Frank Yerby
El Capitán Rebelde
Titulo original:
CAPTAIN REBEL
Traducción del inglés por JUAN G. DE LUACES
© EDITORIAL PLANETA, 1957
Primera edición: SEPTIEMBRE DE 1957
GRAFICAS DIAMANTE. — Berlín, 18 — Tel. 591903. — Barcelona, 1957.
1
Nunca las cosas serían lo mismo para él. No comprendió mientras miraba el negro desfiladero de la calle, bordeada por las finas columnas de los porches, sobre los que la lluvia tendía una cortina de plata. Sí, al fin lo comprendía: acaso había cometido una equivocación al retornar.
Se subió el cuello del sobretodo, aunque donde estaba, en el anteportal que se alargaba bajo las galerías superiores del edificio, no se sentía excesiva humedad. Las gotas de agua cubrían las balaustradas de hierro, delicadamente trabajadas, dándoles más que nunca el aspecto ilusorio de un artístico conjunto lleno de gracilidad y ligereza. La solidez de los metálicos barrotes labrados se transformaba en encaje, en voluta, en un sueño de agua, metal y primor.
El viento hacía caer la lluvia en ráfagas oblicuas, y despertaba en la calle un rumor análogo al de un lamento.
Tyler Meredith pensó:
«Mi ciudad es una porquería».
Y aquella meditación era una elegía por su moribundo amor a Nueva Orleáns y el Sur.
Quiso alejar aquellas reflexiones y se dijo:
«Todo esto son sentimentalerías bobas. No va a suceder nada. Luisiana es una región demasiado antigua y demasiado estable para tener la ocurrencia de seguir a esos cabezas locas de Carolina...»
Mas, aunque razonase así, bien sabía él que no había esperanza. Antes de que llegase la noche de aquel 26 de enero de 1861, Luisiana abandonaría la Unión y acaso entrara en guerra.
Divisó al hombre que se acercaba a él, moviéndose entre la neblina de la llovizna invernal. Llevaba, como Tyler, sobretodo y sombrero de copa. Avanzaba entre proyecciones de claridad, de un tono de plata grisácea, hacia la sombra del porche, y era la luz tan escasa que el transeúnte se halló ante Tyler antes que éste reparase en ello.
Y Tyler pensó con desagrado:
«Ahí está Jorge Drake. ¡Y yo no tengo ganas de verle!»
Jorge Drake se detuvo en seco y su rostro, redondo y bonachón, esbozó la caricatura de una sonrisa.
—¡Ty! —exclamó—. Bien sabe Dios que no esperaba encontrarte aquí.
Sabía endiabladamente bien que no decía la verdad. Tal reflexión hizo Tyler mientras sonreía forzadamente y tendía la mano al recién llegado.
—No era natural, Jorge, que creyeras encontrarme aquí. Pero rara vez las cosas salen como uno quiere. ¿Cómo estás? ¿Y cómo está... tu novia?
Jorge permanecía parado y estrechaba con fuerza la mano de Tyler, que le llevaba medio palmo de estatura. Y su ventaja no acababa en lo físico.
—Así, así — dijo Jorge—. Ya te haces cargo.
Tyler explicó:
—Sue me escribió contándomelo todo. Es una chica excelente. Te felicito, muchacho.
Jorge dejó caer la mano. Si hasta entonces había apoyado el peso de su cuerpo en el pie izquierdo, pasó entonces a apoyarlo en el derecho.
—Puede que pienses que aproveché tu ausencia — observó.
—No La culpa fue mía. Conocí a una jovencita en el camino de Baltimore y la acompañé a la comida del Día de Acción de Gracias. ¡Mala suerte que tuve! ¿Cómo iba yo a saber que no era una muchacha del estilo de Sue, sino, para colmo, de la clase de esas mozas a quienes extasía el apegarse a uno y escribir largas cartas?
Drake opinó:
—Algo más debió de haber que eso.
—Sí, hubo más. Fue la gota de agua que hizo rebosar el vaso. Una mujer de esa clase, después de muchas otras idénticas... Supongo que Sue pensó que un cambio de anillos y las pláticas de un sacerdote no iban a cambiar las cosas mucho.
Jorge le miró.
—¿No hubieran cambiado? — preguntó.
—No. Sue estaba en lo cierto. Soy un desordenado. Cuando se une a dos caballos en un mismo tiro, uno de ellos debe estar seguro de que el otro no ha de comenzar a soltar coces. Celebro, Jorge, lo sucedido. Tú harás feliz a Sue. En cambio, yo la hubiese hecho desgraciada y quizás hasta miserable.
Jorge escudriñó la faz de su amigo. Volvió a sonreír con tranquilizada sonrisa.
—Te lo agradezco, Ty — aseguró —; me has quitado un peso de encima. Dios es testigo de lo que me hubiera disgustado perder tu amistad a causa de esto. ¿Por qué no nos visitas hoy en casa? Quizá yo no esté, pero,.,
—No puedo. No he visto todavía al capitán.
—Sí, es forzoso que le veas. Dime cómo está. He oído comentar que anda mal del corazón.
—¡Tonterías! El capitán está sano como una muía. Algo ha envejecido y nada más. Mi hermano me comenta en una carta que el capitán, hace algunas semanas, se dio un hartazgo de comida y parece que tuvo un ataque. El doctor Le Pierre encontró que su corazón tenía un ritmo un poco raro. Pero esos sierrahuesos criollos son un poco excitables. Todo se ha reducido a nada.
—Celebro saberlo, porque todos apreciarnos mucho al capitán. — Y añadió—: No sabes el movimiento que hay aquí, Ty. El cabildo se ha reunido y vamos a organizar un regimiento. Nos proponemos pedir a tu hermano que sea nuestro capellán. Estamos todos acordes. ¿Por qué no vienes tú y...?
—Ya te digo que aún no he visto al capitán. Además, cosas así han de pensarse despacio. Pasa con esto como con los duelos. Una diferencia de opinión no basta para matar a un hombre.
—Vamos a dejar eso aparte. Los yanquis no tienen nada de combatientes. Vociferarán mucho, pero cederán pronto. Apuesto a que si llegamos a los tiros no se verterá sangre bastante ni para empapar mi pañuelo.
Tyler dijo reflexivamente:
—¿Nunca has estado en el Norte, Jorge?
—¿Por qué me lo preguntas, Ty?
—Por ninguna razón especial. Deseaba probarme ciertas cosas a mí mismo. Bueno, hasta luego, Jorge.
Jorge manifestó:
—Me parece, Ty, que no vas a ser tú de los que lo piensen mucho. Ya te veo fuera de la marina. Acabas en Annapolis en junio, ¿verdad?
Tyler sonrió.
—No. Me expulsaron. En el fondo me convino. Eso me quitó el trabajo de tratar de decidir lo que haría.
Siguió un silencio. Pero, con gran alivio de ambos, lo rompió casi en seguida el golpeteo del bastón de un mendigo ciego sobre el pavimento. Tyler hundió la mano en el bolsillo y sacó una moneda, que depositó en el platillo del ciego. El hombre detuvo su paso.
—¿Se ha fijado en lo que me da, señor? No me ha sonado a dinero corriente.
Tyler miró el platillo y recogió la redonda pieza de metal. Era de bronce y tenía el tamaño y el peso aproximados de un dólar de plata. Pero arriba resaltaba una pequeña abrazadera a la que, sin duda, había ido unida una cinta, a la sazón ausente.
Drake sonrió;
—¿No te da vergüenza querer engañar a un ciego?
—No quería engañarle — dijo Tyler — Hablando con franqueza ésta es una de las pocas cosas que me siento orgulloso de poseer.
Alargó la medalla a Jorge, buscó en el bolsillo un dólar de plata y lo colocó en el platillo del pordiosero. El tintineo de la moneda hizo comprender al ciego que no le habían entregado el penique o el doble penique con que solían socorrerle los transeúntes,
—¡Gracias, señor!—dijo—. Le doy infinitas gracias, señor.
—No hay de qué — repuso Tyler, volviéndose a Jorge Drake.
Drake estaba examinando la medalla. Leyó una inscripción que rezaba:
«Campeonato de pistola de 1861. Premio al campeón».
—Sabía que eras muy buen tirador de carabina, porque la manejas hasta yendo a caballo— observó Jorge—, pero no sabía que llegases hasta este extremo.
—Sería que no había entonces otros peores — contestó Tyler.
Y, con burlona sonrisa, contempló la espalda del ciego, que ya se alejaba.
—Dinero tirado — ironizó—. Matt Pearson tiene tan buena vista como yo. Pero siempre le doy algo, aunque sólo sea para pagar lo bien que finge su ceguera.
Jorge opuso:
—No, no finge. El doctor Blum Weiner, el oculista suizo de la calle del Canal, afirma que Matt no posee arriba de un dos por ciento de la vista total. Percibe siluetas y sombras, pero nada más.
—No te lo niego — concedió Tyler—. Acaso me haya excedido yo un poco... Me voy, que el capitán me está esperando.
—¿Y no le llamas nunca padre? — inquirió Jorge.
—Nada de eso. Él prefiere que se le llame capitán. Además, desde que nombraron rector episcopal a mi hermano, la cosa hubiera podido resultar confusa. Habría que hablar de modos como éste: «¡ Hola, padre! No, perdón, quise decir Su Santidad Padre Joe».
—Ya sé — expresó Jorge—que tú no apruebas que Joe se hiciera sacerdote.
—Aciertas. A los pastores los desapruebo per se y en general.
Jorge contradijo:
—Te engañas. Para lo joven que es, Joe ha hecho muy buena carrera. Ser, en la Iglesia de Cristo, rector ayudante del obispo Leónidas Polk es haber ascendido mucho. Se da por hecho que le nombrarán rector cuando el obispo falte. Muchas jóvenes están locas por él. Me extraña que no se haya casado ya.
Tyler rió..
—Joe—dijo—va mucho más allá que la Alta Iglesia. Se obstinó y ha conseguido introducir la confesión y la misa mayor en los oficios episcopalianos. Se nota que el capitán desciende de la parte más religiosa de Irlanda. Y creo, a propósito, que ya es hora de ir a su casa. Ya nos veremos, muchacho.
—¿Cuándo? — quiso saber Jorge.
—Quizás esta noche, si el capitán no me mata de aburrimiento. Mis afectos a Sue.
—Se los daré — repuso Drake—. Y también a Ruth, que vive ahora con nosotros.
—¿Esa chica? ¡ Qué traviesa era! ¡ La de barrabasadas que me ha hecho!
—Te sorprendería lo que ha cambiado — respondió Jorge—. Hasta luego, Ty.
—Hasta luego.
Y Ty se apartó bajo la lluvia, renegando entre dientes.
* * *
—El capitán le espera en el despacho, señorito Ty — dijo Catón.
Tyler miró al negro.
—¿Cómo se encuentra?
—Como puede usted figurarse: más tieso que una vela. Y por Dios, señorito Ty, que ya es hora de que siente usted la cabeza. ¿No le da vergüenza tener novia, dejarla y que otro se la lleve?
—No, no me da vergüenza — dijo Tyler—. Por lo menos puedo soportarla. Anda, vete y di al capitán que otra vez ha vuelto el Hijo Pródigo. Espero que se mate en mi honor la becerra gorda, porque estoy condenadamente hambriento.
Pero Catón no se movió y permaneció un rato mirando a su señor. Tyler medía algo menos de seis pies, aunque su delgadez le hacía parecer más alto. Tan delgado era, en verdad, que sus compañeros, los cadetes de Annapolis, le habían puesto el remoquete de «Pielihuesos». Manos, pies, boca y orejas resultaban harto grandes para lo flaco que estaba. Cuando no se movía daba la impresión de ser desgarbado y hasta desagradablemente feo, pero el menor de sus movimientos hacía desaparecer aquella idea. Cada uno de sus ademanes era definido, decidido, seguro. Su gesto más insignificante resultaba gracioso. Tenía los ojos pardos y, por lo demás, nada notables, excepto que siempre parecían risueños, con una risa que tanto se proyectaba hacia el exterior como hacia dentro de sí.
Catón murmuró:
—¡ Dios mío, señorito! ¿No tiene usted miedo del capitán?
—Desde luego que no. En cuanto cumplí diez años dejé de tenérselo. Todo se vuelve alboroto y bambolla, pero no pasa de ahí. Anda, vete a anunciarle mi llegad».
Catón titubeaba todavía.
—El Padre Joe está también.
