Capítulo VII
UN ASALTO SOSPECHADO
Se hallaban sentados saboreando la negra cerveza, cuando Alastair, dándose cuenta de que tenía el diario en la mano, exclamó, malhumorado:
—Voy a ver qué paparruchas dice ese cretino de mí. Lo abrió, pero algo atrajo su atención en primer término. Eran las noticias que, aunque un poco retrasadas, llegaban del teatro de la lucha.
La pelea era dura, los éxitos y fracasos fluctuaban de uno a otro bando, con bajas sensibles por ambas partes, y, a propósito de ello, había una noticia que decía:
«Ha quedado constituida la Cruz Roja de los Estados Unidos para socorrer y atender a los soldados y marinos acogidos en los hospitales del Este. Se espera que la nación en pleno responda a esta obra de patriotismo aportando las cantidades posibles para sostener tan benéfica obra.
»Según noticias recibidas de San Francisco, apenas llegó allí la noticia, la población se ha volcado con entusiasmo en las oficinas de recaudación, aportando muy importantes cantidades.
»Es de esperar — añadió el periodista por su cuenta — que Virginia City, la ciudad de la plata y el oro, no sea menos caritativa y generosa que cualquier otro Estado o población del Oeste» ([5]).
Alastair había leído la noticia en voz alta. Claude, comentó:
—Bien pueden hacerlo. En un lugar donde, más que ganar, se roba el dinero, un puñado de dólares carece de importancia. Con lanzar unas acciones más al mercado…
La profecía no fue vana. Poco rato después, les sobresaltó el movimiento inusitado que se observaba a través del vano de la puerta. La multitud corría enfebrecida y un rumor sordo llegaba hasta ellos.
—¿Algún otro tumulto? — preguntó Alastair—. Me temo que tendré que empezar a actuar antes de tomar posesión del cargo.
Y, levantándose con decisión, se dispuso a no permanecer pasivo si sucedía algo grave.
Al salir a la calle, descubrieron a unas cincuenta yardas una gran aglomeración de gente. Debían rodear alguna carreta, pues sobre el oleaje de inquietas cabezas sobresalían las siluetas de tres individuos.
Se adelantaron a buen paso, llegando al grupo. No parecía suceder nada grave, aunque se lanzaban muchos gritos. Uno de los individuos de la carreta, alto, huesudo, con un sombrero de tubo en la mano y el pañuelo en la otra secándose el sudor, gritaba, para hacerse oír:
—Basta, ciudadanos, basta. Un poco de calma; hay tiempo para todo. Este comité pro Cruz Roja del Estado agradece los ofrecimientos espontáneos de todos vosotros y os anuncia que dentro de un par de horas se habrá improvisado la oficina de recepción para admitir donativos. No os impacientéis, que sobra tiempo.
En la pizarra del periódico anunciaremos dónde se instalará el local y…
Alguien le interrumpió sonoramente:
—¿Para qué esperar tanto requisito? ¿No os parece, amigos? Soltad ahí vuestro dinero, y que lo recojan y envíen. A mí no me interesa que la gente sepa que he dado veinte dólares.
Y arrojó un puñado de monedas de plata en la carreta.
Como si de repente hubiese descargado una nube de piedra, así las monedas de a dólar, las de oro y algunos billetes —pocos— llegados del Oeste, pues en Nevada no se admitía acuñar moneda en papel, sino en plata, empezaron a inundar la carreta. La gente se apretaba ansiosa de alcanzar el vehículo y depositar su óvolo ya. Entre la multitud, sin distinción de sexos ni condiciones sociales, lo mismo destacaban europeos que americanos, negros que chinos, agiotistas que limpiabotas o gente pudiente, y las mujeres, lo mismo las de mejor posición que las infelices que servían en los garitos, eran las primeras en excederse por depositar su dinero.
La comisión organizadora sudaba tinta, rogando que tuviesen paciencia un par de horas hasta habilitar el local y preparar libros y justificantes. La gente desdeñaba sus palabras y seguía haciendo llover la plata en el interior del vehículo.
Grandes montones enterraban hasta las rodillas a los organizadores del comité. Era un rasgo loco de generosidad que parecía inconcebible, pero así era aquella gente y así había que admitirla.
