Me gusta pensar que de mi madre Liza heredé su inagotable capacidad de adaptación, su flexibilidad. Ella solía decirme que ante cualquier percance, lo importante no es lo que nos ocurre, sino lo que pensamos acerca de lo que nos ocurre y por tanto es nuestro juicio quien decide qué experiencias son malas y cuáles aceptables. Desde muy pequeño la recuerdo invulnerable al desaliento y con ese tajante sentido práctico de las mujeres que acostumbran a lidiar con penurias.
Ahora bien, durante toda mi vida me ha reconcomido saber que ella fue infeliz y que yo no hice nada para remediarlo; un pecado cuya culpa intenté acallar con mi peregrinación a Constantinopla. Lo curioso del asunto es que tras mi aventura con Il Valentino, me esperaba en casa una sorpresa de aquellas tierras.
Como recordarán, antes de abandonar Istambul, el sultán se apropió de los bocetos del puente del viejo Andrónico, pero también prometió devolvérmelos. El caso es que después de librarme de Il Valentino, me esperaban en mi casa de Florencia cuatro soldados árabes para entregarme aquel trabajo. Mejor dicho, más que esperarme, lo que hicieron fue atrincherarse y esquilmar mi escaso patrimonio. A falta de autoridad, los muy sinvergüenzas habían convertido mi morada en su cuartel general y llevaban varios meses viviendo a mi costa.
Mi ama de llaves tenía un ataque de nervios y en cuanto aparecí por casa rompió a llorar. La pobre me contó que había probado con todo tipo de argucias para quitárselos de encima: primero llenó la casa de crucifijos y otros símbolos cristianos, luego adulteró su comida con un potingue que causa emergencias en las tripas y por último se le ocurrió inundar su ropa de chinches. Pese a su desesperación, mi sirvienta no pudo reprimir una sonrisa, al recordar el espectáculo que protagonizaron los cuatro árabes semidesnudos en mitad de la calle, a la carrera y en busca del abrevadero más cercano; o los continuos paseos nocturnos que tuvieron que dar por culpa del vacía-tripas. Pero ni por esas, los muy caraduras aguantaron los envites y una y otra vez regresaron a las andadas, me contó con desesperación mi ama de llaves.
Cuando hablé en griego con el cabecilla del grupo y le pedí explicaciones se extrañó. Según su entender, sus camaradas y él se habían conducido en todo momento de acuerdo con su sagrada Diyafa, la ley de hospitalidad del Islam. Al reconocer mi gesto de ignorancia, me explicó que cualquier musulmán que se precie cree que solo es un huésped en esta tierra y por eso abre su casa a los demás; porque confía en que al mostrar hospitalidad con el forastero, Alah la mostrará también con él en el paraíso. ¡Menudo pico de oro tenía el soldado aquel!
En todo caso, al final de su discurso añadió que los perjuicios que hubieran podido ocasionar, sin duda estaban más que compensados con los privilegios de los que yo había disfrutado en el palacio de su señor. El pequeño rifirrafe finalizó con la entrega de los documentos y la posterior partida de mis pintorescos huéspedes.
Como quiera que sea, al alivio de librarme de un lastre le acompañó el de comprobar que durante mi ausencia no había recibido más anónimos, pero de inmediato le sustituyó otra preocupación. Con una rápida hojeada a mis libros de cuentas me hice una idea del estado catastrófico de mis finanzas. Lo típico del negocio al que su dueño descuida durante un tiempo. Cuando terminé de revisar las cifras, la conclusión fue que necesitaba con urgencia una inyección de dinero. Así que decidí solicitar un préstamo a mi banco porque no confiaba en la rapidez con que se solucionarían mis asuntos con la Signoría.
Antes de entrar en el Ospedale de Santa María Nuova, casa matriz de los custodios de mis ahorros, había repasado los argumentos que supuse propiciarían la obtención del crédito. Aun así, el monje chupatintas que me atendió los rechazó de uno en uno por insuficientes. Desesperado y a punto de claudicar, se me ocurrió citar la herencia del padre de Leonardo como posible garantía y aquello coló. De sobras era conocido que el respetado notario Piero Fruosino di Antonio Da Vinci estaba en las últimas y que la cuantía de su fortuna era considerable. No deja de resultar curioso que los dueños del dinero desconfíen de la capacidad para generar riqueza de los vivos y, sin embargo, apuesten sin reservas por las posibilidades de los que se mueren.
