1. La mirada del hoplita

1.0. Memorias de un hoplita

Amaneció con tiempo fresco, pero con aire limpio, pudimos bañarnos y asearnos en el mar, al abrigo del muro focio que cerraba el paso de las Termópilas. Desde el otro lado del muro unos jinetes nos observaban con curiosidad. Eran persas, sin duda. Agitamos los brazos para llamar su atención pero no contestaron. Al poco tiempo desaparecieron. A mediodía comenzó a escucharse un rumor extraño. Eran los pasos de miles de guerreros, y avanzaban hacia nosotros.

Leónidas, nuestro rey, estaba muy tranquilo, ordenó que formáramos en enomotias, es decir en tres filas de doce guerreros cada una. Y aun dispuso que cada cuatro enomotias formaran un lochos. A unos cien pasos de distancia del muro hizo formar dos lochos, uno al lado de otro… Eso suponía un frente de 24 hoplitas con 12 filas de profundidad para cubrir una lengua de tierra que apenas tenía una anchura de 20 pasos griegos. Un total de 144 guerreros cubrían, en vanguardia, el estrecho paso. Más retrasados, a unos cuarenta pasos de la primera formación hizo que se formaran otros dos lochos. Así, nuestros 300 espartanos quedaron dispuestos, dispuestos a esperar el destino. Leónidas permanecía de pie sobre el muro observando la llegada de los bárbaros. Pero nosotros estábamos a unos cien pasos más atrás del muro. No veíamos nada, sólo el muro coronado por Leónidas. Todos pensamos que lo más lógico hubiese sido desplegar una o dos enomotias sobre el muro, y defenderlo desde una posición de altura… pero nadie comentó nada. Estábamos seguros de que Leónidas tendría sus razones. A mí me tocó formar, esta vez, en primera fila. Repasé mi equipo. Las sandalias estaban bien atadas. Las grebas en su sitio. La armadura de lino cómoda y bien sujeta, el tahalí con la espada, en su lugar. El casco perfectamente fijado y mi cabeza bien encajada en el acolchado interior. Mi gran escudo estaba perfecto y también mi equilibrada lanza con punta de hierro. La primera fila formó buscando la perfección. Esperábamos en posición de descanso con el pesado escudo sujeto pero apoyado en el suelo, y la lanza también reposando en tierra.

Leónidas descendió con parsimonia, y como un hoplita más se situó en la primera fila. De más allá del muro nos llegaba el ruido de los persas, que era ensordecedor. Al parecer los guerreros gritaban y provocaban una terrible algarabía que se filtraba en nuestros cascos como un terrible zumbido. Nuestros cascos, cerrados, tapaban las orejas y no era fácil oír nada cuando te metías en su interior, te convertías en un instrumento de combate guiado únicamente por las pequeñas aberturas frente a los ojos que te permitían conectar con el mundo que debías agredir. Pronto el casco comenzó a vibrar con otros sonidos. Los nuestros respondieron comenzaron a cantar un pean de guerra… «Adelante, hijos de Grecia, liberad vuestra patria, a vuestros hijos, a vuestras mujeres, los templos de los dioses de vuestros padres y las tumbas de vuestros antepasados: esta es la batalla por todo ello…» La melodía sonaba rara, era como un siseo suave que se sumaba a la algarabía. Me uní al cántico… en mi cabeza retumbaba omnipresente mi propia voz.

De pronto los primeros persas aparecieron encaramándose por el muro, daban brincos y gritaban para darse coraje pero no se atrevían a bajar. Finalmente, empujados por sus oficiales, comenzaron a descender, mientras aparecían más y más bárbaros. Pronto se acumularon centenares de persas entre el muro y nuestras filas. Pero no cargaban contra nosotros, solo nos gritaban e insultaban con gestos provocadores. Nosotros continuamos en «descanso», en una clara posición de desprecio frente a nuestros enemigos. En un momento dado nuestros lochagos ordenaron: ¡En guardia! Después, me pareció oír el zumbido de nuestras trompetas indicando posición de ataque con el brazo levantado y la lanza por lo alto. Pude sentir toda la fuerza de nuestra falange y cómo yo y mis compañeros formábamos un solo cuerpo. Mi gran hoplon me cubría y también protegía al compañero de mi izquierda. A su vez el hoplon del compañero de mi derecha también me protegía a mí. Leónidas, situado a la derecha de todo, no tenía a nadie que le cubriera ese flanco: era el lugar de honor, destinado a nuestro líder para que demostrara su coraje.

Nuestras lanzas estaban en alto amenazadoras, dispuestas a arremeter. Por las mirillas del casco distinguí cómo nuestros enemigos llegaban corriendo y en masa. Ya estaban frente a nosotros, noté un par de impactos de lanza o tal vez de porra contra mi hoplon. Los guerreros enemigos iban pobremente armados y luchaban individualmente, no eran muy corpulentos, su piel era muy morena y llevaban melenas rizadas. No veíamos mucho delante nuestro debido a los grandes escudos, pero al momento notamos el contacto físico con sus primeras líneas. Siguió un forcejeo, en el que nuestra falange poco a poco iba avanzando, mientras los enemigos cedían terreno. Aprovechando un descuido, mi lanza bajó con rapidez y se clavó en la cara de uno de ellos. La retiré y la proyecté de nuevo para atravesar el ligero escudo de mimbre de otro de mis enemigos. Ahora nuestro paean retumbaba y las agudas trompetas nos animaban a seguir presionando. Seguí avanzando junto con mis compañeros, penetrando gradualmente en la línea enemiga, viendo en las caras enemigas los primeros síntomas de pánico, que había presenciado ya tantas veces en otras batallas. Era el inicio del fin; gradualmente fueron retrocediendo, cada vez con más desorden. Al mismo tiempo, nuestra segunda fila nos presionaba para que siguiéramos avanzando. Siempre pendientes del enemigo, siempre pendientes de nuestros vecinos y sus escudos: no podíamos correr ni deshacer la formación, el trabajo tenía que hacerse con calma. Solo me preocupaba de lo que tenía frente a mí, lo que veía por las mirillas de mi casco, y solo percibía terror en los ojos de mis enemigos, sabía que mis compañeros a derecha e izquierda me cubrían perfectamente, y que cada uno se cuidaba de controlar su parcela. Avanzábamos, ya, pisando los blandos cuerpos de muertos y heridos. Nuestras sandalias se hundían en vísceras y sangre caliente. Finalmente, los persas rompieron la formación y empezaron a huir, lanzando sus escudos y lanzas para correr más rápido. Ése era el momento que estábamos esperando. Arrinconamos a centenares de persas contra el muro provocando una descomunal matanza. Muchos intentaban escapar y subían al muro, pero eran rechazados por los que llegaban para incorporarse a la batalla. Centenares de enemigos murieron aplastados por sus propias tropas o despedazados por nuestras lanzas y espadas. De pronto, el ruido del combate cesó; ya no había más persas sobre el muro. Escuché la trompeta en medio de los gemidos de los heridos: tocaba en guardia y retirada. Poco a poco fuimos rehaciendo nuestros pasos sin deshacer la formación, caminando hacia atrás. La primera batalla había acabado. Desconocíamos si la supuesta inmensidad del ejército persa era real, pero lo que sí sabíamos es que cualquiera que osara traspasar el muro iba a topar con nosotros. Aquel día un ejército de esclavos había visto cómo luchaban los hombres libres… nada ni nadie nos iba a mover de las Termópilas.

1.1. Tiempo de falanges

Una guerra es un conflicto entre colectivos humanos que se dilucida de manera violenta, en el que se utilizan instrumentos o armas, es decir tecnología, en el que participan ejércitos o grupos más o menos organizados y que, usualmente, tiene por objetivo primario dominar directa o indirectamente un entorno espacial y, de manera subsidiaria, sus recursos naturales, humanos o económicos. En definitiva, una interacción violenta entre humanos, instrumentos, máquinas, espacios y recursos.

La arqueología evidencia violencia entre humanos desde tiempos muy remotos (Guilaine, Zammit, 2002), pero la guerra como praxis organizada de una sociedad debe relacionarse con la aparición de los primeros grandes estados durante el III milenio a. C. De hecho, la aparición del estado está en relación con la organización de uno de sus aparatos coactivos: el ejército. Los más antiguos ejércitos documentados se pueden ubicar en Mesopotamia, concretamente en el país de Sumer, a mediados del III milenio a. C. En este mismo periodo, Egipto también generó una poderosa civilización, pero su desarrollo militar fue tardío. Durante el Imperio Antiguo (2850-2052 a. C.) y Medio (2052-1570 a. C.) prácticamente no hubo ejércitos permanentes. Durante todo el III milenio a. C., la calidad de las armas, en Mesopotamia y Egipto, fue muy limitada. El cobre era un bien escaso y también el bronce, La escasez y rareza del metal impedía que este se aplicara de manera masiva en el armamento de los ejércitos.

