Antes de partir hacia Milán tuve que amarrar un par de cabos sueltos. Primero y con el fin de ahorrarme problemas, solicité por escrito al gonfalonero [11] Soderini un permiso de tres meses para resolver mis asuntos legales. En dicha solicitud le aseguré que, en mi ausencia, mis ayudantes continuarían con los trabajos rutinarios que requería el fresco de Anghiari. Después, firmé un documento notarial en el que otorgué a mis acreedores un poder para representarme en el pleito de la herencia y por último, me acerqué hasta la sala del Gran Consejo para informar a Salai y a Paolo de mi viaje.
Al acabar de contarles mis intenciones y después de volver a escuchar sus quejas, Salai se empeñó en hablar conmigo.
– Yo también quiero regresar a Milán –me dijo cuando nos quedamos a solas.
– Lo siento Salai, pero esta vez tengo que viajar sin compañía. De sobras sabes que ahora ando escaso de dinero y que no puedo permitirme ningún extra –dije recalcando la palabra extra.
La cara de Salai se contrajo y después, con un resoplido se apartó el flequillo ensortijado de la frente.
– Estoy cansado de Florencia y de este maldito fresco –dijo mientras apretaba los puños–. Quiero volver a mi ciudad, con sus tabernas, sus mujeres y mis antiguos amigos.
– Aquí también hay tabernas y mujeres –insistí– y en cuanto a lo de los amigos…
Salai contuvo su furia, pero no sus palabras.
– Los dos sabemos –dijo sin apartar sus ojos de los míos– que este trabajo, como muchos otros en los que he participado, es una pérdida de tiempo.
Al cabo de dos semanas recibí el permiso de la Signoría y al día siguiente envolví la pintura entre mi ropa, metí ese hatillo dentro de un baúl y me marché con Salai.
En cuanto llegamos a Milán contacté con mi antiguo socio Ambrogio de Predis y él nos ofreció dos habitaciones de su casa en las que nos instalamos. Luego, llevé el lienzo de mis tribulaciones a mi antiguo taller. La vida por aquellos lares continuaba bastante parecida a como la dejé: olores recios, colores vivos, artistas ávidos de fama pero muertos de hambre. Como no quise despertar sospechas, les dije a los presentes que el retrato era un encargo que me había hecho un comerciante florentino y que no tenía tiempo de terminarlo. Además, les sugerí que rellenaran el fondo liso con un paisaje y que cambiasen el color rosado de la piel de la dama por el de las castañas secas. Pese a mi cuidadosa reserva, antes de abandonar el taller se me escapó el nombre de mi madre cuando, con un ligero temblor en la voz, les rogué que cuidaran de mi madonna Liza.
La noticia de mi presencia en la ciudad tardó escasas jornadas en llegar a los oídos del gobernador Charles d´Amboise. En la mañana del tercer día, mientras desayunaba en compañía de Salai y de Ambrogio, se presentaron en su casa cinco soldados con la orden de escoltarme hasta el antiguo castillo de los Sforza. A pesar de mi negativa inicial, recordé a tiempo las ventajas de complacer a los poderosos y, una vez más, antepuse mi interés a mi comodidad.
Conocer al representante de Francia en Milán significó un cambio importante de la imagen que tenía sobre mí mismo. Por supuesto, a esas alturas las mieles de la fama no me eran desconocidas, pero aquel francés me abrió los ojos y me descubrió el verdadero valor de la firma “Leonardo Da Vinci” en el mundo. Un valor que yo, pobre provinciano acostumbrado a lidiar con el capricho de los poderosos comarcales, solo sospechaba.
No estoy muy seguro de cómo pudo suceder el proceso. Imagino que algún príncipe aburrido comentó con otro si conocía mi obra y, aun a riesgo de parecer un necio, tuvo que responderle que no. Luego, a este último le picó la curiosidad y preguntó a otro; quien, para no revelar su ignorancia, le habló maravillas sobre mí. Después el primero le contó a un tercero esas maravillas aumentadas, que volvieron a agrandarse cuando este último las repitió. Y así, de esa manera improvisada, despacio pero sin pausa, mi nombre creció. El conocido fenómeno de la exageración de la noticia durante su propagación boca a oreja.