Con la agradable sensación de seguridad que proporciona el dinero en el bolsillo, me fui a una cantina a celebrarlo. Luego, rodeado de desconocidos pero acompañado por un vino griego resinoso, pensé en el siguiente paso. La realidad era que tenía una clara necesidad de recompensa y, a mi entender, mis mayores deudores eran los consejeros de la Signoría y Maquiavelo. Así que por orden de importancia, decidí vérmelas primero con los dignatarios de la ciudad.
Tal y como había previsto, los consejeros me concedieron audiencia al cabo de una semana en la sala del Gran Consejo, la misma estancia del Palazzo Vecchio en donde tuvo lugar nuestro anterior encuentro. Su buen humor contrastó con mi hosquedad.
– Bueno maese Da Vinci –dijo el más anciano de los cuatro que me atendieron–. Estamos contentos con los servicios que nos has prestado y ahora nos toca cumplir a nosotros. Aquí la tienes –dijo señalando una de las paredes con las dos manos abiertas en un gesto de ofrecimiento–, es toda tuya. Recuerda que nuestra única condición es que la pintura debe conmemorar la victoria del ejército de Florencia sobre el de Milán en la Batalla de Anghiari.
Yo observé la pared en silencio. El lugar, como ya me quedó claro en mi anterior visita, carecía por completo de privacidad.
– En la pared de enfrente –continuó el mismo consejero–, trabajará al mismo tiempo tu colega Miguel Angel Buonarroti en otro fresco, que tendrá como motivo la Batalla de Cascina.
La noticia me estropeó los planes que tenía pensados. Luego, mi prolongado silencio incomodó a mis anfitriones.
– Vamos hombre, di algo –interpeló de nuevo el anciano.
Pese a la incitación, yo permanecí con la mirada fija en un punto inexistente y sin parpadear; la pose habitual de Leonardo.
– No lo puedo consentir –exclamé al fin.
– ¿Cómo dices? –preguntó el anciano.
– Digo que no lo puedo consentir –repetí sin ofrecer otra explicación.
Los cuatro consejeros se miraron con extrañeza y un silencio embarazoso nos envolvió.
– No entendemos a qué te refieres –dijo uno de ellos–. ¿Qué es lo que no puedes consentir? ¿Acaso no puedes compartir con otro pintor el lugar de trabajo porque quieres preservar el secreto de tu técnica?
– Eso mismo –suspiré con alivio mientras recogía al vuelo la idea y terminaba de encajarla–. La técnica de un pintor es la singularidad que garantiza su futuro, es su sello, es lo que evita que copien su estilo. El secreto debe rodear a la ejecución de la obra. Además, también le doy mucha importancia al factor sorpresa. Yo no acostumbro a dejar que nadie contemple mis pinturas hasta que están acabadas.
Los consejeros se apartaron de mi lado e intercambiaron varios comentarios que no pude escuchar. Al cabo de un instante, el anciano de antes se acercó hasta mí y los demás lo siguieron.
– Creo que hemos encontrado la solución –dijo–. Puesto que maese Buonarroti ya ha comenzado a pintar aquí su cartón, lo más conveniente es que tú trabajes en otro lugar. Hemos pensado que el antiguo refectorio del Ospedale de Santa María Nuova es lo bastante grande como para que prepares en privado tu cartón. Con un poco de suerte, cuanto tú termines allí, maese Buonarroti ya habrá finalizado su fresco y así podrás disponer de toda la estancia.
Mi sonrisa bastó para que los consejeros comprendieran mi conformidad.
– Estoy de acuerdo –dije–. Conozco el lugar. De hecho, hace poco estuve en uno de los edificios del Ospedale porque tuve que pedir un préstamo.
– Claro, claro –se apresuró a decir otro de los consejeros que hasta entonces había permanecido en silencio–. El asunto del dinero es importante. Nosotros hemos preparado un anticipo a tu nombre que puedes retirar cuando gustes. Estamos muy satisfechos con tu labor y deseamos recompensarte como te mereces.
No recuerdo el resto de nuestra charla, pero esa constante alusión a lo bien que había cumplido mi misión y lo satisfechos que estaban me sacó de quicio. Lo siento, no puedo evitarlo; los halagos me ponen en guardia. Aunque esta vez mis recelos resultaron infundados. En realidad, tal y como se desarrollaron los acontecimientos, la parte más perjudicada de nuestro acuerdo no fui yo, sino ellos.
