5. Colonias e imperios
5.0. Un galés en Isandlwana
A finales de 1878, Cetshwayo, el rey zulú, se había convertido en un problema de difícil solución por el mero hecho de existir. En Natal se formó un ejército de más de 16 000 hombres, al mando del lord Chelmsford, para acabar de una vez con el problema zulú. El 11 de diciembre partimos. Era un ejército brillante, ordenado en una impresionante columna con fuerzas británicas de infantería, artillería y caballería acompañadas por combatientes del cuerpo de Voluntarios de Natal, con africanos y bóers. El segundo batallón de nuestro regimiento, el 24th South Wales Borderers, había sido destinado a Sudáfrica aquel mismo año. Era un buen destino, buen clima, buena gente y buena comida. Nada que ver con los destinos que habíamos tenido desde el año 60: Mauricio, Birmania, Andamán y la India… climas extremos, humedad, fiebres y sufrimiento. A lo que parecía, nuestro nuevo destino dentro del glorioso Imperio británico solo tenía un problema: Cetshwayo.
Al llegar a Natal nos habían renovado el equipo. Nuestros cascos coloniales blancos y las guerreras rojas eran perceptibles desde muy lejos y eso ahuyentaba a cualquier nativo hostil. Y si alguien quería pelea tenía las de perder frente a nuestros preciosos Martini-Henry. Los soldados adorábamos a nuestros rifles. Cuando ingresé en el ejército nos dieron como novedad el Snider, un fusil que provenía del Enfield 1853, reformado para que pudiera ser retrocargado, pero era una arma insegura e incómoda ya que funcionaba con llave de pistón y siempre había problemas; menos que con los viejos de avancarga lógicamente, pero problemas al fin y al cabo. Contrariamente, el Martini-Henry que nos suministraron en 1872 era una maravilla. Un fusil de retrocarga en el cual colocabas un cartucho de latón y ya podías disparar: ¡Crak! ¡Crak! Una bala detrás de otra… Un fusilero, aun sin experiencia, podía tirar hasta diez veces por minuto… y el efecto era brutal. Disparaba un pesado proyectil del calibre 45 (11 mm), una bala de gran tamaño, como siempre nos ha gustado a los ejércitos de Su Majestad, y el ánima rayada le confería una buena precisión. Gracias al instrumento nuestro batallón tenía una impresionante potencia de fuego. No temíamos a nada, ni a nadie, y además los zulúes iban con lanzas… nada más fácil para nuestros chicos.
El 11 de enero cruzamos el rio Tugela y penetramos en la Zululandia. Al llegar a Rorke’s Drift, se nos unieron tropas de refuerzo. El tiempo era bueno y el terreno de matorrales bajos permitía percibir perfectamente lo que pasaba, o lo que se movía incluso a millas de distancia. El terreno ondulado y las suaves colinas recordaban a Gales. El 20 de enero acampamos en Isandlwana, al pie de una montaña escarpada, un lugar impresionante. El día 21 salieron patrullas montadas para explorar el territorio pero fueron atacadas por una gran fuerza zulú. Lord Chelmsford decidió acudir en su ayuda formando una columna fuerte que pudiera derrotar de un solo golpe al enemigo. Tomó la caballería, cuatro cañones de la artillería real y todo el 2º batallón del 24th, con la excepción de nuestra compañía. En el campamento quedaron 5 Compañías del 1º Batallón, del 24th, nuestra compañía del 2º Batallón; los Voluntarios de la Policía Montada y dos compañías de Infantería nativa.
Quedaron también dos ametralladoras y unos setenta soldados de la batería N de la 5ª Brigada de la artillería real, todos bajo el mando del teniente coronel Henry Pulleine.
El campamento estaba abierto, no se consideró la necesidad de establecer un perímetro de seguridad. Los bóers habían recomendado a lord Chelmsford que fortificara la base y dispusiera los carros en círculo y agrupados, pero nuestro jefe había despreciado los consejos. De hecho, ninguno de nosotros pensaba que los zulúes supusieran una amenaza real contra una fuerza militar moderna. ¡Ilusos europeos! Hacia las diez de la mañana, nuestros centinelas avisaron que se veían zulúes en las alturas del norte y del este del campamento. Una compañía del 1er batallón se avanzó para cubrir la zona norte, no fuera que los zulúes intentaran algo raro. También salieron los voluntarios montados a dar una ojeada. Pero lo que vieron no les gustó, al llegar a las alturas descubrieron que había miles de guerreros zulúes ocultos en la maleza. Miles de guerreros que comenzaron a descender hacia el campamento. Pulleine no consideró que la situación fuera peligrosa, pero envió una segunda compañía a reforzar la anterior y ordenó que se colocaran los cañones en el flanco izquierdo. Allí formamos las cuatro compañías, utilizando nuestra tradicional doble línea. Llegaron hasta nosotros los primeros contingentes zulúes, que probaron la potencia de nuestros Martini Henri. Pero los guerreros salían por todas partes. Nuestras dos compañías del norte se replegaron hacia el campamento junto con lo que quedaba del contingente indígena del Natal. Percibimos cómo centenares de guerreros comenzaban a rodearnos por el sur después de hacer retroceder a los contingentes nativos.
