CAPÍTULO V
LA AVALANCHA TRÁGICA
Sanford decidió esperar. Estaba seguro de que le tenderían alguna trampa en el río si se decidía a lanzar los troncos y mientras no tuviese una garantía de poder descubrir el truco, no quería exponerse a algo que resultaría muy perjudicial para él.
Hasta que dos días más, tarde llego la carreta con la pequeña embarcación. Esta apenas si media dos metros escasos, pero era sólida, ligera y capaz para navegar por lugares de poco calado.
El motor pequeño, estaba protegido por una estrecha cabina, delante de la cual había un asiento para el conductor. El motor parecía algo de juguete, pero de un valor muy positivo para Sanford.
Este, gozoso por la llegada de la canoa, decidió probar su funcionamiento, e invitó a Yul a probarla con él. Le confió el timón después de explicarle lo fácil que era manejarlo y poco después era lanzada al agua.
Pronto el capataz comprobó su eficacia. A la misma velocidad que descendía corriente abajo, subía en contra de ella, abriendo un violento surco en el agua y enviando a ambos lados dos pequeñas trombas que iban dejando su estela a medida que quedaban atrás.
—¡Esto es formidable! —Comentó Yul—. Con esto, no sólo se puede inspeccionar el río, sino que no habrá fuerza alguna que nos impida seguir su curso hasta el mismo océano.
—Siempre que no haya trampas tendidas de orilla a orilla. No he comprado un canon, sino una embarcación ligera.
—¡Oh, claro! Si levantan barreras no se podrán atravesar, pero con este cacharro sí podemos descubrirlas.
—Justamente, y es lo que vamos a intentar esta noche. Tendremos unas cuantas con luna y para descender el río no hace falta poner en marcha el motor y denunciar nuestra presencia. Después, a la hora de volver, será el momento de tener que poner el motor en marcha.
—¿Cree que habrán intentado algo?
—Apostaría a que han cortado el río de alguna manera y es lo que necesito saber. Si aún no lo han hecho lanzaremos troncos y troncos al agua y que intenten detenerlos. No les voy a dejar libre el río ni una sola hora.
—¿Y si lo han cortado ya?
—Cuando sepamos dónde y cómo, procederemos.
Aquella noche, sobre la una, cuando todo era calma y serenidad a lo largo del río y la luna alta, redonda, inundaba el paisaje de azulada plata, Sanford, con su capataz y un peón, se dispusieron a descender por el río.
Los tres llevaban rifles por si eran atacados, pero el que no lo soltaba de la mano era el capataz, mientras Sanford al timón, ya que el motor permanecía silencioso, guiaba la embarcación.
El río poseía un curso bastante recto y en su mayor parte era ancho, aunque no muy profundo. En algunos lugares presentaba pequeños salientes y hasta formaba dos pequeñas revueltas, pero estos ligeros obstáculos, sabían salvarlos con habilidad y sin peligro los pertigueros que viajaban sobre los troncos.
Desde el punto de partida de la embarcación hasta el límite norte de la propiedad de Sanford había ocho millas de curso fluvial. Al término de éste, empezaba la propiedad de Shaffer, hasta muy cerca de la desembocadura del río, cuyo término, prácticamente no pertenecía a ninguno de los cuatro madereros.
El bosque terminaba poco antes. Luego se abría el paisaje limpio de obstáculos y en torno a la ensenada se habían construido algunos barracones no muy lejos del pontón que servía para embarcar los troncos en los barcos que acudían a recogerlos.
Uno de estos barracones pertenecía a Sanford. Allí podían albergarse sus peones para ir recibiendo los troncos, apilándolos en tierra firme para después, cuando llegaban los barcos, proceder a la carga.
La canoa se deslizaba suave, ligera, silenciosa. Flotaba graciosamente sobre el agua y la mano dura, pero firme del maderero la conducía a su capricho.