Al llegar a casa y supongo que por mi cara de contento, Salai me abordó y me pidió una cantidad de dinero considerable. Como justificación me contó que lo necesitaba para montar un negocio que no quiso explicarme. Mi negativa le sentó muy mal y, para compensar su enfado e influido por mi buen humor, le propuse subirle su asignación semanal. Para mi sorpresa, él rechazó mi oferta y, antes de marcharse, me dijo con arrogancia que no buscaba migajas y que me arrepentiría. Yo no pude evitar una sonrisa que lo enfureció todavía más.
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Un par de días después de acudir a mi cita con los consejeros decidí darme una vuelta por el taller. Más que nada para comprobar si, durante mi ausencia, mis ayudantes habían pintado algún boceto bélico aprovechable.
Como ya me imaginaba, Maurizio había contado nuestras aventuras con la exageración propia de sus años. Tras escuchar las novedades, pregunté por el trabajo que me interesaba y me mostraron tres cartones a cuál más decepcionante. No es que fueran malos, es que eran pésimos. Tres versiones parecidas de ejércitos en fila prestos a la batalla, aderezados con paisajes bucólicos de colinas peladas y amaneceres resplandecientes. Pese a mi disgusto, me mordí la lengua; aunque también supe que mi labor de búsqueda debía comenzar de inmediato. Necesitaba ideas, pero sobre todo gente, así que me dediqué a visitar los barrios canallas de la ciudad. Una inversión de tiempo en diversión que acabó por dar sus frutos.
Gracias a otro entusiasta del vino con el que me juntaba de vez en cuando conocí a Ferrando; un pintor español recién llegado a Florencia, cuyos ojos me observaron la primera vez que nos vimos con el extravío y la tranquilidad con que miran los bueyes. De corta estatura y complexión fuerte, Ferrando lucía unas divertidas orejas de soplillo que enrojecían como la grana en cuanto bebía dos tragos de vino, circunstancia bastante frecuente. Además, vestía con el esmero de un desarrapado y olía; quiero decir que olía un poco mal.
Recuerdo que nuestra primera charla se atascó porque él apenas hablaba una palabra de toscano. De todas formas, mis recelos desaparecieron en cuanto, acuciado por la imposibilidad de comunicarse, sacó de sus calzones un carboncillo y dibujó la cara del cantinero con cuatro trazos rápidos. Les juro que me quedé embobado. Donde antes no había nada, de repente surgió un rostro lleno de vida. Pero no, no era solo un rostro, era un estado de ánimo o, mejor dicho, unos trazos que definían una prisa. Después completó la cara con un cuerpo que sujetaba una bandeja y yo comprendí que quería pedir más vino. Aunque por entonces ya no tuve la menor duda de que él era lo que yo necesitaba.
Esa noche nos emborrachamos juntos y amanecimos encima de un montículo de paja rodeados de gallinas. Luego lo llevé a casa, le di ropa limpia, alimentos y al terminar el día lo arropé. Pese a mis cuidados, la primera noche que durmió bajo mi techo me dio un buen susto porque, además de sus otras particularidades, descubrí que era sonámbulo. Ferrando podía dar tantas vueltas por la casa como un manco a los remos de una barca y no enterarse de nada.
A Ferrando decidí mantenerlo en el anonimato desde el principio. Tras los sinsabores que me deparó el trabajo en equipo del fresco de la última cena, el de la Batalla de Anghiari preferí que fuera obra de un solo autor. Bueno de dos, él y yo. Así que lo involucré desde el comienzo con los preparativos del cartón y acerca de ellos nos fuimos a hablar con Zoroastro. En cinco días mi antiguo ayudante nos preparó una variada provisión de materiales con que pintar y levantó un andamio en el antiguo refectorio del Ospedale de Santa María Nuova; un lugar donde pudimos trabajar sin la molestia de miradas inoportunas.
De hecho, la visita de tres consejeros de la Signoría fue uno de los escasos estorbos que no pude evitar. Aunque para encubrir sus intenciones de fisgar, los visitantes me pidieron o, más bien me exigieron, que acudiese a una reunión en la que había que decidir el mejor emplazamiento de la última obra de Buonarroti.
El jovenzuelo aquel se había inspirado en el pasaje bíblico de David contra Goliat para esculpir en mármol una estatua descomunal del pequeño héroe, que los consejeros no sabían dónde colocar. A pesar de mi disgusto acudí al encuentro, expresé mi opinión de mala manera y supongo que, por este motivo, no me hicieron caso. Aunque todavía pienso que ese bicharraco estorbaría menos en la Logia, detrás del muro donde forman los soldados, en lugar de en la entrada principal del Palazzo Vecchio.