Entonces comenzó la pesadilla, porque nuestras unidades separadas y dispersas no formaban un perímetro eficaz frente a un enemigo que nos rodeaba y flanqueaba. Nos fuimos retirando lentamente, manteniendo la formación y vomitando fuego con nuestros rifles. Pasaban los minutos y la situación se iba haciendo más inquietante; guerreros vociferantes aparecían frente a nosotros con sus lanzas de hierro y escudos de piel de vaca, y tal como venían los abatíamos. Pero el ritmo era incesante y atacaban más y más guerreros, y sin tregua ni descanso. A pesar de nuestro entrenamiento y velocidad de disparo había momentos en los cuales no podíamos mantener el fuego. El municionamiento comenzó a fallar, los soldados municionadores no llegaban a reponer con suficiente rapidez, y los nuestros iban cayendo, uno a uno. Calamos las bayonetas y comenzamos a rechazar directamente a los guerreros que superaban nuestra cortina de fuego. En algunos momentos la marea humana se atenuaba, los zulúes reponían fuerzas… pero luego volvían al ataque. Llevábamos horas combatiendo cuando empecé a comprender que no saldríamos vivos de allí. A las 2,29 horas el Sol se ocultó, un eclipse según explicó el teniente Coghill. El campo de batalla quedó sumido en una terrible oscuridad. El combate cesó y un extraño silencio de muerte se extendió por el campo de batalla, en el que sólo se escuchaban los gritos de los heridos. A nosotros esto del eclipse nos dio mala espina, pero parecía que los zulúes lo llevaban peor. Por un momento albergué la esperanza de que se marcharían corriendo. Aprovechamos para tomar unos tragos largos de ginebra, habíamos retrocedido prácticamente hasta las tiendas. Aprovechando el paréntesis, se abrieron las últimas cajas de municiones y se repartieron cartuchos. Pronto pasó lo inevitable, el Sol volvió a brillar y los zulúes, constataron que el mundo no se acababa, y volvieron a atacar en masa. Disparé una y otra vez, todavía resistimos una hora más. Los nuestros fueron cayendo. Acabé las municiones, los sobrevivientes comenzamos a correr en dirección al rio Búfalo. Milagrosamente, algunos conseguimos salvarnos. A última hora llegué a la misión de Rorke’s Drift, para dar cuenta de que este ejército de nativos salvajes había masacrado a un moderno ejército europeo; lo nunca visto…
5.1. La guerra industrial
La Revolución Francesa cambió el universo militar, los soldados profesionales mandados por nobles fueron sustituidos por ejércitos de ciudadanos. El servicio militar universal se extendió en la mayoría de países europeos y americanos. Con el desarrollo industrial, europeos y norteamericanos redoblaron esfuerzos para controlar el mundo, las colonias aseguraban el suministro de las primeras materias que exigía la revolución industrial, era el imperialismo que se iba a sustentar con la supremacía militar. Los nuevos ejércitos fueron enviados a la conquista del mundo, a dominar colonias, y también a enfrentarse con las potencias rivales. Gran Bretaña y Francia tuvieron un papel hegemónico en el desarrollo de este nuevo periodo imperial que se apoyó en la fuerza de las armas (Raugh, 2004; Roche, 2011, Black, 2006).
Después de las Guerras Napoleónicas, llegó una etapa relativamente tranquila que ralentizó el desarrollo militar, aunque hubo duros enfrentamientos como la Guerra de Crimea (1853-1856) o los diversos procesos nacionales de los que surgieron nuevos estados europeos que marcarían los años venideros. Entre ellos destacan la Guerra de Italia (1859) que enfrentó básicamente a Francia con Austria, la Guerra Austro-prusiana (1866) y la Franco-prusiana (1870-1871). A estos conflictos europeos hay que sumar las guerras de emancipación en Centro y Sudamérica, las guerras contra los indígenas americanos, las guerras de la India, Afganistán, Nueva Zelanda, las pugnas por el dominio de África, la Guerra del Opio… y el conjunto de lo que podríamos denominar guerras explícitamente imperialistas o coloniales que afectaron al conjunto del planeta (Bruce, 2009). También hubo conflictos explícitamente revolucionarios o de emancipación que afectaron a Polonia o Grecia, o la mayor parte de los países europeos en las revoluciones democráticas de 1848. Por su magnitud y relevancia, cabe destacar también la Guerra de Secesión o Guerra Civil estadounidense (1861-1865). En los conflictos se fueron sumando, de manera desigual, las innovaciones que fue aportando la revolución industrial. La nueva siderurgia de los países que desarrollaban la revolución industrial permitió la fabricación de una potente artillería, con calibres de dimensiones insospechadas. El ferrocarril se convirtió en un medio indispensable para transportar tropas con celeridad y su utilidad fue manifiesta en la Guerra de Secesión norteamericana. Los países desarrollados extendieron sus redes ferroviarias con finalidades militares o directamente coloniales, como en el caso de Estados Unidos y la línea del Transiberiano ruso. A su vez, el telégrafo visual, primero, la telegrafía con hilos y la telegrafía sin hilos, después, revolucionaron las comunicaciones.
