el desertor—. Tiene ojos de halcón y nariz de aguilucho.

—Comprendo que la Naturaleza no ha sido muy pródigo con él en encantos, pero parece un buen hombre.

—¿Tú lo crees? No me gustan los sheriffs, Gene. Los prefiero quietecitos bajo tierra con los brazos cruzados sobre el pecho, sin que puedan llevar la mano al costado. Como Lovel.

—Y yo, Freud, pero hay que ser un poco cauto, Hemos eliminado ya dos seguidos. Nos envían un tercero y si también lo eliminásemos por la vía más apremiante, corremos el riesgo de que se convenzan de que un sheriff aquí es una gota de agua en el mar y nos envíen una compañía de batidores. La perspectiva no es muy alegre y me agrada más poder conservar aquí uno como figura decorativa que nos cubra las apariencias.

—¿Y tú crees que le has encontrado?

—No lo sé aún, Freud. Le he tanteado esta noche por primera vez y no parece que se muestre muy animado a ponerse frente a nadie. Quinientos dólares o algo más al mes por no enterarse de lo que sucede de puertas adentro, parece que no le han desagradado. Me ha puesto algún reparo a lo que podían pensar de él si tuviera que confesar que esto es un jardín lleno de flores y le he prometido ofrecerle alguna presa para que cubra el expediente. Eso le ha satisfecho. Ya sabes que nunca nos falta a mano algún estorbo que liquidar. Nos ayudaría a ello y le serviría de justificante a su actuación. Es cuanto puedo decirte por ahora.

—¡Hum! —Gruñó Freud—. Te digo que no me gusta. Parece muy suave y sonriente, pero tiene unos ojos que son dos puñales. No te fíes del agua mansa, Gene.

—Yo no me fío de nadie, Freud —afirmó el tahúr fríamente—; pongo las cosas a prueba y entonces obro. Creo que de momento debemos dejar esta conversación e ir a lo que interesa. ¿Qué noticias traes?

—Buenas. El amigo Paredes, aquí presente, nos ofrece un alijo de quince mil rifles mexicanos, último modelo y una dotación de cartuchos consistente en quinientos para cada rifle. También tiene mil machetes y otros tantos cuchillos de monte magníficos.

—¿Qué pide el amigo Paredes por todo eso?

El mexicano sonrió mostrando su hermosa dentadura y repuso:

—No mucho, manito. Veinte dólares por rifle con sus dotaciones, diez por cada machete y cinco por cada cuchillo.

—Total —dijo Gene haciendo rápidamente números sobre un papel— cuatrocientos cincuenta mil dólares, ¿no es eso?

—Algo así manito.

—¿Puestos dónde?

—A la otra orilla del Grande. El paso hasta aquí, por vuestra cuenta.

Gene denegó con la cabeza.

—No es negocio, Paredes. Ofrezco doscientos cincuenta mil. La diferencia, para nosotros por el riesgo.

—No puede ser, ¡maldita sea Sonora! —afirmó el mexicano—. Por ese precio, ni robados.

—No me irá a decir que los han fabricado para usted exclusivamente.

—Bueno, acaso no, pero es igual. Sepa que he tenido que pagar muchos pesos para distraerlos del armamento destinado al general Gómez, que los esperaba para hacer su revolución, manito. Tuvimos que pelear de firme o así con sus hombres que los escoltaban y tuvimos bajas. He pagado mucho y corro el riesgo de que aún los descubran y hasta me echen mano al cuello por esto.

—No me importa el procedimiento, Paredes, sino el precio. Mis amigos me llamarían ladrón si tuviese que cargar a esa cantidad nuestras comisiones, compréndalo.

—¿Y lo que puede ganar manejándolos bien?

—Eso es cuenta aparte. No doy más de esa cantidad. Tenga en cuenta que ahora me queda lo difícil. Pasarlos a este lado y hacerlos llegar a su destino. Piénselo.

Hubo un terrible forcejeo entre Paredes y Gene para fijar el precio. Por fin, quedó acordado en trescientos mil.

—¿Cuándo podremos hacernos cargo del material? —preguntó Gene.

—Dentro de quince días justos. Tengo que volver a Presidio y organizar las barcazas que lo suban por el río hasta cerca de aquí.

—Bueno, mientras nosotros prepararemos el traslado a esta parte de El Paso. ¿Cuáles son sus condiciones de pago?

—La mitad al cerrar trato y la mitad al entregar el armamento.

—Mañana tendrá el dinero, pero le acompañarán mis hombres otra vez y no le dejarán hasta que todo esté listo para la entrega. No quiero correr riesgos.

—¿Me hace la ofensa de pensar que puedo quedarme con el dinero o así?

—Yo le preguntaría al general Gómez qué piensa de usted respecto a ese alijo.

—Gómez es un traidor que pretende levantarse en armas contra nuestro gobierno.

—Y usted se aprovecha. En lugar de denunciarle y entregar el armamento, lo cede al mejor postor. Escuche, Paredes, todos somos lobos de la misma camada. Nos conocemos y no hay injuria en desconfiar unos de otros. Si yo le dijese que me entregase el alijo para pagárselo después de una vez ¿a qué no me lo entregaba?

