Capítulo V
UNA EMBOSCADA
UMPLIENDO las
instrucciones de Quimby, Merrit se dirigió al río. El vetusto
puente de madera que unía las dos ciudades gemelas, era su objetivo
y aunque en realidad no sabía qué podría descubrir en él, ni por
dónde empezar sus gestiones, se dispuso a cumplir su cometido lo
mejor posible.
La noche no estaba muy clara. No había luna y solamente el tenue fulgor de las estrellas iluminaba aquella parte.
Como una sombra, se deslizó hacia la orilla y paseó a lo largo, echando profundos vistazos al río.
Éste se deslizaba murmurando sordamente. Su extenso caudal, un tanto aumentado por ciertos aluviones de primavera, corría con bastante rapidez, batiendo las orillas, y las barcas y barcazas de carga que había atadas a las márgenes se mecían con violencia al embate de la corriente.
Alguna luz indecisa temblaba en el agua. Procedía del farol de una barcaza cruzando de orilla a orilla, pero el tráfico fluvial a aquellas horas era casi nulo. A no ser por razones especiales, nadie se aventuraba a pasarlo en la oscuridad peligrosa de la noche.
A lo largo de la ribera se veían amontonadas cajas y fardos dispuestos para el embarque, bien por ferrocarril hacia el interior, bien por barca a los pueblos ribereños, y algunos tripulantes se afanaban en preparar sus mercancías para lanzarse río abajo apenas luciese el sol.
La luz de aquella barca que avanzaba de través buscando la orilla americana, llamó la atención de Merrit. Le parecía demasiado expuesto cruzar el rio de noche y sintió deseos de saber quién se exponía de aquella manera.
Un enorme montón de fardos le brindaba una buena atalaya. La barca parecía dirigirse rectamente hacia aquel lugar y desde él podría distinguir a los pasajeros.
Un cuarto de hora después, la embarcación atracaba en la orilla y de ella saltaban tres hombres. Los distinguió vagamente a la luz del farol colgado del palo cuando se disponían a saltar a tierra y todo lo que pudo apreciar con certeza fue que uno de ellos era un mexicano.
Le intrigaron los pasajeros. Un mexicano con dos americanos a aquella hora desembarcando con sigilo, parecía encerrar un misterio y Merrit entendió que la suerte le había favorecido.
Les seguiría y se enteraría dónde iban. Después, habría tiempo de realizar más indagaciones.
Los tres se detuvieron un momento cerca de los cajones. Debían sentir necesidad de atascar y encender sus pipas que el aire del río no les permitió encender antes porque los tres se dedicaron a la misma operación.
Esta coincidencia sirvió para que Merrit captase algunas frases cruzadas entre ellos.
Fué el mexicano el primero que habló, para decir:
—¿Es aquí donde habrá que desembarcar la mercancía?
—No creo —dijo otra voz—, aunque la cosa está tranquila hay otros lugares más solitarios. Eso nos lo dirá Gene, cuando le visitemos en Valley Rock.
Merrit sonrió. El nombre del garito le decía mucho y como Quimby le había advertido sobre su verdadera misión, entendió que acababa de coger un hilo bastante apreciable.
Encendieron las pipas. Uno de ellos advirtió:
—Espero que en estos quince días no haya sucedido nada desagradable, pero bueno será tomar precauciones. Creo que por aquí habrá alguien de los nuestros.
Al desgaire empezó a silbar la melodía del estribillo de una canción titulada Yo quiero ser vaquero, canción que estaba en boga en el garito de Gene y poco después alguien respondía haciéndole el coro.
—Debe ser Stone —dijo el que silbaba—. Veamos, seguidamente, alguien se acercaba al grupo silbando la canción. El pasajero llamó:
—¿Eres tú, Stone?
—Hola, Freud —dijo el aludido—. Sí, yo soy.
—¿Algo de particular?
—Nada. Todo está tranquilo.
—Bien, entonces que te diviertas. Vamos a ver a Gene.
El grupo se alejó hacia el interior del poblado y Merrit, después de dejarles que se alejaran un buen trecho, abandonó su escondite y sigilosamente se lanzó tras las huellas de los misteriosos sujetos.
Pero así como se había preocupado de comprobar que el llamado Stone no podía descubrirle, no se cuidó de comprobar si en derredor podía haber algún otro espía que le vigilase y por ello no vio cómo un individuo que se recostaba sobre unas seras de frutas fijaba su atención en él y se desprendía de su punto de apoyo para seguirle con curiosidad manifiesta.