Además de ocuparme de financiar el proyecto, solucionar problemas varios y preservar nuestra intimidad, mi aportación a la composición del primer boceto fue notoria. No en vano, el espectáculo de la guerra había sido el pan mío de cada día durante las incontables jornadas que acompañé a Il Valentino. De entre la abundante colección de anotaciones que había escrito seleccioné las que me parecieron más oportunas y se las entregué a Ferrando. Luego, con mis sugerencias y sus propias ideas, mi nuevo colaborador dibujó a pequeña escala una composición en la que un amasijo de bestias y hombres pugnaban por sobrevivir en mitad de una refriega. Allí latían en movimiento el horror, el miedo, el valor, la locura y también la muerte.
“El aire estará surcado por flechas que vuelan en todas direcciones y en él se mezclarán el humo asfixiante que provoca el fuego de la artillería con la polvareda que levanta el galope de los caballos…
Si muestras a un hombre caído, mostrarás también la huella del resbalón que produjo su caída en un barrizal ensangrentado. A otros los representarás en su agonía con los dientes rechinando, los ojos desorbitados y las piernas contorsionadas…”
Cuadernos de notas de Leonardo
Yo cuidaba de los detalles accesorios y Ferrando pintaba sin parar. Bueno eso es un decir, porque su método de trabajo era un tanto accidentado. Como es habitual en los cartones de cierta envergadura, primero dibujamos una cuadrícula, que lo troceó en veintiocho partes de cuatro codos de ancho por tres de alto cada una. Luego, el procedimiento habitual se transformó en insólito cuando Ferrando comenzó a pintar. Más o menos durante una semana, Ferrando conversaba con el trozo que pretendía pintar como si tuviera vida; discutía con él, intentaba convencerlo de que luciría mejor después de que él lo engalanara, daba la impresión de que le pedía permiso. Cuando por fin lo obtenía, me echaba de la estancia y se encerraba en ella sin comer, sin apenas dormir hasta que lo terminaba. Una vez lo sorprendí bien entrada la noche mientras trabajaba y la verdad es que no sabría decir si estaba o no despierto. Al terminar cada trozo, lo observaba en el más estricto silencio durante otros dos o tres días y luego vuelta a empezar. Como digo, una locura, pero el resultado era tan espectacular que evité romper esa magia con mis comentarios.
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Los anticipos a cuenta del nuevo fresco y de la herencia me permitieron vivir con holgura durante muchos meses. El problema fue que, por aquella época, al padre de Leonardo se le ocurrió morirse y por tanto llegó el momento de recibir el trozo de herencia que me correspondía y que, en parte, ya me había gastado. El disgusto de mis acreedores fue colosal cuando, al ir a cobrar mi deuda, descubrieron que mi nombre no figuraba entre los herederos de mi supuesto padre. Maledetto.
A partir de entonces mis fiadores me acecharon con esa voluntad con la que el depredador persigue a su presa y yo tuve que improvisar cuantas artimañas imaginó mi fantasía para esquivarlos. Fue una época terrible. Mi manía persecutoria creció hasta tal extremo que cada vez que me cruzaba con un monje se me aceleraba el pulso. Para reducir al mínimo los encuentros inoportunos, decidí mudarme junto con Ferrando al cuartucho contiguo a la sala donde preparábamos el cartón. Pese a ello, durante varios días fui incapaz de dormir e incluso llegué a creer que mis acreedores habían apostado a un centinela en una casa vecina. Además, dio la casualidad de que el comerciante florentino con el que de vez en cuando hacía negocios poco honestos estaba de viaje y en su casa no supieron decirme cuándo regresaría.
Entre semejante sinvivir, recibí dos cartas: en la primera, el hermano del padre de Leonardo me invitaba a visitarlo en su villa de Vinci y en la segunda, para empeorar mis nervios, mi anónimo intrigante repetía su texto amenazador: “Sé lo que haces”.
A pesar de la alta probabilidad de tropezarme con la infancia de Leonardo, preferí lanzarme a un futuro peligroso antes que permanecer en ese presente irrespirable. Además y, para afianzar mi decisión de escapar, la pesada de Isabella d´Este volvió a las andadas y me envió a un par de emisarios con la pretensión de siempre. Así que sin pensármelo demasiado, emprendí la huida y me fui a conocer la villa donde comenzó la vida de Leonardo.