En ese momento fue cuando empecé a comprender comportamientos tan estrambóticos como el de la marquesa Isabella d´Este. La persecución a la que me sometió durante media vida nacía del conocimiento del valor de mi nombre en las cortes extranjeras.
Lo que nunca imaginé es que los poderosos pudieran llegar a pelearse por mí y cuando digo pelearse, lo digo en el sentido más literal del término. Bueno, tampoco es que se dieran de tortas, pero sí que tanto el gonfalonero Soderini en Florencia como el representante de Francia en Milán utilizaron su poder para intentar retenerme en sus respectivas ciudades. Aunque tengo la impresión de que, al final, el asunto se convirtió en una mera cuestión de a ver quién los tenía mejor puestos.
El aspecto del gobernador era..., francés y su exagerado entusiasmo al recibirme resultó un incordio. ¡Qué pesado! Desde que nos conocimos no paró de atosigarme con propuestas de trabajo que, por supuesto, rechacé. Mi vida ya era lo suficientemente enrevesada como para complicármela todavía más. Como le expliqué repetidas veces, el propósito de mi presencia en Milán era resolver un problema de cobro con unos clientes y punto. Aun así, la excusa que utilicé para rechazar sus propuestas fue el fresco de Anguiari y la sanción económica que estipulaba el permiso de Soderini si no regresaba a Florencia en el plazo acordado; pretexto que hacía fruncir el entrecejo de mi anfitrión cuando lo mencionaba. De todas maneras, su presión acabó por doblegar mi resistencia.
Para evitarme quebraderos de cabeza, de entre los innumerables trabajos que me propuso seleccioné el menos comprometido: la construcción de su villa de recreo y, para ese fin, hice venir desde Florencia a Maurizio, mi antiguo compañero de viaje y especialista en mapas. Con su buen hacer, mis directrices y la ayuda de Salai proyectamos un palacete de tres plantas de estilo griego que ubicamos entre los arroyos Nirone y Fontelunga. Al diseñar los jardines que lo circundaron, yo me inspiré en los juegos de aguas que recordaba del palacio del Gran Turco.
La influencia del gobernador en mis asuntos quedó patente al poco tiempo de que comenzáramos a trabajar en su villa ya que, por arte de magia, el problema que me trajo a Milán se solucionó. Tras una parodia de una semana, en la que simulé trabajar en la pintura de la virgen que caminaba entre rocas, los monjes me abonaron el dinero en disputa y yo lo repartí con Ambrogio.
El problema surgió cuando el plazo de mi permiso finalizó y Charles d´Amboise se vio obligado a pedir a Soderini una prórroga; solicitud que obtuvo una seca conformidad por parte del gonfalonero. Aun así, el nuevo plazo resultó insuficiente y la fecha límite venció cuando todavía estábamos con el inicio de las obras de la villa. Ante mi preocupación, el gobernador bromeó y me dijo que él arreglaría ese inconveniente. Luego añadió que mi trabajo en Milán tenía prioridad sobre el que me aguardaba en Florencia.
A mí ese comentario me puso muy nervioso, pero él acalló mis protestas con un favor inesperado. En un sobre lacrado, me envió las escrituras de mi antiguo viñedo, junto con una carta en la que me explicaba que me restituía aquella propiedad. La sorpresa me dejó sin habla y yo celebré la buena nueva con una visita nocturna a mi añorada bodega. Mi opinión sobre Milán mejoró y empecé a sentirme otra vez un poco como en casa. Además, el respeto y las atenciones que recibía de mi protector eran una novedad agradable.
Ahora bien, el gonfalonero Soderini no tardó en quejarse de mi ausencia y escribió una airada carta de protesta exigiendo mi regreso. El gobernador optó por la indiferencia e ignoró la petición hasta que terminamos las obras de su villa. Al acabarlas, informó a Soderini de mi regreso a Florencia.