—¡ Oh, infierno! — exclamó Tyler—. Campana, evangelio y cirio. Probable inspección del estado de mi alma. Estoy divertido... Te agradezco el aviso. ¿Por qué diablos mi bendito hermano no se irá con la religión a otra parte?
—¡Señorito Ty! —respondió Catón.
Tyler se volvió hacia la ventana.
—Haz lo que te mando, Catón—dijo hablando por encima del hombro.
Ya solo, contempló la antesala. Desde el exterior la casa de la calle de Poydras era una típica mansión de las de Nueva Orleáns, con galería protegida por delicadas y finas balaustradas de hierro, cerrada al mundo y reconcentrada en el patio interior, que era su corazón verde y florido. Pero el interior de aquella casa resultaba una cosa muy diferente: candelabros de cristal, ornamentados techos, terciopelo y peluche, complejas tracerías sobre las arcadas y todo, hasta la pulgada última, de un mal gusto tan chillón y abrumador, que hizo estremecerse a Tyler, que no veía aquello desde hacía un año. El capitán Patricio Meredith había aplicado su mente, demasiado literal, a reproducir todas las características de los salones de pasajeros de los vapores fluviales con los que había ganado su fortuna. Y había logrado un éxito notorio. El interior de la antigua graciosa mansión, que antaño comprara, se había transformado completamente. Nadie se atrevía a decirle que había creado una monstruosidad, ni tampoco todos lo creían, porque para muchos meridionales la decoración de los barcos fluviales de mitad de siglo constituía la cúspide de la elegancia.
«Menos mal que a mi padre no se le ocurrió construir una casa nueva — pensó Tyler—. El diablo me lleve si no le hubiera puesto dos chimeneas gemelas y una rueda timonera. Pero no tendré que aguantar mucho esto, porque con el asunto de la guerra...»
La puerta se abrió de nuevo.
—Me han dicho que pase usted, señor — anunció el negro sirviente.
Tyler entró serenamente en el despacho. Sonreía abriendo extraordinariamente la boca, oon aquella curiosa sonrisa suya que, aunque pareciera raro, cuadraba bien al conjunto de sus facciones irregulares, dándole una expresión que, aunque ningún deseo caritativo hubiera podido llamar placentera, era, sin embargo, interesante y vivaz.
El capitán Meredith rugió:
—¡Miradle! ¡Miradle sonriendo, parece un mandril! ¿Es que no tienes vergüenza, muchacho?
—Ni gota — dijo Tyler, extendiendo la mano—. ¿Cómo te encuentras, capitán?
—¿Que cómo estoy? ¿Que cómo estoy? ¡ A las puertas de la muerte! Tengo el oorazón deshecho, y la culpa es tuya, haragán. Te envié a estudiar y gracias a que te recomendé al senador Devereux pude conseguir que te admitieran en la Escuela Naval. ¡Y véase lo que te ha ocurrido! Expulsado por andar con una mozuela. Y, como remate, poniendo al director en una situación comprometida, porque esa mujer era hija de uno de los profesores.
—Grave compromiso, capitán — concordó Tyler.
Se volvió a su hermano mayor.
—Y tú, Padre, ¿no te dispones a largarme otra andanada?
Los dedos encarnados y gruesos de José Meredith hojeaban un tomo del Nuevo Testamento que había sobre la mesa.
—No — dijo—. Prefiero oir primero tu versión de lo acontecido.
.Patricio Meredith bramó:
—¿Su versión? ¿Su versión? Es clara como el agua, Joe. O fue atrapado con esa moza, o le sorprendieron huyendo de su lado. ¿No es así, desagradecido rufián, a quien, y Dios me perdone, engendré?
El joven sacerdote miró a su hermano.
—Explícate, Ty. Ty dijo:
—Reconozco mis culpas. El padre de la muchacha, que es nuestro profesor de artillería, dio una guiñada errónea y viró a barlovento algo antes de lo oportuno. Quiero dar a entender que fue lo bastante loco para no cerrar el pico en presencia ajena. Y, como había testigos del caso, se me declaró culpable de observar una conducta indigna de un caballero y un oficial.
El Padre Joe le miró largo rato y al fin dijo:
—Ty...
—¿Padre...?
—Dadas las circunstancias, creo que debiste casarte con la joven.
Ty miró también a su hermano pensando:
«Este hombre va para santo. Y esa santidad suya se me atraganta en la boca del estómago. Si se apoyara en algo real, acaso yo la tolerase, pero me parece absurdo fundar nuestra vida en una superstición que implica un semicanibalismo y hasta un sacrificio sangriento».
Los ojos de su hermano, idénticos a los suyos, aunque sin un solo destello de burla, escrutaban su semblante. Tyler adivinó que en aquella mirada, profunda y certera, había un desbordante... disgusto. Pero no ira.
El capitán Meredith gruñó:
—¿Casarse con ella? ¿Traerme a casa una mujer perdida para hacerla mi nuera? No: lo primero que debió hacer fue no meterse en enredos y lo segundo evitar que le cogieran con las manos en la masa. Te garantizo...
—Capitán, tu moral es maravillosamente sencilla. Déjame que yo arregle esto. Aunque no tengo tu edad, puedo aportar en mi favor el hecho de que poseo cierta especial preparación en estos asuntos. Además, capitán Patt, has tomado un rumbo equivocado. Para ti lo esencial es el orgullo de familia y la desgracia de Ty, cosas que, en rigor, no son muy importantes.
—¿Que no son importantes? Quisiera que me dijeses, José, seas reverendo o no, qué cosa puede haber más importante para mí. He procurado educaros* a les dos para caballeros, y ahora sales tú diciéndome que el orgullo de famiba, y el honor, y la desgracia en que nos ha puesto este desgraciado truhán no son importantes. Si eso no lo es, no sé lo que puede serlo.
José contempló a su padre.
—Sólo una cosa, capitán — adujo—: el alma de tu hijo.
El capitán, moviendo sus piernas, cortas y algo zambas, dio un paso atrás.
—Comprendo — murmuró—. Es terriblemente duro para mí pensar que un hijo mío es un verdadero ministro del Evangelio. Háblale, háblale tú, José.
José preguntó:
—¿Por qué no te casas con esa muchacha, Ty?
—Porque no soy de los que se casan...—empezó Tyler.
Quería hablar burlonamente, pero no lo consiguió. Siempre le pasaba igual en presencia de José. Por muy a menudo que atacase a su hermano en su fe, la encontraba inquebrantable. Hostigábale con todos los silogismos fulgurantes y modernos del pensamiento libre, pero no había uno solo que perforase la armadura que rodeaba a Joe.
—No iba a decirte la verdad, Padre. Le propuse que nos casáramos, pero hasta en esto vinieron a mezclarse la política y las ideas. Su progenitor dijo que antes quería verla muerta y en el infierno que casada con un traficante en carne humana, con el hijo de un hombre que se gana el pan con el sudor de las frentes ajenas. No puedo entender lo que los negros tendrán que ver con esto, pero lo cierto es que el buen viejo, antee de acabar» de insultarme, me acusó personalmente de ser un asesino de John Brown.
El Padre José preguntó:
—¿Ese señor es de Nueva Inglaterra?
—De Massachusets. Abolicionista, negrófilo y republicano. Ha votado por Lincoln.
El enojo ensombreció la faz de José.
—¡ Están locos! — protestó—. Hasta Nuestro Divino Señor aprobó la institución de la esclavitud, cuando dijo: «El siervo ha de obedecer a su señor». Esto nos enseñó Él. Recordad la parábola de los talentos: «Porque tú obraste bien, servidor bueno y leal». Quienes nieguen lo que afirmó, se enfrentan con las mismas palabras de Dios.
Calló de pronto y miró a su hermano con tal intensidad, que Tyler no pudo encubrir su expresión irónica.
José pronunció lentamente:
—Olvidaba que eres un librepensador. Ya nos lo decía el director en su carta: «Blasfemias proferidas sin rebozo, francas manifestaciones de ateísmo, incluso negación de la existencia de la Divinidad».
Tyler sugirió:
—¿No podemos prescindir de ese aspecto del asunto, Padre?
—No — dictaminó José—. Para mí es lo más importante de todo. Dios puede perdonar y perdonará sin duda a todo pecador que acuda a él contritamente, pero la fe es también necesaria.
Tyler sonrió.
—Eso es lo más difícil para mí, Joe. No puedes obligarme a que prescinda de la razón.
—Ese orgullo intelectual — dijo el Padre José — es también un pecado, Ty. Una decorosa humildad no causa daño a nadie. Mentalidades mucho más poderosas que la tuya han encontrado la fe.
Tyler rezongó:
—Esa gente tendría mucha mentalidad, pero pocos redaños. Lo mejor será, Joe, que no toquemos ese punto, que no me interesa nada. Mi alma, si la tengo, es cosa cuyo cuidado sólo me incumbe a mí. Lo que ahora me preocupa es el porvenir inmediato. Me refiero a cosas sórdidas, como saber en qué forma y de dónde voy a recibir pitanza y dineros suficientes para coñac y cigarros...
—... Y mujeres — completó con severidad el Padre José.
Tyler rió.
—Eso no ha sido nunca un problema, Joe.
El Padre José prometió:
—Oraré por ti. Confío, en que la causa que te ha hecho volver al redil no sea demasiado terrible. Porque se dan esos casos. En ocasiones un hombre ha de quedar destruido para que su alma alcance la libertad.
—Agradezco tus plegarias — dijo alegremente Tyler.
Se volvió a su padre.
—¿Qué hacemos, capitán?
El viejo arrugó el ceño.
—Puedes ir a trabajar en la oficina—repuso con voz pausada—. O puedo colocarte de segundo oficial en uno de nuestros vapores. Que me maten si no debiera dejarte morir de hambre, pero...
—Pero — dijo José con suavidad — este muchacho ha nacido de tu propia carne y sangre y te parece el espejo de tu juventud, ¿no, capitán? Sin contar con que le tienes cariño. No veo por qué no has de reconocerlo.
El capitán insinuó una sonrisa.
—En eso hay bastante verdad — respondió—. Pero que te conste, Tyler, que puedes obligarme a llegar a los mayores extremos. Por ahora empezarás a trabajar con el mismo sueldo de que goce cualquiera que tenga un cargo como el tuyo. Pero nada de engañifas ni de jolgorios. A la primera queja de tus superiores, o al menor escándalo, te echo a la calle. ¿Está claro?
—Sí, capitán — dijo Tyler—. Muchas gracias.
—No me des las gracias a mí, sino a José, que ha sido quien ha hablado en tu favor. Y ahora dime si prefieres la oficina o el río.
Tyler no vaciló.
—La oficina?, capitán. Soy poco amigo del agua. No me gusta nada la idea de conducir un barco entre rápidos, curvas y bancos de arena.
Notó que José le examinaba y que leía en su pensamiento como si sólo estuviera protegido por un tenue cristal. Ser el segundo de a bordo en uno de los vapores de Meredith alejaría a Tyler casi constantemente de Nueva Orleáns. Y alejarse de Nueva Orleáns era alejarse de Casa Hewlett, del Hotel San Luis, de las casas de juego y de... Sue.
Como confirmando que había leído en el pensamiento de su hermano, el Padre José dijo:
—A propósito, Tyler, debo advertirte que Susana Forrester se ha casado hace dos meses con Jorge Drake. Yo mismo oficié la ceremonia.
Tyler enarcó una ceja.
—¿Y eso...?
No habló más, pero bastaba. José, cuyo conocimiento de los hombres era tal que su penetración llegaba a constituir una invasión de la personalidad privada, podía completar las dos palabras en esta forma:
«¿Y eso qué me importa? Ni qué me importan tampoco vuestros ritos, ni vuestras plegarias, ni vuestros sermones, ni los anillos, ni las promesas nupciales, ni demás restos de vuestra barbarie. Si deseo a Sue la haré mía, a pesar de su marido, de su juramento de fidelidad y hasta de vuestro antiguo y furibundo Dios. Nada me detendrá en eso. Nada en este mundo».
José murmuró suavemente:
—Sí, Tyler, oraré por ti.
* * *
Por el sencillo procedimiento de preguntar a Catón, Tyler averiguó que la casa de Drake se hallaba en la avenida de San Carlos, en el distrito del Jardín.
Pensó:
«Eso significa que tendré que ir a caballo, porque hay mucha distancia. Mucho debe de haber prosperado Jorgito, ya que esa barriada es la más elegante de la ciudad».
Se dio cuenta de que Catón seguía habiéndole.