A lo largo del II milenio a. C. los ejércitos estatales conocieron un importante desarrollo. En Egipto, Ramsés II, hacia el 1292 a. C., combatió duramente a los hititas que habían acabado dominando Siria y el enclave de Kadesh. Los hititas, centrados en Anatolia (la zona interior de la actual Turquía), pugnaron con los egipcios y dispusieron de una depurada organización militar hasta el punto de que a menudo se les atribuye el primer uso sistemático de caballería y la utilización de armas de hierro. Destacaron también, en este milenio, asimismo como pueblo guerrero, los asirios.

La infantería componía el grueso de los ejércitos de este período, que tuvieron en la lanza con punta de bronce y en el escudo las armas principales. Los carros de guerra, concebidos como plataformas para arqueros y lanzadores de jabalinas, se utilizaban para explorar, flanquear o perseguir al enemigo.

La metalurgia del hierro, una innovación tecnológica determinante, comenzó a desarrollarse hacia el siglo XIII a. C. en Anatolia y de ahí se extendió a todo el Oriente Próximo. La manufactura de utensilios de hierro era complicada, ya que el metal obtenido en los hornos de reducción no se fundía y se tenía que golpear en caliente hasta obtener las formas deseadas. Como ventaja hay que señalar que el mineral de hierro es muy abundante en la naturaleza, a diferencia del cobre y el estaño, y una vez conocidas las sofisticadas técnicas metalúrgicas se empezaron a manufacturar, de manera progresiva, útiles de hierro. El uso del bronce se había limitado a joyas y armas, pero el hierro se pudo aplicar decisivamente a las herramientas agrícolas, lo que provocó importantes cambios económicos y sociales. Ello se debe a un aumento de las producciones agrícolas gracias a numerosas innovaciones tecnológicas, que a su vez permitió concentrar recursos y especializar las economías productivas. Una de las consecuencias de este proceso es la creación de los primeros ejércitos organizados y, además, bien armados (Gabriel; Metz, 1991; Gabriel, 2002).

El hierro proporcionaba una importante superioridad en el combate cuerpo a cuerpo, aunque en un principio la producción de espadas y otras armas de este material se orientó a las personas con mayor riqueza, que las convirtieron en objetos dotados de gran prestigio. A su entorno se desarrolló una elaborada cultura de la guerra, en la cual los individuos de mayor linaje eran precisamente los que podían ejercer la violencia de manera más efectiva. Esto se vio reflejado en todos los niveles culturales, desde el surgimiento de mitos y héroes como la Ilíada y Aquiles, hasta el tributo que se les daba una vez muertos en forma de grandes tumbas, que con el tiempo se convirtieron en hitos dentro del paisaje de distintas zonas.

Así, la gradual introducción del armamento de hierro, hecha inicialmente por los asirios en el I milenio a. C., se generalizó en Europa central durante la llamada cultura de Hallstat, en el siglo VIII a. C., y la de la Téne, durante el siglo IV a. C. La evidencia arqueológica demuestra cómo en el área mediterránea y en el continente europeo la nueva tecnología metalúrgica reforzó las aristocracias guerreras, que ejercieron el poder supremo en tribus, pueblos y ciudades del entorno mediterráneo (Gracia, 2003).

Durante el siglo VIII a. C., en Grecia se desarrolló un nuevo sistema político basado en la ciudad-estado o polis en el cual los ciudadanos libres ejercían el gobierno de forma compartida. Las polis se organizaban de manera diferente a las monarquías y en su original contexto el uso de la violencia evolucionó de manera distinta. De ellas surgió una nueva manera de combatir, basada en la infantería pesada y la cohesión del grupo. El nuevo soldado fue llamado hoplita en referencia al gran escudo redondo que llevaba, llamado hoplon. El escudo, de unos 8 kilogramos de peso y un metro de diámetro, estaba hecho de madera, a veces con recubrimiento de bronce, y servía para proteger desde el cuello hasta las rodillas. Las defensas del hoplita se complementaban con una o dos grebas, también de bronce, destinadas a proteger las piernas. En la cabeza llevaba un casco de bronce muy completo, que dejaba escasa visión y limitaba la escucha. Muchos hoplitas llevaban una coraza pectoral de lino endurecido o bronce. El armamento ofensivo del hoplita era una lanza de unos dos metros y medio con punta y contrapeso de bronce o hierro, y también una espada de hoja recta (Connolly, 1981).

El hoplita era un combatiente eminentemente defensivo, pero su costoso sistema de protecciones no hubiera resultado funcional de forma individual. El pesado equipo comportaba una movilidad muy limitada y, en consecuencia el hoplita podía ser presa fácil para rápidos jinetes o arqueros. Así, el equipo del soldado griego tenía sentido dentro de un sistema de combate cooperativo muy concreto: la falange. Era una táctica de orden cerrado en la que los hoplitas de una polis formaban 8 o 12 líneas compactas que se movían y combatían al unísono. Cada hoplita estaba protegido por su propio escudo, llevado a la izquierda, y por el de su compañero de la derecha, que se le sobreponía y cubría parcialmente. La lanza la blandían, elevada, por encima de la muralla de escudos para herir al enemigo. Por otra parte, el peso total del equipo, con más de 35 kilogramos, era tan elevado que los hoplitas no podían aguantar más de una hora combatiendo, razón por la cual las batallas raramente duraban más de 30 minutos.

La falange era un sistema de combate ideal congruente con la organización social de las polis griegas. Todos los ciudadanos tenían el deber y el derecho de proteger sus tierras formando parte de la falange y llevando sus armas, que usualmente eran patrimonio familiar.

Por su naturaleza estática y grupal, el orden cerrado era idóneo para soldados sin entrenamiento, ya que no se requería un excesivo adiestramiento en el uso de las armas para ser útil al conjunto de la falange. Así pues, los ejércitos de las polis griegas adoptaron una táctica de guerra muy diferente a las practicadas hasta el momento basadas en largas campañas, hostigamiento, guerreros de valentía individual y tropas mercenarias.

Una organización política basada en la polis de ciudadanos, que por otra parte eran un porcentaje reducido de la población (tan sólo varones libres) se sumaba así a una cultura de colaboración y a una tecnología capaz de fabricar armas pesadas para crear una táctica de combate, la falange, que a la vez reforzó todos los anteriores elementos. Para las polis la guerra tradicional no era viable, ya que al no tener un monarca capaz de pagar tropas profesionales, los mismos ciudadanos debían asumir las campañas militares, y si estas se dilataban no podían ocuparse de sus tierras ni del gobierno de la ciudad. El sistema hoplítico, por otra parte, estaba relacionado con el concepto de batalla campal, dos polis enfrentadas resolvían sus conflictos en un solo día de combate, normalmente en verano, al acabar las tareas agrícolas. Las falanges formadas por los ciudadanos de cada ciudad se enfrentaban y se decidía el resultado de forma rápida (Van Wees, 2004).

La experiencia del combate que percibía un hoplita estaba relacionada con el carácter ritual de la batalla. Antes de la misma se hacían sacrificios para que los sacerdotes leyeran las entrañas de los animales y establecieran si los dioses iban a favorecer al ejército en la batalla. Si había dudas el combate debería celebrarse otro día. Una vez decidida la batalla los comandantes arengaban a las tropas y las falanges formaban con los soldados mejor equipados en primera línea. Las formaciones avanzaban lentamente una contra la otra, y al llegar al contacto de los dos muros de escudos comenzaba la pugna. Ambas formaciones empujaban con sus escudos y herían con sus lanzas para intentar abrir una brecha en la línea enemiga, mientras las filas de atrás se mantenían a la expectativa, presionaban los soldados de primera línea y evitaban su huida, y ocupaban los huecos generados por las bajas. La situación de equilibrio se rompía cuando una de las falanges conseguía romper la cohesión de las primeras filas de sus oponentes creando un hueco por el que avanzaban extendiendo el pánico entre la falange derrotada. Era en este punto cuando se producían la mayoría de bajas, ya que los escudos dejaban de otorgar protección y los que se retiraban al dar la espalda al enemigo, resultaban más vulnerables. El desgaste psicológico era el factor principal que afectaba el desenlace de una batalla entre falanges, y los griegos eran plenamente conscientes de tal casuística. Por ese motivo toda la panoplia estaba diseñada para infundir miedo: pintaban sus escudos con motivos personales y coronaban sus cascos con penachos que hacían parecer más altos a sus portadores.

Los hoplitas formaban la columna vertebral de los ejércitos griegos, pero también había otros tipos de combatientes: jinetes armados con jabalinas, arqueros, y los llamados peltastas que, menos protegidos que los hoplitas, hostigaban los flancos del enemigo lanzando jabalinas o piedras.