El tío Francesco era un personaje campechano que vivía en una casa solariega de tres plantas rodeado de perros y acompañado por un criado. Su vejez le obligaba a caminar con la ayuda de un bastón que, de vez en cuando, utilizaba también a modo de espada. Las arrugas de su rostro reverdecían de alegría cada vez que lograba asestar un bastonazo, por otra parte inofensivo, a su sirviente.
Desde el primer instante en que nos encontramos me hizo sentir como un hijo pródigo. Por otro lado, conversar con él fue una odisea, puesto que a su sordera agotadora había que añadir la dificultad en el hablar que ocasiona la falta de dientes. Ni que decir tiene que su malparado estado físico favoreció mi secreto y que en ningún momento tuve sensación de peligro. De hecho, en cuanto me vio, empezó a contarme anécdotas de la infancia de Leonardo aderezadas con intimidades propias. Tenía ganas de hablar y yo me limité a escucharlo.
Sus recuerdos sobre Leonardo eran tan abundantes y desde una edad tan temprana que su relación con Caterina, la madre de Leonardo, tenía que haber sido muy estrecha. Me contó, por ejemplo, que en la época en que yo todavía era un bebé, mi madre casi se murió del susto al encontrar a un milano posado en el canto de mi cuna. Tras este suceso –continuó mi recién conocido tío–, me llevaron a visitar a la hechicera del pueblo y ella profetizó que mi destino no sería corriente. Cuando después le conté que Caterina había muerto en mi casa de Milán, me pareció distinguir una lágrima diferente entre sus otras lágrimas.
A continuación no tuve más remedio que aguantar un par de consejos de esos que gustan dar quienes, cuando pudieron, fueron incapaces de llevar a la práctica y, por último, llegamos al motivo por el que me había llamado. Sin tapujos me contó que se sentía avergonzado por el comportamiento de su hermano y me explicó que le parecía injusto que yo no hubiera recibido la parte de herencia que por nacimiento me correspondía. Por esa razón, en su testamento me había legado tierras y bienes que compensaban las que mi padre me había negado. En ese momento a mí se me desvió el trozo de bizcocho que tenía a medio tragar y tuve que calmar mi tos con un trago de vino. Luego, él ratificó sus palabras con una sonrisa desdentada y con la entrega de un documento en el que me reconocía como su heredero.
A menudo he pensado que la imagen que de nosotros tenemos poco tiene que ver con lo que realmente somos. Pero ambos juicios de valor son baladís al compararlos con la importancia de lo que los demás piensan que somos. En realidad uno no es sino lo que a los demás parece. Con el visto bueno del tío Francesco yo acabé de creerme que era Leonardo Da Vinci. Infancia, juventud, madurez y vejez adquirieron en mi imaginación un halo de continuidad que solo conmigo tenía sentido. Solo yo poseía el reconocimiento de los demás y era el depositario de todas las vivencias que un hombre necesita sufrir y saborear para llegar a ser quien es. Aun así, la duda que revoloteó entre mis pensamientos fue si en realidad yo me estaba convirtiendo en el hombre que deseaba ser.
El documento que me entregó el tío Francesco sirvió para apaciguar a mis acreedores. Después, la vida regresó a su cauce y, cómo no, de nuevo recibí un mensaje de mi anónimo intrigante. No obstante, esta vez el texto me tranquilizó: “Sé lo que haces, quiero veinte florines”. El lenguaje del dinero era más sencillo de entender. Además, me resultó sospechoso que la cantidad exigida coincidiera con el sueldo de dos años que yo les pagaba a mis criados, así que con disimulo comencé a vigilar a los que me rodeaban. El caso es que cuando deposité el dinero en el lugar convenido y me aposté tras una casa, vi como lo recogía un hombre con el rostro embozado por una capa, pero cuyo pelo ensortijado me resultó familiar. Mis sospechas recayeron definitivamente en mi casa y tras un par de pesquisas relacionadas con la caligrafía de las notas, me calmé.
Después olvidé la anécdota y me dediqué a ayudar a Ferrando. Debido a la lentitud de su ritmo de trabajo tuve que solicitar dos prórrogas que nuestros clientes aceptaron a regañadientes. Aun así, al cabo de un año y medio pudimos celebrar la finalización del cartón de la Batalla de Anghiari. El resultado fue soberbio. Con sorprendente maestría, Ferrando había logrado atrapar lo que los ojos no ven. Una de esas visiones intermedias en donde la acción queda congelada junto con sus emociones. Caballos, jinetes e infantes peleaban entre sí para desvelarnos el instante de horror en el que vivían.