Sin embargo, el artefacto paradigmático de la revolución industrial fue la máquina de vapor, y el uso masivo de acero sólo se pudo aplicar de manera directa a la guerra en el ámbito de la marina ya que los barcos eran los únicos artefactos en los cuales se podían cargar máquinas pesadas. Los viejos navíos de guerra de tradición dieciochesca pronto tuvieron su contrapunto en barcos a vapor que se movían a partir de ruedas laterales o hélice (Padfield, 2006). En 1843, los estadounidenses botaron el Princeton, una balandra a vapor con hélice y con 10 cañones. La edad del velero militar había terminado, ahora los barcos de guerra se podrían desplazar a toda velocidad a cualquier destino, con o sin viento favorable. Los barcos de guerra se reforzaron con planchas de blindaje y con grandes cañones generados gracias a los nuevos sistemas de fundición y producción de hierro y acero (Marder, 1940). Los nuevos cañones, a semejanza de los morteros, disparaban granadas que explotaban gracias a una espoleta.
En 1857, los franceses construyeron los primeros barcos blindados, eran cuatro acorazados de la clase Gloire. A su vez, los británicos construyeron el Warrior, un poderoso acorazado que en su zona central mantenía un blindaje impenetrable de 11,5 cm (Parkinson, 2008). En 1862, una batería acorazada sudista, el Merrimac, se enfrentó con un revolucionario artefacto nordista, el Monitor, un barco armado con una temible torreta central y giratoria. Igualmente, en los conflictos del momento se experimentó con los primeros submarinos y torpedos. La mayor parte de los países desarrollados invirtieron en gigantescas flotas de guerra de vapor y acero. Por otra parte, tales flotas se hacían imprescindibles para mantener políticas expansivas y garantizar el dominio en las lejanas colonias que posibilitaban el suministro de las materias primas que alimentaban las industrias de las metrópolis. Sucesivas generaciones de barcos acorazados con torretas blindadas giratorias culminaron en los poderosos dreadnought de principios del siglo XX.
En efecto, el ferrocarril y la marina, en clave militar, se desarrollaron poderosamente al ritmo de la revolución industrial propiciada por la máquina de vapor. Pero la artillería también conoció un poderoso desarrollo estimulado por las nuevas acerías y la posibilidad de fabricar gigantescos tubos de acero. Las armas portables, las de los soldados, también evolucionaron, pero los cambios fueron aparentemente más modestos: fusiles más eficaces. De igual manera, la artillería de campaña solo comenzó a innovar de manera significativa a finales del siglo XIX. Pero, a pesar de los limitados avances, la letalidad de las nuevas armas fue manifiesta, incluso en los combates terrestres librados con fusiles y cañones de poco calibre. En las batallas de Crimea de 1854, en la campaña italiana de 1859, especialmente en la batalla de Solferino, el porcentaje de bajas entre los combatientes fue aterrador. La reordenación de los servicios médicos se reveló como una necesidad urgente. Florence Nightingale, que con 38 enfermeras participó en la Guerra de Crimea, estableció un importante precedente. En 1864 se creó el Comité de la Cruz Roja Internacional y se firmó el primer Convenio de Ginebra por parte de doce potencias. La iniciativa la tuvo el filántropo y banquero suizo H. Dunant, que conoció la carnicería de Solferino y que siguió la extraordinaria tarea de Nightingale. Durante la Guerra Franco-prusiana, la recién nacida Cruz Roja atendería a más de medio millón de enfermos y heridos.
Todas las tendencias de cambio se aceleraron y cristalizaron en la medida que la revolución industrial iba cambiando el planeta. El estado-nación, definido por una unidad de mercado, procedía a levantar ejércitos nacionales de ciudadanos y a estimular las industrias de armamento. Ejércitos con materiales cada vez más modernos pugnaban por conquistar colonias, garantizar la sumisión de los nativos y salvaguardar las propias fronteras. De otro lado, el ejército también estaba llamado a establecer un rígido control social. La nueva sociedad industrial había generado, de manera galopante, grandes desequilibrios sociales. Burgueses y proletarios pugnaban y las tensiones provocaban insurrecciones y conflictos violentos. En todos estos procesos, el soldado de infantería, con su arma básica, el fusil, continuó siendo la pieza clave del complejo militar. La era del fusil vivía sus últimos estertores, pero todavía no había acabado; sin embargo, las tácticas usadas durante los dos últimos siglos no se adaptaron al nuevo entorno industrial; las masivas bajas registradas en los campos de batalla del siglo XIX, especialmente en Estados Unidos, fueron debidas a este desequilibrio: fusiles rápidos y certeros contra tácticas pensadas para fusiles lentos y poco certeros.
5.2. Rifles, fusiles e imperios
A lo largo del XIX, la tecnología militar mejoró lentamente, las armas fueron cada vez más precisas y mortíferas, pero en la segunda mitad del siglo XIX los soldados de infantería continuaban combatiendo en líneas disparando sus fusiles, y los de a caballo cargando a golpe de sable: poco había cambiado en cuanto a táctica desde el siglo XVIII.