Dejando estos elementos auxiliares de lado, la táctica griega hoplítica era un sistema equitativo, congruente con sociedades entre soldados iguales, en el que todos los hoplitas tenían la misma importancia. Estaba perfectamente adaptado a los guerreros, los ciudadanos de las polis, que no eran profesionales, sino agricultores y artesanos. Era el modo que pudieran enfrentarse a los mercenarios y guerreros más diversos con un conocimiento bélico superior al suyo. Nos encontramos, pues, delante de un claro ejemplo de coevolución: la táctica de la falange difícilmente se hubiera desarrollado sin los diversos sistemas políticos griegos, en los que la idea de igualdad entre ciudadanos libres se situaba por encima del resto. Al mismo tiempo, la distribución del poder en la polis no se podría haber dado sin esta singular forma de combate. De modo adicional, la panoplia usada por un hoplita se ajustaba a sus tácticas, y al mismo tiempo éstas se adaptaron al armamento y defensas individuales, para sacarles el mayor partido desde el punto de vista de la formación.

Fue Esparta la polis que llevó a la perfección este sistema de combate. En esta cultura militarista, los ciudadanos libres se dedicaban íntegramente al ejercicio de las armas, dejando las actividades productivas para las mujeres y los llamados ilotas, que eran siervos procedentes de los pueblos conquistados. Los espartanos llevaron al extremo las virtudes tradicionales del hoplita: el valor y el culto al físico. Los niños recibían una estricta educación, y los hombres libres vivían de la forma austera. Los conceptos de honor y valentía estaban combinados con la arrogancia de saberse los mejores combatientes de toda Grecia, por lo que la ciudad de Esparta no construyó murallas hasta bien entrado el siglo III a. C., ya que no las necesitaban porque en combate eran invencibles (Cartledge, 2003).

Si las falanges hoplíticas fueron la base del ejército griego que derrotó al inmenso ejército persa en tierra, las flotas de veloces trirremes realizaron la misma función en el mar. El trirreme era un hito técnico del momento, cuya construcción requería de gran complejidad y daba como resultado una embarcación diseñada estrictamente para el combate.

Los trirremes contaban con una vela para navegar, pero en combate la impulsaban remeros organizados en tres niveles. La nave podía alcanzar con este sistema unos 8 nudos de velocidad. Los trirremes griegos tenían unos 37 metros de eslora y unos 5 metros de manga, albergando 170 remeros (cada uno de ellos con un remo), unos 10 o 15 marineros y un pequeño contingente de soldados, principalmente hoplitas y arqueros. En su proa tenían un gran espolón de bronce, que se usaba para embestir a los enemigos. Pese a que el diseño de los trirremes estaba pensando para el uso del espolón, no era la única opción disponible. También podían optar por abordar los enemigos para combatir con los soldados y, en caso de victoria, capturar la nave enemiga.

Los sistemas de fortificación también evolucionaron en este periodo (Kern, 1999; McNicoll, Milner, 1997). Dada la importancia capital de las ciudades en la cultura griega es lógico pensar que su defensa y conquista fuera una de los objetivos de las guerras libradas en esta región. Las polis helénicas se dotaron de potentes murallas desde sus inicios. Así, las ciudades de la cultura micénica tenían murallas de construcción ciclópea. Estos sistemas de defensa fueron, hasta el siglo V a. C., invulnerables frente a cualquier opción de ataque salvo las traiciones e incursiones por sorpresa. Como consecuencia, el método tradicional de asedio consistía en intentar rendir la ciudad por hambre ya que no había manera de derribar las murallas. Una muestra fue el largo asedio a la ciudad de Troya narrado en la Ilíada de Homero. De manera más común, las ciudades eran tomadas debido a la traición de alguien del interior. Poco a poco, y gracias a la adopción de tecnologías desarrolladas por asirios y fenicios, aparecieron técnicas de asalto para la expugnación de puertas y murallas. Esta dimensión de los sistemas poliorcéticos (los elementos de ataque y defensa de una ciudad) tuvo un gran auge a partir del siglo V a. C., cuando se diseñaron numerosas máquinas y técnicas para destruir o asaltar murallas. Así, aparecieron arietes, manteletes y torres con ruedas. Además, se crearon ingenios diseñados para lanzar proyectiles que permitían erosionar murallas, creando brechas para practicar el asalto. Fue durante el reinado de Dionisio I (405-367 a. C.), tirano de Siracusa, cuando todas estas innovaciones técnicas llegaron a la madurez. Siracusa, en Sicilia, era una de las polis más importantes de la Magna Grecia. Para luchar contra Cartago contrató a los mejores técnicos del mundo griego con el objetivo de convertir Siracusa en una fortaleza impenetrable y conquistar a su vez las ciudades aliadas de Cartago. Así, en esta época de florecimiento de las artes del asedio se crearon infinidad de máquinas lanzadoras que fueron seleccionadas y que posteriormente dieron paso a las catapultas romanas. Arquímedes (287-212 a. C.), nacido y formado en Siracusa, contribuyó al desarrollo de la tecnología militar con nuevos sistemas de sitio y defensa: máquinas de torsión capaces de lanzar piedras de 80 kilogramos de peso o espejos que captaran la luz del sol para incendiar naves enemigas.

La integración de los roles jugados por hoplitas, trirremes y murallas se produjo en el punto álgido de la revolución hoplítica, hacia el siglo V a. C. De ella forman parte las llamadas Guerras Médicas (entre persas y griegos) y, de manera especial, la guerra entre Atenas y Esparta: la Guerra del Peloponeso, que comenzó en el 431 a. C. y acabó en el 404 a. C. En las Guerras Médicas, el sistema hoplítico griego derrotó las ingentes masas de guerreros persas, y en la Guerra el Peloponeso Esparta demostró su hegemonía militar. Sin embargo, este conflicto, que se extendió durante tres décadas, mostró que el sistema hoplítico, diseñado para evitar largos conflictos entre polis, tenía el efecto contrario cuando los ejércitos eran numerosos, ya que el reducido porcentaje de bajas implicaba que no había batallas decisivas y, por tanto, los contendientes eran capaces de recuperarse de una derrota sin problemas a corto plazo, pero con terribles consecuencias económicas y sociales al durar el conflicto años.

El dominio espartano duró poco más de tres décadas, ya que en el 371 a. C. su temible falange encontró la derrota, a manos de la ciudad de Tebas en la batalla de Leuctra. El líder tebano, Epaminondas (418-362 a. C.), creó una formidable columna hoplítica de 50 líneas que, apoyada por caballería pesada y peltastas, aniquiló la fuerza espartana. De entre las tropas tebanas destacaba la llamada Banda Sagrada, formada por 150 parejas de hombres. Esta curiosa opción táctica estaba basada en la idea de que la relación entre cada pareja haría que el conjunto de la formación luchara de manera más feroz. Si los hoplitas combatían con su amante al lado no retrocederían, y esto dotaría a la falange de una cohesión difícilmente igualable.

La crisis generada por las Guerras del Peloponeso permitió el ascenso de una nueva potencia militar: Macedonia. Las innovaciones introducidas por Epaminondas a inicios del siglo IV a. C. encontraron a un gran seguidor en Filipo (382 a 336 a. C.), monarca de Macedonia que hizo evolucionar el concepto de hoplita hacia un nuevo tipo de soldado, llamado falangita. Desprovisto del hoplon, el falangita llevaba una gran lanza, la sarissa, que podía llegar a medir más de seis metros. El equipo defensivo era similar al del hoplita, aunque en lugar del gran escudo circular los falangitas solo llevaban un pequeño escudo que se sujetaba con correas a su brazo izquierdo, ya que las dos manos se utilizaban para llevar la pesada sarissa. La falange implicó pues un desarrollo tecnológico paralelo para responder a una táctica todavía más colaborativa que la de la falange, aunque en este caso no eran necesariamente ciudadanos quienes la ejercían, sino soldados profesionales. Al mismo tiempo, este sistema permitía integrar a la falange dentro de un ejército en el que otras armas también jugaban un papel relevante (Ashley, 2004).

La falange macedonia constaba de 16 líneas, era por tanto más profunda que la griega. Era una formación más ágil y veloz que la hoplítica, lo cual permitía maniobras más complejas. Al mismo tiempo, su potencial ofensivo era superior, ya que las sarissas formaban un frente de afiladas púas que impedía el enemigo acercarse a una distancia suficiente como para atacar a los falangitas con espadas o lanzas normales. Las hileras posteriores, a su vez, llevaban sus lanzas en alto, inclinadas hacia adelante, de modo que protegían a la formación de las flechas ya que parte de estas topaban con ellas y no impactaban entre los guerreros.

