CAPÍTULO PRIMERO
SORDA RIVALIDAD
En el magnífico rancho que el poderoso maderero Elmo Blair poseía en medio de un frondoso y dilatado bosque cerca de Scotia, en las estribaciones del macizo montañoso de la Coast Range, se celebraba aquella tarde una importante reunión, tan importante, que en ella se iba a decidir la tranquilidad y quizá la fortuna de un hombre que estaba muy lejos de sospechar que su persona mereciese el interés que por ella se estaban te mando los allí reunidos.
Eran estos, Elmo Blair, el propietario del rancho y de aquel dilatado bosque; Theodore Shaffer, otro maderero muy importante afincado al norte de la posesión de Elmo, y Thomas Marsh, también maderero y dueño a su vez de otra gran extensión de bosque en la parte este.
La reunión obedecía a cierto modo de entender la propiedad de la zona boscosa de aquella parte.
Si se tomaba como base de discusión un dilatado cuadrilátero de zona boscosa desde Eureka a Gaberville, o sea de norte a sur y desde la costa del Pacífico por el oeste, hasta las estribaciones del monte Shasta a la derecha, se formaba una extensión de bosque de setenta millas de largo por otras setenta de ancho, cuya propiedad estaba dividida entre los tres reunidos y un ausente de la reunión, llamado George Sanford.
Pero sucedía que el reparto de este enorme cuadrado de bosque no satisfacía a los tres reunidos, por una circunstancia que según su criterio les perjudicaba grandemente.
Cuando aquella enorme extensión de bosque era propiedad del Estado y ningún particular se había decidido aún a adquirirla, para explotarla por su cuenta, el primero que concibió tal idea fue un aventurero que había logrado una pequeña fortuna en las minas de Sacramento. Se llamaba James Sanford y su primitivo oficio había sido el de talador de árboles en Oregón.
Y como tenía mucho donde escoger y su fortuna no alcanzaba para adquirir todo el terreno, señaló el que entendía que podía valer más por su situación estratégica y lo escogió.
Fue una franja más ancha que larga, atravesada por el curso del Eel River, que iba a desembocar al Pacífico.
Cuando adquirió el terreno, le hubiese agradado poder comprar la parte de bosque que llegaba hasta la desembocadura del río, pero entonces, alguien había arrendado por varios años aquella parte para surtir de madera a los constructores de barcos de poco tonelaje y no pudo comprarla. Se limitó a adquirir lo que estaba libre,pero firmó un acuerdo con los arrendadores. Estos no pondrían obstáculos al lanzamiento y viaje de los árboles por la corriente del río hasta su desembocadura y a cambio de esta facilidad de paso, Sanford les abonaría unos centavos por cada tronco que bajase por el río.
La propuesta fue aceptada. A los arrendadores no les causaba perjuicio alguno que periódicamente Sanford enviase sus troncos al mar y esto les producía una ganancia que podía llegar a ser muy aceptable.
Y tan bien les fue en el negocio, que unos años más tarde habían reunido una pequeña fortuna, con la que decidieron adquirir en propiedad el trozo arrendado, pero ampliándolo más hacia el este.
Cuando señalaron la cantidad de bosque que creían necesitar para poder disponer de madera suficiente para su negocio, comprobaron que no les llegaba el dinero y entonces, uno de los arrendadores creyó encontrar la solución.
Esta consistía en ponerse al habla con Sanford, solicitar de él una cantidad global en el acto y a cambio, renunciar al canon que cobraban por el paso de sus troncos por el rio.
Sanford aceptó, exigiendo la firma de un contrato en el que no sólo se le reconocía el derecho de paso de sus troncos hasta el mar, sino que si alguna vez vendían su terreno a un tercero, lo harían expresando en el contrato de venta el derecho adquirido por Sanford, para seguir enviando madera a través de la propiedad con dirección al mar.
Sanford había levantado fuera del terreno, arrendado por los otros su propio tinglado, donde los árboles eran recogidos y donde se embarcaban, bien para llevarlos costeando a otros Estados del litoral, bien para enviarlos fuera de los Estados Unidos.