—La señorita Ruth vive también con ellos ahora. El señor Forrester y su señora murieron el año pasado en la misma semana. Los dos contrajeron la fiebre. Hubo muchas defunciones por entonces. ¿Sabe, señorito Ty...?
—¿Qué; Catón?
—Que la señorita Ruth se ha convertido en una jovencita muy linda.
—¿Tanto como Sue?
—No, porque a ésa no hay quien la iguale. Pero la señorita Ruth se le parece mucho. Y si yo fuera usted...
Tyler rió.
—Pero no lo eres. No te preocupes. No pienso, por ahora, meterme en nuevos enredos. Deseo ver a Sue y nada más. Y Ruth es demasiado joven. ¡Qué chica tan alborotadora era y qué indiscreta! Siempre estaba metiéndose por medio cuando yo galanteaba a su hermana.
—Probablemente le admiraba, señor. Pero, como le he dicho, ya no es una niña, ni mucho menos. Hace mucho que usted no la ve. Las últimas veces que pasó usted por aquí ella estaba en la Academia Femenina. Y, si bien lo recuerdo, su hermana no le lleva más que tres años de edad.
—¡ Dios mío! — exclamó Tyler—. Entonces Ruth ya tiene veinte años.
—A punto está de cumplirlos. El once de abril los hace.
Tyler miró al arrugado y astuto negro y volvió a reír.
—Veo que lo tenéis todo pensado. La fecha exacta, inclusive. Óyeme, Catón: ¿cuánto hace que Bessie y tú habéis estudiado ese casamiento?
Catón sonrió inocentemente.
—Es usted muy listo, señorito Ty. Pero no me negará que la idea es muy buena. Cada vez que el capitán recibía carta de la escuela de marinería contándole que había sobrevenido allí alguna trifulca y que andaba usted mezclado en ella, Bessié me decía: «Catón, tenemos que buscar alguna muchacha que nos enderece al señorito». Primero pensábamos en la señorita Susana, pero cuando ella se casó con el hijo de los Drake, empezamos a pensar en la señorita Ruth. Es una joven muy bonita, muy bonita, señorito. Y, además, rica y buena.
Tyler dijo secamente:
—Mil gracias, Catón, pero no soy de los que se casan. ¿Por qué he de dedicar mis encantos a una sola joven? Pienso hacer felices a muchas mientras me sea posible.
—Señorito Ty, va usted a ser la muerte de su pobre padre. Ya sabe lo que el médico ha dicho del corazón del capitán.
—El capitán — respondió Tyler — está sano como un caballo. Y eso me recuerda que lo mejor es que digas a Jeff que me traiga una copa.
—Sí, señor — respondió Catón—. Pero espero que no olvide lo que le digo acerca de la salud de su padre. El capitán es viejo y su corazón...
—Quítate de en medio, Catón — dijo Tyler.
* * *
No era de noche aún, pero ya estaban encendidos los faroles de las calles. Era la hora en que el farolero entraba de servicio, mas de hecho los faroles, para los efectos prácticos, podían haberse encendido a media tarde, porque había reinado entonces tanta oscuridad como a la sazón. Tyler observó que las gentes que frecuentaban las calles eran muchas más que las de antes. Cuando se dirigía a su casa para celebrar aquella penosa entrevista con su padre y hermano, las únicas almas vivientes que había encontrado, entre los muelles y la calle de Poydras, eran Jorge Drake y el ciego. En cambio, ahora las calles parecían un mar de paraguas y de blancos rostros que expresaban una ansiosa espera.
Reinaba una tensión casi tangible. Algunos, entre la multitud, se hablaban en voz baja, voces poco más perceptibles que susurros, aunque la mayoría del gentío permanecía silenciosa, en una dramática espera.
Animaban la muchedumbre un número insólito de uniformes, Tyler reconoció los uniformes de la milicia. Pero también vio muchos otros que le eran totalmente desconocidos. Ocurriósele entonces que debían de ser de miembros de los círculos políticos de acción, acerca de los cuales le había escrito el Padre José y entre los que figuraban el Beckinridge-Lane, el Democratic-Douglas y el Young Bell Ringers.
Era extraño que tales organizaciones no se hubieran disuelto después de la victoria del altisonante abogado de Illinois. Sin embargo, obvio resultaba que no había sucedido así. Dijérase que se habían convertido en organizaciones militares que aspiraban a ser el núcleo de...
De una nueva nación. ¿Era posible que creyesen en semejante cosa? Porque tal pensamiento era una locura. Si a los hombres de Carolina del Sur cabía considerarlos bárbaros, los de la antigua y culta Luisiana, región que tenía múltiples contactos con el Norte y con Europa, debían mirar las cosas mucho antes de...
Refrenó su caballo y miró a la multitud con atenta y ceñuda expresión. Las noticias que llegaban a las pizarras de los periódicos eran fatalmente inoportunas. Cuatro estados— Carolina del Sur, Florida, Alabama y Georgia — habían abandonado ya la Unión. El vapor yanqui Estrella del Oeste había sido atacado a tiros dos semanas antes, al intentar ayudar a Fuerte Sumpter, en la rada de Charleston. Y en aquel mismo momento la Asamblea del estado soberano de Luisiana celebraba sesión en Baton Rouge, discutiendo si debía unirse a los secesionistas o seguir fiel a la vieja bandera.
Tyler pensó, sombrío: «O sea, si conviene vivir o morir».
Continuó el hilo de sus pensamientos: «Esta gente no lo comprende ni ve. Yo he sido afortunado, porque he hecho docenas de viajes a los estados del Norte y he estado dos veces en Londres, para visitar a Cedric y a Vivían. Pero no puedo decir nada a estos hombres. No me escucharían. No piensan, sienten. ¿Esperan que los yanquis nos vendan pólvora, balas y armas para matarlos? Porque nosotros no tenemos fábricas de armas y carecemos casi del todo de fundiciones qué merezca la pena mencionar. ¿Disponemos de nitrato para explosivos? ¿De fábricas textiles para hacer uniformes? No tenemos más que muchos redaños y cabeza muy duras Podemos pedir créditos a Inglaterra y Francia a cambio de algodón y dedicar esos créditos a oomprar armamentos. Lo cual estaría muy bien si no hubiéramos de traerlos a través de toda la maldecida escuadra yanqui. Yo he estado en ella y sé que es una organización combativa de primer orden. Las armas que podríamos pasar, si nos bloquean, no bastarían para equipar un pelotón».
Se irguió en la silla, sonriendo.
«Ten calma, muchacho — se dijo—. Este problema no te afecta directamente. Pero hay otro aspecto en la cuestión y es que una guerra lo trastorna todo. Un hombre con cerebro puede salir de ella más rico que Midas. Procura ser hábil. Conserva buenas relaciones con ambos bandos y comercia con eljps. Lleva algodón a Inglaterra y tras de allí las cosas que aquí van a necesitarse ansiosamente. Cobra en oro y no en papel. Esconde tu dinero hasta que todo se vaya al demonio, y entonces compra, guarda, reserva y almacena...»
«¿He de tener amistad con los yanquis? Por supuesto, dado que van a ganar. ¿Y he de conservar buenas relaciones con los secesionistas? Indudablemente. Lucharán con frenesí y todo se reduce a ponservar la vida hasta que todo quede hecho pedazos y yo no tenga más trabajo
que recogerlos. Pedazos que serán excelentes. Como Sue, por ejemplo. Nunca he visto mujer que no se venda en las circunstancias difíciles, siempre que las cosas se hagan con delicadeza. No debo ofrecer numerario, sing comodidades. Y ésas sólo el dinero las procura en este feo y mezquino mundo. La respetabilidad y la rectitud son monótonas y se vienen abajo con facilidad.»
Mientras cabalgaba oía las voces de la gente.
—Fuerte San Felipe y Fuerte Jackson están en nuestro poder.
—Pues eso es algo. El enemigo tendrá que tomarlos si quigre aproximarse a Nueva Orleáns.
—Tenemos también el arsenal, en Baton Rouge, por nuestro. He oído decir que hay allí una enormidad de fusiles y municiones.
—Era cosa de ver la cara que puso el capitán yanqui del aviso que sorprendimos en Algiers cuando le exigimos la rendición. Verdad es que el pobre hombre no podía hacer nada provechoso. El Lewis Cass estaba endiabladamente maltrecho y tenía la máquina medio inutilizada. Pero era cosa de admirar cómo nos hizo frente. Claro que, al final, cuando fuimos a ellos, se volvieron más mansos que ovejitas,
Tyler reflexionó:
«Esto es ya la guerra. Calma, muchacho, calma. Tenemos que hacer una enormidad de planes».
Un hombre Je llamó:
—¡Ty! ¡El diablo me lleve si no me alegro de verte! ¡Apuesto a que vienes a incorporarte, muchacho!
Tyler se volvió en la silla y reconoció a quien le saludaba. Era un hombre rudo, corpulento, mal vestido y sucio.
Tyler se dijo burlonamente:
«Ahí tenemos a Tennessee McGraw, al caballero Tennessee McGraw, borracho, alborotador, jugador, ladronzuelo y hampón por excelencia. Joe y el capitán teníaá razón cuando me reprendían por tratarme con semejante gentuza. Pero es inútil todo lo que se diga a un chiquillo tonto y con ganas de lucirse».
Procuró que el desprecio que aquel hombre le inspiraba no se hiciese ostensible en su semblante.
—¡ Hola, Tenn! — saludó — Creo que antes de alistarme voy a pensarlo un poco. No puede uno ser muy galante con las muchachas si recibe un balazo en la cabeza.
McGraw gruñó:
—Tienes razón en eso, Ty. Oye, ¿puedes prestarme un dólar? Hace cuatro días que no pruebo un trago.
Tyler le tiró la moneda y picó espuelas al caballo, sin esperar a que McGraw le diese las gracias. Y mientras se alejaba bajo la helada lluvia, pensaba que desembarazarse de aquel hombre bien valía un dólar.
* * *
En el vestíbulo de la casa de Jorge Drake, el mayordomo le saludó por su propio nombre. Tyler pensó:
«Éste debe de ser un negro de la familia Forrester, porque ninguno de los de Jorge me conoce».
Pero el vestíbulo estaba tan oscuro que no pudo precisar de quién se trataba.
—Espere aquí, señorito Ty—dijo el negro—. Voy a encender una lámpara y ahora mismo aviso a las señoritas Sue y Ruth. Van a quedar muy sorprendidas.
—Eso creo — asintió risueñamente Tyler.
Quedose solo y procuró acostumbrar sus ojos a la oscuridad.
«Los negros — meditó — ven de noche como los gatos. El infierno me lleve si pude ver quién era ese hombre.»
El ruido de las recias pisadas del negro se perdieron a lo lejos y, antes de que volviesen a sonar, sobrevino algo muy distinto: el rumor del roce de unas zapatillas femeninas sobre la alfombra. La mujer llegaba muy de prisa, casi corriendo.
—¡ Oh, Ty! — dijo una voz jadeante.
En la puerta abierta se recortaba la silueta de una joven y la voz era tal como él la recordaba, baja, cálida e infinitamente dulce. Hubiera querido ver sus ojos, pero lo, impedía la oscuridad.
Se encogió de hombros. No necesitaba preocuparse por eso; la voz le había explicado todo lo que necesitaba conocer.
Se dijo con mofa:
«Enhorabuena, Jorgito».
Adelantóse y tomó a la mujer entre sus brazos.
La espalda de la joven se tornó rígida como una baqueta. Parecía helada de sorpresa. Y sus labios, durante los primeros segundos, dijéranse también de hielo. Después, muy lentamente, se caldearon bajo los del hombre, se suavizaron, se entreabrieron y su aliento salió entre ellos como un suspiro.
Tyler retrocedió un tanto, mirándola en la sombra.
—Sue — cuchicheó—, Sue...
En el acto volvió la rigidez al cuerpo de la joven y la
mano que descansaba en el cuello de él se tornó, súbitamente, fría como la muerte.
—No soy Sue, Ty — dijo una voz muy apagada—; soy Ruth.
Y la mujer se esforzó en librarse del abrazo, pero él la retuvo durante unos instantes, hasta que el negro apareció en el vestíbulo empuñando un candelabro. Sue llegaba a su lado.
—Surgió un silencio tan denso que parecía tener incluso forma y masa.
Susana dijo al fin:
—Veo, Ty, que estás verdaderamente en buena forma. Si tienes la amabilidad de soltar a mi hermanita...