La razón de ser de esta evolución del hoplita es la cooperación con la otra arma decisiva de Filipo: una caballería de élite. Los jinetes eran adiestrados para actuar como fuerza de choque, y por este motivo estaban armados de forma muy diferente a la de los ligeros jinetes griegos. El jinete pesado llevaba una lanza de tres metros de longitud y estaba bien protegido con corazas musculadas de bronce y casco. La caballería pesada de Macedonia se organizaba en formación de cuña. El comandante se situaba en la vanguardia para dar ejemplo a sus jinetes, los llamados hetairoi o «Compañeros del rey». Esta formación de jinetes de élite se situaba en uno de los flancos de la falange, y era dirigida contra el punto más débil de la formación enemiga con la intención de romperla. Mientras los falangitas formaban el centro del ejército macedonio, eran a su vez complementados con infantería ligera, los hipaspistas, y la caballería ligera, que se encargaban de hostigar al enemigo.

Con este complejo dispositivo, Filipo II conquistó la mayoría de las polis griegas. Alejandro (356 a. C.-323 a. C.), su hijo, dirigió la caballería macedonia y colaboró activamente en las victorias sobre las fuerzas griegas, incluyendo el exterminio de la Banda Sagrada tebana. La consecuencia fue el fin del sistema de polis libres. Filipo no las destruyó, pero sí que les exigió apoyo económico y soldados para una futura campaña que aseguraría la destrucción de Persia, el eterno enemigo según la cultura griega que había interiorizado Filipo. Alejandro III de Macedonia fue quien consumó el ataque contra el Imperio persa. En una campaña relámpago jalonada por grandes batallas −Gránico (334 a. C.), Issos (333 a. C.), Gaugamela (331 a. C.) y de la Puerta Persa (330 a. C.)−, los macedonios trituraron al Imperio persa de Darío III. Después, Alejandro alcanzó la India y, en apenas trece años de reinado, forjó un imperio que se extendió desde el Nilo hasta el Indo. Le llamaron Magno y fue sin duda uno de los caudillos militares más extraordinarios de la historia. Pero los artífices de las conquistas de Alejandro, y de la eclosión del helenismo, fueron los disciplinados falangitas y los hetairoi que, con él, sufrieron combates y ganaron batallas.

1.2. Una república guerrera

La institución de la República romana se gestó durante los siglos V y IV a. C. Desde sus orígenes, la ciudad de Roma vivió en un clima de constante conflicto, ya que con el apoyo de otras poblaciones latinas, combatió a pueblos vecinos: sabélicos, volscos, etruscos… A mediados del siglo IV a. C. los romanos dominaron totalmente la inmediata región del Lacio, apoyaron la creación de ciudades latinas y fundaron colonias romanas, establecieron pactos con otras ciudades, y avanzaron sobre la Campania. Roma convertida en capital del Lacio unificado, y propietaria de la Campania, vio crecer espectacularmente sus efectivos militares, ya que los hombres libres de las ciudades que habían obtenido la civitas, o ciudadanía romana, debían servir en el ejército. La clonación de ciudades romanas, en forma de nuevas colonias, también multiplicaba las expectativas militares del emergente estado republicano, ya que a mayor número de ciudadanos mayor número de combatientes. Esta unión territorial suponía una diferencia relevante con las otras potencias de la época. Mientras que las polis griegas no llegaron a formar alianzas estables ni estados cohesionados, monarquías como la persa no eran capaces de transformar el poder potencial en acciones reales por numerosas razones, desde las constantes rebeliones de territorios conquistados a la falta de soldados profesionales. En este sentido el Senado romano y su concepto de ciudadanía se situaban en un modelo intermedio de gobierno. Usaba elementos culturales como la necesidad que cualquier ciudadano relevante tuviera experiencia militar (al estilo griego), y al mismo tiempo tenía la posibilidad de movilizar grandes ejércitos en los territorios diversos. A principios del siglo III a. C., los romanos sometieron Etruria y las ciudades griegas de las costas itálicas. A mediados y al final del siglo III a. C. Roma luchó contra los cartagineses, a los que derrotó en las dos sucesivas Guerras Púnicas (264-241 a. C.; y 218 a 201 a. C.), y aún habría una tercera guerra contra Cartago a mediados del siglo II a. C. (149-146 a. C.). A principios del siglo II a. C. Roma se disponía a explotar sus primeras provincias exteriores: la Citerior y la Ulterior en Hispania, mientras que al mismo tiempo sometía a los herederos del imperio macedónico. De este modo nacía el primer imperio de la Europa Occidental, heredero de la intensa relación entre guerra y política cultivada por las polis griegas.

Durante las primeras guerras de expansión de Roma, en los siglos V y IV a. C., el armamento y las técnicas de sus combatientes no eran diferentes de las de otros pueblos de la época, ya que todos se basaban en las aportaciones que había generado la revolución hoplítica. El grueso del ejército romano estaba compuesto por infantes pesadamente armados con escudos y lanzas, dispuestos en línea y generando nutridas falanges. La infantería ligera marchaba al frente, dispersa, y la caballería guardaba los flancos. La singularidad de Roma comenzó cuando los límites de la ciudad-estado fueron desbordados, y se convirtió en gran y auténtico estado, un estado con ciudades. A partir de este momento, los romanos pudieron organizar ejércitos de grandes dimensiones y pasaron a ensayar adaptaciones del sistema hoplítico a la nueva realidad romana (Goldsworthy, 2003). Durante el siglo IV a. C. el dictador Marco Furio Camilo (446-365 a. C.) propició grandes reformas como la fijación de un sueldo para pagar a las tropas. Pero el cambio más importante y revolucionario fue el diseño de la legión como unidad autónoma y básica del ejército. Se trató de una innovación táctica, posible gracias a los cambios sociales y políticos, que generó nueva tecnología de armamento, doctrina y cultura militar específica.

La legión estaba formada por 30 manípulos, o grupos, cada uno contaba con dos centurias de 60 soldados cada una, al frente de las cuales había un centurión, que mandaba con el apoyo de un optio y del signífero, que llevaba la enseña. Había, además pequeños grupos de infantería ligera, los vélites y hasta 300 jinetes repartidos en 10 secciones o turmas.

Los legionarios eran hombres libres que tributaban al estado, mayoritariamente pequeños propietarios agrícolas que podían ser movilizados según las necesidades. Cada uno debía procurarse el equipo, lo que podía generar diferencias clasistas entre los legionarios. La vida de estos ciudadanos militarizados no era fácil, ya que las ausencias, cada vez más prolongadas, implicaban la posibilidad de que los granjeros se empobrecieran. A pesar de todo, con las oportunas reformas, la legión se reveló como un sistema militar complejo extremadamente eficiente, que se desplegaba de manera similar a los cuadros de un mismo color de un tablero de ajedrez. Las agrupaciones de unidades se disponían en tres líneas. En primer lugar, formaban en cuadro los manípulos de hastati, los soldados más fuertes y jóvenes. Los manípulos de esta primera línea se mantenían separados entre sí. La segunda línea la componían los manípulos de príncipes, que eran legionarios algo más maduros que los hastati, de entre 25 y 35 años. Generalmente llevaban un mejor equipo, ya que al tener más edad disponían de más bienes y mejores expectativas económicas. Del mismo modo los príncipes se desplegaban en manípulos separados, pero dispuestos de forma alternativa a los de la primera línea, teniendo al frente los huecos de la misma. Si se consideraba necesario los manípulos de la segunda línea, los príncipes, podían avanzar y cubrir los huecos de la primera formando un frente conjunto.

La formación era muy plástica ya que de la misma manera las unidades de la primera línea podían retirarse por los huecos que dejaba el despliegue de las unidades de la segunda. Finalmente, encontramos a los triarii, los legionarios de más edad, que se desplegaban en línea formando una falange sin huecos. La caballería se situaba en los extremos cubriendo los flancos. Su papel en las batallas era complementario ya que la función principal era la exploración del territorio y la persecución del enemigo. Los estribos no se conocían, las herraduras eran extrañas y los caballos eran de pequeñas dimensiones, razones todas ellas por las que la caballería, con una capacidad ofensiva limitada, era un arma más auxiliar que decisiva. Los caballeros eran normalmente los legionarios con más solvencia económica, los que podían pagar el equipo y el caballo, pero al contrario que los jinetes macedónicos no formaban una elite militar capaz de decidir las batallas. Al frente de la legión desplegada se disponían los vélites, la infantería ligera armada con jabalinas y hondas. Los vélites agrupaban a ciudadanos pobres y jóvenes que no podían pagar un equipo militar. La batalla comenzaba con los vélites hostigando al enemigo. Cuando el combate entraba en una fase resolutiva, los vélites se retiraban entre los espacios vacíos de los manípulos. A continuación, atacaban los hastati. Su armamento era idéntico al de los príncipes. En general llevaban un casco de bronce, un disco frontal protector en el pecho, también de bronce, o cota de malla corta, un escudo alargado de grandes dimensiones, una jabalina y una lanza pesada, mitad de madera, mitad de hierro, llamada pilum, una espada corta, un puñal y, en algunos casos grebas. Los hastati avanzaban alineados y lanzaban las jabalinas contra el enemigo con el ánimo de diezmar sus filas. Después lanzaban el pilum pesado. Los escudos que recibían el impacto resultaban inutilizables ya que el peso de la larga pértiga imposibilitaba su uso.