Como quiera que sea, el plazo pactado de tres meses se había convertido en diez. Lo divertido del asunto fue que el rifirrafe culminó con un imprevisto desproporcionado. El propio rey francés Luis XII escribió al gonfalonero una carta, en la que le comunicó que era su real deseo que yo permaneciese en Milán hasta que él pudiera visitar aquella ciudad. Las carcajadas de Charles d´Amboise cuando me lo contó retumbaron por el castillo Sforza y sus ecos me recordaron a las de su antiguo morador. Con un fugaz presentimiento, mi memoria recuperó su trágico fin y me pregunté si Charles d´Amboise no tendría un final parecido al de mis dos últimos mecenas: Il Valentino y el Moro. A lo mejor resultaba que conocerme era perjudicial.
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El carácter provisional de mi viaje a Milán amenazó con dejar de serlo y decidí instalarme por mi cuenta. Lo malo fue que el gobernador se enteró de la hospitalidad que Ambrogio me había prodigado y poco menos que me obligó a aceptar la suya. Por tanto, primero tuve que mudarme al castillo Sforza. En todo caso, convivir con Charles d´Amboise resultó un incordio; así que en cuanto me pareció prudente, le pedí a Salai que alquilase una casa en la parroquia de Santa Babila, el barrio en el que los artistas tenían sus talleres y cerca de donde reposaba el retrato de mi madonna Liza.
La primera vez que fui a comprobar la evolución de mi pintura tan apenas habían transcurrido tres días desde nuestra separación y los cambios todavía eran inapreciables. La segunda vez dejé pasar más de una semana, pero tampoco noté grandes variaciones. Luego otras tres y sucedió lo mismo. Al final me cansé y dejé dicho en el taller que me avisaran cuando pudiese recogerla. Al cabo de dos meses recibí el aviso y corrí a su encuentro con la premura de un enamorado.
El primer vistazo que eché al cuadro me impactó. Aquello era..., raro. Desde luego el efecto de transformación estaba más que logrado. La postura de la dama era lo único que permanecía de la pintura original, lo demás era confuso. Un paisaje irreal compuesto por rocas deshilachadas, arroyos en movimiento, brumas cambiantes y en el que el horizonte de la izquierda estaba más bajo que el de la derecha y, para colmo de males, a algún gracioso se le había escapado el pincel y había dibujado un amago de sonrisa estúpida en los labios de mi dama.
– ¿Quién es el responsable de esta chapuza? –dije sin poder contener mi indignación.
Ninguno de los presentes se atrevió a responderme, así que sin más demora envolví la pintura con una tela, dejé el dinero acordado encima de una mesa y me llevé el retrato a casa. El resto de aquel día lo pasé intentando acostumbrarme al nuevo aspecto del cuadro. No sé cómo explicarlo, los rasgos de mi madre continuaban allí, pero el efecto de los cambios era tan desconcertante que no conseguí decidir si el conjunto me gustaba o no. Me sucedió como esa impresión que aparece cuando una persona a quien conoces de memoria, de repente, cambia de peinado y te pide tu opinión. Imposible aventurar un juicio sincero y rápido sin herir susceptibilidades. Por fortuna, mi dama no tenía posibilidad de réplica.
Durante los actos de recibimiento del rey francés conocí al hijo de un capitán de la milicia milanesa, que había venido a la ciudad para rendir homenaje al monarca. Al principio aquello solo fue otro escarceo más, uno de tantos que ocurren a lo largo de cualquier vida y que en esta historia he procurado omitir para no aburrirles. Aunque en este caso, el nombre del juego cambió y a mí me pilló desprevenido. Creo que en mi descuido influyó el hecho de que empezaba a sentirme mayor y acudí al fulgor de la juventud como una polilla a la luz. Me resulta difícil, me resulta muy difícil contarles lo que ocurrió, pero a pesar de la turbación, no puedo pasar por alto un suceso tan importante como mi relación con Francesco Melzi, mi pequeño Cecho.