Y así, cuando comprobó que seguía las huellas de los tres pasajeros, retrocedió rápidamente y buscó a Stone que había vuelto a su puesto.
—Date prisa, Stone —advirtió—. He descubierto un tipo larguirucho que estaba emboscado detrás de aquellos cajones y que ahora va tras ellos al Valley Rock. Tráete algún muchacho para que nos ayude a cazarle.
—Con un tiro en los riñones hay bastante —afirmó Stone desenfundando el arma dispuesto a correr tras Merrit y cumplir su amenaza.
Pero su compañero le detuvo, diciendo:
—No seas bestia. A lo mejor no obra por su cuenta y conviene saber quién le manda. Gene podría molestarse por haber obrado así.
Stone silbó quedamente y cuatro individuos que al parecer surgían de las tinieblas, se le unieron.
—Seguidme —dijo—, hay que cazar a un tipo sospechoso. Nada de tiros. Sólo cazarle.
El grupo apresuró el paso hasta situarse a cierta distancia de Merrit. Éste, atento a seguir al trío, no volvía la cabeza al no sospechar el peligro que corría.
Stone señaló un grupo de casas, diciendo:
—Rápidos. Dar la vuelta a esas casuchas. Le cortaremos el paso cuando intente rebasarlas.
Y así sucedió. En el momento en que alcanzaba la esquina para seguir a distancia al mexicano y sus compañeros, se le echó encima el grupo. Fué cosa instantánea que no le permitió llevar la mano al revólver. Una docena de brazos cayeron sobre él, atenazándole y cuando Merrit quiso darse cuenta de la emboscada, se sintió oprimido como si le hubiese enroscado un pulpo.
Pero el huesudo comisario engañaba a simple vista. Parecía un esqueleto próximo a desarmarse, cuando en realidad era un sólido montón de trozos de roca difíciles de desencuadernar y apenas se sintió tan fieramente aprisionado, realizó un terrible esguince para zafarse la presión y consiguió que los seis aferrados a él girasen tomando su cuerpo como un eje, igual que si se tratase de las aspas de un molino.
Uno de ellos, mal agarrado, salió despedido a larga distancia y Merrit, rugiendo fieramente, siguió intentando sacudirse la presión, al tiempo que empleaba sus largas zancadas en patear en las piernas a los que alcanzaba.
Hubo rugidos de dolor, blasfemias y maldiciones. Alguien se soltó para golpear al comisario en el rostro, pero al repetir la suerte, se vio con un dedo cogido entre los duros dientes de su víctima y emitió un alarido que impresionó a sus compañeros sin que éstos se aviniesen a soltar a aquella fiera esquelética.
En el forcejeo, cayeron a tierra. Merrit se revolvió como un lagarto tratando de truncar aquel abrazo colectivo que le imposibilitaba toda defensa y en parte lo consiguió. Entonces, valido de sus duras piernas, empezó a patear fieramente y los cuatro indeseables, que aún luchaban con él, se vieron obligados, por instinto de defensa, a soltarle para iniciar el ataque de manera más contundente y dramática.
Merrit, quebrantado, pero rabioso, saltó como un muelle y se puso en pie dispuesto a llevar la mano al revólver y despachar a tiros a aquellos sapos, pero como eran muchos sus enemigos y no podía atender a todos a un tiempo, no pudo evitar que Stone saltara sobre él con el revólver empuñado por el cañón y le aplicase un golpe feroz en la cabeza.
Merrit emitió un gemido de angustioso dolor y separó la mano de la cintura para llevársela al sitio ferozmente golpeado, pero no tuvo tiempo para hacerlo. Perdió el conocimiento y se desplomó con un crujido de huesos que parecían haberse desgarrado al golpe.
Stone, cojeando a causa de una feroz patada que había recibido, bramó:
—¡Maldito esqueleto! ¿Quién podía haberle supuesto tan duró? Si me descuido un segundo se deshace de nosotros por no haberle fogueado.
Sus compañeros se arremolinaron en torno al caído. Uno de ellos vociferaba fieramente y mostraba su mano con un dedo casi colgando:
—¡Dejarme que le patee la cara! —bramaba.
—¡Quieto! —ordenó Stone—. Eso antes. Ahora conviene llevarlo de aquí y dar parte al jefe. Si es un espía se alegrará mucho de tenerle en sus manos para obligarle a cantar.
—¿Dónde le llevamos, al Valley Rock? —preguntó uno.