Tyler se hizo atrás. Apoyóse en la pared y rompió en una risa burlona, contagiosa y clara. Pero un momento después distinguió la faz de Ruth. La muchacha se había vuelto con gran remolino de sayas y enaguas y huía
del vestíbulo a la carrera. Tyler tuvo tiempo para ver, a la luz de las bujías, las lágrimas que temblaban en sus pestaña?. La risa del joven se cortó en seco.
—¿Cómo has hecho eso, Ty? — preguntó Sue—. Mi hermana es una niña todavía. Y, además, muy impresionable. ¿No te da vergüenza haberla besado?
—A mí me ha parecido muy agradable, Sue. ¿No me invitas a entrar?
—No tengo más remedio — dijo Sue—. Sí, Ty, entra. Encuentro muy satisfactorio volver a verte. Más satisfactorio de lo que yo pensaba. Pero, señor Tyler Meredith, acabas de convencerme de que no me equivoqué cuando rompí nuestro compromiso.
La casa, muy hermosa, era de estilo greco-renacentista. Ya en el gabinete, Tyler miró alrededor.
—¿Quiere usted una copa, señorito Ty? — preguntó el mayordomo.
—Sí, coñac con agua, Tim. Pon poco coñac. ¿Tú no bebes, Sue?
—Una copita de jerez — pidió Sue. Él la miraba.
—¿Eres feliz?
Antes de que ella hablase ya el joven conocía su respuesta. En el rostro de la recién casada apareció una expresión perpleja. Expresión que se disipó en la mitad del tiempo que tarda un corazón en dar un latido. Pero él había reparado en tal expresión y no tenía la menor duda de lo que significaba. — Por supuesto, Ty.
Sue hablaba con firmeza, acaso con demasiada firmeza. Su voz se elevaba y fortalecía casi imperceptiblemente, con lo que todo titubeo, cambio o elevación de tono hubiera escapado a cualquiera, excepto a Tyler. Él, oyéndola, viéndola, sintió en el fondo de su corazón un rebrote de cínica alegría.
«Las dos—pensó—. Y Ruth me proporcionará una excusa para venir a esta casa.»
Sue preguntó:
—¿Cómo has venido? ¿No salías de la academia en junio? Porque no irás a decirme que vuelves para pelear por Luisiana...
—No — contestó Tyler—. He venido porque ansiaba ver tus deliciosos ojos azules. Los echaba mucho de menos. Cuando me despertaba a medianoche...
Sue dijo, conminatoria:
—Recuerda, Tyler Meredith, que soy una mujer casada.
Tyler la miró larga y fijamente.
—¿Lo eres?
Sue palideció.
—¿Qué quieres significar con eso?
Tyler dijo indiferentemente:
—Lo que te parezca. Oye, hazme un favor: di a tu hermanita que venga aquí, porque tengo infinitos deseos de pedirle perdón.
Sue se levantó.
—No creo que quiera. Pero se lo diré, y tú, Ty...
—¿Qué, muñequita?
—¡No tienes derecho a llamarme así!
—¿No? — preguntó Tyler.
—Eso he querido indicarte — repuso Sue—. Es la segunda vez que dices una cosa de esa clase. ¿Qué demonios te propones, Tyler Meredith?
Tyler sonrió, con una sonrisa prolongada y lenta.
—Trae a tu hermana, muñequita —insistió.
Con gran asombro del joven, Sue volvió con Ruth. Tyler desplegó su elevada estatura al levantarse del vasto diván en que se hallaba sentado. Tenía en los ojos una expresión picara.
—¡ Dios mío! — exclamó—. ¿Quién lo hubiera pensado?
Ruth, al lado de Susana, le miraba. Era más alta que su hermana mayor y tenía la traza de llegar a convertirse en más hermosa que ella. No lo era todavía, pero llegaría a serlo. Las dos tenían el mismo cabello dorado y esponjoso e idénticos ojos, de un azul como el de la flor del maíz, cuyos pétalos parecían sus larguísimas pestañas. Pero, a pesar de su sorprendente parecido, había evidentes diferencias en sus bellezas respectivas.
Tyler contemplaba a las dos tratando de precisar en qué consistía la diferencia. Y al fin comprendió que Sue era más delicada. Era como una flor, frágil, fragante y dulce. Estaba tan bella como la primera vez que él fue a Annapolis, cuando ella estuvo tan enferma. Era uno de esos tipos de mUjer que inspiran el deseo de mimarlas, de protegerlas, de...
En cambio, Ruth tenía el aspecto de una gata. Nadie la vencería nunca, no. Era determinada y poseía garras y dientes. Conseguiría todo lo que quisiera.
«Me bastará saber lo que quiere», pensó Tyler. La sonrió.
—Siento lo de antes, Ruth. Hice mal. Ella repuso, con aoento indiferente:
—No tiene importancia. Estaba muy oscuro y tú venías de donde había luz.
Sue intervino inmediatamente:
—¿Y eso qué tema que ver? Ruth miró a su hermana.
—¿No comprendes? Me confundió contigo.
—¡Dios mío! —se asombró Sue.
—¿Me perdonas? — preguntó Tyler.
—Sí, Ty — murmuró Ruth.
—Gracias. Y ahora tendré que irme. Sue habló con voz incisiva.
—Espera. Me ha intrigado tu pregunta de si estaba casada. ¿Qué pretendías indicar?
—Comprendo que te intrigue — respondió Tyler—. Y con ello ya te contesto. Siempre vuestro, amigas.
—Te acompañaré hasta la puerta — anunció Ruth—. Digo, si ello no molesta a Susana.
—¿Por qué va a molestarme? — argüyó Sue—. Tienes veinte años y estás en tu derecho.
Otra vez notó Tyler que la voz de Sue sonaba ligeramente cortante, como el filo «de un acero mojado en miel.
En el vestíbulo el joven tomó el brazo de Ruth.
—Gatita — dijo—, ahora que te conozco siento un inmenso deseo de renovar la ofensa.
Ella le apoyó las manos en el pecho.
—No, Ty.
Él sonrió.
—¿Por qué no, gatita?
—Porque no me gusta la piedad ni tampoco divertirte dejándome besar.
—¿Pues qué te gusta, gatita? Me pareció que no te desagradaba.
Ella le miró fijamente.
—Celebro que te lo pareciera.
En silencio, con enorme dignidad, dio media vuelta y salió del vestíbulo.
«¡ Vaya! — pensó Tyler—. Parece que soy un gran
pecador y que mi alma está condenada al infierno.»
* * *
Iba a montar a caballo cuando sintió que un hombre le ponía la mano en un hombro. Volvióse y se halló frente a Jorge Drake.
—Esperaba hallarte aquí — aseguró Jorge, feliz—. Decídete, Ty. No hay tiempo que perder.
—¿Qué. infiernos pasa?
—Ya se armó. Un telegrama llegado hace una hora lo anuncia. Luisiana es una república independiente, dispuesta a unirse a la Confederación. ¡Nada menos que eso, Ty! Vamos a celebrarlo.
Tyler no tenía gana alguna de celebrar lo que tan poco le placía, pero no dijo nada. No podía ponerse a mal con aquella gente ni menos anunciarles que iban a perder la guerra. Verosímilmente ganaría el Norte, pero Tyler Meredith, en todo caso, pensaba enriquecerse con los despojos de todos.
—No me parece mal esa celebración — aseguró
—Pues ven conmigo — invitó Drake.
* * *
Dos horas después, todos los que se hallaban en el círculo Eakins estaban completamente borrachos. De vez en cuando uno de los presentes se subía a la mesa con gran fragor, de vasos rotos y, envuelto como en nubes en la humareda de los cigarros, pronunciaba un discurso, que generalmente resultaba una pieza maestra de la oratoria. Tyler definió aquello como retórica de coñac con agua.
El joven estaba sentado fumando y escuchando. Y el escuchar aumentaba su necesidad de beber. Sereno o a medio embriagar no hubiera podido resistir tales discursos.
Subió a la mesa el último orador, Caldwell Vickers, hijo del banquero Randolfo Vickers. El joven dijo que una guardia de viejos y mozalbetes bastaba para batir en tres semanas al ejército yanqui. A Tyler le parecía que Caldwell debía tener más sentido común. Se había educado en Harvard y sabía tan bien como Tyler cuáles eran la capacidad militar de los yanquis.
Tyler se levantó y quedó sorprendido al notar las piernas blandas como la goma. Apoyó las manos en la mesa para poder sostenerse.
Todos gritaron :
—Ty va a pronunciar un discurso. ¡Que hable Ty!
Ty parpadeó.
—¡Muchachos! —dijo solemnemente—. Todos han hablado hasta ahora de lo grandes que somos y de cómo rechazaremos a los yanquis más allá de Washington con un ejército compuesto de veinticinco maestras de escuela
solteronas, armadas con palmetas. La idea es buena, pero propongo otra mejor: colocar unos cuantos barriles de esté coñac en las líneas de marcha de las columnas yanquis. Una vez que lo hayan consumido, nos bastará acercarnos a ellos, cargarlos en carretas como si fuesen fardos . y descargarlos en la puerta de Lincoln con este ultimátum: «Rendios, o pondremos en las cañerías del suministro de aguas de Washington un par de toneles del mismo licor».
—¿Y si no se rinde Lincoln? —preguntó uno de los pocos hombres a quienes la risa permitía hablar.
—Se rendirá — dijo Tyler con optimismo — cuando vea que hasta los peces del Potomac empiecen a levantar bandera blanca. Porque...
El resto de su disertación se perdió entre una explosión de carcajadas. Todos daban al joven fuertes palmadas en la espalda y le ofrecían grandes vasos de licor llenos hasta el borde.
Tyler dijo con voz espesa:
—Dejadme salir, muchachos. Necesito aire puro.
Varios hombres le sacaron a la galería. Y allí encontraron un negro que le buscaba.
—Señorito Ty — dijo el negro—. Tiene que ir usted a casa. El capitán...
Ty miró al negro sin reconocerle.
—Vete y déjame — tartamudeó.
—Señorito Ty... —rogó el negro.
—¿No te he mandado que te vayas, puerco cabezota de negro?
El negro le tiró de la manga.
—Señorito Ty, el capitán....
Tyler echó su huesuda mano al cuello del negro. Levantóle bruscamente en el aire y le lanzó por encima de la balaustrada. La galería se alzaba a veinte pies de altura sobre la calle. Y el negro quedó en el suelo, gimiendo. No obstante, pudo reaccionar a medias y consiguió alejarse arrastrándose sobre manos y pies. Había de andar así por la sencilla razón de que tenía fracturada la columna vertebral. No podría volver a andar en su vida.
Todos los de la galería rieron. A los veinte minutos ninguno de ellos se acordaba del negro.
* * *
A la mañana siguiente, cuando Tyler entró en su casa dando tumbos, ver el rostro de Catón le hizo recuperar inmediatamente la serenidad. El marchito rostro del negro exteriorizaba una emoción que le cortaba la palabra. No acertó más que a señalar con el dedo el dormitorio del capitán.
Tyler empujó la puerta. Al lado del lecho estaba arrodillado su hermano, pasando entre los dedos las cuentas del rosario y murmurando plegarias. Y encima de la cama...
—¡Dios mío! —clamó Tyler—. No...
José se volvió lentamente;
—Sí, Ty— dijo con voz reprimida—. Él y Morris Eakins tuvieron una fuerte disputa a propósito de la secesión. El doctor Le Pierre venía diciendo hace años a nuestro padre que no debía excitarse. Pero Morris empezó con sus manías unionistas...
—Yo no creía que papá...—empezó Tyler—. Pensaba que su enfermedad era imaginaria. No lo creía.
—Hay muchas cosas, Ty, que no crees y son verdad.
—Pero el capitán... No puede ser que el capitán...
José dijo con fuerte voz:
—¿Qué haces ahí en pie? Arrodíllate y ora por el alma de tu padre.
Y Tyler Meredith se arrodilló.
2
Alguien había hablado en el banco. Tyler tenía la certeza de ello. Durante tres días le había dejado perplejo el hecho de que cesasen súbitamente las conversaciones cuando entraba en una estancia. Y todos le miraban de un modo especial, aun siendo amigos y compañeros. Él se encogía de hombros, incluso cuando las mujeres con quienes se cruzaba apartaban la falda como para evitar una contaminación. Más a la larga empezó a preocuparse.
«Voy a hablar a Sue — pensó—. Quizás ella haya oído algo.»
Pero al llegar a casa de Drake el mayordomo le recibió con evidente preocupación.
—La señorita Ruth no está — murmuró—. Ni la señorita Sue.
—¿No están, o no quieren recibirme'.'