Los soldados reglados de las Guerras Napoleónicas lucharon con bicornios, chacós, sombreros de copa, mochilas de madera y piel, gibernas, casacas, medias o pantalones, fusiles de avancarga con llave de sílex, bayonetas y sables. Este equipo básico no experimentó demasiados cambios durante la primera mitad del siglo XIX. El armamento de munición, el producido explícitamente para las tropas, siguió manteniendo tipologías y funciones similares a las de finales del siglo XVII, cuando el fusil con bayoneta se convirtió en hegemónico. El fusil con llave de pedernal siguió siendo el arma estándar hegemónica durante la primera mitad del siglo XIX. Al acabar las Guerras Napoleónicas, los veteranos fusiles tipo Charleville, franceses, y los Brown Bess, británicos, se repartieron, a miles, por todo el continente para satisfacer las demandas de armamento. Así, al iniciarse la primera Guerra Carlista en España, en 1833, el gobierno de Madrid compró a los británicos 325 600 fusiles Brown Bess, 10 000 carabinas, 3600 pistolas y 4000 rifles.
Sin embargo, la llave de sílex, después de casi dos siglos de servicio, empezó a conocer alternativas. A partir de 1820 se comenzó a usar otro mecanismo de disparo basado en la percusión. Un martillo percutor golpeaba una pequeña cápsula dotada con fulminante de mercurio, llamada pistón, que al explotar encendía la pólvora del interior del cañón. Era una innovación modesta ya que las llaves de percusión o de pistón, aplicadas a cañones de ánima lisa, no aumentaban las prestaciones del arma. El sistema de carga con el incómodo cartucho de papel, la potencia de fuego y el alcance eran los mismos. Sin embargo, el nuevo sistema conjuraba los condicionantes atmosféricos ya que la lluvia o el viento impedían, a menudo, disparar con sílex. Por otra parte, la colocación del pistón podía ser muy rápida, con lo cual se ganaba en cadencia de fuego.
Estas razones fueron suficientes para convertir las llaves de sílex en un utillaje arcaico. Pero el ritmo de implantación de la llave de percusión fue lento. Muchas armas civiles la adoptaron, pero no era ni fácil, ni barato, cambiar los miles de fusiles de munición de los ejércitos dotados con sílex. La continuidad de los conflictos apremiaba a las autoridades militares y no había ni tiempo ni dinero para ensayar cambios. En muchos ejércitos la lenta fabricación de las nuevas armas, con llave de percusión, se desarrolló en paralelo al proceso de recomposición de los miles de fusiles, carabinas, pistolas, etc. existentes en los que se procedió a sustituir una llave por otra. En España, por ejemplo, miles de fusiles ingleses fueron transformados substituyendo las llaves de sílex por nuevas de percusión.
A mediados de siglo, llegó una nueva revolución cuando la nueva munición Minié consiguió aplicarse a los rifles de cañón rayado, ello generó una nueva dinastía de fusiles (o fusiles-rifle) de cañón rayado con una potencia de fuego extraordinaria. El rayado de los cañones otorgaba al arma más potencia, precisión y distancia de tiro, pero esta generalización del rayado fue subsidiaria del diseño de munición idónea. En 1848 se abrió paso, definitivamente, un nuevo tipo de balas de plomo diseñadas por Étienne Minié, que substituyeron a las balas esféricas. Eran balas cilíndricas y con punta cónica y una cavidad, también cónica, en la base. La presión de los gases en la deflagración ensanchaba la base de la bala y comprimía el proyectil contra el cañón, y si el cañón estaba rayado la bala se adaptaba perfectamente a las estrías y salía proyectada girando a gran presión y con un itinerario rectilíneo. Se abría un nuevo mundo ya que las nuevas armas podían conjugar la precisión y potencia de fuego del rifle, pero se podían cargar con la facilidad del fusil. Hasta el momento, la operación de cargar el rifle forzando la munición a las estrías exigía mucho esfuerzo y tiempo. Ahora todo cambiaba, pues la precisión y potencia de los rifles prácticamente doblaba a la del fusil. Ahora los soldados podían disparar contra objetivos más lejanos, con gran precisión y potencia de fuego. La nueva arma de cañón rayado, de hecho un rifle, se denominó fusil en el entorno de influencia francés, mientras que en el entorno británico, que no utilizaba el concepto fusil, continuó denominándose rifle (Walter, 2006).
En el 1855, los británicos adoptaron las balas de tipo Minié para sus mosquetes que, con cañón rayado, se convirtieron en rifles. Las balas Minié se ensayaron ampliamente durante la Guerra de Crimea (1853-1856) y en la Guerra de Secesión (1861-1865). Prácticamente, el 90% de las bajas del conflicto americano fueron causadas por este tipo de bala. En esta guerra los soldados utilizaron masivamente fusiles (también de nominados rifles) de avancarga, con llave de pistón, cañón rayado y un calibre cercano a los 14 milímetros. Los nordistas utilizaron el Springfield y los sudistas el Enfield británico. Aparentemente, los cambios eran escasos con respecto a las Guerras Napoleónicas, pero en realidad la letalidad aumentó de manera brutal ya que las armas se podían accionar con mayor rapidez, y se podía hacer buena puntería a una distancia de 500 metros. Las nuevas prestaciones eran muy superiores y la potencia de fuego resultante era impresionante. Así, las tácticas de línea diseñadas para amasar a miles de soldados disparando conjuntamente, debido a la poca precisión de sus armas, se aplicaron a fusiles mucho más precisos; los resultados fueron devastadores, y en una sola de las grandes batallas de la Guerra de Secesión estadounidense hubo más muertos que en toda la Guerra de Independencia de esa nación; menos de 100 años habían pasado entre las dos.