Sanford procuraba ceñirse lo posible a la orilla izquierda. La luz de la luna daba a través y aquella orilla cubierta de altos y frondosos árboles proyectaba en una parte del río una zona de sombra que protegía la canoa de ser descubierta a distancia.
Estaban llegando al límite de la propiedad, cuando sus oídos aguzados captaron algo superior al rumor que el río producía al deslizarse. Era como si la corriente chocase contra algún obstáculo y el batir del agua contra él produjese un mayor rumor.
Luego este rumor daba la sensación de ser una pequeña cascada al caer y Sanford, poniéndose en pie, abarcó cuanto pudo el curso del río por delante de él.
La lámina oscura del agua rompía su color en una línea recta en un lugar donde el río se estrechaba. El agua se tornaba más blanca y azul y se agitaba con ímpetu.
El maderero, apretando los dientes, exclamó:
—¡Atención! Creo que nuestras sospechas no eran infundadas. Han cortado el río levantando un pequeño muro. Seguramente han clavado estacas y han atravesado troncos inservibles para hacer más sólido el obstáculo.
Maniobró y derivando la marcha de la embarcación, fue a medio encallarla en la orilla, entre el fango que allí se amontonaba.
Los tres saltaron a tierra y avanzando con suma atención, siempre con los rifles en la mano, se adelantaron hasta alcanzar el lugar donde se producía el corte.
—Lo que temía —dijo sombrío el maderero—. Han cortado el paso, pero... lo que no sé es la forma y la densidad del obstáculo.
—Eso lo vamos a saber pronto —afirmó el capataz.
Y veloz, se despojó de la ropa para lanzarse al agua. Era un nadador excelente. Había descendido muchas veces el río acompañando a los conductores de troncos y más de una vez se había visto lanzado al agua.
Cuando llegó a la parte cortada, se aferró a uno de los palos que sobresalían, clavados con fuerza en el lecho, y lo examinó.
Calculó que había una docena de estacas y entre unas y otras, sujetos con trozos de cadena o recias maromas, gruesos troncos de madera averiada, de la que sólo se podía hacer uso para prenderle fuego.
Este obstáculo en sí no era mucho, pues una avalancha de recios y pesados troncos podía, por la fuerza y el impulso, hacerlo saltar en algún momento, pero había que comprobar si se trataba únicamente de aquello.
Como un pez se zambulló bajo el agua para salir rápidamente, Todo el lecho del río, junto a los soportes, estaba cubierto de troncos de madera anegadiza, formando un compacto dique.
Veloz volvió a tierra, bramando:
—No pasarán los troncos, patrón. Aparte de las estacas y los rollizos que han ligado a ellas, el fondo está cubierto por madera anegadiza. Las cosas han sabido hacerlas bien.
Sanford, tranquilamente, consultó su reloj:
—Son las dos —dijo—. Creo que tenemos tiempo para devolver la sorpresa a ese cerdo.¡A la canoa!
Los tres saltaron a ella, la empujaron y la separaron del fango. El motor empezó a funcionar.
En el silencio de la noche, su vibrar podía ser captado fácilmente, pero si Shaffer no contaba con aquella inspección y no había puesto vigilantes próximos al dique, el vibrar del pequeño motor no podría llegar hasta el sitio donde tenía su alojamiento.
Apenas volvieron al punto de partida, ordenó al peón:
—Ve a los galpones y llama a todo el personal. Diles que se preparen para lanzar troncos al agua poco antes de amanecer. Que los pertigueros preparen sus botas y sus pértigas y se armen de revólver y rifle, sin olvidar llenarse los bolsillos de proyectiles. Ahora usted, con Brand, va a prepararme tres buenos hornillos con mucha dinamita y hierro en pedazos. Vamos a colocarlos en esa maldita barrera y a hacerlos estallar desde tierra. Volveremos con la canoa, desembarcaremos próximos al lugar de la obstrucción y encenderemos las mechas. Vamos a sincronizar todo, de modo que apenas haya saltado la barrera, los troncos empiecen a descender. Esta noche va a iniciarse la batalla.