Claude y Alastair seguían con emocionada curiosidad el proceso de la colecta. También ellos habían contribuido en la medida de sus fuerzas a engrosar la suscripción.
Se hallaban emocionados siguiendo el barullo, cuando, a su espalda, una voz ronca dijo a medio tono, pero no tan bajo que Alastair no lo captase:
—Fíjate bien, Pat… Lo menos cien mil dólares. Bonito golpe que se podía dar en las oficinas cuando reúnan allí el dinero.
Alastair volvió la cabeza con disimulo y contempló al que hablaba y a su compañero. Fueron dos tipos que le resultaron antipáticos y sospechosos, pero no tomó el comentario más que como la duda de uno que pensase en todo y nada bueno.
Poco después, la carreta se ponía en marcha triunfalmente, para seguir descendiendo a las calles bajas, y los dos amigos, satisfechos, se retiraron de allí.
A media tarde, Alastair se presentó en las oficinas del jefe de policía. Éste le estaba esperando, y, apenas le vio entrar, afirmó:
—Todo arreglado, mi amigo. Aquí tiene su nombramiento. Mi segundo jefe está encantado de que haya encontrado su substituto, y le desea buena suerte. Se va con la primera caravana que baje para Reno.
Le entregó el nombramiento y la placa. Luego, añadió:
—Mañana por la mañana, le presentaré a mis policías para que le reconozcan como su jefe positivo, y ahora, si tiene ese gusto, voy a presentarle a mi hermana. Está mucho mejor, y arde en deseos de expresarle su gratitud.
Alastair se sintió cohibido ante aquella presentación. Recordaba a la muchacha en su situación trágica, cuando él intervino y presumía el terror que debía haber pasado.
Subieron al departamento ocupado por el policía. Sentada en una silla, con un libro entre manos, se hallaba Leonor, aún pálida y ojerosa, pero limpia, aseada y bellamente peinada, vistiendo una bata que su hermano había rescatado, entre otras prendas, de la carreta liberada de los indios.
Ella se levantó, ruborizándose, al ver entrar a Alastair.
El policía, sonriendo, exclamó:
—Hermanita, aquí tienes a tu salvador.
Ella le tendió su mano, temblorosa, y musitó:
—Muchas gracias, señor. No puede hacerse idea de lo que le he recordado y de lo que siento hacia usted. Antes de desmayarme de miedo, le vi como cruzaba por entre los indios y las flechas, y nunca creí que pudiese llegar hasta mí y menos liberarme de aquellos monstruos. Fue algo sublime y valeroso que pocos hombres hubiesen llevado a cabo. Me alegra mucho que mi hermano haya podido recompensarle de alguna forma, aunque lo que le ha ofrecido no es precisamente un premio muy agradable.
Hablaba con voz temblona, pero con acento suave y bien timbrado. Era una voz musical y acariciadora, que a Alastair empezaba a sonarle dentro de los oídos como el alegre murmullo de un instrumento desconocido.
Tratando de aparecer firme, repuso:
—Estoy muy contento del resultado de esa pobre hazaña, señorita. Me proporcionó usted una bonita ocasión de suprimir a aquel par de fantasmas pintarrajeados, y vengar, ya que no pudo ser otra cosa, a aquella docena de infelices que cayeron tan bárbaramente mutilados.
Ella se estremeció con violencia, diciendo:
Fue algo horrible. Nos sorprendieron cuando ya nos considerábamos a salvo a la vista del poblado. Cayeron sobre nosotros como tigres, y, aunque ellos se defendieron con bravura, el número les venció. Un gigante me asió del cabello y sacó su cuchillo; creí morir en aquel momento; pero el jefe le dio una orden, y, arrastrándome, me llevaron a la carreta y emprendieron la marcha. Creí adivinar lo que me esperaba, y estaba dispuesta a aprovechar el descuido de alguno de ellos, para arrebatarles el cuchillo y clavármelo en el pecho. Luego, aparecieron ustedes y la esperanza acudió a mí. ¡Con qué emoción y qué ansia seguí el resultado de la lucha, hasta que aquel bárbaro enarboló el hacha dispuesto a clavármela en la cabeza! Fue entonces cuando perdí el sentido y ya no vi más.