Luego ocurrió un pequeño imprevisto que tuve que solucionar de inmediato. Cuando le conté a Ferrando mis planes sobre la presentación del cartón al público, le insinué que debería ser yo, el maestro, quien se atribuyese el mérito de la obra. El negocio, el prestigio, la fama… Mis argumentos resultaron inútiles. Ferrando se indignó y no quiso entrar en razón; su mirada de desprecio tras mis palabras presagió mi perdición. Así que para apaciguarlo, además de más alabanzas, le administré una dosis de acónito mezclada con el último vino de nuestra pequeña celebración. Una lástima, en realidad me hubiera gustado poder aprovecharlo en otros trabajos, pero en fin, ¡qué se le va a hacer! A la semana siguiente fiché a Paolo di Marco, un genio con los colores que me ayudó a continuar.
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Cuando empecé a pintar el fresco con Paolo en la sala del Gran Consejo, nos contaron que nuestro vecino Buonarroti había tenido que aplazar su trabajo. Según parece, el colegio cardenalicio lo había reclamado en Roma para participar en el proyecto de la futura tumba del papa Julio II; así que toda la estancia quedó a nuestra disposición. Un verdadero alivio.
Después de dedicar varios meses a trabajar en el fresco de Anguiari, recibí la noticia de que el tío Francesco había muerto y el varapalo de que los hermanastros de Leonardo habían impugnado su testamento y pretendían desheredarme. Con creciente cólera, me enteré de que los muy rastreros habían utilizado el viejo truco de sacar a relucir trapos sucios del pasado para desprestigiarme. Entre otras lindezas y además de puntualizar que yo solo era un bastardo, presentaron como pruebas de mi inmoralidad la acusación por delito nefando de la que Leonardo se libró por los pelos y también el testimonio de tres testigos que afirmaron que yo vivía con jovencitos.
Qué verdad es, que el reparto de una herencia es uno de esos contados momentos vitales, en que cada uno de los involucrados demuestra su yo más oculto, pero más veraz. En mi caso decidí que, como ellos eran muchos y yo solo uno, necesitaba la intervención de mis influencias y, claro está, el cargo que ocupaba Maquiavelo le postuló como el mejor candidato a quien pedir ayuda.
– Pasa Leonardo, estoy aquí –escuché la voz de Maquiavelo desde detrás de una butaca que daba la espalda a la entrada del salón de su casa.
Yo caminé los cuatro pasos que nos separaban y, cuando se levantó de su asiento, estreché su mano. En menos de dos años el cambio de Maquiavelo era notorio. A su delgadez cadavérica le había sustituido un aspecto lozano que, supuse, tendría que ver con su condición de casado.
– Vaya –dije mientras le estrechaba la mano–, veo que te has tomado en serio el asunto de mejorar tu salud.
– Sí, desde que regresé de la corte de Il Valentino he tenido suerte y mi trabajo no me ha obligado a abandonar Florencia. Además, mi esposa sabe cuidarme y no se separa de mí ni un instante.
Su sonrisa nerviosa me contó una versión distinta. A continuación, los dos nos sentamos en sendas butacas de cuero y Maquiavelo le pidió a su criado que nos trajera vino.
– Me alegra comprobar –dije con fingida admiración– que no te has olvidado de las preferencias de los amigos.
– Por supuesto, en realidad tú eres el culpable de que me haya aficionado a este líquido endiablado. Si no recuerdo mal –dijo con una sonrisa–, fuiste tú quien le encargó a un criado que me trajera vino cada día durante mi enfermedad. Y no veas lo que bebí. Ahora recurro a él cuando no aguanto más. Ya te imaginas, los jefes, el trabajo, la familia...
– A propósito –dije con la intención de ser amable–, ¿qué tal está tu mujer?
– Bien, bien, algo incómoda pero bien. Ahora está en casa de su madre porque tiene un pequeño problema con su segundo embarazo.
– Entonces, ¿vas a ser padre de nuevo?
– Sí –dijo Maquiavelo con una sonrisa bobalicona–. Esperamos a nuestro segundo hijo para dentro de tres meses. Por cierto, como la familia va a crecer estoy buscando una casa más grande. Así que si por casualidad te cruzas con una buena oportunidad, acuérdate de mí.
– Claro, eso está hecho. Preguntaré a mis amistades y en el taller. A veces los clientes nos encargan planos para construirse nuevas viviendas y no es raro que quieran vender las antiguas.
El criado nos trajo una jarra de vino acompañada por dos cuencos de madera y después se marchó.
– Bueno –dijo Maquiavelo a continuación– y ¿cuál es el problema?