A continuación, los hastati desenfundaban los gladius, espadas cortas de tradición hispana, aptas para clavar y pinchar. En el cuerpo a cuerpo procuraban cubrirse con el escudo que levantaban hacia arriba para mirar de acuchillar el torso del contrario. Cuando los hastati estaban cansados o tenían problemas se retiraban de manera ordenada entre los huecos que habían dejado los manípulos de la segunda formación. Entonces, los manípulos de este segundo escalón, los príncipes, avanzaban ordenadamente y repetían la operación, lanzaban jabalinas y lanzas y atacaban con la espada. La segunda descarga de jabalinas y lanzas podía tener efectos devastadores sobre las líneas contrarias, especialmente si estaban cansadas o debilitadas, lo que pasó en batallas decisivas como Cinoscéfalos (197 a. C.) o Emporion (195 a. C.). La línea de triarii era la reserva, una especie de muralla tras la cual se refugiaban hastati y príncipes en caso de derrota o retirada. Los triarii mantenían el armamento típico de los hoplitas: casco, armadura, un gran escudo y una larga lanza. De hecho formaban en falange y constituían el muro de seguridad por si hubiera que cubrir los compañeros en retirada (Bishop, Coulston, 1993; Feugere, 1993).

Las reformas furianas fueron auténticamente revolucionarias. El concepto de hoplita que luchaba en filas y con la larga lanza en mano quedó obsoleto. Los romanos, influenciados por otras formas de combate como las de los galos o los hispanos, lanzaban jabalinas y lanzas como armas arrojadizas y la estructura manipular les permitía reforzar el ataque, retirar tropas cansadas o empujar hacia el combate tropas de refresco. Nada de esto podía hacer la falange de hoplitas, condenada al combate de corta distancia y sin posibilidad clara de relevar a los combatientes de las primeras filas que pudieran bajar de rendimiento debido al cansancio y la presión ambiental.

Normalmente, un ejército romano estándar, el llamado ejército consular, desplegaba dos legiones, una al lado de otra, flanqueando a las cuales nos encontramos con las tropas aliadas, las denominadas alas, y finalmente en el extremo de los flancos aparecía la caballería, que podía ser propia o aliada.

La legión furiana marchaba andando y los legionarios solo portaban las armas. Los bagajes, es decir, las tiendas, las provisiones y las herramientas, eran transportados por asnos. El sistema, ensayado desde principios del siglo IV a. C., se perfeccionó durante las Guerras Púnicas. Su rendimiento y efectividad aumentó con el paso de los años. En las batallas de Zama (202 a. C.; cerca de Cartago); Cinoscéfalos (197 a. C., en Tesalia, Grecia) y Emporion (195 a. C., noreste de Hispania) la estructura manipular mostró su total madurez al actuar con perfecta sincronización y eficacia. De hecho, el único comandante que logró derrotar los manípulos romanos fue Aníbal, y lo hizo con formaciones de tipo hoplítico menos evolucionadas que la legión manipular. La victoria de Aníbal se explica por la fuerza de su caballería pero, sobre todo, por la extraordinaria capacidad y acierto en cuanto a toma de decisiones y capacidad táctica. En Cannas (216 a. C.), Aníbal utilizó en provecho propio la temible potencia de la infantería romana, la hizo avanzar hasta que quedó colapsada y cercada. Así, mientras que la táctica de combate no era diferente que la de Alejandro, la extrema calidad de los cuadros de mando cartagineses amenazaron la supervivencia directa de Roma. Las reticencias romanas a la hora de dotar de poder absoluto a cualquier ciudadano (para evitar el surgimiento de tiranos) hacía que sus comandantes no tuvieran una especial formación militar, hecho que en parte explica los desastres que periódicamente tuvieron las legiones. Sin embargo, las ventajas del sistema romano se extremaron con la llegada de comandantes capaces como los Escipiones, y en el encuentro de Zama Aníbal ya no pudo superar la fuerza de los manípulos romanos (Lazenby, 1978).

La continuada conquista de territorios por parte de Roma condujo a la siguiente adaptación de su ejército, que por otra parte llevaría al colapso de la República. Fue impuesta por el general Cayo Mario (157-86 a. C.). Mario, que era un populista con necesidad de tropas, rompió el vínculo entre propiedad y ejército, abrió las puertas de la milicia a los pobres a cambio de un sueldo y a cambio asimismo de la ciudadanía romana si no la poseían. La extensión de la ciudadanía terminó a su vez con las unidades de aliados. El servicio limitado a una campaña se cambió por presencias más permanentes y la antigua milicia romana se convirtió en un cuerpo de profesionales capaces de afrontar los continuos conflictos a lo largo y ancho de los territorios romanos. Mario acabó con las categorías furianas (vélites, hastati, príncipes, triarii) que tenían un trasfondo clasista. A partir de entonces, sólo hubo legionarios, y todos iban armados igual: casco de bronce, cota de mallas corta, escudo grande, espada hispánica, puñal, grebas, pilum y jabalina, y además era el estado quien suministraba las armas. El sistema se simplificaba y adquiría mayor versatilidad. Mario también acabó con el transporte del bagaje por parte de asnos. La legión debía ser autónoma y esto implicaba que cada combatiente debía ser capaz de transportar su impedimenta: el capote-manta militar, las raciones de comida, botes y ollas, y en algunos casos un par de estacas para las empalizadas del campamento y un pico, un hacha o una pala. El equipo completo pesaba el equivalente a unos cuarenta kilogramos, y los legionarios se adiestraban en largas marchas con ese peso. No por casualidad la gente llamó a los legionarios las mulas de Mario. Una alimentación frugal a base de migas de pan, tocino y queso, y una disciplina rígida definían la austera vida cotidiana del legionario.

Las reformas de Mario crearon también una nueva unidad táctica, la cohorte, formada por tres de los antiguos manípulos, es decir por seis centurias. La legión pasaba a tener unos 5000 soldados organizados en 9 cohortes de 500 legionarios cada una, una cohorte de élite con 800 legionarios y unos 120 jinetes. Pero las legiones conservaron su forma táctica de despliegue en forma de cuadros de ajedrez. Este tipo de formación se mantuvo prácticamente sin cambios durante los últimos tiempos de la República y durante el Imperio. En algunos períodos la fuerza nuclear de las legiones se reforzó con tropas auxiliares, reclutadas en determinadas regiones. No se trataba de tropas aliadas, sino de cuerpos especiales integrados directamente al dispositivo militar romano.

La evolución de las legiones marcó, entre otras razones, la sustitución de la República romana por un Imperio. El cambio de ciudadanos a profesionales hizo que la cultura militar variara de manera radical, ya que los soldados dejaron de brindar su lealtad a Roma para tenerla hacia su comandante. Así, los militares más capaces dispusieron cada vez de más fuerza, y los conflictos entre estos y el Senado se incrementaron de forma gradual. Finalmente, Julio César desafió abiertamente y derrotó al Senado, en lo que llamamos Guerra Civil romana. Pese a que fue asesinado antes de convertirse en primer emperador de Roma, la situación ya no tenía punto de retorno, y finalmente en las primeras décadas del siglo I d. C. Augusto se hizo con la corona imperial. De este modo, Roma se aseguró la eficiencia militar, pero a cambio de sufrir largos períodos de inestabilidad y rebeliones. Al contrario de lo que pasó durante la República, a partir de las reformas de Mario cualquier comandante con poder y lealtad suficiente de sus tropas podrá desafiar al emperador en Roma.

1.3. Un imperio legionario

En tiempos del primer emperador, Augusto (27 a. C.-14 d. C.), el ejército romano se componía de treinta legiones permanentes desplegadas a lo largo y ancho del Imperio. Cada Legión tenía un número y un nombre (VI Victrix, IX Hispana, VI Ferrata fidelis constantes…) y los legionarios poseían un fuerte espíritu de cuerpo que los vinculaba a su unidad. Entre el siglo I a. C. y el III d. C., el equipo de combate varió relativamente poco. Durante el siglo II aparecieron las armaduras segmentadas hechas con plancha de hierro y, con el mismo metal, comenzaron a fabricarse los cascos. Las tácticas de combate continuaron en la misma tónica, las cohortes de infantería atacaban con jabalinas y lanzas y luego cargaban espada en mano. Roma contó con excepcionales comandantes que utilizaron sabiamente la potencia y eficacia de las legiones. Emperadores como Trajano y Adriano expandieron sistemáticamente las fronteras del Imperio más allá del Danubio y hacia Mesopotamia. Pero es evidente que, a pesar de todo esto, además, la fuerza del ejército romano también radicó en sus mandos directos, tribunos y legados, y en su oficialidad. Los centuriones y sus ayudantes, los optio, fueron la columna vertebral de las legiones. Así, se proporcionaba a los mejores militares una doctrina de combate extremadamente flexible, capaz de combatir a todas las escalas (desde grandes batallas hasta incursiones) y contra todo tipo de enemigos (falangitas, guerreros galos, jinetes persas…).