El desarrollo del armamento personal no acabó ahí. Los primeros prototipos de balas cónicas se continuaron montando con cartuchos de papel. A partir de 1826 se habían ensayado nuevos cartuchos de cartón o metálicos que llevaban incorporada la bala pero que continuaban utilizando la avancarga, pero los resultados eran dispares. Todo el proceso de renovación exigió nuevas operaciones de recomposición sobre las armas ya existentes. Así por ejemplo, en 1858, cuando el gobierno español preparaba una intervención colonial en África, comenzó el proceso de rayado de los cañones lisos de los fusiles españoles o británicos fabricados, o ya arreglados entre 1836 y 1858.
La siguiente innovación no tardó en llegar. Los procesos de avancarga obligaban al combatiente a luchar de pie, lo cual era cada vez más peligroso en la medida en que el armamento aumentaba en potencia y precisión. La retrocarga se convertía, cada vez más, en una necesidad. En 1836 Johann Dreyse había inventado un sistema funcional de retrocarga, el llamado fusil de aguja, que fue adoptado por el ejército prusiano. El fusil se cargaba por una recámara ubicada en la parte superior y posterior del cañón. Allí se introducía un cartucho compuesto por una bala cónica, fulminante y pólvora envuelta en papel. Al apretar el gatillo una aguja atravesaba la parte posterior del cartucho e impactaba contra el fulminante produciendo la combustión de la pólvora y el disparo. Pero el sistema era tiro a tiro, había que recargar el arma después de cada disparo. Sin embargo, el artefacto era eficaz, los soldados prusianos podían recargar a una mayor velocidad y, en caso de necesidad, cargar y disparar apostados en el suelo. La eficacia del fusil de aguja Dreyse quedó demostrada en 1866, en la batalla de Sadowa en la Guerra Austro-prusiana. Los prusianos barrieron a sus enemigos. Por cada disparo de los austriacos los prusianos tiraban seis. Los avances tecnológicos alemanes no pasaron desapercibidos a las potencias imperialistas emergentes. Como respuesta, los franceses idearon, en 1866, el fusil Chassepot y los británicos el Martini-Henry de 1871. A su vez, se diseñaron cerrojos como el americano Berdam para adaptar los viejos fusiles a las nuevas tecnologías.
También se diseñaron nuevos cartuchos metálicos con receptáculos de latón para contener la pólvora, y con la cápsula fulminante situada directamente en la parte posterior. Los ingenieros militares españoles, en la carrera de la retrocarga, propiciaron una nueva y gigantesca transformación o recomposición de armamento. Los fusiles de 1859 comenzaron a reconvertirse en armas de retrocarga insertando el cerrojo Berdam modelo 1867. Se trataba de una pieza que incorporaba recámara y percutor que podía accionar, indistintamente, la aguja para la nueva munición metálica con fulminante incorporada al cartucho, o a la munición con cebo independiente.
Todo el proceso de innovación también afectó a las armas cortas. La generalización de la llave de percusión permitió miniaturizar los modelos lo que facilitó el diseño de armas con múltiples cañones. Pero la auténtica revolución en el campo de las armas cortas, y aún en la repetición y automatización del tiro, la propició el norteamericano Samuel Colt con una nueva arma revolucionaria: el revólver. El artefacto contaba con un barrilete que alojaba receptáculos para ubicar hasta seis cartuchos. Al disparar, un nuevo receptáculo quedaba en línea listo para detonar el cartucho siguiente, por lo que se convirtió en la primera arma automatizada de repetición que podía disparar seis veces seguidas sin recargar. El primer prototipo, el Colt Paterson, se diseñó en 1836. Pero el revólver no tuvo aceptación. Colt tuvo que cerrar temporalmente su fábrica ese año. Sin embargo, el revólver se popularizó entre los pioneros del Oeste estadounidense al ser un arma barata y resistente, con una gran potencia de fuego que resultaba devastadora a cortas distancias. El revólver triunfó en las Guerras Indias y el ejército adaptó el modelo Colt Walter Dragoont en 1847. A partir de ahí el éxito del revólver fue imparable, se fabricaron miles de ejemplares y se convirtió en el arma de la colonización del Oeste americano. De hecho, fue la primera arma fabricada con criterios industriales, en serie y con piezas intercambiables, un precedente precoz de la cadena de montaje. A partir del revólver de Colt, otros fabricantes americanos y europeos se apresuraron a diseñar revólveres.