—¡Bien!, creo que es mejor no recordarlo. Lo principal es que está usted al lado de su hermano y libre de todo peligro. Me congratulo por lo poco que he hecho para que así sea.
—Por todo lo que ha hecho — afirmó ella, resuelta—. Espero contarle entre mis nuevos amigos, aunque mi hermano me advierte que aquí podré encontrar muy pocos dignos de amistad; pero si son pocos, serán buenos, y eso basta.
Él pronunció unas cuantas frases más, afirmando que podía considerarle como un sincero admirador, y abandonó la estancia y luego la Jefatura. Cuando salió a la calle, respiró con fuerza. Sin saber por qué, se había sentido angustiado en presencia de la muchacha.
Por el camino la iba recordando como una aparición. Algo de ensueño allí en aquel ambiente bárbaro e inmoral, con sus cabellos rubios en trenzas maravillosas, sus ojos azules y acariciantes, y su sonrisa de muchacha inocente y acogedora. Era algo tan sugestivo, que, sin darse cuenta, había hecho un buen trozo de camino recordándola y no se había dado cuenta dónde se hallaba.
Al levantar la cabeza, observó que se encontraba frente a la bodega donde se había peleado con los mineros. Penetró de un modo maquinal y se acercó al mostrador.
El bodeguero le reconoció en el acto y solícito se acercó a él, murmurando:
—¡Cuánto agradezco su visita, señor! Le estoy tan reconocido, que no he hecho otra cosa que pensar en usted. ¿Me aceptará un vaso de whisky escocés que no lo beben aquí más que los prohombres de Comstack?
Alastair asintió. No podía despreciar el rasgo del bodeguero, y, mientras se lo servía, volvió la cabeza y echó un vistazo en derredor.
Había mucha gente en la bodega, y entre la mucha gente descubrió dos rostros conocidos. Se trataba de los que habían comentado la posibilidad de asaltar el Comité de la Cruz Roja y alzarse con el producto de la colecta.
Estaban reunidos con otros cuatro, hablando en voz baja, y Alastair, intrigado, se volvió al dueño de la bodega, diciendo:
—Oiga, amigo: ¿conoce usted a aquellos dos tipos que hay en aquella mesa del fondo?
—¿Aquél que se rasca la cabeza, dice usted? Sí, ya lo creo que le conozco, y mucha gente de aquí también. Se llama Jack «Boca Grande», quizá porque su boca parece el pozo de una mina, y su compañero, Pat el de Missouri. Si le interesa, le diré que son gente de pistola.
—Ya. Mi interés es relativo nada más.
Apuró el contenido del vaso, y, dando las gracias, se despidió. Salía preocupado con la presencia de aquel par de tipos, aunque no sabía por qué.
Aquella noche se retiró temprano a su posada. Al día siguiente debía empezar a cumplir su misión, y quería estar descansado.
Se durmió pronto, pero a altas horas de la noche le sorprendió, cortando el sueño, un tiroteo breve pero intenso; luego, las detonaciones cesaron y no volvió a captarlas. No era nada que debía extrañarle. En Virginia se gastaba mucho plomo todos los días y aún más por las noches. De momento, no podía intentar una aminoración en aquel ejercicio trágico de los revólveres, pero se prometía hacerlo decrecer con una purga que iniciaría en cuanto estuviese en posesión de la biografía de los más destacados alborotadores y gunmen del poblado.
Cuando se levantó por la mañana y descendió al comedor a desayunar, el mozo, un poco nervioso, preguntó:
—¿Se enteró usted de lo de anoche, señor?
—No. ¿Qué fue? Capté un buen tiroteo, que terminó pronto. ¿Algo grave?
—Algo monstruoso. Asaltaron a última hora el local donde acababan de instalar las oficinas de la Cruz Roja, y se llevaron todo lo recaudado durante el día. Se calcula que unos ciento treinta mil dólares.
Alastair lanzó un silbido, y, sin querer, recordó a Jack y a su compañero Pat. Luego, preguntó:
—¿Hubo víctimas?