Todo empezó de la manera más casual. Después de cumplir con mis funciones de maestro de ceremonias en el recibimiento del rey Luis, me fui a la taberna más cercana para relajarme. Al cabo de una jarra de vino conseguí mi propósito y mis tragos se espaciaron. Luego, apoyé mi espalda sobre el respaldo de la silla y oí sin pretender la conversación que mantenían mis vecinos de mesa. Como estaban detrás de mí, en principio los escuché sin conocer su apariencia. El que tenía la voz más clara le explicaba al otro las propiedades curativas de los vinos aromatizados que se producen en los valles del Piamonte. Le contó que esa tradición se remontaba hasta la época del imperio romano y que, al elaborar los vinos, los viticultores de la zona añaden frambuesas para aportar frescura, violetas para suavizar las fragancias y raíces de lirio para transmitir al vino notas de madera y flores.
Por supuesto la charla llamó mi atención y me di la vuelta para conocer al experto en vinos. Mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que quien hablaba con tanta erudición era un adolescente vestido con un jubón negro, al que acompañaba un hombre embutido en un uniforme repleto de medallas.
Supongo que el muchacho comprendió mi gesto, porque me ofreció una sonrisa que posibilitó una charla.
– Es muy interesante lo que comentan –dije para romper el hielo–. ¿Han tenido oportunidad de probar esos vinos de los que hablan?
El hombre me miró con desconfianza, pero luego respondió a mi pregunta.
– Por supuesto que no –dijo con un tono cortante–. A mi hijo le gusta demasiado leer y de vez en cuando me cuenta lo que ha aprendido en los libros.
Yo volví a mirar al muchacho y él volvió a sonreírme.
– Me llamo Leonardo Da Vinci y soy un gran aficionado a...
– ¿El pintor famoso? –preguntó el joven interrumpiéndome.
– Sí –dije con el resto de mi frase todavía en mi anterior resuello.
El gesto adusto del padre se transformó en otro de interés.
– Yo soy el capitán de milicias Girolamo Melzi –dijo invitándome a su mesa con un ademán de la mano–, y este de aquí es mi hijo Francesco. Desde que era pequeño solo le han interesado las palabras, así que no he conseguido hacer de él un soldado de provecho. Lo malo es que tampoco sé cómo va a ganarse la vida.
El gesto preocupado del padre contrastó con la cara de felicidad del hijo.
– ¿Podría ver alguno de sus cuadros? –preguntó Francesco mirándome con un brillo especial en los ojos.
– No sé –dije con asombro por lo inesperado de la petición mientras me sentaba junto al capitán–. Ahora es un poco complicado, pero si quieres, mañana, después de la hora sexta, dispongo de tiempo y podría enseñarte lo que tengo por casa. Luego podríamos almorzar por allí cerca. Vivo en la parroquia de Santa Babila.
– ¿El barrio de los artistas? –volvió a preguntar Francesco con entusiasmo.
– Ese mismo –respondí.
Francesco miró a su padre y ambos conversaron sin palabras.
– Está bien, está bien –dijo el capitán con un gesto cansado mientras se frotaba los ojos–, puedes ir. Al fin y al cabo, vamos a quedarnos en la ciudad una semana más.
La siguiente ronda corrió de mi cuenta y aquella nueva jarra despertó en el capitán el peligroso efecto quejica del vino. Durante media hora no paró de lamentarse. Primero se quejó de su hijo, después de su mujer y luego de la falta de dinero, de la suerte esquiva, de la vida. En fin, la típica retahíla de los amargados. Francesco y yo intentamos desviar la conversación un par de veces, pero fue inútil. El capitán había tomado carrerilla y no hubo forma de pararlo. Cuando terminamos el vino no les di tiempo a que correspondieran a mi invitación con otra ronda y, después de disculparme, me marché. No estaba de humor para que la ruina ajena me echara encima sus cascotes. Aunque antes de abandonar a mis acompañantes, le recordé a Francesco nuestro encuentro del día siguiente.