– Una herencia –dije sin más preámbulos–. Mi tío Francesco me legó unas tierras en su testamento y, tras su muerte, mis hermanastros intentan mancillar mi nombre y me tachan de inmoral para robármelas. Por lo que sé, incluso han conseguido sobornar a varios testigos que declararán en mi contra.
– ¿Sabes a quién han designado para resolver tu causa?
– Creo que se llama Hieronimo o algo parecido.
– ¿Ser Rafaello Hieronimo?
– Ese mismo.
Maquiavelo me miró en silencio y luego se levantó.
– Espérame un momento –dijo mientras salía de la estancia–, voy a ver si encuentro unos documentos.
Yo lo perseguí con la mirada hasta que desapareció. Después, mis ojos se detuvieron en la jarra de vino; una tentación irresistible, así que me levanté del asiento, me serví y bebí. Casi al instante, un hormigueo agradable me recorrió las piernas y los brazos; así que volví a servirme y a beber. Esa segunda vez fue la tripa la que me agradeció el detalle y, puesto que no hay dos sin tres, repetí de nuevo el ritual.
Con el estado de ánimo reconfortado deambulé por la estancia sin un propósito concreto y, de repente, la vi. Fue como encajar un mazazo directo en la tripa. Una visión que eclipsó su entorno sin utilizar sombras y embriagó de golpe mis sentidos. Les aseguro que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no permitir a mis ojos que se salieran de su lugar acostumbrado. Porque sí, sin duda era ella. Arrinconado en una de las paredes, había un retrato de una dama que vestía a la última moda florentina y que era exactamente igual que mi madre cuando era joven; pero no la de Leonardo, sino la mía, la de verdad, mi madre Liza.
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En algún libro que no recuerdo, leí que cada ser que habita en este mundo tiene una réplica, que al Repartidor de Suerte le gusta crear de dos en dos por si acaso uno de los intentos le sale defectuoso. Por supuesto, yo soy el ejemplo vivo más evidente de esa fábula y mi doble muerto ratifica la otra parte de la historia, que cuenta que el encuentro de los iguales solo puede tener consecuencias trágicas.
Cuando Maquiavelo regresó a la habitación en la que yo le esperaba, intentó llamar mi atención repetidas veces sin éxito. A decir verdad, mis sentidos estaban secuestrados. En la irrealidad de aquel momento no existía suelo ni techo, no existía aquí ni ahora. Solo existían unos ojos de una mujer en una pintura. Unos labios que callaban lo que yo más deseaba escuchar.
Tras propinarme un ligero empujón, Maquiavelo consiguió romper el hechizo y, como me vio interesado por la pintura, me dijo el nombre de la retratada. Luego, me cogió por el brazo y me arrastró a la realidad del instante mientras me contaba no sé qué historias sobre Ser Rafaello Hieronimo y mi pleito. Después, tan solo recuerdo que estuve borracho tres días seguidos. El tiempo que necesité para darme cuenta de que aquella pintura tenía que ser mía. Cuando comprendí mi deseo, en mi imaginación surgió la palabra robo y a continuación la necesidad de inventar un plan para llevarlo a cabo.
Entre tanto, el fresco de la Batalla de Anghiari avanzaba a ritmo de caracol. Por alguna razón que no llegamos a descubrir, los colores no se unían a la pared de forma estable y, en numerosas zonas, tuvimos que picar y repetir el proceso completo. Un verdadero engorro. Primero aplicábamos dos capas de yeso sobre la pared y encima de ellas pegábamos el cartón, luego remarcábamos los contornos de las figuras con acuarela oscura y, por último, extendíamos la última capa de yeso por áreas más pequeñas, ya que los colores había que añadirlos con el yeso todavía húmedo.
Como el tiempo apremiaba, decidí olvidarme de las precauciones e incorporé al equipo a Salai y a otro pintor. Al cabo de una semana, dejé que ellos dos junto con Paolo se ocuparan del fresco. Mi interés estaba en otro lugar. Por si fuera poco, por aquellas fechas recibí otro intento de extorsión que esta vez me negué a pagar y que, como sospechaba, no tuvo consecuencias.
La excusa del pleito con los hermanastros de Leonardo me permitió visitar más a menudo a Maquiavelo y acercarme a mi objetivo. Con detalle estudié las posibilidades de un asalto e incluso dibujé un croquis de la casa. También se me ocurrió la idea de contratar a un par de rufianes para que hicieran el trabajo sucio. Al final, la solución a mi dilema llegó del modo más casual.