Aceptadas las condiciones, Sanford entregó el dinero, se firmó el compromiso, fue legalizado como la ley ordenaba para evitar roces y malos entendidos, y a partir de aquel momento, Sanford se evitó cuentas engorrosas al orillar la penosa tarea de controlar tronco por tronco para determinar el canon que debía abonar por el tránsito de cada partida.
Durante unos cuatro años, las cosas marcharon bien. Alguien se dio cuenta de lo que significaba el negocio de la madera en el norte de California y no tardando mucho, aparecieron dos nuevos propietarios que adquirieron dos grandes parcelas. Una al sur de la de Sanford y otra al este, formando una especie de doble pared, que cerraba su propiedad por ambos lados, pero dejándola metida como una cuña entre las dos grandes parcelas y la que antaño fuera arrendada por los que le dieron paso hasta la desembocadura del río.
Y unos años después surgió la última venta. Theodore Shaffer se puso de acuerdo con los antiguos arrendadores de la parte de Eureka y la adquirió en propiedad.
Los vendedores hicieron patente la cláusula concertada con Sanford respecto al paso libre de sus troncos hasta la desembocadura y el comprador aceptó el compromiso, entendiendo que aunque pudiera ser a veces una molestia, no había, de perjudicarle.
Cuando Sanford tuvo conocimiento de esta venta, lamentó que no le hubiesen avisado a tiempo dándole el derecho de opción. Hubiese comprado aquella parte del bosque, no sólo para ampliar su propiedad, sino para ser el dueño absoluto de aquella parte tan importante, pero ya la cosa no tenía remedio y tuvo que conformarse.
Sanford era un hombre áspero y poco dado a las amistades y a los visiteos. Tenía mucha gente a sus órdenes y el negocio prosperaba día a día y el trabajo le ocupaba casi todo su tiempo.
Por otra parte, apenas salía del bosque. Sentía pasión por aquella cárcel de enormes árboles que se erguían rectos, apiñados, enormes y frondosos, formando en lo alto, sobre todo en verano, tupidas cortinas de ramaje que impedían el paso del sol, y su mayor gozo era pasar allí metido los días y las semanas, sin visitar poblados y ciudades si no era porque el negocio así lo exigía.
Por ello, aunque recibió la visita de los tres dueños del bosque que le rodeaba, se limitó a agradecer la atención, pero desdeñó devolverles las visitas.
Si creían que él iba a andar perdiendo el tiempo en tales fórmulas sociales o tendría que consultarles cómo tenía que desarrollar su negocio, estaban equivocados, pues ni pedía ni ofrecía consejos a nadie.
Esta actitud suya le valió un mote. Le llamaban “El Erizo”, mote que un día llegó a sus oídos y le obligó a sonreír sarcásticamente. Prefería ser para los demás un erizo y no una cándida paloma. Sus púas impondrían respeto a quien pretendiese arrimarse a él demasiado.
En cambio, Blair, Shaffer y Marsh, solían visitarse y a veces hasta concertaban viajes a Sacramento, donde con el pretexto de sus negocios, pasaban unos cuantos días de francachela.
Pronto los roces iban a encenderse de una manera paulatina, hasta que algún día llegasen a adquirir tonos de violencia.
De los tres madereros vecinos de Sanford, el más arrinconado y con más dificultades para sacar su madera del bosque era Marsh, pues por ninguno de sus cuatro costados disponía de terreno propio para poder enviar por el río su producción.
Elmo tenía una parte del curso del Eel en el extremo oeste de su propiedad y Shaffer dominaba la desembocadura, mientras el centro del río, en lo que era propiedad de los cuatro, pertenecía a Sanford, una situación muy anómala debido a que sobre todo, los tres a quienes afectaba el curso del agua se necesitaban entre sí para poder enviar su madera por la vía fluvial.
En cuanto a Marsh, su problema era más grave, porque dependía de sus tres vecinos, ya que uno a uno tenía que cederle el paso por su propiedad para poder lanzar los troncos al agua, o de lo contrario, se veía obligado a acarrear la madera bastantes millas hacia el sur, por aquel terreno montañoso, para alcanzar el río en su parte libre y poder usar de él, pero siempre a merced de lo que los otros tres propietarios pensasen de tales lanzamientos, que debían cruzar sucesivamente por la triple propiedad.