Después, ¡qué les voy a contar! Una cosa llevó a la otra y la otra a la de más allá. Durante esa primera semana que pasé con Cecho me reconcilié con la vida. Descubrí que los aromas, los colores y los sabores estaban a mi alrededor para complacerme, a la espera de que mi ánimo se dignara apreciarlos. Los dos nos divertimos como niños inventando maneras para esquivar a su padre, pero sobre todo conociéndonos. A ese hermoso muchacho de tez pálida y ojos negros lo quise de otra manera; sin esa superficialidad con la que me había acostumbrado a desear tras la muerte de Leonardo. Pero la semana se esfumó y Francesco tuvo que regresar con su padre a la casa familiar que tenían en Vaprio.
La inminente partida me obligó a reflexionar con rapidez y, antes de que se marcharan, le propuse al padre contratar a su hijo como mi ayudante en la tarea de pasar a limpio y clasificar el desbarajuste de manuscritos que guardaba en Florencia. El ofrecimiento llegó tarde, pero el capitán me prometió pensarlo. Francesco, por el contrario, me respondió con un sí inmediato en los ojos.
El vacío que me produjo la separación me arrojó en brazos del vino. Menos mal que, al cabo de cinco días, mi desgana se distrajo cuando recibí una carta de mis acreedores de Florencia en la que me contaban que, antes de emitir el veredicto sobre el legado de mi tío, el juez solicitaba mi presencia. Así que informé a Charles d´Amboise del motivo de mi partida y me marché con la promesa de regresar en cuanto solucionara el problema.
Aunque antes de irme, el gobernador me entregó dos documentos a cual más sorprendente. El primero era de su puño y letra y en él instaba a Soderini a que acelerase mi proceso. El segundo estaba firmado por el secretario de estado francés quien, en nombre del monarca, pedía a la Signoría que interviniese a mi favor en el pleito contra mis hermanos. Yo me sentí abrumado. En verdad nadie me ha colmado de tantos favores por tan poco.
――Ѡ――
Al llegar a Florencia lo primero que hice fue entregar esos documentos al gonfalonero Soderini. Cuando terminó de leerlos, por el gesto de su cara supe que desde ese instante me había convertido en una persona non grata a lo largo y ancho del territorio de la República. Al menos mientras él mantuviese su cargo al frente de la Signoría. Así de rápido se esfumó el agradecimiento por mis servicios anteriores.
Pese a su furor, Soderini me obsequió con un silencio contenido y luego, en voz muy baja, me comentó su deseo de que yo trabajara en el fresco de Anguiari durante mi estancia en “su” ciudad; petición a la que me apresuré a responder con un rotundo por supuesto. Su última mirada antes de despedirme fue la agresión no física más física que jamás he sentido en mis carnes, el alivio posterior de los más gratos.
Mis comparecencias en el juicio contra mis hermanastros me mantuvieron muy ocupado, pero para no acrecentar la ira del gonfalonero adquirí la costumbre diaria de trabajar en el fresco de Anguiari desde la hora nona [12] hasta la puesta del sol. Una mera cuestión de apariencias, porque en realidad mi aportación al trabajo fue escasa. Desde el momento en que hablé con Paolo supe que el problema que surgió antes de mi partida continuaba y que yo era el menos indicado para resolverlo.
Él me contó que, pese a que había probado con cuantos cambios le dictó su imaginación, los colores seguían sin fraguarse en el muro. El aspecto del fresco, en efecto, era lamentable. En numerosas zonas la pintura estaba descascarillada y los colores se veían sucios y sin intensidad. El otro ayudante resumió la opinión de los dos al calificar ese trabajo como maldito. Yo me apresuré a calmar los ánimos, a repartir algún dinero extra y, para despistar, se me ocurrió incorporar a Zoroastro al equipo. Pensé que sus conocimientos sobre materiales podrían ayudar.