Al mismo tiempo, la superioridad militar romana se basaba también en una doctrina defensiva de fortificación. Cuando las tropas no estaban desplegadas para el combate, debían estar protegidas, bien fuera en campamentos de campaña mínimamente fortificados, bien en fortalezas o en ciudades amuralladas (Johnson, 1983). Igualmente, el ejército romano entendía que debía disponer de técnica y tecnología suficientes para expugnar o asaltar cualquier tipo de fortificación enemiga. Los legionarios romanos estaban acostumbrados a cubrir marchas diarias de más de 30 kilómetros, transportando sus armas y bagajes. Al finalizar la marcha, se procedía a construir el campamento a partir de un protocolo muy estricto. Normalmente se organizaba a partir de un cuadrado o rectángulo de 500 metros de lado, o bien de 400 por 700. Las líneas principales del campamento se trazaban con estacas y cordeles. Una vez llegados al lugar de acampada, los legionarios procedían a excavar un foso periférico. Mientras unas cohortes trabajaban, el resto permanecía armas en mano y en formación de combate para repeler cualquier posible ataque contra las obras. En poco tiempo se definía un formidable obstáculo compuesto por el foso y el terraplén, o agger, sobre el que se colocaban estacas afiladas. Normalmente, cada legionario transportaba dos estacas. Un ejército de dos legiones más aliados o auxiliares podía llegar a los 20 000 combatientes, esto significaba que cada metro de los 3000 que podía alcanzar el perímetro de un campamento acumulaba 10 o más estacas. Una vez finalizada la protección del recinto, las unidades procedían a levantar las tiendas. Cuando el campamento estaba frente al enemigo, los fosos se excavaban más profundos y los terraplenes se levantaban más altos. Finalmente, tanto la protección de los territorios como las ofensivas requerían de un excelente sistema logístico, sin duda uno de los motores de los éxitos romanos en las conquistas. Formaba parte esencial de la doctrina militar romana desde los orígenes de la República (Roth J. P., 1999), y permitía desplegar en un teatro de guerra enormes ejércitos que superaban los 50 000 combatientes. Así, la capacidad del sistema logístico, integrada en un modelo económico de gran potencia, era capaz de llevar al combate a muchos más soldados de los que se podrían movilizar en siglos posteriores. No en vano hasta el siglo XIX no se vieron, en Europa, ejércitos concentrados tan grandes como los de Roma.

Al mismo tiempo, el ejército romano contaba también con fortalezas, y la estructura medular del propio Imperio se basó en una red de ciudades fortificadas unidas entre sí por calzadas que permitían un tránsito rápido de unidades militares. En muchos casos, el ejército se convirtió en factor de colonización y numerosos campamentos militares terminaron transformándose en ciudades.

Los romanos conocían bien los logros técnicos del helenismo y, en última instancia, su cultura de fortificación fue subsidiaria de la ingeniería griega. Durante el periodo republicano y alto imperial, entre los siglos III a. C. y III d. C., los recintos se caracterizaron por la potencia de su fábrica que, habitualmente, utilizaba una espectacular sillería de grandes dimensiones. También se utilizaron buenos morteros de cal y arena. El Imperio acometió desde el primer momento obras de fortificación imponentes. Se construyeron larguísimas barreras fortificadas, con fosos y empalizadas, a lo largo del Rin y el Danubio. Estas defensas constituían el famoso limes, que separaba el mundo romano de la barbarie. Y también se construyeron limes en el norte de África para prevenir el hostigamiento de las tribus indígenas. Sin embargo, los muros más espectaculares fueron los levantados en Britania, en tiempos del emperador Adriano (117-138) frente a los pictos y escotos que habitaban en el norte de la isla. Durante el Bajo Imperio, en los siglos III, IV y V, se redoblaron los esfuerzos de fortificación debido al peligro bárbaro. Las capitales imperiales, Roma y Constantinopla, conocieron espectaculares procesos de defensa. Roma vio reforzado su recinto con murallas de tipo aureliano, caracterizadas por la presencia de un gran número de torres que podían albergar artillería. Barcino (la actual Barcelona), llamada a ser el baluarte romano en Hispania, se dotó también con espectaculares murallas aurelianas, con decenas de poderosas torres, que hicieron de la ciudad un referente estratégico durante la baja romanidad. Constantinopla, la ciudad creada por el emperador Constantino (306-337), se rodeó con un amplísimo recinto amurallado inexpugnable que defendió la ciudad durante mil años.

Las técnicas de fortificación tuvieron su reverso en las de expugnación (Davies, 2006). Los romanos desarrollaron y perfeccionaron las máquinas de guerra que habían utilizado griegos y cartagineses. La artillería se componía de máquinas de torsión que utilizaban fibras y tendones para accionar grandes arcos e impulsar proyectiles. Las había de dos tipos: balistas y catapultas. Las balistas lanzaban piedras esféricas. Las de grandes dimensiones podían tirar piedras de hasta un centenar de kilos capaces de hacer añicos la más sólida de las murallas. Las catapultas, montadas sobre trípodes, lanzaban dardos. Estas pequeñas piezas constituían la artillería de campaña legionaria y podían desplegarse, incluso en campo abierto. Los dardos de las catapultas podían alcanzar, con efectos letales, el centenar de metros, y en este sentido eran muy útiles para castigar y amedrentar, a distancia, al enemigo. La acción de expugnación de las balistas se complementaba con el uso de minas, manteletes y máquinas de asalto diseñadas exprofeso para atacar una determinada fortaleza. Estos artefactos usualmente contaban con grandes arietes que hacían añicos puertas o muros. Las tareas de expugnación se protegían mediante altas torres de asalto en las que se situaban arqueros y catapultas. La infantería se acercaba a los muros circulando por galerías de madera, o bien formando el testudo, una formación en la que los legionarios se protegían mutuamente formando un caparazón con sus escudos. Algunos asedios romanos, por la espectacularidad de las soluciones adoptadas, se convirtieron en míticos. Así, en el ataque a la supuestamente invencible ciudadela gala de Avaricum, en el 52 a. C., Julio César utilizó dos torres de asalto con arietes incorporados que destrozaron la muralla. En el asedio de Jerusalén, el año 70 d. C. un enjambre de legionarios, con catapultas, procedió a bombardear la zona de la Torre Antonia, a socavar los muros y a destruir las murallas con arietes. Cuando los fosos estuvieron cubiertos y la muralla totalmente derruida, avanzaron los legionarios en formación de combate como si se tratara de una batalla en campo abierto. También contra los judíos, en el 73 d. C., los romanos protagonizaron el impresionante cerco y asalto de la fortaleza de Masada, situada en una montaña totalmente rodeada por acantilados. Numancia (143-133 a. C.), en Hispania, y Alesia (52 a. C.), en territorio galo, fueron también asedios que merece destacar, aunque en estos casos lo más singular no fue el proceso de asalto, sino las obras de circunvalación con zanjas terraplenes y empalizadas.

La ingeniería militar romana también obtuvo buenos resultados en la guerra naval. Durante la Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.), los romanos copiaron las naves de sus enemigos cartagineses y construyeron quinquerremes (galeras accionadas por cinco órdenes o líneas de remos). Innovaron en los modelos colocando puentes de abordaje, los corvus, que sostenidos por una grúa dejaban caer su extremo de forma violenta sobre una nave enemiga. El extremo del puente contaba con un pivote de hierro, en forma de pico de cuervo, que se incrustaba en la cubierta de la nave atacada. Por el puente pasaban rápidamente los legionarios para atacar la tripulación contraria y reducirla.

La historia de Roma y su Imperio comprende un dilatado periodo temporal que se extendió durante casi mil años o dos mil si se considera su prolongación en el Imperio bizantino. Desde el punto de vista espacial, Roma extendió su influencia a lo largo de todas las orillas del Mediterráneo, e incluso hasta Britania, Mesopotamia y Dacia. Evidentemente, en estos lugares Roma combatió con muy diversos tipos de enemigos: etruscos, samnitas, epirotas, cartagineses, íberos, celtíberos, galos, britanos, pictos, griegos, dacios, partos, alanos, judíos, egipcios, númidas, germanos, visigodos, ostrogodos, francos, hunos… y además afrontó guerras civiles, revueltas de esclavos y rebeliones campesinas. En general, la organización militar romana, fundamentada en la legión, maximizó la eficiencia militar a costa de dotar a sus comandantes de un poder inimaginable para sus predecesores. Así, se desarrolló un modelo de ejército que, según se demostró en la práctica, fue capaz de pulverizar a todo tipo de enemigos, con formas de lucha y armas muy diversas, y en todo tipo de lugares, desde los desiertos africanos hasta los bosques de la Selva Negra. Con todo, al mismo tiempo se fomentaron las guerras civiles, y la unidad del Imperio romano agotó su ciclo político y militar durante el siglo V d. C.