Pero el sistema de Colt no se pudo aplicar a los fusiles para obtener un arma de repetición ya que sólo era útil para armas cortas debido a que parte de los gases perdían su fuerza impulsora entre el barrilete y el cañón, y la resultante era un alcance muy limitado de la bala. El revólver no resultaba efectivo más allá de la cincuentena de metros.
Por su parte, el equipo y correaje de los soldados y combatientes también fue evolucionando. Los nuevos ciudadanos involucrados en aventuras militares tuvieron equipos más funcionales. Las apretadas calzas dejaron paso a los más cómodos pantalones, las chupas se hicieron más ligeras y las casacas se trocaron en abrigos. Los correajes se hicieron más prácticos incluyendo carteras de piel para ubicar los fulminantes. Durante casi todo el siglo XIX, la cartuchera o giberna ancha fue hegemónica. Con los Dreyse y Chassepot los equipos se dotaron con dos cartucheras delanteras y en algunos casos con una posterior.
La evolución de la cobertura de la cabeza también resultó inexorable. En las Guerras Napoleónicas, los soldados adquirían una mayor apariencia gracias a complicados sombreros pesados y poco prácticos. Los altos morriones y chacós se desequilibraban fácilmente y no presentaban ningún valor añadido de carácter defensivo, y de hecho había que estar de pie para lucirlos. Contrariamente, con los fusiles de retrocarga se podía disparar cuerpo a tierra, operación ciertamente difícil de realizar con un chacó de grandes dimensiones. La adquisición de nuevos modelos más funcionales fue muy lenta: salacot en los ejércitos coloniales, gorras con visera en las unidades de infantería, quepis en Francia y Norteamérica, ros en España, casco de cuero en Prusia… En comparación con los vistosos uniformes napoleónicos se tendió a la simplificación. Por otra parte, la industrialización del sector textil facilitó buenas y ligeras piezas elaboradas total o parcialmente con algodón que brindaron magníficos resultados. En muchos casos, los colores estridentes fueron sustituidos por otros más discretos como el azul de los Estados de la Unión, el gris de los Estados de la Confederación o el rayadillo en España (Funcken, 1982). En este período, el uso de mochila, manta, bolsa de aseo personal, marmita-fiambrera, vaso, bota o cantimplora se estandarizó totalmente. Los ejércitos occidentales, columna vertebral del estado-nación, estuvieron preparados para enfrentarse a los estados-nación vecinos y para conquistar territorios en cualquier continente.
5.3. Martillos de acero contra hormigón
Las Guerras Napoleónicas se libraron con artillería similar a la utilizada en el siglo XVIII. Y los cañones de bronce tradicionales continuaron usándose en la Guerra de Secesión americana y en la Guerra Franco-prusiana. Los cambios fueron lentos, en 1845 Cavalli, un ingeniero italiano, diseño un cañón rayado y apto para retrocarga a partir de un sistema de compuerta. Pero la dilatación del fogón impedía el correcto funcionamiento de la recarga cuando la pieza se calentaba. Mientras, se ensayaron sin demasiado éxito varios tipos de proyectiles para optimizar el rayado de los cañones que permitía mayor precisión y potencia.
En 1859, el francés Treuille de Beaulieu diseñó un proyectil troncocónico metálico relleno de pólvora que se activaba a partir de pequeños conductos con pólvora que se encendían al disparar la pieza. En ese mismo año apareció el primer cañón rayado francés, seguía siendo una pieza de avantcarga, tenía un calibre de 86,5 mm y un peso de 1200 kilos. Disparaba proyectiles troncocónicos de 5 kg a la increíble distancia de 4600 metros. Paralelamente, también se favoreció el encaje de los proyectiles en el rayado, y una mayor potencia, a partir de dos ligeros anillos de bronce que se deformaban adaptándose a las estrías. Mientras, también se sucedían los intentos de mejora a partir de la retrocarga, como en el caso de los cañones Armstrong británicos. Sin embargo, los cañones tradicionales seguían siendo hegemónicos en los campos de batalla. Cincuenta años después de Waterloo, durante la Guerra de Secesión (1861-1865), el peso de los combates lo siguieron manteniendo los cañones de bronce, los llamados Napoleón, de avancarga y sin rayado. No fue hasta finales de la década de 1860 que Alfred Krupp diseñó cañones de acero con culata móvil relativamente fiables y funcionales. Ahora sí, la nueva artillería obtuvo resultados realmente demoledores utilizando proyectiles con carga explosiva que, mediante mecanismos de percusión, estallaban al impactar. El alcance de los nuevos cañones llegaba a los 3500 m y podían efectuar dos disparos por minuto. Las fortificaciones de tradición dieciochesca quedaban pulverizadas por la nueva artillería. En la Guerra Franco-prusiana, franceses y alemanes usaron ya ampliamente esta artillería moderna.
En este período apareció una nueva arma: la ametralladora. A mediados del siglo los belgas desarrollaron la mitrailleuse Montigny, adoptada por Francia antes del conflicto con Prusia. Se trataba de un arma que contaba con varios cañones paralelos y que se cargaba mediante la inserción de una pletina de hierro perforada y provista de cartuchos. En 1862, Richard Gatling, en Estados Unidos, diseñó una ametralladora compuesta por cañones organizados a partir de un eje central. Una tolva, situada sobre el arma, alimentaba de cartuchos el mecanismo de recarga por medio de una manivela. La Gatling se aplicó en la Guerra de Secesión pero su uso fue muy limitado y experimental. Pocas armas y poca experiencia para usarlas. Los resultados no revelaron las extraordinarias potencialidades del artefacto.