Pronto el dormido bosque se convirtió en un hormiguero. Los conductores de troncos prepararon sus altas botas con suelas de pinchos para poder afianzarse en los troncos y no perder el equilibrio y colocaron a mano las largas pértigas, rematadas con ganchos para capturar los troncos que se incrustaban en las orillas, o enderezar los que se atravesaban entorpeciendo la marcha de los demás.
Por su parte, los lanzadores empezaron a acumular troncos hasta cerca de ellas por medio de unos ingeniosos aparatos en los que eran colocados a lo largo, mientras los bueyes, a ambos lados, arrastraban el extraño vehículo con relativa facilidad.
Entre el capataz, un peón experto en la materia y Sanford, prepararon cuatro hornillos bien repletos de trozos de hierro, introdujeron dentro las largas mechas, protegidas en tubos de hierro que sobresaliendo por encima del agua la preservarían de la humedad, permitiendo que el fuego llegase al fondo cubierto de pólvora para provocar la explosión.
Eran las cuatro y media cuando todo estaba preparado y Sanford daba las últimas instrucciones.
—¡Dentro de una hora, todo el mundo preparado para empezar el lanzamiento! Yul y yo vamos a colocar los hornillos y a hacerlos estallar. Seguramente oirán la explosión desde aquí, pero que nadie lance un tronco hasta que la canoa regrese. Nos cogerían en el viaje y nos destrozarían.
De nuevo Sanford, Yul y el peón subieron a bordo y en silencio, la canoa se deslizó corriente abajo.
Todo seguía en calma. Nadie debió darse cuenta de la exploración efectuada, pero si la descubrieron, no le dieron demasiada importancia al descubrimiento.
Cuando llegaron otra vez cerca del obstáculo, volvieron a varar la embarcación, y Yul con el peón, se arrojaron al agua con los hornillos bien protegidos con telas embreadas, para que las mechas no se mojasen.
Aferrados a los soportes que sobresalían del cauce, colocaron los hornillos a cierta profundidad, dejando la extremidad de los tubos fuera, y ya colocados, prendieron fuego a las mechas y se apresuraron a nadar hacia la embarcación.
—Hecho, patrón —aseguró Yul.
—Bien. Los hornillos tardarán un cuarto de hora en hacer explosión. Cuando esto suceda, la canoa estará muy lejos. ¡Vámonos!
El motor volvió a roncar, esta vez con más brío, y la ligera embarcación cortó furiosa el agua, abriendo surco en ella para alejarse a gran velocidad.
No tardaría en amanecer y cuando el sol empezase a manifestarse, la gran revolución había estallado en el tranquilo Eel.
Les faltaba poco más de una milla para atracar en el punto de partida, cuando las explosiones se sucedieron casi simultáneamente. De un modo sordo, debido a la distancia y con muy breves intervalos, se oyeron las explosiones y una claridad rojiza que se extinguió apenas nacida, coloreó el manto débilmente azulado de la noche.
—¡La guerra ha empezado! —Aseguró Sanford—. Ya veremos cómo termina.
A toda marcha, la canoa remontó el trozo de río que les faltaba por cubrir y atracó en el lugar destinado a albergarla. Una pequeña ensenada por encima de las rampas de lanzamiento.
Y apenas la embarcación fue rebasando los cortes que señalaban las rampas, los troncos empezaron a deslizarse con sordo rumor, hundiéndose en el lecho del río, para inmediatamente; reaparecer girando con fuerza y buscando la expansión de su carrera.
Los pertigueros, ya preparados, saltaron a los troncos más próximos a ellos, clavando en la redonda superficie las afiladas púas de sus botas para mantenerse en ellos, y guardando el equilibrio como si estuviesen realizando un ejercicio de acrobacia, empezaron a ordenar los troncos, saltando ágilmente de unos a otros y enderezando el rumbo de los más inquietos hasta conseguir una ordenada formación.