Gracias a un comentario de Zoroastro conocí que el conde della Robbira estaba en bancarrota por deudas de juego y que necesitaba vender su villa con urgencia. Yo enlacé esa necesidad de vender con la de Maquiavelo de comprar y ese mismo día los puse en contacto. El negocio llegó a buen puerto y las dos partes agradecieron mi mediación. Luego, los tres nos fuimos a una taberna y entre vino y vino se me ocurrió un plan perfecto. De manera desinteresada, le ofrecí a Maquiavelo mi ayuda y la de mis aprendices para trasladar sus pertenencias de un domicilio a otro y él la aceptó de buen grado. Por supuesto, mis intenciones no fueron tan desinteresadas como aparentaban.
El día en cuestión y a la hora convenida me presenté junto con cuatro de mis aprendices en casa de Maquiavelo. Él había alquilado tres carretas tiradas por dos mulos cada una que esperaban delante de su puerta. Mis acompañantes enseguida comenzaron a cargarlas con muebles y otros cachivaches y yo me dediqué a proteger con telas los cuadros y el resto de bultos delicados. Con esmero cercano a la adoración descolgué y envolví el objeto de mi deseo con un paño reconocible. Luego, esperé el instante en que mi huida pudiera deslizarse inadvertida.
Pese a que una vez escuché que los nervios que ocasionan tres mudanzas equivalen a los que soporta un reo acusado de homicidio durante su juicio, nunca lo hubiera creído de no haber sido testigo aquel día del comportamiento de Maquiavelo y de su mujer. Sin razón aparente, los dos discutían a voz en grito coreados por los lloros de sus hijos o nos daban órdenes contradictorias mientras repetían hasta la saciedad que tuviéramos cuidado. La cargante pesadez de la pareja estuvo a punto de provocar nuestra deserción, pero como yo todavía no había logrado mi objetivo, obligué a mis aprendices a que aguantaran el chaparrón.
Entre mi gente, los criados y la familia sumábamos más de diez personas. Además, como es habitual en estas lides, un desfile de vecinos pulularon a nuestro alrededor y contribuyeron con su curiosidad malsana al jaleo. Aquello, más que una mudanza, parecía un mercadillo.
Puesto que la cantidad de bultos a trasladar era considerable, tuvimos que hacer tres viajes con las carretas. Gracias al cielo, en el último de ellos comenzó a llover y, ante la espantada general, decidí que había llegado el momento de actuar. Así que tras asegurarme de la impunidad de mis movimientos agarré el cuadro, lo oculté entre mis ropajes y me escabullí. Sencillo, eficaz y sin imprevistos.
Una vez conseguida la pieza y después de esconderla en casa, sufrí un fenómeno desconcertante. De repente se apoderó de mí un miedo enfermizo a que me la arrebataran. Con cada ruido imaginaba una amenaza, ante cada sombra un temor. Sin darme cuenta, mis ansias convirtieron aquella imagen en una presencia casi viva. Delante tenía de nuevo a mi madre y mi única obsesión fue conservarla. Durante una semana me encerré con ella en mis dependencias y recuerdo haber soportado un baile interminable de emociones, que tan pronto me causaban congoja como disfrute. Por suerte, en días posteriores no me llegó noticia alguna de que Maquiavelo la echara en falta.
Cuando me sobrepuse a este primer ardor, pensé que para camuflar el retrato, lo mejor sería retocarlo. No obstante, mi sentido común descartó los servicios de mi taller y tampoco me pareció oportuno utilizar los de la competencia. Así que al final me convencí de que debía sacarlo de Florencia y pensé que la mejor alternativa era Milán. En esa ciudad estaba mi antiguo taller y supuse que mis colaboradores habrían aprovechado la estela de mi fama para continuar en el negocio. Además circulaban rumores de que, con la llegada de los franceses, la situación política del ducado era más estable.
El empujón definitivo que venció a mis reticencias fue una carta que recibí de mi antiguo socio en Milán, Ambrogio de Predis. En ella me anunciaba que los frailes de la Cofradía de la Inmaculada Concepción reclamaban mi presencia y que, hasta que yo no me dejara ver, se negaban a pagar lo que nos adeudaban por la copia de ese cuadro en el que aparecía una virgen que caminaba entre rocas.
Aquella llamada me sonó lejana, casi como de otra vida. Aunque parezca extraño, me costó un pequeño esfuerzo acordarme de que ese cuadro había sido el inicio de mi carrera como pintor.