—¿Cómo vamos a presentarnos allí con esta carroña? Lo mejor es llevarle a la barca y dejarle bien amarrado. Luego me acercaré yo al salón a dar cuenta a Gene. Vamos.
Entre tres cargaron con él y hundidos en las sombras, se dirigieron nuevamente hacia el río. Nadie parecía haberse dado cuenta de la feroz pelea, pero aunque alguno la hubiese presenciado, allí la gente tenía por saludable costumbre no meterse en los asuntos que en nada le afectaban.
Cuando alcanzaron la barca que había sido amarrada a la orilla, saltaron dentro y depositaron el cuerpo exánime de Merrit en los húmedos tablones. Stone ordenó:
—Acercar ese farol. Tengo curiosidad por verle la cara a esta cigüeña.
Tomó el farol y lo arrimó al caído. Al hacerlo, algo brilló sobre su destrozada camisa y al fijar sus ojos en el brillante objeto, emitió un silbido:
—¡Cuerpo de Satanás! —rugió—. ¡Un comisario del sheriff!
—¿De qué sheriff? —preguntó otro extrañado, pues no tenía noticias de que la plaza de Lovel hubiese sido cubierta.
—¿No lo sabías? —Gruñó Stone—, pues se han corrido las voces ya por todo el poblado. Hoy ha llegado un nuevo sheriff a El Paso. Pronto han empezado a actuar.
—Esto es más serio —apuntó uno—. ¿Qué podemos hacer con él? Yo creo que si le arrojamos al río con una buena piedra al cuello, que le busquen después y también al que le ha mandado con los peces.
—No es mala idea, pero creo que ahora es más necesario que el jefe sepa lo que sucede. Si han olfateado algo es necesario que lo averigüe.
Con una buena cuerda de las que había en la barca, le amarraron sólidamente y después de dejar a su cuidado a dos de los peleadores, Stone dispuso que los otros vigilasen atentamente, mientras él iba a dar cuenta de lo sucedido.
Cuando llegó, Gene se encontraba conferenciando con el mexicano y sus dos compañeros y no pudo interrumpirles. Impaciente, se fue al mostrador y allí quedó esperando hasta que se le brindase la ocasión de poder hablar con Gene o con alguno de los recién llegados.
***
Quimby abandonó el garito y se encaminó al río dando un rodeo. No esperaba que nadie le siguiese, pero no quería obrar descaradamente, por si acaso.
Procurando pasar inadvertido, recorrió toda la orilla buscando en las sombras. La tranquilidad allí era absoluta y no descubría nada sospechoso.
Pero tampoco conseguía encontrar a Merrit. Éste debía hallarse en alguna parte del río y le extrañaba que en los varios paseos que ya llevaba dados no tropezase con él.
Y debía encontrarle. Estaba seguro de que su fiel comisario era incapaz de desatender un servicio que le encomendase y solamente en el caso de haber conseguido descubrir alguna pista y seguirla, podía significar que no se encontrase por allí.
Cansado de dar vueltas en vano, decidió marchar a las oficinas. Si Merrit seguía alguna pista, ya retornaría a darle cuenta de su actuación.
Pero transcurrió el resto de la noche sin que el comisario diese señales de vida y Quimby, inquieto, perdió su habitual flema y se convirtió en un hombre completamente distinto al que era.
No había razón alguna para que Merrit no estuviese ya de vuelta en las oficinas. La única razón poderosa que podía habérselo impedido, era haber sufrido un tropiezo y si lo había sufrido, tanto Gene como Freud y Lesser no podían ser ajenos a él.
Cuando fue de día, retornó al río. Ahora se hallaba dispuesto a abandonar toda prudencia. Necesitaba encontrar a Merrit, vivo o muerto y lo encontraría, aunque tuviese que enfrentarse con el poblado entero.
Su táctica había durado lo que una voluta de humo. Ya no podía apelar a la bondad y a hacerse el distraído sobre lo que pudiese suceder en los garitos. Estaba por medio la vida de su fiel ayudante y él era responsable absoluto de ella.
Pensaba en alguna imprudencia de Merrit, pero le conocía bien de haberle tenido a sus órdenes en el frente y sabía que no era un loco que se metía en la boca del lobo sin meditar antes lo que hacía.
Esto venía a descubrirle que la organización para la introducción de alijos estaba muy bien montada. Seguramente todo lo largo del río estaba fieramente vigilado y cualquier sospechoso que pretendiese meter la nariz al borde del agua, corría el riesgo de no intentarlo otra vez.