Durante esa primera semana en Florencia, también aproveché para clausurar mi antigua casa y trasladar mis bártulos a la mansión de Pietro de Braccio Martelli. Al bueno de Martelli le gustaba la compañía de los artistas y me ofreció tres habitaciones de su palacio como refugio provisional. La casualidad quiso que en su casa coincidiera con el escultor Francesco Rustici; todo un personaje cuyas locuras me distrajeron de los sinsabores del juicio de la herencia y del recuerdo de mi añorado Cecho.
A Rustici, además de la escultura, le fascinaban la alquimia y la nigromancia, pero sobre todo las juergas. Entre los dos organizamos unas fiestas memorables en el palacio Martelli en las que mezclamos magia con música, bebidas con setas sicodélicas y mujeres con hombres y con otras posibilidades. Un puro deleite de los ojos, los oídos, el olfato y el tacto. Por desgracia y, como era inevitable, tanta diversión desembocó en quebranto. Mi cuerpo no resistió ese desenfreno y comenzaron a aparecerme mil y un achaques: dolores en las rodillas y en la espalda, pérdida de agudeza visual, dificultades en las digestiones. Aunque lo que más me preocupó fue que, a ratos, mi brazo derecho se ausentaba; es decir, que no lo sentía.
Con tantos y tan claros avisos decidí apartarme del ruido y solo volví a ver a Rustici cuando me pidió que le aconsejara sobre el mejor método para fundir en bronce unas esculturas destinadas a la cara norte del baptisterio. Los conocimientos adquiridos con el Gran Cavallo fueron suficientes para despistarlo.
Por entonces, el magistrado que juzgaba el pleito de mi herencia me dijo que ya no me necesitaba y que en el plazo de una semana podría regresar a Milán. Aun así, esa alegría solo fue un anticipo de la que llegó a continuación. Desde mi casa de Milán me reenviaron una carta escrita por el padre de Cecho en la que me comunicaba que aceptaba el trabajo que le propuse para su hijo y me preguntaba la fecha de su incorporación. Yo le contesté que de inmediato.
A partir de entonces, en Florencia solo me ocupé del fresco de Anguiari y de reunir en un lote las miles de cuartillas escritas, que tenía desperdigadas entre los enseres que había guardado en el Ospedale de santa María Nuova y en las cajas que me llevé al palacio Martelli.
“Podría decirse de la tierra que posee un espíritu de crecimiento y que su carne es la superficie terrestre, sus huesos los sucesivos estratos, sus cartílagos las rocas porosas y su sangre el océano. Su respiración, fruto de las pulsaciones que hacen crecer y decrecer el flujo de la sangre se corresponde en la tierra con las mareas...”
Cuadernos de notas de Leonardo
Mi reencuentro con Cecho compensó el exceso de malos tragos y me proporcionó una alegría serena. Además, al poco de regresar a Milán me ocurrió una cadena de acontecimientos que interpreté como una señal de buen augurio. Primero, mis acreedores de Florencia me escribieron que el pleito por la herencia de mi tío estaba visto para sentencia, después, Charles d´Amboise me nombró arquitecto y pintor de la corte con un salario anual de cuatrocientas liras y, por último, el rey Luis me concedió un privilegio perpetuo de doce galones de agua [13] del Naviglio del Santo Cristóforo.
Placer, reconocimiento, seguridad financiera. Lo cierto es que tanta suerte en tan escaso tiempo me escamó. Acostumbrado como estaba a los zarandeos de la fortuna, mi ánimo adoptó una actitud de calma tensa. Aquello era demasiado..., sencillo. Uno se deja la salud peleando por conseguir sus fines y, de repente, son los fines los que lo persiguen a uno. Desconcertante.
Tener a mi lado a Cecho resultó más provechoso de lo que en principio imaginé. Además de su labor como escribiente y organizador de mis papeles, mi pequeño amigo se reveló como un perfecto compañero intelectual. Durante nuestras investigaciones no hubo materia con la que no nos atreviéramos. Astronomía, geología, botánica, el movimiento del aire y de las nubes, relojes de agua, apuntes sobre óptica y sobre el vuelo de las aves. En fin, los dos nos espoleamos mutuamente y dimos rienda suelta a nuestra curiosidad sin limitar la disciplina. Para que los cuadernos de notas tuvieran uniformidad y en parte también un poco por jugar, a Cecho se le ocurrió la idea de imitar mi escritura; mejor dicho, la de Leonardo.