En las décadas de los 60 al 80 del siglo XIX, el tamaño de los cañones aumento poderosamente y piezas con tubos gigantescos de aplicaron a buques, defensas costeras, fuertes e incluso a piezas de campaña. Se evidenció que la nueva artillería rayada y de retrocarga podía pulverizar todo tipo de construcciones defensivas por masivas que estas fueran. Vauban resultaba definitivamente jubilado. Era inútil la construcción de fuertes y murallas. Muchas ciudades comenzaron a demoler sus recintos defensivos y construir en su lugar hermosos ensanches, calles de ronda y jardines. Parecía que la época de las fortalezas había terminado. Las fortificaciones en activo o de nueva creación se mantenían o construían sin una real convicción. Sin embargo, la herencia de Vauban revivió, cual ave fénix, gracias a la aparición de nuevos materiales constructivos: varillas de hierro y acero, hierro de fundición y, sobre todo, el cemento. El hormigón armado que hermanaba en alianza indestructible hierro y cemento se revelaba como el nuevo material fortificador. Pronto, se extendió la convicción de que eran posibles nuevas defensas de hormigón capaces de desafiar la artillería de nueva generación (Kaufmann, 2004). Los alemanes se apresuraron a fortificar sus nuevas fronteras de 1871 en Alsacia y Lorena con fantásticas fortificaciones semisubterráneas a base de fuertes de cemento y torretas móviles de acero. Protecciones de 3, 5 o 6 m de grosor de hormigón podían aguantar el martilleo de los cañones, obuses y morteros más potentes.
Complejos tales que las fortificaciones de Estrasburgo o el fuerte del Kaiser, de Mutzig, muestran cómo la potencia industrial alemana apostó por complejos defensivos subterráneos y futuristas dotados con precoces centrales eléctricas. Los franceses, a su vez, no se quedaron atrás y, resucitando a Vauban, impulsaron fuertes como el Douaumont, el de Vaux o los diversos del cinturón de Verdún.
Sin embargo, el siguiente conflicto, la I Guerra Mundial, se decidiría en las humildes trincheras. Aún así, el espejismo del hormigón continuaría después del primer conflicto mundial con la construcción de la línea Maginot, el Muro del Atlántico o la línea Sigfrido. La Guerra Ruso-japonesa de 1904-1905, y concretamente el sitio de Port Arthur, avisó sobre lo duros que serían los combates con intervención de ametralladoras, fortificaciones y trincheras. Pero los generales no lo tuvieron en cuenta.
5.4. Nuevas armas y viejas tácticas
A mediados del siglo XIX, la infantería de línea continuaba siendo hegemónica y su superioridad era total cuando los enfrentamientos se producían contra fuerzas nativas. En la mayor parte de los combates desatados por la expansión imperialista, los fusiles rayados se impusieron frente a fuerzas nativas poco preparadas (magrebíes, pieles rojas, sudaneses…) o, someramente, algo preparadas (chinos). En estos enfrentamientos las masacres fueron notables con balance absoluto a favor de las tropas occidentales (Bruce, 2009; Hernon 1998). Ciertamente que en algunas ocasiones las fuerzas coloniales fueron derrotadas (Isandlwana, Little Big Horn…) pero el número de bajas que ocasionaron entre sus contrarios fue aterrador. Sin embargo, cuando los enfrentamientos se dieron entre países desarrollados los resultados fueron más dispares. Contrariamente, cuando se enfrentaron ejércitos con tecnologías similares sufrieron en propias carnes la eficiencia de los fusiles y rifles rayados, con llaves de pistón y munición tipo Minié (Guerra de Secesión). Los soldados continuaban aguantando en línea con sus bayonetas, y recargando de pie sus armas de avancarga y atacando en apretadas filas. Tal actitud era factible frente a tropas indígenas mal armadas, pero resultó suicida contra ejércitos dotados con fusilería potente.
En batallas como la de Balaclava (1854), la delgada línea roja de infantería del 93º Regimiento de Highlanders detuvo, con un uso tradicional de sus fusiles y con una formación de dos en fondo, una carga de la caballería rusa. Tal eficacia se explica no solo por la profesionalidad de las tropas sino también por la eficacia de los fusiles con llave de percusión, munición tipo minié y cañones rayados (McNeill, 1989). En Crimea, británicos y franceses experimentaron fusiles rayados y munición cónica, mientras que los rusos todavía estaban equipados con fusiles lisos y munición esférica… Los resultados de los enfrentamientos fueron desastrosos para los rusos. De igual manera, la imparable carga de la brigada de Pickett durante la batalla de Gettysburg (1863) fue despedazada por el fuego sostenido de los springfield de la infantería nordista, con cañones rayados y munición Minié.