1.4. Epílogos bárbaros

El sistema militar imperial implicaba una inestabilidad inherente, que se agudizó a partir del siglo III. Un ejemplo de ello es el desastroso gobierno de Cómodo (177-192), en el que la inestabilidad política y económica se saldó con un auge de generales rebeldes que imponían a nuevos emperadores. En los sesenta años que siguieron a la muerte de Cómodo se sucedieron 21 emperadores y se generó un período de caos y miseria durante el cual el ejército aterrorizó a la sociedad civil. Además de ello, la amenaza de enemigos potenciales más allá de las fronteras fue en progresivo aumento. En el mismo siglo II ya se inició una estrategia netamente defensiva con la fortificación o refortificación de los limes, especialmente europeos. Las legiones se sedentarizaron y empezaron a reclutar tropas locales. Por otra parte, la relevancia política del ejército fue en aumento, y los emperadores comenzaron a mimar a las legiones a riesgo de afrontar nuevas rebeliones. Septimio Severo (193-211) incrementó en un tercio el sueldo de los legionarios, les permitió el matrimonio legal y sin restricciones y les autorizó a cultivar parcelas alrededor de los campamentos. Emperadores como Galieno (253-268), Aureliano (270-275) y Diocleciano (284-305) emprendieron reformas urgentes con resultados dispares.

Las incursiones bárbaras de finales del siglo III evidenciaron la crisis militar, los franco-alamanes, un pueblo bárbaro germánico, atravesaron el limes y vagaron por el interior del Imperio sin que las legiones pudieran detenerlos. Mientras, otro pueblo germánico, los ostrogodos, invadieron los Balcanes, y derrotaron y mataron al emperador Decio (251). En Oriente, los persas vencieron, capturaron y ejecutaron al emperador Valeriano (260). Mientras tanto, el ejército romano comenzaba, a su vez, a transformarse debido a la nueva situación. Recogiendo los elementos bárbaros, las legiones fueron fragmentándose progresivamente en unidades más pequeñas, mejor adaptadas al tipo de guerra que se gestaba en los limes. Las disciplinadas legiones de infantería comenzaron a perder homogeneidad y a disgregarse, creando unidades especializadas. El emperador Aureliano (270-275) autorizó la organización de unidades auxiliares con elementos vándalos y alamanes, tribus que ya habían atacado el Imperio. Por otra parte, los emperadores se agenciaron guardias personales germánicas consideradas más seguras y toleraron que las tropas extranjeras conservaran tradiciones de combate y equipos propios. Los estandartes romanos fueron sustituidos por los dragones bárbaros.

A finales del siglo III, Diocleciano (284-305) dividió el Imperio en dos partes con el fin de racionalizar y optimizar la administración. Para mantener legiones nutridas decidió convertir en forzosa la actividad militar por la vía hereditaria. Los hijos de soldados debían ejercer también como soldados. Quedaron descartadas las tácticas tradicionales y se intentaron nuevos sistemas para afrontar los nuevos enemigos. Los ataques con caballería, que adquiría cada vez más importancia, y la utilización de artillería (catapultas, balistas y máquinas de torsión) y de arqueros de calidad ganaron protagonismo. El reclutamiento dispensaba atención a mercenarios o profesionales: jinetes dálmatas, caballeros blindados alanos (los denominados catafractos), lanzadores de jabalina norteafricanos y arqueros orientales se convirtieron en tropas de confianza. El pilum y la espada corta de los legionarios fueron sustituidos por la espada larga de los bárbaros. Las jabalinas arponadas y los dardos cortos equilibrados con contrapesos de plomo adquirieron gran popularidad. Ciertamente, este ejército estaba más especializado al adaptarse en cada limes a las amenazas propias de los enemigos con los que constantemente se enfrentaban. Sin embargo, comparado con las legiones promovidas por Mario, su efectividad y cohesión como gran unidad había decaído considerablemente. Además de ello, esta heterogeneidad introdujo una calidad desigual en las tropas, en las que se combinaban unidades de elite con fuerzas de guarnición. La debilidad del ejército se trató de compensar con una política de fortificación y con milicias provinciales al tiempo que comenzaron a aparecer ejércitos particulares vinculados a los latifundistas de las grandes villas. En los últimos tiempos del Imperio de occidente los intentos de adaptar el ejército a la nueva situación no funcionaron, debido a la fragilidad del sistema político que poco a poco se iba fragmentando. Incapaz de crear un ejército cohesionado como los de antes, se procedió a comprar los servicios de pueblos bárbaros enteros para hacer la guerra contra otros pueblos bárbaros.

Los visigodos eran el pueblo bárbaro más romanizado. En la batalla de Adrianópolis (378) habían derrotado al emperador Valente. Llegaron a entrar en la península Itálica y saquearon Roma en el 410. La romanización cultural de los visigodos fue por otra parte constante, se cristianizaron y adoptaron el latín como lengua de prestigio. A principios del siglo V el rey visigodo Ataúlfo especuló con la posibilidad de convertirse en el brazo armado de Roma. A partir del 416, los visigodos hicieron limpieza en Hispania protagonizando sucesivas campañas contra vándalos y alanos. En el 451 los visigodos de Aquitania marcharon con los ejércitos romanos del general Aecio y derrotaron a los hunos de Atila en la decisiva batalla de los Campos Cataláunicos (Mauriac, La Champagne). A mediados del siglo V los visigodos se habían concentrado entorno de Tolosa (Toulouse). Cuando el último emperador de Roma, Rómulo Augústulo, fue depuesto el 476, los ostrogodos en la península Itálica y los visigodos en las Galias se configuraban como potencias emergentes. Sin embargo, los francos derrotaron a los visigodos en la batalla de Vouillé, en el 507, obligándolos a replegarse hacia Narbona y Barcelona. Instalados definitivamente en Hispania, los visigodos articularon a mediados del siglo VI un nuevo y poderoso reino centrado en Toledo.

La influencia romana también se manifestó en la transmisión de su cultura militar. Así, la organización de las fuerzas visigodas mantuvo la herencia imperial. El servicio militar era obligatorio entre los hombres libres, y era el rey quien convocaba al ejército y quien mantenía guarniciones permanentes en los limes. El núcleo del ejército lo componía la oligarquía militar que controlaba el reino y organizaba las levas y movilizaciones. Los hispanorromanos también servían en el ejército y ejercían cargos de responsabilidad. La caballería tenía una función estructurante, la guardia del rey luchaba a caballo, así como la nobleza, en una solución parecida a la adaptada por los macedónicos siglos atrás. Los guerreros de infantería y caballería usaban cascos de hierro, armaduras de cuero endurecido, escudos circulares, espada y lanza. Los visigodos utilizaron máquinas de guerra de tradición romana (balistas y catapultas) y eran capaces de organizar campamentos complejos. Por sus características, el ejército visigodo no difería mucho de los ejércitos romanos de los últimos períodos, que estaban compuestos en gran parte por reclutas visigodos.

A diferencia de los visigodos, los francos confiaban principalmente en su infantería pesada, armada con grandes escudos de madera y lanzas. Comenzaron a usar caballería durante el siglo VIII. En la decisiva y famosa batalla de Poitiers (732) el enfrentamiento se caracterizó por el choque entre la infantería pesada franca y la caballería ligera islámica. Pero en el mismo siglo VIII, y gracias al uso del estribo, los francos se convirtieron en los grandes impulsores de una nueva caballería pesada. El ejército visigodo, a su vez, desapareció a principios del siglo VIII fulminado por el impacto islámico. En Occidente, la irrupción del Islam y la consolidación del Imperio franco marcaron a partir del siglo XI una nueva etapa militar que rompía definitivamente con la herencia tardorromana.

Llegados a este punto es interesante reflexionar sobre las sucesivas supremacías de la infantería pesada y la caballería en los campos de batalla europeos. Según demostraron los hoplitas griegos, o las legiones de la Roma republicana, una masa de infantería pesada adiestrada y armada correctamente no tenía rival en el campo de batalla, salvo pocas excepciones. La caballería de cualquier época tan sólo ha sido capaz de romper esta hegemonía gracias a la cooperación con otras armas que permitieran una desorganización de las líneas de infantes. Sea por ese motivo o por situaciones de pánico en las filas de la infantería, el deterioro de una formación a pie podía significar su exterminio por parte de los jinetes, que en estas condiciones eran temibles.

Así, el auge de la caballería pesada en Europa Occidental tiene una estrecha relación con la fragmentación del poder romano. Cada vez fue más difícil desplegar en el combate una masa cohesionada y numerosa de infantes, y en esas condiciones los señores de la guerra a caballo fueron determinantes, marcando la pauta durante varios siglos.