Un día que visitaron a Sanford sus tres vecinos de propiedad para tratar del paso de la madera por el río, Sanford escuetamente les dijo:
—Ni me opongo ni me opondré nunca a que la madera de ustedes dos —y señaló a Marsh y a Elmo—, cruce por delante de mi propiedad hacia el Pacífico, pues no me gusta perjudicar a nadie. Pueden lanzar al agua cuantos troncos necesiten, siempre que me avisen con anticipación para armonizar mis envíos con los de ustedes. Del señor Shaffer no digo nada, porque siendo el dueño del terreno junto a la desembocadura del Eel, no necesita que su madera pase por mi propiedad. Lo único que no me gusta, y no ofrezco es que para lanzar la madera tengan antes que atravesarla por mi propiedad para buscar el río. Este asunto lo arreglan ustedes como mejor puedan.
Marsh intervino para decir:
—Eso me perjudica a mí más que a nadie, señor Sanford, porque ya sabe que nuestros vecinos y usted tienen propiedades que abarcan hasta el río, mientras yo estoy metido en un rincón hacia el este, limitado por las propiedades de ustedes tres, y si no me facilitan paso para alcanzar el Eel, me veré obligado a dar un rodeo tremendo por las estribaciones de la montaña, para alcanzar el río, con una pérdida de tiempo y un gasto que me perjudicará terriblemente, pues, o la ganancia la pierdo en ese costoso acarreo, o tengo que vender mis troncos a un precio inferior a cualquiera de ustedes.
Sanford se encogió de hombros.
—Na me dirá que le engañó alguien cuando compró ese trozo de bosque. Debía pensar entonces que necesitaba lanzar los troncos por el río como medio más rápido y económico para su negocio. Si no lo pensó, se engañó usted mismo.
Elmo se revolvió nervioso.
—¿Pensó usted en eso cuando compró su parcela, o sólo pensó que era el terreno donde crecían los mejores árboles de todo el bosque?
—Pensé en todo, mi querido vecino.
—Pero no pensó en que aun gozando del paso del río, no disponía usted con libertad de todo el curso hasta su desembocadura en el mar.
—¿Quién le ha dicho a usted que no pensé en ello? Pensé en todo, pero lo primero que tenía que hacer era asegurarme un material noble y productivo. Cuando lo adquirí el dinero no me llegaba a más, pero me apresuré a concertar un pacto con los arrendadores de la parcela norte, para poder pasar sin trabas mis troncos. Firmé con ellos un contrato de tránsito y aseguré esa salida. Más tarde, no me enteré a tiempo de que trataban de vender su terreno, sino, lo hubiese comprado, y cuando lo supe, era tarde. Pero como había un compromiso de tránsito para ellos, y para quien adquiriese su propiedad si la vendían, el señor Shaffer tuvo que aceptar así la adquisición y respetar la cláusula. ¿No es así, señor Shaffer?
—Así fue —repuso secamente el aludido.
—Como verá, pensé en todo a medida de mis posibilidades. Es cierto que mis troncos cruzan la propiedad del señor Shaffer, pero sólo de paso por el agua y nada tengo que hacer dentro de su propiedad. Mis peones no le molestan lo más mínimo, porque no pisan su terreno. Se deslizan a través de él sobre los flotantes troncos y no hay interferencias.
—Pero perturban mi trabajo de lanzamiento a veces.
—Usted sabe que aviso con tiempo cuando voy a lanzar troncos.
—Cierto, pero aun así, a veces coincidimos con una misma necesidad y premura y...
—Cuando eso suceda, puede avisarme y estudiaremos la manera de no perjudicarnos. No soy hombre que impone a rajatabla sus decisiones, aunque la interpretación de mi contrato me dé margen para ello. En él no se especifica más que soy libre de lanzar mis troncos a la corriente en cualquier momento, pero soy comprensivo y me hago cargo de la necesidad suya. Hasta ahora no hubo roces en ese sentido.