—Cuatro. Dos muertos y dos heridos graves. Han matado al señor Parker, el presidente, y a otro. Trataron de defender el dinero, y parece ser que eran media docena. No sé más.
Alastair ingirió rápidamente el café y se encaminó a las oficinas de Jefatura. Feld le estaba esperando, pálido y nervioso.
Apenas le vio llegar, exclamó:
—Le esperaba a usted con ansia. Anoche…
—Acabo de enterarme por el mozo de la fonda. Han asaltado las oficinas de la Cruz Roja.
—Exactamente, y han matado a dos, hiriendo gravemente a otros dos. Están en el puesto de socorro, y he tratado de hablar con ellos, pero no han podido aclararme nada. Penetraron con antifaces y no pudieron verles la cara.
—Bien. Estoy por asegurar que sé quién llevó a cabo la hazaña.
Feld le miró con extrañeza, y repuso:
—¿Está seguro? Me asombra usted, Alastair.
—Lo comprobaremos. ¿Sabe usted algo de dos tipos que se llaman Jack «Boca Grande» y Pat el de Missouri?
—¿Qué si sé? Claro que sí. Es gente de la menos recomendable de toda Virginia. Malos elementos.
—Pues apuesto la cabeza que han sido ellos y algunos que les acompañan. ¿Dónde podremos localizar a ese par de buharros?
El comisario quedó tenso. Para él, conocedor del ambiente del poblado, intentar apresar a Jack y a sus secuaces era tanto como meterse atado de pies y manos en la madriguera de unos leones con calentura.
—¿Sabe usted lo que dice? — exclamó—. Sería tanto como desafiar a los peores elementos de la Naturaleza. Jack…
—Me tiene sin cuidado quién es Jack y los que le acompañan. He aceptado un puesto de peligro, y estoy dispuesto a pechar con las consecuencias. ¿Dónde se les puede localizar?
—Pero… ¿está usted seguro de que han sido ellos?
—Seguro; le contaré por qué.
Y le dio cuenta de la conversación que había sorprendido durante la colecta.
El comisario, nervioso, repuso:
—Es un indicio, lo reconozco, pero… sé lo peligroso del intento y…
—Dígame simplemente dónde puedo encontrarlos…
El policía, realizando un esfuerzo, se irguió, tenso.
—Iremos. No puedo admitir que un subordinado mío me dé lecciones de valor y de energía. En El Dólar de Plata les encontraremos después de las once de la noche.
—Bien; me hubiese gustado no dejar transcurrir tanto tiempo; pero, si es preciso, esperaremos… A las once estaré aquí. Usted dispondrá lo más conveniente, ya que piensa ir.
Se despidió y fue en busca de Claude al cuartelillo. Allí le dio cuenta de lo que intentaba.
—Buen debut si tienes suerte, Alastair — comentó el teniente —; pero ten cuidado. Te vas a meter en el avispero más terrible que puedes imaginar. Sería tanto como meterle un puñal en el corazón al monstruo de las mil cabezas. Si sales airoso, habrás dado un golpe de muerte a todo lo más podrido del poblado.
—Voy a intentarlo, y si fracaso…, mala suerte.
—Me extraña mucho que Feld se haya decidido a secundarte en persona.
—Creo haberle herido en su amor propio. Tuvo que confesarlo, no admitiendo lecciones de coraje.
—Pues que la suerte os acompañe. Creo que ese asunto es como para meter allí todo nuestro escuadrón y hacer lo que hicimos con los indios. En fin, nosotros no podemos meternos en esos asuntos propios de la policía…, a menos que ésta reclame auxilio. Si el uniforme no me lo prohibiera, iría a ayudarte.
—Gracias. Espero que no sea preciso.
Alastair se dedicó a recorrer el poblado y a realizar algunas visitas a locales de condición dudosa. No era hora muy apropiada para reunir la élite del detritus humano que allí pululaba, pero los pocos sospechosos que pudo descubrir le echaron miradas que no tenían nada de tranquilizadoras.
También visitó El Dólar de Plata, casi desierto a aquella hora. Su idea era conocer el local y sus posibilidades de defensa. No quería meterse en la boca del lobo sin antes conocer cómo tenía los dientes, y después de la visita se dedicó a esperar la hora de la razzia.