Cabe decir que la evolución militar en el otro extremo del Mediterráneo fue sensiblemente diferente. En el año 476 Roma se derrumbó, pero Constantinopla se mantuvo incólume y logró rechazar a sus enemigos. Aunque el Imperio bizantino se comportó hasta mediados de siglo XV como un imperio griego, la tradición militar romana se mantuvo viva (Haldon, 2007). El gobierno bizantino siguió siendo capaz de mantener un ejército bien organizado basado en la infantería pesada. Esta era la fuerza principal en el campo de batalla, complementada cada vez con caballería pesada que le permitía afrontar con éxito a toda clase de enemigos. Bizancio también contaba con buenos ingenieros y dispuso de una potente marina basada en el dromón, una evolución del trirreme romano. Las naves bizantinas utilizaron, para incinerar a sus atacantes, el terrible fuego griego, un líquido inflamable, de difícil extinción.

A principios del siglo VI, Bizancio tenía un ejército fuerte y motivado formado por población autóctona y, al mismo tiempo, contaba con mercenarios. La defensa de la capital y del emperador contaba con tropas de élite propias, los llamados Tagmata. En cuanto a fortificación los bizantinos movilizaron máquinas de guerra y construyeron poderosas fortificaciones, murallas y fortines en todas sus fronteras. En algunos lugares, como en las ciudades del entorno de Cartago, fortificaron foros, templos o incluso arcos de triunfo utilizando materiales constructivos de ciudades arruinadas o semiabandonadas. El Imperio bizantino logró dimensiones notables. Justiniano I (527-565) recuperó el dominio sobre Italia, el norte de África y parte del sur de la península Ibérica. Sin embargo, Bizancio no tuvo recursos humanos ni administrativos, ni militares, para defender las conquistas. Los primeros califas atacaron duramente las fronteras bizantinas en el siglo VII y barrieron a los bizantinos del norte de África. La batalla de Manzikert (Anatolia), en 1071, marcó el fin del auge bizantino a manos de fuerzas musulmanas.

De hecho, la supremacía militar del Islam se había iniciado 400 años antes. Durante el siglo VII d. C. los habitantes de la península Arábiga, después de abrazar el islamismo, realizaron una expansión militar y cultural extraordinaria. La zona de influencia de los árabes iba desde la península Ibérica hasta la India, y desde Arabia hasta las estepas del Asia Central. El potencial de las ideas religiosas de Mahoma fue sin duda un factor determinante para explicar la expansión árabe-islámica, ya que el concepto de guerra santa o jihad permitió a los distintos comandantes musulmanes disponer de grandes números de tropas. Cuando Mahoma murió en el año 632, los musulmanes controlaban la península Arábiga, y estaban preparados para extender la fe del islam. Khalid Ibn Walid obtuvo una de las más importantes victorias musulmanas cuando en el 636 derrotó de manera decisiva a las tropas bizantinas en Yarmuk (Siria), abriendo las puertas de Siria y Egipto. Otros caudillos musulmanes conquistaron lo que hoy son Irak e Irán, así como la península de Anatolia (centro de la actual Turquía) y el norteafricano Magreb. La última fase de la expansión musulmana coincidió con un cambio político, porque los árabes de Siria trasladaron la capital del Islam desde Medina a Damasco e instauraron el primer califato Omeya en el 661. La reestructuración también afectó a los ejércitos islámicos, que a partir de ese momento fueron mandados usualmente por Omeyas, y compuestos cada vez más por musulmanes no árabes (llamados mawal). Con el último califa de la dinastía Omeya, Marwan II (744-750), se realizaron cambios militares sustanciales. Marwan definió un despliegue de batalla estandarizado, la ta’biya, consistente en cinco divisiones, en las que la infantería era el núcleo del ejército. Estos infantes vestían de manera uniforme con prendas de color blanco. La caballería, por su parte, se organizaba en agrupaciones denominadas karadis, en las que destacaban los jinetes pesados. En el 711 tropas estacionadas en el norte de África iniciaron la invasión de la península Ibérica, una de las más exitosas conquistas del Islam. En apenas siete años conquistaron casi toda la antigua Hispania e invadieron la Galia, donde finalmente fueron detenidos en el 732 por los francos en la batalla de Poitiers. La siguiente dinastía califal, la de los Abasíes, trasladó la capital a Bagdad en el 762, tras derrotar a los Omeyas en el 750. Sin embargo los Omeyas consiguieron mantener un Califato propio en Al-Andalus centrado en la ciudad de Córdoba. Bajo el mandato de los Abasíes, el imperio musulmán llegó a su cima. El color usual de los guerreros islámicos cambió al negro y se añadieron nuevos tipos de tropas, procedentes de territorios conquistados, como arqueros a caballo asiáticos y unidades catafractas. El otro cambio decisivo fue la profesionalización del ejército Abasí, que se adaptó a la defensa del nuevo imperio. Su tamaño se redujo, ya que se sustituyeron los miles de infantes dispuestos a la jihad por tropas profesionales de mayor calidad. Esto creó nuevos protocolos estratégicos y la intensificación del entrenamiento. De igual manera, el califato cordobés compatibilizó tropas permanentes con milicias provinciales y fuertes contingentes mercenarios.

La flexibilidad de los ejércitos musulmanes fue aprovechada por brillantes líderes como el andalusí Almanzor (938-1002) y el sirio de origen kurdo Saladino que combatieron y vencieron repetidas veces a los ejércitos cristianos. El primero lo hizo desde Al-Andalus durante buena parte del siglo X, y el segundo durante la época de las Cruzadas (siglo XII), cuando recuperó Jerusalén.

El contrapunto septentrional de las invasiones árabes fueron las incursiones vikingas que afectaron el norte del continente europeo. El primer ataque importante se produjo en el 793 en las costas de Gran Bretaña, contra el monasterio fortificado de Lindisfarne (cerca de Edimburgo). A partir del 835 comenzaron a registrarse continuados ataques de los vikingos en el este de la Gran Bretaña, que cada vez fueron más osados, llegando a establecer colonias permanentes en la isla. Parece que el exceso de población en las zonas de las actuales Noruega y Dinamarca fue uno de los motivos que impulsaron a sus habitantes a dedicarse a esta expansión, basada en gran manera en la piratería. Otro factor fue el aumento de las conexiones en la Europa Central y Septentrional con un aumento del comercio marítimo que estimuló el uso de pequeñas flotas capaces de transportar bienes y dedicarse a la piratería. La política de agresión marítima se pudo plantear, por otra parte, gracias al perfeccionamiento de las embarcaciones, robustas y versátiles. Los navíos vikingos eran llamados drakkars porque usualmente mostraban la cabeza de un dragón (eso quiere decir drakkar) como mascarón de proa.

Cuando los escandinavos desembarcaban en territorio enemigo, lo primero que hacían era construir un pequeño fuerte donde dejaban una guarnición que podía defender los barcos y suministros. Con esta base asegurada, los guerreros se lanzaban a saquear los territorios circundantes, aunque en caso de presencia enemiga militar podían formar una línea de batalla. El despliegue normal en estos casos era similar a la falange griega, formada por cinco o seis hileras de guerreros protegidos por grandes escudos, aunque en lugar de lanzas utilizaban grandes espadas o hachas. Su táctica consistía en cargas frontales para aterrorizar al enemigo, confiando en su ferocidad para ganar el enfrentamiento. Sin embargo, contra la caballería tenían pocas posibilidades, debido a que su muralla de escudos era muy vulnerable a flanqueos y envolvimientos enemigos por culpa del reducido número de infantes que eran capaces de desplegar.

La última gran flota vikinga que atacó Inglaterra fue la del rey Harald Hardrada (1015-1066), con un contingente de unos 10 000 guerreros. Pero aquellos hombres fueron derrotados por el rey sajón Harold Godwinson (1022-1066) en la batalla de Stamford Bridge, en 1066. Por otra parte, aunque Inglaterra fue su principal objetivo, los vikingos también se lanzaron a conquistar otras zonas más lejanas como Irlanda, el norte del continente europeo y Rusia. La cultura vikinga espoleaba la exploración de lo desconocido, y por ese motivo sus líderes siempre estaban ansiosos por conocer más territorio. Llevaron a sus guerreros al Imperio bizantino, a Al-Andalus, Groenlandia y, según algunas referencias, hasta el continente americano. Sus descendientes se establecieron sólidamente en Normandía y en Sicilia. Bárbaros, islámicos y vikingos remataron definitivamente las formas de guerrear romanas. Desaparecieron los grandes ejércitos organizados y bien pertrechados, característicos de imperios fuertes, que dieron paso a tropas desiguales al servicio de estructuras políticas restringidas y fragmentadas. El fin del Imperio romano abrió las puertas a la Edad Media, un periodo en el cual iban a dominar ejércitos atomizados, partidas de caballería y heroicos guerreros que fiaban en su valor y fuerza individual.