En vanguardia marchó el más avezado y valiente de los pertigueros. Su misión era mantener firmes y rectos los primeros árboles, para que el resto les siguiese como si se tratase de una ordenada manada de búfalos.
Luego, a medida que fuesen cayendo más troncos, otros peones seguirían río abajo en escalonada formación y de este modo, saltando de uno a otro, cuidando lo que podía suceder en las orillas, el río desaparecería como por arte de encanto bajo la redonda corteza de aquellos monstruos del bosque, que todo lo arrollarían a su paso si algo se opusiese a él.
Esta vez nadie sería tan osado que tratase de levantar diques a aquella avalancha arrolladora, y mientras dicha masa fuese dueña del agua, tendrían que verlos cruzar raudos, devorando su impotencia por no poder interceptar su marcha.
¿Cuánto tiempo iba a durar esto? Ni el propio Sanford lo sabía, pero estaba decidido a poner en el agua cuantos árboles tuviese disponibles, aunque aquella peregrinación durase semanas.
Cuando la principal masa estuviese flotando río abajo, entonces dosificaría el lanzamiento. Haría arrojar troncos espaciadamente, para que siempre flotase la amenaza de su paso y nadie se atreviese a intentar levantar un nuevo dique, sin exponerse a recibir el mortal encontronazo de aquellos enemigos contra los que no se podía luchar.
* * *
Shaffer dormía pesadamente. Desde el atardecer, sus peones habían estado trabajando a marchas forzadas para clavar las estacas, arrojar al fondo la madera anegadiza y asegurando otras clases de troncos a los palos. Había sido una tarea agotadora que duró hasta casi las once de la noche.
Pero estaba satisfecho del trabajo realizado. Sus hombres se habían excedido, animados por el capataz, que parecía sentir por Sanford más odio aún que su patrón, Marsh y Blair habían sido testigos de parte del trabajo. Estuvieron vigilándolo hasta que la noche se echaba encima y a esta hora se despidieron de Shaffer para volver a sus ranchos, antes que la noche cerrada les cogiese en la umbría de sus bosques.
Pero al marchar, Blair aseguró:
—Creo que por muchos troncos que Sanford quiera lanzar al agua, no conseguirá hacer saltar ese dique. La madera se atascará ante él y retrocederá en el río, formando una masa que terminará por saltar fuera del agua. Quisiera saber qué hará para salvar este obstáculo.
—Yo también —comentó Shaffer—. Pero algo intentará, y no le desdeño como enemigo.
—¿Qué puede hacer? ¿Lanzar sus peones contra usted? Se encontrará con algo más poderoso que lo suyo, porque algunos de los nuestros vendrán a reforzar su equipo, si es que opta por luchar.
—Eso lo veremos cuando llegue el momento.
Shaffer, cansado y preocupado, se retiró al pabellón que poseía cerca del río y se tumbó en un lecho que siempre tenía preparado para cuando necesitaba quedarse allí.
Tardó algo en conciliar el sueño, pero el cansancio pudo más que el nerviosismo y la preocupación y terminó por quedar profundamente dormido.
Pero serían poco más de las cinco de la mañana cuando despertó sobresaltado y se sentó en el lecho restregándose los ojos con fuerza. Por el hueco de la ventana se filtraba el resplandor de la luna y un silencio completo reinaba en torno a él.
Sin embargo, sentía la sensación de haber despertado por algo anómalo, algo así corno si un potente y sordo revólver hubiese vibrado rápido, en la lejanía, produciendo aquel ruido apagado, pero penetrante que cortó su sueño.
Y dominado por un presentimiento, se arrojó del lecho, se puso los pantalones y salió al exterior.
Un peón que montaba la guardia no muy lejos del río, le vio surgir en el vano de la puerta y se adelantó hacia él.
—Bem, ¿has oído algo?