—No es eso, señorito Ty — masculló el negro — Y por mí...
—Bueno. Dejaré tarjeta.
Montó a caballo y se alejó, con el ceño fruncida Sintió una repentina necesidad de bebida. Aquel silencio de que le rodeaban empezaba a gravitar sobre sus nervios. Volvió la cara del caballo en dirección a Casa Hewlett. Vendían allí muy buen coñac...
Los bebedores hablaban entre sí con tal entusiasmo, que ninguno reparó en que llegaba Tyler. Éste se dirigió al mostrador, sin mirar a un lado ni a otro. Mas aún distaba diez pies del mostrador cuando oyó pronunciar su nombre.
La voz de un hombre gruñía:
—Debiéramos emplumarle y hacerle montar en los palos de una cerca.
—Nunca lo hubiera pensado de Ty. Si eso no raya en traición, bien cerca le anda.
Sonó la voz de Jorge Drake:
—Vamos, muchachos, hay que ser razonables. Ty hace lo que quiere consigo mismo. Quizás haya pensado que los riesgos son muchos... No veo traición alguna.
El hijo del senador Devereux gruñó, despectivo:
—Traición es. Ha vendido unos vapores a unos yanquis que iban camino de Cincinnati. Y ahora ellos pueden usarlos para transportar armas, —municiones y soldados contra nosotros. Si eso no es prestar ayuda al enemigo, no sé lo que es.
—Cuando vendió eso no estábamos en guerra — apuntó Jorge.
«¡ Buen amigo aquel Jorge! Sin duda — pensó Tyler—, le remuerde la conciencia y quiere portarse bien conmigo.»
Tito Claiborne dijo:
—Es lo mismo. Hasta el último tonto sabía ya lo que iba a suceder. Y lo peor es que vendió esos vapores, los cobró en oro y lo envió a los primos que tiene en Inglaterra. Ello delata una absoluta falta de fe en nuestra causa.
En aquel instante Tyler estaba detrás del que hablaba. Cuando abrió la boca a su vez, sabía que no iba a decir más que cosas incomprensibles e incoherentes. Pero le dominaba una cólera glacial. Nunca le había agradado tolerar a los necios. Y Tito Claiborne lo era. Además, toda la carne estaba ya en el asador. Costárale lo que le costara, estaba resuelto a llevar adelante sus planes. No se dejaría intimidar. Quizá tuviera que irse de Nueva Orleáns e inclusive del Sur. Pero volvería cuando todo terminase. No sería aquel grupo de locos los que se lo impidieran.
Notó que temblaba por dentro. Pero habló con voz fría y refrenada.
—¿Hay alguna razón, Tito, para que yo tenga fe, justificada o no, en esa causa?
Todos giraron al unísono y le miraron. Devereux fue el primero en intervenir.
—Tú juzgarás. ¿No has nacido aquí?
—Sí, por un accidente biológico. Pero dadme otro sitio mejor y lo prefiero.
Tito Claiborne manifestó:
—Voy a responderte. El Sur representa la cúspide de la civilización. Somos la única y auténtica caballería que queda en el mundo. Únicamente nosotros poseemos ocio bastante para adquirir cultura Somos jefes natos. No permitiremos que una civilización elevada sea destruida por otra inferior. Una nación de mercaderes no puede suplir a un país de gente cortesana y caballerosa, descendiente de lo mejor del viejo mundo.
Tyler repuso:
—Palabrerías. ¿Cuándo leíste un libro por última vez, Tito?
Tito balbució:
—Hombre, espera...
—Exacto. Somos la cumbre de la civilización. Y de la cultura. Sólo que cuando queremos que nuestros hijos se eduquen debidamente, los enviamos a Harvard o a Princeton, ya que en todo el Sur no hay universidad ni colegio dignos de ese nombre. Conozco a una docena de muchachos, hijos de amigos míos, que, sin más elementos que lo que aprendieron en los libros, pueden darnos setenta vueltas a todos, sin excluirme a mí. Cuando estuve en Nueva York y en Boston, leí algunas excelentes novelas. Y todas compuestas por yanquis. ¿Puedes mencionarme, Tito, algún meridional que haya escrito un libro.? ¿O pintado un cuadro? ¿O ideado una partitura decente?
—Vamos a ver, Tyler Meredith...
—Eso es lo malo. Que veo. Vosotros no. Me enfrento con los hechos, Tito. Examinemos nuestra aristocracia. He pasado tres veranos con mis primos en Inglaterra. Y entonces leí un poquitín de historia. Tú te consideras aristócrata y voy a concederte que lo eres. ¿Dejarías Fairview y la imponente casa en que resides para vivir en una cabaña de troncos? ¿Y pasarías las noches sin dormir por si los pieles rojas fueran a arrancarte la cabellera? Y eso sin saber si tus municiones y pólvora podían llegarte hasta la época de la cosecha, a la vez que la caza escaseaba. ¿Te gustaría eso?
—No, ni comprendo qué tiene que ver...
—Pues es muy sencillo. Los aristócratas no son los que comienzan. Porque prefieren la comodidad. Los que comienzan, muchachos, son en sus tres cuartas partes buena gente, muerta de hambre, y el resto chusma. Por mi parte me quedo con los últimos, que son más recios. Por ejemplo, escapados de presidio, personas cargadas de deudas, muchachas huidas de correccionales..,.
Tito Claiborne se había puesto muy pálido.
—Has recibido mi tarjeta. ¿O prefieres que te abofetee?
—Gracias. Ni una cosa ni otra. No soy caballero. No tengo deseo alguno de recibir un balazo para sostener que vosotros, los de buenas familias, sois descendientes de un barco cargado de prostitutas gazmoñas. Nada de tarjetas. Abofetéame y te moleré a golpes. Gracias a Dios, como no soy caballero, no tengo por qué hacer necedades.
Jorge Drake intervino:
—Tranquilízate, Tyler. Los tiempos andan muy revueltos. La gente se encrespa fácilmente. Creo que tienes razón en muchas cosas, pero no es ocasión de exhibirlas.
Paréceme que, más que para otra cosa, estos momentos son idóneos para... rezar.
Tyler dijo sencillamente:
—Hasta para eso puede ser tarde. Te pido perdón, Tito, por haber hablado con demasiada franqueza. No he querido ofenderte. Probablemente amo esta estúpida y obstinada tierra nuestra tanto como los demás. No quiero verla deshecha. Pero sé, y lo siento, que el Sur es inferior al Norte en todos los aspectos importantes, como son la agricultura, la industria, la navegación, la población, la cultura y el dinero. Nos van a romper los mismos dientes y después nos pondrán en un estado de inferioridad aún más absoluta. Por eso me llevo mi dinero de aquí. Luego lo traeré, cuando la gente ande buscando trabajo para mantener a sus familias hambrientas. Si no quedamos ningún hombre solvente, el Sur habrá muerto para siempre. No será ésa vuestra idea del patriotismo, pero sí es endiabladamente práctica.
—Es que vender aquellos vapores a los yanquis...— insinuó Devereux.
Tyler le contempló con fría insolencia.
—¿Por qué no? Me valieron mi buen oro.
Se volvió y de un salto se instaló sobre el mostrador.
—Coñac Borbón, Joe. Y un poco de agua.
Hablaba con fría serenidad, a pesar de la tristeza que
dentro de él le agobiaba como una gruesa carga. Pensó:
«Ya lo he hecho. He quemado mis naves. Pero no saldré ahora, sino cuando pueda hacerlo con dignidad, como quien va a dar un paseo. ¡Al diablo todos estos! Y al diablo yo, por no haberles hablado más claro todavía...»
Empuñó el vaso de coñac. Después, muy lentamente, lo elevó hacia sus labios.
* * *
Quiero hablarte, Ruth —dijo Susana Drake.
Ruth apartó la vista de su diario. Había estado escribiendo— lo que hacía con religiosa escrupulosidad — el diario de cuanto hiciera durante la jornada. Dejó la pluma y cerró el diario lentamente, poniendo el dedo entre las páginas para que no se borrasen las frases, húmedas aún. Pensaba con enojo en la expresión que le había impedido terminar su hermana:
«Acaso si me muestro algo severa, Tyler pueda convencerse de...»
¿De qué? De ((que su actitud tiene muy poco de razonable y patriótica». Pero, incluso escogidas aquellas palabras, recibió la desconcertante sensación de que Tyler había precisamente llegado a sus conclusiones mediante una reflexión no menos seria y ponderada. Tyler Meredith no se dejaba llevar de las emociones, sino que obraba como frío y calculador y ello le situaba aparte del mundo corriente.
Pero se engañaba. Era forzoso que se engañase. Nadie con la cabeza en su sitio podía pensar que una nación de tenderos e industriales iba a batir a la flor de la caballería del Sur.
—Ruth—siguió Sue, alzando la voz.
—Dime.
—¿Fuiste tú quien mandó a Timoteo que no recibiese a Ty?
Ruth miró a su hermana y lentamente organizó una sonrisa.
—Sí. ¿Por qué?
—Eso quisiera yo saber. Sabes bien que Jorge y Tyler son excelentes amigos.
Ruth respondió calmosamente:
—Y tú estás enamorada de Ty.
Sue se irguió.
—Habrás de pedirme perdón por esas palabras. Incluso entre hermanas existen ciertos límites.
—¿Sí? Tú debieras ser la que meditaras eso, querida Susie. Tener tu bollito y comerte el de otro va a ser muy difícil en estas circunstancias. Te casaste con Jorge porque te dio celos aquella carta que te envió cierta moza de Maryland. Es lástima que las cosas no te salieran bien. Jorge es muy bueno y muy santo, pero cualquiera con la cabeza bien plantada sobre los hombros sabe que no vale ni la mitad que Tyler.
—¡Ruth Forrester!
—Siento molestarte. Pero me gusta mucho decir la verdad. Un poco de luz y aire libre no estorbarán mi modo de pensar.
Sue contestó, pausada:
—¿Y no crees que lo que hay en ti no es más que un plan de' colegiala para atraer la atención de Ty? Me acusas de quererle. ¿Y tú? Desde que nos visitó la primera vez, ¿qué haces más que ponerle ojos de oveja a medio degollar?
—Nunca lo he negado. Quiero a Ty y me propongo casarme con él. Y eso, querida Susie, no me lo perdonas.
—No me digas «querida Susie». Yo, Ruth...
—Bueno, señora Drake. Sí, señora de Jorge Antonio Drake Segundo. Bien sabe Dios que te recuerdo esto porque necesitas recordarlo. Al fin y al cabo, querida Susie, has conseguido un marido, sea como sea, y aun que las dos sabemos que no es gran cosa...
—¡Oh! —exclamó Sue—. Es el colmo qvié.hables así de un hombre de cuya hospitalidad estás gozando.
Ruth repuso, premiosa:
—En eso tienes razón. No estuve bien, ¿verdad? Pero raía vez la verdad es buena. Creo, Sue, que mientras tú procuras manejar bien a tu hombre, debes dejarme manejar el mío. No he alejado a Ty para atraer su atención. Eso no hay muchacha que lo desconozca ni siquiera al nacer.
—¿Y cómo has obrado así?
—Porque amo a Nueva Orleáns y deseo seguir viviendo en ella. No deseo quedar convertida en una paria social. ¡Bien lo sabe Dios! Ya la gente comienza a criticar a Ty por la actitud que ha tomado en esto de la secesión. Y después que venzamos a los yanquis, la cosa será peor. Así que tengo que curar a Ty de su locura antes de casarme con él. De lo contrario, tendríamos que vivir en una de las puercas ciudades del Norte, y...
—¿Tan segura estás de que vas a casarte con él?
—Lo estoy. Sólo una persona puede interponerse en eso, y eres tú. Y tú procurarás no estorbarme. De modo que nada en la, tierra puede anteponerse a mí en ese asunto.
Sue repuso, sin perder la serenidad:
—Excepto el mismo Ty, o la mano de Dios.
—Curioso es que digas eso... — principió Ruth.
En aquel momento Timoteo, el mayordomo, irrumpió en el despacho. Sue notó inmediatamente que se hallaba excitado.
—Señorita Ruth — anunció—, el señorito Jorge ha traído a casa al señorito Ty. No he podido evitarlo.
—Bueno, Tim — contestó Sue—. Di a los señores que en seguida vamos.
—Bien, señorita Sue — respondió el mayordomo.
—Vamos, Ruth — dijo Sue—. Espero asistir a otro despliegue de habilidades femeninas por parte de mi juvenil maestra. Pero recuerda, hermanita, que esta casa es mía y de Jorge. Nosotros elegimos a nuestros invitados, ¿comprendes?