—No, claro que no. Mi deseo es que no surjan.
—No será por mi culpa —repuso Sanford, mirándole de soslayo, pues no le agradaba la manera de hablar de su vecino.
—Pero eso no resuelve mi problema —insistió Marsh.
—Su problema es distinto —repuso Sanford—. Ha surgido por poco estudio de la situación cuando usted adquirió su bosque y nada tiene firmado con nadie.
—Cierto, pero éste es un problema de buena vecindad. A usted no le causaría perjuicio que yo atravesase su bosque con mis troncos sobre carretas hasta alcanzar el río.
—Esa es una opinión de usted, pero no la mía, señor Marsh. Repito que en ese aspecto no transijo. Pero ahí tiene a su vecino Blair. Él puede cederle ese paso que solicita hasta alcanzar el río.
Shaffer intervino nervioso para advertir:
—Un momento. ¿Se han dado cuenta de que en todo esto, el más perjudicado soy yo? Acepté la cláusula en virtud de la cual sus troncos deberían pasar por mi propiedad, pero más tarde ha surgido la necesidad del señor Blair y ahora surge la de Marsh. Esto no puede ser, porque un día se va a armar un jaleo tan extraño, que todos vamos a tener que sentir por esta causa.
—El río no es suyo —replicó Marsh.
—De acuerdo, pero sí me pertenece el uso sin restricciones de la parte que cruza mi propiedad. Si he de consentir que en ese trozo se amontone todo cuanto se puede lanzar a la corriente, entonces será de los demás más que mío.
—Se habló de un acuerdo —insistió Elmo Blair—, y ninguno podemos, aunque queramos, estar diariamente lanzando troncos al agua.
—Muy bien, pero sólo que coincidamos varias veces, es suficiente para que se produzcan perturbaciones. Un día puedo enfadarme y cerrar la bajada a todo tronco que descienda por el Eel.
—A todos no —advirtió suavemente Sanford—, los míos siempre tendrán derecho a pasar por allí.
—Según y cómo —repuso malhumorado Shaffer—. Usted dice que la cláusula no impone restricciones, pero tampoco dice que puede usar del río como si fuese suyo. La desembocadura me pertenece y dispondré de ella como guste de modo preferente. Después, cuando yo no lo necesite, entonces usted podrá lanzar sus troncos si quiere.
Sanford, que no era hombre a quien se le vencía con amenazas sino con razonamientos, repuso de manera tajante:
—Creo que no es solución que usted pretenda tomar tales medidas. Yo le he avisado y le avisaré con días suficientes para que armonice sus necesidades con las mías. Espero que todos pongamos de nuestra parte lo necesario para evitar roces.
Marsh, siempre obsesionado con su problema repuso:
—Como le duele, se queja por la herida y habla de concesiones y buena voluntad, pero no veo que sienta usted esa buena voluntad hacia los demás.
Sanford se revolvió nervioso:
—Estamos prolongando una conversación innecesaria. Si hablo de eso, lo hago exclusivamente con el señor Shaffer y en virtud de un acuerdo mutuo. De lo contrario, no soy hombre que me rebajo a suplicar cuando si he pedido un favor se me ha negado por las razones que sean. Por lo tanto, su asunto no me interesa, porque es un problema que se ha creado usted solo por impremeditación. Cada uno en su casa y Dios en la de todos, pues por lo que a mí respecta, no soy amigo de meterme en casa de otro, pero tampoco me gusta que se metan en la mía. Los cuatro tenemos un negocio similar y no se le puede pedir al vecino que nos dé facilidades graciosas para hacerle la competencia. Hay más madera que compradores y esto no facilita el sentimentalismo comercial. Que cada cual trate de defender lo suyo como pueda, pero a su costa y no con perjuicio del vecino. Por mi parte, si pudiera me quedaría con todo lo que merodea y me quedaría más tranquilo sin competidores. No puedo y me aguanto, pero de ahí no paso.
Y con aquella brusca afirmación dio por terminada la entrevista.