—Pues... sí, patrón. He oído lejos y apagado, algo así como si hubiese retumbado un cañón cuatro o cinco veces; no puedo precisarlo.
—¿Hacia dónde?
—Río arriba.
—¡Maldición! ¿Será posible que ese cerdo haya descubierto tan pronto la trampa y haya tenido tiempo de maniobrar volándola? ¡Pronto, prepara uno de los botes! ¡Hay que descubrir qué ha sucedido río arriba!
El peón llamó a otro compañero que dormía en un barracón próximo, para que le ayudase, y un cuarto de hora después, Shaffer con los dos peones que remaban con esfuerzo para poder remontar la fuerza de la corriente, se dirigían hacia la improvisada presa, temerosos de que sus presentimientos se viesen confirmados.
Y llevarían remando unos veinte minutos, cuando las primeras manifestaciones de la catástrofe llegaron hasta ellos. La corriente empezaba a arrastrar algunos troncos medio deshechos e infinidad de fragmentos de madera que se deslizaban raudos.
—¡Malditos sean los huesos de ese tigre! — Bramó Shaffer, furioso hasta el paroxismo—. Ha volado el dique sin que nadie se lo haya estorbado. He sido un cretino al no dejar esta noche gente de guardia vigilando la presa... No supuse que la descubriese tan pronto y ahora, a saber si habrá tiempo de volver a levantarla.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó el peón.
—Seguir adelante hasta llegar allí. Quiero ver qué ha sucedido y cómo ha quedado aquello.
Siguieron remando penosamente. El río, en virtud de aquel dique, se había remansado algo a lo largo de su curso y la corriente descendía con más fuerza.
Por fin, tardando casi una hora en llegar, alcanzaron el lugar de la voladura. A la luz de la luna pudieron abarcar el cauce del río casi libre, pues sólo quedaban algunos fragmentos de los pies derechos que clavaron en el fondo, pero destrozados y ladeados.
De repente llegó hasta ellos un rumor sordo que empezaba a crecer rápidamente y los tres, envarados, miraron en dirección sur.
Uno de los peones que se había puesto de pie en el bote para mejor abarcar el curso del río, palideció intensamente y con voz enronquecida por el pánico, aulló:
—¡Pronto, patrón, pronto! ¡A la orilla! Han lanzado los troncos al agua y los tenemos encima.
Shaffer sintió que sus carnes se abrían de miedo. No lo sentía para luchar cara a cara con la muerte, poro sí se sentía agarrotado por el pánico ante una situación tan trágica como aquella, en la que el valor personal no servía para nada.
Los dos peones se aferraron a los remos con desesperación, mientras Shaffer, con manos agarrotadas, trataba de enderezar el timón del pequeño bote hacia la orilla. Pero el rumor de los enormes troncos chocando entre sí, aumentaba en intensidad y el agua empezaba a formar fiero oleaje. El maderero comprendió que sería alcanzada la embarcación antes de ganar la orilla y disponiéndose a arrojarse al agua, bramó:
—¡Lanzaos, al rio, rápidos! Con el bote no llegaríamos a la orilla.
Se lanzó al agua nadando con desesperación. Era hombre de río y poseía una fuerza extraordinaria que empleaba como jamás lo había hecho, para ganar la orilla antes de que aquel alud de muerte le arrollara.
Los dos peones le obedecieron, pero o peores nadadores, o dominados por el miedo, su esfuerzo era lento, tan lento que no les sirvió para nada.
Cuando Shaffer, jadeando, sin alientos, con las manos agarrotadas y el rostro contraído en una dura mueca a causa del pánico, conseguía ganar la orilla aferrándose a unos sauces para saltar a tierra firme y librarse de una muerte que le rozaba los talones, la catástrofe se produjo sin que pudiese intervenir para evitarla.