—Sí, señora;—repuso Ruth, burlonamente—. Los parientes pobres deben saber cuál es su lugar, señora, y agradecer las migajas que se les dejan. ¿Vamos?
—! Grandísima... cualquier cosa! — comentó Sue.
* * *
Tyler se apoyaba con la espalda en la chimenea, donde un buen fuego combatía la humedad abrileña. Jorge Drake, que estaba frente a él, se volvió cuando las mujeres entraron en la estancia. Tenía el rostro contraído en una expresión de severidad desaprobatoria incapaz de convencer a nadie. Como Ruth había dicho, Jorge era una persona blanda y amable.
—¿Quién — preguntó — se tomó la libertad de mandar que no se recibiese aquí a Tyler?
Susana miró a su hermana menor, cuyo rostro era el facsímil de la más pura inocencia.
—Yo, Jorge — dijo Ruth—, y no creía tomarme libertad alguna. Pero sé lo que desapruebas las ideas de Ty, y además no estabas en casa cuando vino.
Jorge dijo con gravedad:
—Te has tomado una libertad excesiva. Todo hombre puede tener las ideas que quiera si son sinceras en él. Ty sabe que no le apruebo, pero también que eso no tiene nada que ver con nuestra amistad. Te ruego, señorita, que pidas perdón al señor Meredith.
—Pido perdón — excusó Ruth—. Me he salido de mi lugar, Tyler. No tengo derecho a mostrarte la puerta de la casa de mi cuñado. Pero si fuese mía, habría hecho lo mismo. Mi hermana y su marido pueden acoger, si quieren; a un traidor al Sur y enemigo suyo. Hasta puede ser un cobarde, ya que todos los hombres de su edad están ya vestidos de uniforme, pero, por lo que me afecta, he de presentarte disculpas.
Jorge y Sue miraron atónitos a la joven. Tyler echó la cabeza hacia atrás y rompió a reir.
—Señorita heroína — dijo—, tanto pienso disculparle como tú ahora quitarte el vestido y ataviarte de amazona. Pero te llamo la atención sobre tus malos modales, gatita, y te pido que me concedas un par de horas do tiempo para llamarte la atención sobre mis puntos de vista. ¿Qué me dices, pequeña?
Ruth se preparaba a repeler la proposición de Tyler, pero en aquel momento reparó en la mirada de su hermana.
El semblante de Sue se había dulcificado como si aflojase las¡ energías de sus defensas. Las delicadas facciones de la joven hablaban un lenguaje tan elocuente que cualquier mujer que no fuese una boba había de entenderlo. Y Ruth podría ser lo que fuera, pero una boba no.
De momento no pudo definir con palabras el pensamiento que se le ocurrió, pero más adelante lo transcribió en su diario con estas palabras, de manera que no se le olvidase:
Noté que Jorge no se extrañaba ni inmutaba, lo que no me sorprendió, conociendo como conozco a las mujeres. Voy a disputar el amor de Ty a mi propia hermana, exactamente lo mismo que si ella no estuviese casada. No quiero indicar que Site sea mala mujer, ni persona inmoral, ni nada parecido, pero me consta que toda mujer deja de ser moral cuando se pasan determinados límites. Puesta a elegir entre la moral que a una le han enseñado y un hombre como Ty, lo probable es que la moral quede tan sin vigor como un tronco de árbol cortado y hueco.
No la acusaré. Ni tampoco me importa la falta de patriotismo de Ty, ya que sé que todo eso en él fondo es pura palabrería. Me casaría con él aunque le viese vestido de uniforme azul, entrando en Nueva Orleáns al frente del ejército unionista y prendiendo fuego a la población. Pero necesito manejarle debidamente y evitar que mi buena hermana le ponga la zarpa encima. Así, procuraré evitar que haga sandeces...
Lentamente fue aflojando la tensión de su cuerpo. Fijó Jos enormes ojos, de color de flor de maíz, en el rostro de Tyler, entornó las largas pestañas y, reparando en la expresión de sufrimiento de su hermana, dijo, con esa felina crueldad que proporciona a las mujeres una de sus más privativas alegrías:
—Está bien, Tyler Meredith. Quizá yo haya sido in justa contigo. Y puesto que parece que me invitas a dar un paseo a caballo, por primera vez desde tu regreso, me siento muy lisonjeada. Voy a arreglarme. Dentro de un minuto vuelvo.
—Procura no tardar más — repuso Tyler.
* * *
—¿Piensas realmente ir a esa función religiosa a medianoche? — preguntó Ruth.
Se refería a una observación de su cuñado cuando salían de la casa:
«No olvides el oficio religioso de esta noche, Ty. Tu hermano, el Padre Joe, pronunciará el sermón de despedida. Será una ocasión señalada, porque es nuestro último servicio en Nueva Orleáns durante algún tiempo. No creo que tardemos mucho en arrojar a los yanquis de Virginia, pero como la guerra es un asunto serio, conviene orar más aún que de costumbre. Y no conozco ningún predicador a quien me agrade oír tanto como a tu hermano. Creo que el buen Dios no puede dejar de escuchar las impetraciones de un sacerdote como tu hermano».
Por lo tanto, Tyler, respondió:
—Sí, gatita, iré. Debo esa atención a mis amigos y a mi hermano.
Ruth no contestó de momento, ocupada como estaba en apartar su cabalgadura para dejar pasar un carro viejo, tirado por una vieja muía blanca y conducido por un negro aún más viejo que el carro y que la mula.
El negro entonaba:
—Mi muía es blanca, mi cara es negra y vendo carbón a dos monedas el saco.
Ruth sonrió.
—Curioso, ¿verdad?
Tyler dijo:
—Apuesto a que sí.
Los negros como individuos o grupo no le interesaban. Y toda la cuestión esclavista le fatigaba considerablemente.
—Mira ese otro.
Y señaló con el dedo.
Avanzaba por la calle un negro de alta estatura, ataviado con una levita larga y un alto sombrero de copa. Ambas prendas estaban hechas andrajos y cubiertas de mugre. Llevaba a la espalda un fardo con una escoba, varias ramas de palmito y una cuerda. Los dedos de sus pies, también mugrientos, asomaban por las rotas puntas de sus antaño elegantes botas. Sus pantalones estaban llenos de remiendos pequeños y grandes, algunos de colores diferentes. Pero la espesa capa de hollín que los cubría hacía casar perfectamente entre sí los diversos matices de la prenda.
El hombre pregonaba:
—R-r-r ramonez! Ramonez la cheminée de haut en bas!
—¿Qué dice ese negro? — preguntó Ruth.
Tyler tradujo;,
—Deshollinad la chimenea en toda su extensión. Ese «ramoneur», pertenece a una especie llamada a extinguirse.
—¡Latanier, Latanier! ¡Raíz de palmito! — anunciaba el hombre—. ¡Dejad vuestras ropas blancas como la nieve! ¡Latanier es lo mejor!
Tyler explicó :
—Las buenas «blanchisseuses» antiguas usaban raíz de palmito en vez de jabón. ¡Otra vieja costumbre que se va perdiendo! Es una pena.
—¿Qué haces tú para defenderlas?
—¿Vuelta al mismo tema? — burlose Tyler—. Mira, gatita, he salido contigo para gozar del placer de tu compañía y no para explicarte nada. A las mujeres es inútil darles explicaciones porque su mente, aun siendo notable, no responde a normas lógicas. Incluso las detesta. Podría darte una aclaración completamente racional de los motivos que la inspiran. Pero sería inútil que te dijera nada. Tu actitud hacia mí no se alteraría en lo más mínimo. Lo importante son los sentimientos, no los argumentos ni las ideas. De modo que, si quieres, puedes seguir teniéndome por un traidor, siempre que respondas adecuadamente a mis besos
—¡ No te atreverás! — empezó Ruth.
Luego asumió una actitud sorprendida. Tyler siguió la dirección de la mirada de la joven.
—¡Sue! —exclamó con asombro—. ¿Qué demonios estará haciendo aquí?
Ruth habló con desdén:
;— ¡Lo que sois los hombres! Sue ha salido de casa, furiosa porque me has invitado a que paseáramos juntos.
Tyler volvió a mirar a su amiga.
Ya hacía su consabida aparición el más duro de desmontar de todos los mitos femeninos: la arraigada creencia en la infalibilidad y superior sutileza de las maquinaciones femeninas. En realidad, todo hombre que haya hecho un estudio algo más que superficial de la naturaleza de las mujeres encuentra la mayoría de los planes femeninos aburridamente transparentes. Tyler sabía la respuesta que Ruth iba a dirigir a su pregunta inclusive antes de formularla.
Dijo, no obstante, fingiendo sentirse maravillado:
—¿Y qué tendría tu hermana que objetar a nuestro paseo?
—¿No ves, idiota, que Sue sigue enamorada de ti? Sólo se casó con ese insoportable Jorge Drake por despecho y rabia, en vista de que habías herido sus sentimientos. Y ahora se halla pesarosa y procede como el perro del hortelano.
Hablar así era ir demasiado lejos. Hasta la inexperiencia de los diecinueve años de Ruth lo comprendió.
Tyler dijo blandamente:
—Sigue gatita. ¿En qué procede Sue como el perro del hortelano?
Ruth repuso simplemente:
—En que no quiere que te enamores de —nadie. Y menos de mí.
Tyler, implacable, sonrió y dijo, burlón:
—Pocas probabilidades hay de que ocurra eso, ¿verdad? Porque con tu tendencia a considerarme un renegado y un traidor al Sur..,
La expresión de los ojos de Ruth se tornó más dulce.
—Ty — le dijo—, lo que no quiero es verte considerado como un paria social y una desgracia de tu país.
—¿Es posible, gatita? Yo no veo por qué...
—Porque... —principió Ruth, a punto de estallar.
Se interrumpió y propuso:
—Mira, vamos a seguir a Sue.
—Acaso — alegó Ty — no le agrade a tu hermana.
—Me importa muy poco que le plazca o no. Además sé adonde va. Te apuesto lo que quieras a que va a la calle de Santa Ana, en el Rampart, a casa de María.
—¿María?
—Sí, María Laveau, nuestra peinadora. Pero tiene ese oficio, aunque lo practica bien, como tapadera. En realidad es para los negros una reina del vudú.
—¿Cree Sue en esas tontadas?
—Con todo su corazón. Ya sabes lo supersticiosa que es. Es muy posible que vaya a buscar un amuleto o un filtro de amor para atraerte a su lado. Cierto que no estoy segura de lo que piense hacer contigo después de haberte ganado. Hasta puede suceder que pida a María una efigie de cera representando a Jorge para clavar en ella un alfiler y hacer así que el buen muchacho baje más tempranamente a la tumba. Y entonces la bella, joven y desconsolada viuda...
Tyler murmuró solemnemente:
—¿Te han dicho alguna vez que tienes lengua de víbora, Ruth?
—Sí — repuso Ruth desvergonzadamente—. Y sé usarla muy bien cuando llega el caso. Ven por aquí.
La reina de las artes negras habitaba en una casita muy bella. Se la había regalado un opulento ciudadano de Nueva Orleáns para premiarle un servicio que le había prestado. Pero tal servicio no era el que solían rendir las morenas agraciadas a los caucasianos ricos. Los pormenores de aquel servicio habrían parecido pasmosos en cualquier sitio que no fuese Nueva Orleáns. Y consistió en que María Laveau estuvo orando durante tres horas con tre3 granos de pimienta en la boca. Luego se dirigió al Cabildo y colocó los granos de pimienta bajo el sitial del presidente del Tribunal Mayor. Y entonces, ante la estupefacción de todos los que dudaban de la lógica interna de aquel rústico bayú, el embrujado juez absolvió al hijo del ciudadano rico en un caso en que eran patentes todas las pruebas de culpa. La casa de la hechicera era, pues, una prenda de gratitud personal.
Susana Drake empujó el portillo y entró en el patio. Se paró un momento a la puerta y luego llamó. Ruth y Tyler esperaron hasta que la puerta se cerró tras la visitante. Luego pasaron ellos y Ruth dio un vivo golpe en el batiente.
Abrieron en seguida. Apareció una mujer de singular aspecto. Podía contar unos cuarenta y cinco años y del pañuelo que rodeaba su cabeza se desprendían mechones de sedoso cabello negro que ya empezaba a grisear. Su cutis, de un cremoso tono de café con leche, no tenía una arruga y la figura erí conjunto ofrecía un porte severo e imperioso.