Especial relevancia tuvo para nosotros el descubrimiento de la obra póstuma de Giorgio Valla titulada “De expendentis te fugiendis rebus”. A lo largo de sus cuarenta y nueve tomos pudimos estudiar, entre otros, varios trabajos hasta entonces desconocidos de Hipócrates, Arquímedes, Euclides y Ptolomeo.
Puesto que casi todo mi tiempo lo dediqué a profundizar en mis estudios, mi relación con la pintura durante esos años fue escasa. Los miembros de mi antiguo taller me rogaron que volviese a ponerme al frente del negocio, pero yo solo me comprometí a contar con ellos si recibía nuevos encargos. Aunque para compensar mi anterior crudeza, les llevé otra vez el cuadro de mi madre Liza y les di la oportunidad de que intentaran remendar su estúpida sonrisa. Según me contaron, el negocio flojeaba y necesitaban a alguien bien relacionado como yo.
Al cabo de tres semanas recuperé mi cuadro y esta vez me llevé una grata sorpresa porque, al retocar sus labios, habían conseguido un efecto misterioso que me gustó. Además, les confié que pintasen otra madonna con el pecho desnudo que me había encargado el rey Luis.
Como me pareció feo no colaborar en nada, para ese trabajo contraté como modelo a una prostituta llamada María Cremonese, de cuyos favores había disfrutado en un par de ocasiones. Nada digno de recuerdo, si no llega a ser porque Cecho se enteró de mi desliz y me montó un cisco de cuidado. Jamás hubiese sospechado que debajo de esa apariencia tan tranquila, mi amigo escondía un temperamento celoso.
El tiempo de aquellos años transcurrió deprisa. Estar a gusto es una condición parecida a la que se alcanza con el exceso de vino porque, en ambas, el instante se evapora; quiero decir, que nuestra capacidad para darnos cuenta desaparece. Yo aproveché unos meses de ese periodo dulce para viajar con Cecho por los valles cercanos al lago Iseo. Sumergido en aquella vegetación palpitante y con el ruido de fondo del viento entre las hojas, soñé con un sonajero gigante agitado por el bebé dios del tiempo. Luego, influido por las sensaciones de vida que me rodeaban, se me ocurrió la insensatez de pensar que las plantas, tal vez, también respiran.
Mientras tanto, los acontecimientos a nuestro alrededor continuaron con su ritmo desbocado. El rey francés conquistó Venecia y después la perdió junto con sus otros territorios de la península al enfrentarse a la Liga Santa: el papa Julio II se alió con España y con el imperio de Habsburgo para expulsar a los franceses hasta sus antiguas fronteras. Aunque antes de que esto ocurriera, Charles d´Amboise confirmó mis sospechas sobre el mal fario que yo traía a mis protectores y, sin llegar a los cuarenta, se murió. Y para colmo de males, el hijo del Moro ocupó Milán con el beneplácito de la recién creada Liga Santa.
Como comprendí a tiempo que mi buena racha había finalizado, antes de que me arrestasen por colaborar con los franceses, me refugié en la casa familiar de Cecho en Vaprio, una aldea situada a unas treinta millas [14] de Milán.
Al cabo de varios meses de noticias contradictorias, nos llegaron novedades de Florencia. Los hijos de Lorenzo el magnífico, Giuliano y Giovanni, habían recuperado el poder de la familia Medici y su primera orden fue desterrar al gonfalonero Soderini. En la intimidad de mis pensamientos me alegré de que aquel viejo scontroso hubiese recibido su merecido.
El plan de los Medici terminó de encajarse cuando el papa Julio II murió y el cardenal Giovanni de Medici fue elegido nuevo pontífice con el nombre de León X.
Y entonces, sin mediar por mi parte petición alguna, recibí la invitación del hermano del nuevo Papa para unirme a su séquito en Roma.