Con la introducción de los fusiles de retrocarga, las tácticas no variaron sustancialmente. La infantería continuó combatiendo ciegamente en línea, aunque de manera más flexible, ya que el soldado obtuvo más movilidad para disparar y recargar desde el suelo o rodilla en tierra.
Por lo que respecta a la caballería, los cambios también fueron limitados. En la Guerra de Crimea y en la de Secesión, la caballería continuó cargando y dando preferencia al uso del arma blanca pero incorporando también el revólver o la carabina como valores añadidos.
La Guerra franco-prusiana (1870-1871) anunció un nuevo período de conflictividad en Europa: comenzaban los enfrentamientos interimperialistas. Alemania, la nueva potencia emergente, llegaba tarde al reparto del mundo que habían organizado Francia y Gran Bretaña y tal situación iba a generar disputas por el control de las riquezas del planeta. Por otra parte, Estados Unidos y Rusia crecían a expensas de la colonización de su propio territorio al Oeste y al Este, respectivamente. Pero en el horizonte también se oteaban los conflictos sociales que había generado una industrialización galopante. Mientras, el desarrollo industrial y tecno-científico avanzaba de manera desbocada primero a caballo de la revolución del vapor y luego con el impulso de la electricidad. Esta nueva sociedad industrial europea crecía vertebrada por ejércitos poderosos ahora al servicio de un nuevo sistema económico impulsado por las burguesías capitalistas. La sociedad industrial desarrolló un ejército industrial, con armamento industrial y guerras sostenidas por la industria. El preámbulo fue la Guerra Franco-prusiana, continuó con la Guerra Hispano-estadounidense y la Ruso-japonesa, acompañadas todas ellas por el eco de innumerables conflictos coloniales.
La Guerra Franco-prusiana fue, al mismo tiempo, la última guerra napoleónica y la primera guerra industrial. La infantería todavía era de línea, como el siglo XVIII, y la caballería aún cargaba. Sin embargo, se evidenciaba que la introducción de ferrocarriles, fusiles de retrocarga y ametralladoras iban a cambiar el panorama bélico. Pero los cambios de finales del siglo XIX y principios del XX fueron lentos. La evolución de los fusiles de retrocarga fue sin duda la novedad tecnológica más destacable en el panorama bélico del último tercio del siglo XX. Las novedades que en su día supusieron los fusiles Dreise, Chassepot y Martini-Henry pronto quedaron superadas por nuevos modelos. En 1870, los franceses desarrollaron el fusil de repetición Lebel que cargaba 10 cartuchos bajo el cañón, pesaba 4,100 kg, disparaba munición de 8 mm y llegaba a los 3000 metros. Sin embargo, el desarrollo más competitivo fue el que protagonizaron los austriacos a partir del fusil Mannlicher de 1888, que contaba con un cargador emplazado frente al gatillo y que contenía 5 cartuchos de 6 milímetros. Con la carga de munición en el centro, el fusil no se desequilibraba. A finales del XIX y principios del XX, surgió la nueva generación de fusiles que cubrirían prácticamente toda la primera mitad del siglo XX: los Mauser fabricados bajo licencia en diferentes países, los Mark británicos, los Mosin rusos o los Springfield estadounidenses. Con estas nuevas armas, el infante ganaba en velocidad y potencia de fuego. Sin embargo, los cerrojos manuales exigían desenfilar el arma para poner una nueva bala en la recámara. La cuestión se resolvería tardíamente con los fusiles semiautomáticos, como el Garand americano de 1936, que no exigían manipulaciones entre disparo y disparo.
En España, los fusiles con cerrojo Berdam empezaron a ser sustituidos en 1871 por fusiles Remington de retrocarga y cartuchería metálica. En 1893, el Estado español comenzó a importar grandes cantidades del fusil alemán Mauser 1893, que se fabricaría bajo licencia en Oviedo a partir de 1896. Era un arma de repetición extraordinaria y, sin duda, la más temible de su tiempo. Podía cargar un peine de cinco cartuchos unidos por una lámina. La munición era de pólvora blanca sin humo lo que hacía que los tiradores fueran ilocalizables. Con esta arma del ejército español afrontó la Guerra de Cuba, siendo de destacar que era muy superior a Springfield y Krag-Jogersen empleados por la infantería estadounidense.
Este turbulento siglo XIX, de guerras industriales, y su epílogo de principios del siglo XX, contó con comandantes audaces como Simón Bolivar, Robert Lee, Prim, Giuseppe Garibaldi, Radetzky o Moltke. Las batallas fueron muchas y de muy variadas tipologías. Así, el proceso de emancipación de la América española comportó numerosas campañas militares. Los enfrentamientos entre los ejércitos coloniales y las fuerzas indígenas raramente generaron grandes batallas: Isly (1844), Little Big Horn (1876) Isandhlwana (1879), Omdurman (1898). Los ejércitos coloniales también toparon con estructuras militares más estables como las tropas chinas de Cantón (1857) o los bóers en Colenso (1899). Los enfrentamientos entre estados occidentales y conflictos civiles también generaron grandes batallas como Balaclava (1854), Solferino (1859), Gettysburg (1863), Custoza (1866) o Sedan (1870).