Descaradamente, dándose a ver de cuantos pululaban por la orilla, husmeó en las barcas, registró alguna sin siquiera pedir permiso para ello y arrostró las furibundas miradas de la gente que seguía sus movimientos con encono y desconfianza, preguntándose qué podría buscar con tanto empeño.
Pero no encontró nada. No podía encontrarlo, porque llegaba demasiado tarde. Hasta que se le ocurrió echar un vistazo al río; habían sucedido muchas cosas y ya la barca con el prisionero se hallaba lejos de El Paso.
Se retiraba desesperanzado rumiando la idea de ir en busca de Gene y plantearle de cara la lucha cuando, al ir a desembocar por una calleja en la calle Principal, descubrió un grupo que cruzaba calzada abajo. Por una verdadera casualidad no fue visto, pero a él no se le escapó la personalidad de los que componían el grupo.
Se trataba del mexicano Paredes, de Freud y de Lesser. Con ellos caminaba otro que para él era desconocido. Se trataba de Stone, el que había intervenido tan eficazmente en la captura de Merrit.
Los cuatro se internaron por varias calles camino del río. Quimby, a distancia, les siguió. Le interesaba mucho saber hacia dónde se dirigía aquel, interesante cuarteto que acaso pudiese ponerle en la pista de su comisario.
Apelando a toda su habilidad, les vio dirigirse a la orilla del río, donde subieron a una barca todos menos Stone. Éste se quedó en tierra viéndoles alejarse hacia la orilla fronteriza.
Dando un rodeo para no ser visto por Stone, pudo seguir con su aguda mirada la marcha de la barca.
Ésta alcanzó la margen contraria, desembarcando a los pasajeros para volver de nuevo a zona americana.
Quimby comprendió que marchaba para no volver de modo rápido. Esto parecía indicar que eran los encargados de gestionar el traslado del alijo. Para Quimby no era un problema fijar la procedencia de las armas y todo se ligaba para hacerle adivinar que, no tardando mucho, habría un alijo más o menos importante.
Sus deducciones empezaron a ser lógicas. Freud y Lesser habían regresado a El Paso con el mexicano para tratar sobre el contrabando. Ya de acuerdo, volvían a México a prepararlo para introducirlo en Texas. Su misión era impedirlo y apropiarse de las armas, pero aún le faltaba saber mucho para no fracasar en la empresa.
Lo más interesante era averiguar cuándo llegarían los rifles y por dónde debían ser introducidos. Esto sólo lo sabría Gene y los dos intermediarios. Tenía que cazar a alguno de ellos y obligarle a hablar aunque tuviese que apelar a medidas de excepción para ello.
De momento, lo interesante era averiguar dónde estaba su comisario. Conocida la dureza de aquellos elementos no confiaba mucho en poderle localizar con vida, pero, vivo o muerto, necesitaba saber qué había sido de él y lo conseguiría, aunque tuviese que correr su misma suerte.
Tras un momento de vacilación, su mirada de águila quedó fija en Stone, que de pie en la orilla, seguía las evoluciones de la barca en su regreso. Parecía haber concluido su misión y allí quedaba anclado como el hombre a quien nada le preocupa en el mundo.
Quimby, bien oculto entre los palos del sombrajo de un cobertizo, no le perdió le vista. Alguna vez decidiría abandonar el río y se dirigiría a parte alguna. Tenía que averiguar quién era y dónde paraba. Después, ya decidiría el momento de echarle mano y obligarle a hablar.
Tuvo que pasar parte de la mañana estático e impaciente en su observatorio. Stone no parecía tener prisa alguna en abandonar aquel sitio y Quimby le imitaba.
Durante su espera, observó cómo cambiaba algunas palabras con varios tipos que cruzaron por delante de él. No parecía que se trataba de conversaciones confidenciales y sólo podía apuntar el hecho en su memoria.
Mediado el día, Stone se decidió a regresar al poblado.
El sheriff respiró con alivio y con mayor discreción que la empleada por Merrit la noche anterior, le siguió a Stone que no parecía tener intención de ocultar sus pasos.
Caminó por lugares más concurridos y terminó por alcanzar La Perla de Río Grande, la taberna donde Quimby había comido y cenado la noche anterior.
El hecho le alegró. Posiblemente el tabernero podría darle algún informe sobre él y si así era, lo demás ya no le preocupaba.
Dejó transcurrir más de diez minutos y con su gesto sonriente y su andar pausado, se dirigió a la taberna.
Era la hora del almuerzo y esto justificaría su presencia sin despertar recelos.