—¡Bueno va, manito, dejémoslo así! Mañana vendré a cobrar.

—Y mañana mismo se volverán en busca de los rifles. Los esperan con impaciencia.

Gene llenó los vasos y todos brindaron por el éxito del negocio. Poco más tarde, Paredes abandonaba el garito para dirigirse a un hotel que le había sido indicado por Freud.

Cuando los tres volvieron a quedar solos se miraron expresivamente. Gene preguntó con voz incolora:

—¿Qué proyectos son los vuestros?

—Podíamos quitarle ese dinero.

—¿Para qué? No tendríamos armas, que es lo que interesa.

—¡Ah, claro! Es que me da lástima que se lo lleve. ¡Para lo que le han costado los rifles!

—Sí, pero para nosotros no sería un mal negocio pagar solamente ciento cincuenta mil dólares. Podemos sacar más de medio millón por ellos.

—¿Cómo?

—No tenéis inventiva para nada. Escucha. Vais a ir con él y no le vais a dejar de la mano un solo momento. Cuando el alijo esté preparado y río arriba, lo haréis conducir a San Elizario, en la orilla fronteriza. Allí será el lugar donde nos haremos cargo de las armas. Yo enviaré a Jones Cooper y a Stone para arreglar lo del traslado. Tú le informarás del número de gente que custodia el alijo y él cruzará el rio y me lo dirá. Entonces mandaremos barcazas a recogerlo, pero con más gente que ellos traigan. Lo demás es fácil. Caerán por sorpresa sobre ellos y no dejarán uno. Luego se traen el alijo y nos encargamos de hacerlo llegar a su destino. ¿Cómo vendrá para pasar inadvertido?

—En fardos declarados, como pieles curtidas. Vendrán asignados a nombre de Houston en Tobin, en la raya de Nueva México, ya sabes que comercia en pieles. Una vez allí no hay más que correrlo a todo lo largo de la divisoria y hacerlo entrar por Mont Clair a Pecos. Lo demás no nos incumbe, en cuanto nos entreguen el dinero.

—Está bien estudiado. Procurar que los fardos no sean sospechosos. Hasta ahora las cosas marchan bien, pero no olvidéis que las armas que hemos conseguido son insignificantes. Éste es el primer alijo de importancia que conseguimos. Espero que con otro parecido redondeemos nuestro negocio. Después…

—Procuraremos darnos prisa en lograr otro. En cuanto suene una docena de tiros, el Gobierno se pondrá en movimiento y ya no será fácil pasar más. Habrá que advertir a esa gente que esperen a que traigamos el resto. Después, que disparen.

—Está bien. Yo enviaré un recado al capitán Jefferson para que tenga esto en cuenta. A él le conviene frenar un poco sus ímpetus, pues si así lo hace y cuenta con armas suficientes, podrá levantar un ejército de treinta mil hombres que darían mucha guerra a esos cerdos de nordistas.

—¿Volverás a enrolarte en el ejército, Freud?

Éste sonrió siniestramente, afirmando:

—Por un poco tiempo, Gene. El suficiente para dar unos cuantos golpes sobre seguro en sitios que ya tengo escogidos y levantarme con un buen puñado de dólares. Luego me esfumaría de estas tierras donde la cabeza me olería a pólvora, pues no soy tan tonto que crea que el levantamiento va a ser eficaz y me iré a Detroit. Tengo un gran proyecto para el porvenir y allí podré desarrollarlo a mi gusto.

—¿Y tú, Lesser, qué harás?

—Tendré que pensarlo aún, Gene. No me entusiasma la guerra. Yo tengo mi especialidad. Cuando vayan a estallar los tiros, cuento con unos cuantos amigos que me ayudarán a hacer una visita a ciertos Bancos de la región. Quizá también allí haya bronca, pero será algo rápido y productivo. Dos o tres golpes buenos y rápidos ahora que no los esperan, serán suficientes para un buen negocio. Después me seduce más Florida, donde puedo darme una gran vida. ¿Y tú, Gene?

—Yo no me moveré de aquí, a menos que las cosas se pongan feas para mí. Esto es un negocio tan bueno como otro cualquiera, y yo, ya sabéis que arrastro una mujer detrás de mí. Sería tonto exponerla a contingencias desagradables, cuando al frente de este garito podemos vivir muy bien. Si el asunto fracasara, sus elementos se dispersarán si no caen antes y todo volverá a su cauce. Entonces esto será de nuevo lo que es o más y yo viviré tranquilo y sin molestias. He ganado dinero y con lo que saque de este par de alijos, tendré lo suficiente para vivir bien. ¿No es así, Verónica?

Ella, que no había desplegado los labios en toda la noche, contestó sonriendo:

—Será lo que tú quieras, Gene. Yo sé que tú te preocupas más de mí que de ti mismo. Lo que hagas, estará bien hecho.

—En ese caso podéis marcharos a dormir que estaréis cansados. Mañana volver con Paredes y le daré el dinero. Necesito que esto se acabe lo antes posible.