Al volver la cabeza vio el bote bailando en las revueltas aguas y las avanzadas de los poderosos troncos que llegaban a una velocidad de vértigo, y vio cómo embestían contra sus dos peones, arrollándoles, empujándoles como si les acometiese un tren expreso en marcha, para de modo inmediato hacerles desaparecer por debajo del alocado rebaño de troncos.
Y un minuto más tarde, el bote se abría en pedazos al recibir la embestida, mientras el agua se cubría de troncos y empezó el dantesco desfile.
Una cólera infinita se apoderó de él. Con los ojos desmesuradamente abiertos, veía el bullicioso desfile a la azulada luz de la luna. A su reflejo, vio pasar dos pertigueros manteniendo el equilibrio en aquella zarabanda alucinante y sintió la impotencia de no poder cobrarse la muerte de sus hombres, disparando sobre ellos. Su revólver era un arma inservible a causa de la mojadura y era inútil tratar de desenfundarlo.
Si hubiese sido capaz de llorar, habría llorado como una débil mujer, no por la muerte de sus hombres, sino por su impotencia y su derrota. Había planeado la primera escaramuza creyendo tener en su mano los triunfos para ganarla y su fracaso había sido tremendo.
Y ahora se veía allí, solitario, aplastado, viendo cómo su odioso rival había remontado la dificultad y empezaba a ganarle una batalla que él consideraba decisiva para el futuro.
Ya nada podía hacer al menos, durante aquel envío de madera. No existía fuerza humana capaz de detener la avalancha y tendría que esperar a que dejase de lanzar troncos para empezar de nuevo.
Se levantó agarrotado, chorreando y con el alma llena de amargura. Estaba a más de cuatro millas de su punto de partida, sin que ninguno de sus hombres tuviese noticias de su salida ni de su paradero y no podía esperar ayuda de nadie. Tendría que realizar un esfuerzo y caminar a través del bosque, hasta volver a su pabellón, ya que sus peones, cuando empezasen el trabajo, lo harían bosque adentro y lejos del lugar donde él se encontraba.
Realizando un esfuerzo tremendo, pesándole las ropas como si fuesen de plomo, se levantó y echó a andar. El día empezaba a romper anulando el resplandor de la luna y no tardando mucho, el sol rompería gloriosamente. Pero ¿para quién? No para él, que se sentía el más humillado de los hombres.
Caminaba con pausa porque no se sentía con fuerzas para acelerar la marcha. El golpe le había aplanado y las energías de que siempre había hecho gala, parecían haber quedado arrolladas también por aquel aluvión de troncos.
A medida que el sol iba ascendiendo, el bosque se iluminaba y el río también. Fue entonces cuando pudo apreciar la enorme baza que su rival estaba ganando, pues la cantidad de madera que pasaba flotando aguas abajo, le indicaba que debía tener una enorme reserva de troncos y que estaba aprovechando el momento para lanzarlos todos de una vez.
Al menos con aquella avalancha tendría madera más que suficiente para cubrir su compromiso con la empresa durante algunos meses, lo que impediría, por mucho que luchasen, que faltase a su compromiso.
Era media mañana cuando arrastrándose y en un estado lastimoso, llegaba a su pabellón. Allí reinaba la inquietud y el nerviosismo, pues se le había echado en falta, como asimismo al bote y a los dos peones, y nadie sabía qué había sido de ellos.
Su capataz parecía un león enjaulado sin saber qué decisión tomar. La avalancha de troncos que desfilaba constantemente por delante de él, le decía que Sanford había forzado el paso del río ganando la partida y se preguntaba si su patrón, sus compañeros y el bote, habrían sido arrollados por la avalancha.
Sólo cuando vio aparecer en aquel estado a su patrón se tranquilizó un poco, pero le bastó contemplarle para comprender su derrota.
Corrió hacia él en el momento en que Shaffer, vencido físicamente, se desplomaba en tierra víctima de su intensa rabia.
Y tuvo que ser trasladado rápidamente al pabellón, para atenderle y calmar sus nervios destrozados.