Tyler Meredith era lo bastante meridional para no ver aquello sin disgusto. Luego se encogió de hombros. Su mente dominaba siempre muy de prisa sus emociones y en aquel caso comprendió que no debía esperar de tal mujer el absurdo de la lisonjeadora y falsa humildad de los negros.
Incluso a los cuarenta y cinco años María Laveau era bella. Tyler decidió que a los veinte hubiera sido capaz de incendiar toda la región del Mississipi.
La mujer preguntó:
—¿Qué desea?
Nada de tratamiento de señor y señora. La mulata parecía una reina que hablase a sus inferiores.
Ruth repuso:
—Ya sabes quién soy. Y éste es el señor Meredith. Quisiéramos una sesión de...
—Lo siento, pero... —comenzó María Laveau.
Ruth la atajó vivamente:
—Mira, María, mi hermana está aquí dentro. La vimos entrar. Podemos celebrar la consulta todos juntos. Y te advierto que puede costarte un disgusto oponerte a mi voluntad.
María Laveau rió guturalmente.
—¿Qué disgusto puede causarme, señorita Ruth? Nadie puede causar daño a María. Tengo todas las cartas que dirigió usted al mocito de los Parker. Las he copiado todas. Y tan bien, que ni el mismo joven, que no se ha muerto, sabría distinguirlas del original. Aunque le advierto que, en realidad, son las originales las que guardo. ¿Desea que se las enseñe al señor Drake?
En el rostro de Ruth se pintó la expresión de quien acaba de recibir un golpe. Miró a Tyler. Sus ojos rebosaban furia.
—¡Haré que te azoten! Me procuraré una orden del juez Sampoyac y...
—El juez no se la dará, señorita. Madama Sampoyac se opondría a ello. Seguramente no le gustaría que el anciano juez examinase las cartas que su esposa dirigió a Julián Potier y en las que le asegura, entre otras cosas, que añora mucho lo bueno que él es en el sentido que a ella le gusta. No digo que conozca eso con otros, porque el juez tiene muchos años. Y no es que a mí me extrañe, porque, a veces, siento compasión de ustedes, las señoras blancas.
Miró a Tyler y sonrió insolentemente.
—Porque las damas de piel blanca no tienen mucho motivo para divertirse, no disponiendo de otra cosa quede hombres de su raza.
Tyler correspondió a la sonrisa. Le agradaba aquella descarada y guapetona mujer madura. El mal, en su forma pura, atraía siempre al joven, sobre todo si se conjugaba con un toque de diabólica soberbia.
Preguntó:
—¿Y cómo lo sabe, María?
Ella echó hacia atrás su cabeza, cubierta por el pañuelo, y soltó la carcajada.
—Nosotros, los mulatos, tenemos toda clase de ventajas— dijo burlona—. Como es natural, estamos en condiciones de probar las dos razas. Y no doy ni tanto así por ningún blanco, sea rubio o moreno.
Ruth se manifestó enfurecida.
—Eres odiosa, María.
—Sí, lo soy. Es la diferencia que hay entre mi persona y la de las señoras blancas. Soy odiosa, sé que lo soy y me agrada serlo.
Tyler dijo con suavidad:
—Quisiéramos, en efecto, María, una sesión con usted. No se lo pido amenazándola. Se lo ruego por favor.
María sonrió.
—Así me gusta más. Mucho más. Después de todo, siempre tiene sus ventajas el tratar con caballeros.
Entraron. Susana se levantó al verlos llegar. Su cara estaba pálida como la de un espectro. Movió tristemente la cabeza.
—Ya esperaba yo una cosa así de mi preciosa hermana. Pero creí que tú, Ty, no te rebajabas a convertirte en espía.
Tyler dijo sosegadamente:
—Lo he sido por casualidad. Te vimos entrar y... entonces me acometió un intenso deseo de que me estudiasen las líneas de la palma o las protuberancias de la cabeza. Siempre conviene conocer nuestro futuro.
María Laveau intervino:
—Pasen.
La estancia en que les hizo entrar parecía un verdadero oratorio. Por doquiera se veían símbolos del catolicismo, como crucifijos, cuadros sagrados, rosarios e imágenes de los santos y de la Virgen. Pero mezclados con estos símbolos había piedras del trueno, representaciones en relieve de Damballa, el dios serpiente, y un ídolo africano de tan magnífica fealdad y obscenidad que Tyler, no trabado moralmente por ningún prejuicio, reconoció en tal efigie lo que verdaderamente era: una gran obra de arte
María desapareció tras unas cortinas purpúreas, y volvió muy pronto. Había cambiado de ropas y llevaba las vestiduras de una mamaloi, nombre que se da a las altas sacerdotisas del vudú. Mantenía en el hueco de las manos una piedra del trueno, fragmento grisáceo oscuro de roca volcánica, en forma de vasija plana. Flotaba en el aceite que llenaba el platillo la mecha de una lamparilla. La llama azul oscilaba, proyectando ante el rostro de la hechicera fantásticas sombras.
Aunque ya había oscurecido, María corrió las gruesas cortinas para que ni siquiera las luces de los faroles de la calle pudieran penetrar en el cuarto. No había más iluminación en la estancia que la de la vasija de piedra volcánica.
Sentose, sacó varias bolsitas de un cajón y apiló ante los consultantes habas y habichuelas de diversos colores. Hizo con las manos cabalísticos signos, mientras pronunciaba raras palabras en su gutural dialecto gumbo-francés. Sólo con un esfuerzo pudo Tyler contener la risa.
Miró a las jóvenes que lo acompañaban. Sue contemplaba las operaciones del mumbo-jumbo con entera fascinación. Ruth parecía luchar contra aquello con un esfuerzo que se debilitaba a ojos vistas.
Tyler pensó:
«Las mujeres resultan tan extrañas, que los hechos más absurdos e incoherentes son los que más las atraen».
Recordó lo de las cartas al hijo de Parker, cosa que, en realidad, no le preocupaba mucho. Estudiaba siempre los problemas de la conducta humana de tal modo que, si quedaba sorprendido, era porque hallaba a las gentes mejores de lo que había pensado. Y lo que esperaba de la mayoría de las gentes era exactamente un absoluto nada.
María Laveau anunció:
—Todo aparece mezclado. Ateniéndome a este sistema, no vamos a sacar nada. En esta habitación hay influencias que luchan contra' mí. Tendremos que probar otra cosa y apelar a los sacrificios. Eso es más grave. ¿Están ustedes dispuestos?
—Sí — dijo Tyler.
Las dos muchachas asintieron.
María salió otra vez del santuario. Cuando regresó llevaba en las manos tres pollos blancos que a Tyler le parecieron idénticos.
María los acercó a quienes allí se hallaban.
—Escojan — mandó.
Tímidamente Sue alargó la mano y tocó el ave de la izquierda. Ruth eligió la de la derecha. Tyler se encogió de hombros.
—Me contento con el del centro.
María dispuso:
—Tóquelo. Hay que tocarlo para preparar las in fluencias.
Tyler tocó el pollo.
La mujer depositó en tierra los tres animales. Éstos, como tenían atadas las alas y las patas, no hicieron esfuerzo alguno para moverse. Entonces, de dentro de sus voluminosas ropas, la reina del vudú sacó un puñal tan fino como una aguja calcetera, levantó el ave escogida por Ruth y diestramente le perforó el cráneo con un rápido golpe. El pollo murió sin estremecerse. Tyler comprendió que aquello era muy natural puesto que el golpe había traspasado el cerebro. Luego, sacando del cajón un cuchillo de ancha hoja, María abrió el pollo por en medio y empezó a examinarle las entrañas.
—¿Y qué? — preguntó Ruth en un susurro.
María aclaró lentamente:
—Es curioso. Nunca lo hubiera creído si no lo hubiese visto con mis propios ojos. Va usted a pasar, señorita, por un verdadero infierno en su existencia. Y, sin embargo, va a resultar interiormente beneficiada. Usted crecerá de posición y llegará a ser algo muy importante. Y me parece, aunque no estoy segura, que conseguirá usted lo que desea después de hacer todo lo necesario para merecerlo. Vivirá largo tiempo y tendrá hijos y nietos. Acabará por ser feliz, siempre que antes haga lo necesario para hacerse digna de ello.
—María... — comenzó Ruth.
Susana la atajó:
—Ya se ha contestado a tu consulta. Ahora me llega a mí el turno. Dime, María.
Se repitió la diestra operación de sacrificar un pollo. Mas esta vez cuando se abrió el cuerpo del ave todos retrocedieron, repelidos por el hedor. Las entrañas del animal tenían un color negro-purpúreo.
María Laveau las examinó fijamente. Lentamente levantó luego sus ojos hasta la impresionada faz de Sue.
—¿Quiere que hable? — murmuró—. Preferiría no hacerlo, señorita.
Sue se irguió orgullosamente.
—Sí — repuso—. Habla, María. Prefiero saberlo todo.
—Va usted a morir, señorita. No tardará mucho. Acaso dos o tres años. Morirá solitaria y de mala muerte. Tal vez ello se deba a que no "tiene usted energía física Yo misma recuerdo que se crió usted enfermiza. Pero eso
no ee nada. Lo malo es lo que veo, aunque no puedo decirle cómo. No tendrá usted hijos ni verdadera felicidad. Siento, señorita Sue, que me haya preguntado usted. No debí acceder a la consulta.
Sue dijo gentilmente:
—No te preocupes, María. Siempre es mejor saber de antemano las cosas.
Tyler protestó:
—¡Dios mío, Sue! No es posible que tú creas...
—Sí, Ty—respondió la joven— Conozco a María hace muchos años y nunca he visto que fallase una profecía suya.
María Laveau interrogó:
—¿Quiere, señor, que le diga también su futuro?
—Sí—repuso Tyler—. Dime cuántos hijos espurios voy a tener.
María ejecutó el sacrificio y se levantó súbitamente, con el terror pintado en el rostro.
—¡Salga de aquí! — gritó—. ¡Salga inmediatamente!
—¿Pues qué diablos pasa? — preguntó Tyler.
—Mire — dijo María señalando las entrañas del ave.
—No veo nada — aseguró Tyler.
María se arrodilló y acercó la lámpara de piedra, Entonces vieron todos que las entrañas del ave de Tyler estaban cubiertas por una fina substancia fosforescente.
—Es curioso, pero... — dijo el joven.
—Le suplico que se vaya, señor. Este no es lugar para usted. Pase que venga la gente común. Pero los santos no.
—¡ Dios mío! — exclamó Tyler—. ¿Santo yo?
Echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una tremenda risotada. Lentamente María Laveau se calmó. Acercóse al ave muerta y la examinó más por dentro.
—Puede usted reírse — murmuró —; pero lo que digo es cierto. Ya sé que es usted ahora un verdadero diablo, amante de las mujeres del prójimo. Ha pecado usted y volverá a pecar. Pero no servirá de nada, porque no le
reportará bien alguno. No, señor Tyler Meredith, ya ha sido usted tocado por la mano de Dios. No deseaba serlo, pero no por eso deja de ser así. En efecto, quisiera usted evadirse a su destino, mas inútilmente, porque no se podrá ocultar. No tiene usted, señor Meredith, escondrijo en parte alguna.
Tyler principió a comentar:
—En mi vida he oído tantas...
María insistió:
—Yo he hecho lo que me pedía. Ahora, haga el favor de marcharse. Lo que he visto me ha dejado impresionada. Yo procuro estar bien con Dios, pero el rito de vudú exige tratar con el diablo, y usted sabe que no conviene que aquellos en quien Dios pone su gracia vengan a tratar conmigo. Es posible que yo perdiese hasta mis poderes.
Tyler se levantó sonriendo.
—¿Cuánto te debo, María?
—Nada, ni un solo centavo. Recoja su dinero y doy por terminada la entrevista. Váyase, señor, váyase y no vuelva jamás.
Los visitantes salieron a la calle. Tyler ayudó a Sue a montar a caballo. Ruth, echándose hacia atrás el cabello, saltó sobre su montura con tanta rapidez, que no dejó tiempo a Tyler para ayudarla.
Regresaron silenciosos. Mientras Tyler ayudaba a Sue a apearse del caballo a la puerta de su casa, ella le miró.
—María tiene razón — dijo—. Hay dentro de ti bondad y acaso grandeza. Sólo que tú te obstinas en luchar contra tus cuaüdades. Pero algún día tendrás que sacarlas a la superficie..»
—Vamos, Sue — reprendióla Ruth—. Para este solo día ya hemos oído bastantes tontadas. Anda, entra.