Penetró saludando con cortesía y se sentó en un rincón, llamando al dueño:
—Una buena comida como la de ayer, amigo —pidió—. Tengo un apetito devorador.
Stone volvió la cabeza hacia él. Se hallaba ante el mostrador de espaldas bebiendo y no le había visto entrar.
El indeseable sonrió levemente al verle y le miró de soslayo. Quimby se dio cuenta de la mirada y, siempre sonriente, ocultó con habilidad la ansiedad que le consumía.
El tabernero se acercó solícito, diciendo:
—Enseguida, sheriff. ¿Comida también para su comisario?
—No. De momento, no. Mi comisario es un hombre muy desordenado para todo. No sé en este momento por dónde debe andar, así es que cuando sienta raspazos en el estómago, ya vendrá por su cuenta. No me preocupa gran cosa.
El tabernero se dispuso a servirle, y Quimby, como distraído, se entretuvo en seguir con la vista los dibujos del deteriorado papel que adornaba el techo.
Stone abonó su bebida y abandonó la taberna. Poco después, el tabernero servía el primer plato.
—¿Qué tal su visita de anoche, sheriff? —preguntó sonriente.
—¡Deliciosa! Tuve una agradable charla con Gene y se mostró tan amable, que me invitó a beber en su santuario particular. Tiene unas bebidas magníficas y una compañera mejor que las bebidas. Nos hicimos buenos amigos.
—Eso es siempre agradable; tener amigos, aunque sea en el infierno.
—No me gusta el símil, amigo. Donde hay una mujer, resulta feo aplicarle tal calificativo.
—Bueno, eso de ángel lo dirá usted por la estampa.
—Claro está. No poseo antecedentes para ir más lejos en mis apreciaciones.
—Pues cuide de no tropezar mucho con sus alas, sheriff. Sería algo que le haría perder tan buena amistad.
—¡Oh, por Dios! ¡Si yo también soy un angelito! Claro que un angelito con muchos años encima para ir más allá del terreno plástico de las cosas.
Luego cambió de conversación, diciendo:
—Oiga, ¿quién es ese sujeto que acaba de salir? Ése que le ha dado un dólar al marchar.
—¿Se refiere usted a Jim Stone?
—No sé cómo se llama. Me parece haberle visto en algún sitio antes de ahora.
El tabernero, con sorna, indicó:
—No me irá a decir que le vio en el cielo antes de que bajara usted a la tierra a ser sheriff.
—Desde luego que no. No tiene tipo de haberse dado una vuelta por las regiones celestiales.
—Pertenece al Valley Rock. Gene tiene mucha gente empleada en su negocio.
—¡Ah, ya!, quizá le viese anoche allí y por eso su cara me parecía conocida.
—Posiblemente. También es asiduo en el bar de Betty. Tiene mucha amistad con una de las chicas que trabajan allí.
—No conozco a Betty. De todas formas, no tiene gran importancia, pero me gustaría conocer a lo más florido de El Paso.
—En cuanto frecuente usted unas noches los principales garitos, los conocerá. Son punto fuerte allí.
El tabernero le dejó para continuar sirviéndole, y Quimby, para no desmentir sus afirmaciones, comió a la fuerza cuanto le pusieron y en cuanto acabó, abonó el importe y se dirigió a sus oficinas.
Aún confiaba, aunque muy vagamente, en ver aparecer a Merrit, pero su desilusión fue amarga.
Conociéndole bien, estaba seguro de que no se habría dejado cazar sin lucha. Lo más seguro era que le hubiesen tendido una emboscada anulándole de improviso. Sólo así habrían podido quitarle de en medio, pues pese a su aspecto, nada impresionante, Merrit era duro como la roca y un perro viejo en luchas de encrucijada.
Lo que más le desesperaba era no poder poseer una pista que le sirviese para acusar a alguien o irle a reclamar la devolución de Merrit. Sospechaba da Gene, pero en un sentido alejado. Él parecía el jefe de toda aquella red de indeseables que giraban en torno a los alijos, pero no podía olvidar que lo dejó en el garito a altas horas acompañado de Freud y Lesser y que por ello no podía haber tomado parte activa en el suceso. El drama parecía poseer unas raíces ajenas al tahúr y esto era lo que no había conseguido averiguar. Posiblemente, si se había hecho sospechoso en el río, alguien se habría preocupado de aplicarle un buen saco de tierra en la cabeza atontándole y lanzándole a la corriente. Era el recurso más práctico y silencioso para tales casos y le iba a ser muy difícil señalar al autor de la hazaña.