Sue permaneció un momento mirando al joven.
—Ya voy, Ruth. Siento, Tyler, no poder ver la realización de lo que te han predicho. Buenas noches.
—Buenas noches, Sue — respondió él.
3
Moviéndose a lo largo de las anchas y rectas calles del distrito del Jardín, brillaban profusamente antorchas y faroles en dirección a la iglesia episcopaliana de la Avenida Jackson. Delante y detrás de él, Tyler percibía cómo aquellos resplandores parecían convertirse en luciérnagas, según se iban alejando al ritmo del murmullo de pies en marcha que seguían los compases de la Marsellesa. Sintió en la espalda un escalofrío. Era interesante recordar aquel momento.
Otro hombre se hubiera entregado al encanto de aquella emoción. Hubiera sido fácil olvidarlo todo y avanzar, como tantos otros lo hacían, impelidos por la magia de la música, el ruido de las botas sobre las piedras, el blanco aleteo de los pañuelos que las mujeres agitaban en las galerías. Sí, era sencillo entonces dejar que la embriaguez de la hora y la escena se adueñase de él, haciéndole erguirse entre densos grupos de otros hombres ante los banderines de enganche que había en todas las esquinas, alzando la mano para prestar juramento a la nueva confederación, no nacida del todo todavía. Incluso tuvo que luchar contra aquel impulso, hundiéndolo en su fondo de escepticismo, de duda, de resistencia a todas las cosas bellas y emotivas. Sólo así pudo sobreponerse al arranque que en él suscitaba el espectáculo.
Siguió caminando sombrío. Miró a su hermano, a quien tenía a su lado. El Padre José caminaba con los ojos entornados y los labios moviéndose en una silenciosa plegaria. Y Tyler comprendió que aquellas preces no eran sólo las formularias de la fe, sino algo más antiguo y puro, como lo es siempre la angustiada búsqueda de la luz y de la verdad que un hombre sencillo comprende en una hora sumamente difícil.
Tyler meditó: «MÍ hermano atraviesa hoy su Getsemaní personal».
Dijo en voz alta:
—Joe, ¿verdad que esto es trabajoso y muy distinto a lo que esperabas?
El joven ministro de Dios dirigió a su hermano una lenta y austera mirada.
—El ..un auténtico infierno, Ty.
—Ya me lo figuraba. Hemos emprendido la aventura y no podemos volver atrás. Es diabólico pensar en todos estos muchachos y preguntarse junto a cuántos de ellos tendrás que arrodillarte a orar por sus almas mientras yacen tendidos en tierra, destripados a balazos. Porque ¿va a ocurrir así, ¿no?
José convino:
—Así va a ser. Así y peor, Tyler. He sancionado esto porque creo en ello, pero es muy duro. Muchas veces he despertado por las noches pensando si he hecho bien. Resulta curioso. Las Escrituras dicen claramente: «No matarás». Sin término medio. No se ha de matar por motivo alguno. Y yo he de rogar por mozos que van a matar y a morir. He de darles esperanzas y hacerles creer que quedan justificados a los ojos de Dios. Pero ¿lo estarán? ¿Hay pretexto alguna vez para derramar la sangre de un hermano?
Tyler dijo secamente:
—Tú eres sacerdote y lo sabrás mejor.
—No lo ignoro. Toda guerra es mala. Pero además ésta es una guerra fratricida. Estamos peleando para defender cierto modo de vida. Modo de vida que a mí me parece el más gracioso y noble que se ha inventado. Estamos defendiendo la civilización contra la barbarie, pero...
Tyler recordó en voz apagada:
—No desenvaines la espada, porque el que a hierro mata, a hierro muere.
—¿Y qué otro remedio nos queda? También es malo rendirse a los cambistas y a los mercaderes del templo. Nuestro Señor usó la fuerza cuando hizo con cuerdas un látigo.
—Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra — burlose Tyler.
José rezongó:
—El mismo diablo puede si quiere recitar la Escritura.
—Sí — dijo Tyler—. Pero también a eso hay respuesta. Quizá no quieras aceptarla viniendo de mí, pero la hay.
—¿Y cuál es? — quiso saber José—. Bien sabe Dios que esta noche yo aceptaría una plegaria aunque viniera del mismo Satán.
—Pues imagina que yo soy el sustituto del diablo. La gente siempre me ha tenido por una cosa parecida. Y esa respuesta, Padre, es muy simple: «Dame, Señor, este amargo cáliz si no lo debes apartar de mí. Hágase tu voluntad y no la mía, Señor».
José se paró a mirar a su hermano con tanta atención que perdió el paso.
—A veces me asombras, Tyler. Tanto que me pregunto si no llegarás a terminar sintiendo mi misma vocación y con idéntica sinceridad.
Tyler pensó que ya dos veces en aquella noche le habían dicho lo mismo.
«¡Maldita sea! —se dijo—. Los que van a terminar son ellos mirándome así.»
En voz alta explicó:
—Éstas son probablemente insensateces, pero procuro ser lógico. No he hecho más que razonar apoyándome en la base con que tú sueles razonarme, Joe. Partiendo de donde tú y ateniéndome a tus premisas, necesito forzosamente llegar adonde he llegado. Dos y dos son cuatro siempre. Esto suponiendo que tú sepas cuáles son tales dos porque yo no lo sé. Esa diferencia nos separa. Yo sólo sé que lo ignoro todo. Además, creo que los demás se hallan en el mismo caso, pero ellos piensan lo contrario que yo. Mas los que no son como yo creen saber todas las cosas. Y son felices. Gran consuelo debe de ser el vivir en la certeza de que se tiene al lado de uno a Jesús, Jehová, Mahoma, Buda y Siva.
José dijo con severidad:
—¿Acaso unos son tan buenos como otros?
—La fe puede mover las montañas. Sólo que hay algunos que como Mahoma, piensan, que es endiabladamente difícil que la montaña venga a uno.
José adujo:
—Pues ese pensamiento es acertado, muchacho. Segundo en que coincidimos esta noche. Me has confortado. Al fin al cabo, a lo mejor hice mal mezclándome en asuntos que no son de mi incumbencia. En el fondo, a quien corresponde decidir sobre todas las cosas es a Dios. Si hay alguna salida a lo que va a ser una odiosa efusión de sangre, Él nos enseñará la forma de encontrarla. Y si no, hemos de apurar el cáliz hasta las heces, sabiendo que ésa es su voluntad.
—Mira —dijo Tyler.
Pero lo que iba a decir, se borró en el súbito estruendo que surgió del banderín de enganche ante el que en aquel momento pasaban. El sargento reclutador salió del local impeliendo decididamente a un hombre ante él.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaba—. Estoy harto de discutir contigo, René. ¿Cuántas veces te he dicho que en nuestro ejército no aceptamos negros, ni siquiera mulatos por claros que sean? Por amor de Dios, René, márchate antes de que me hagas perder los estribos.
Tyler salió de la fila de hombres en marcha y se acercó al pórtico del banderín. Vio un hombre bajo y rollizo que se disponía a abrir la boca para protestar. Había que impedir aquello a toda costa. Los resultados podían ser serios.
René Doumier chilló:
—¡No soy un negro! ¡No! ¡No lo soy! Yo soy...
—¡Vete al infierno! —contestó el sargento.
Y dio un salvaje empujón al hombrecillo, el cual fue a caer sentado en medio de la calle enfangada. Volóle de la cabeza el sombrero de copa, que rodó hacia una boca de alcantarilla. Y allí permaneció el rechazado aspirante a militar, amenazando con sus puños. Las lágrimas salían de sus cerrados ojos. Tyler se acercó a él, inclinose y le levantó; por los sobacos. El hombre tenía el cabello gris y ligeramente rizado. Al agacharse Tyler para ayudarle, el perfume de la colonia de que se había impregnado René en un vano esfuerzo para aproximarse a la elegancia caucasiana, elevose en una apestante nube.
René Doumier miró alrededor.
—¡ Tyler! — dijo—. ¿O tengo que llamarte también señorito Ty?
—Puedes llamarme lo que quieras, René. ¿Qué te pasa, amigo mío?
—¡Esos zoquetes del banderín de enganche! He venido a ofrecer mis servicios a mi patria y me han rechazado. ¡A mí, a René Doumier, el mayor propietario de esclavos de mi parroquia! ¡A mí, que soy hombre libre! Porque he nacido libre, y sólo alegando...
—Ya lo sé. Alegando que tu madre era una mujer libre, pero de color (y de un color que se notaba muy poco, por cierto), que enamoró a tu padre en el baile de las mulatas. Alegando que tu piel es un poco atezada incluso en invierno y tu cabello ligeramente rizado Todo eso no tiene sentido' común. Son cosas que estoy harto de oír. Eres el propietario de trescientos negros. «Sans Souci» es la mayor casa señorial de la parroquia, si no de todo el estado. Pero, amigo René, te enfrentas con una serie de hechos rudos y poderosos, y es que para los blancos, ya sean rubios, morenos o castaños, un negro es un negro. ¿Por qué no aceptas la situación y procuras no ponerte en el camino de esos hombres?
—Ya lo hago — murmuró René—. Pero tengo derecho a defender a mi país.
Tyler dijo con gravedad:
—Tú no tienes ningún derecho. Olvidas que todo negro u hombre de color subsiste a costa de los padecimientos del hombre blanco. Tú, René, has tenido una condenada buena suerte. Cuando murió tu padre, y te legó «Sana Souci», todo el mundo quedó escandalizado. Si tu viejo hubiese tenido algún hijo blanco legítimo, no habrías tenido ni esperanzas ni buenos deseos ni nada.
René dijo más sosegadamente:
—Lo que indicas, Ty, era verdaderamente difícil porque mi padre vivió con mi madre toda su vida en una unión que hubiera santificado la Iglesia si las leyes del estado lo permitiesen. El buen hombre nunca miró siquiera a una mujer de su propia raza. Y me quería mucho. ¡ Cómo me quería, mon Dieu! Todo lo tuve: las mejores ropas, los mejores caballos, educación en la Sor— bona, todo...
—Excepto el ser aceptado por los hombres de la raza de tu padre — contestó Tyler—. Todo a excepción de lo que más deseabas en este mundo.
—Tú sabes mucho — murmuró René—. Especialmente las cosas que no tienes derecho alguno a saber. ¿Piensas visitarnos pronto?
—Dentro de un par de semanas — prometió Tyler—. Tengo deseos de saludar a Lauriel. Debes de estar muy orgulloso de ella, René.
—Lo estoy. Y asustado. Es todo lo que tengo, Ty. ¿Qué será de ella? ¿Qué clase de vida podrá llevar?
Una vida muy buena si te apeas de la obstinación de considerarte como los blancos. En Luisiana hay cientos y miles de hombres libres de color. Algunos de ellos son muy instruidos y hasta ricos. Piensa en los Dumas, los Clovis, los Legoastier...
—Puedes quedarte con ellos. Porque mi hija no...
—¡Condenación, René! Vosotros los mulatos sois peores que la peor chusma blanca cuando tratáis con los negros. Eso es una vergüenza. No tenéis derecho a odiar a vuestros iguales.
René dijo:
—Dime, Tyler ¿quiénes son nuestros iguales? Los negros nos odian. Los blancos nos desprecian. Cualquier blanco, incluso el más ignorante destripaterrones, con las manos sucias, de los que viven en las soledades del norte del estado, ¿cómo nos mira? Y son gente que yo puedo comprar y vender a docenas.
—En eso marras, amigo — dijo Tyler—. No puedes comprarlos. No están a la venta. Ni siquiera podemos comprarlos nosotros. No hay en la tierra otros que sean más maldecidamente puntillosos en lo que afecta a su libertad.
—Libertad de morirse de hambre — gruñó René.
—Sí, de morirse de hambre sentados al pie de un árbol, con un jarro de mala bebida delante. Libertad para traer al mundo puercos chiquillos rubios a los que no pueden alimentar. Pero, sin embargo, gozan de una libertad absoluta. Están incluso fuera de nuestro mundo. Ni los necesitamos ni sabemos en qué emplearlos. Gozan una especie de libertad negativa: la de la inutilidad. Pero también tienen una libertad real, fundada en su orgullo y en lo dispuestos que están a unirse a una partida de dieciséis medio salvajes como ellos para hacer exactamente lo que les salga de su condenada voluntad. ¿Puedes decir lo mismo? ¿Puedo yo?
René habló lentamente:
—No, pero...
—Pero todo hombre viviente, excepto acaso esos bárbaros de las soledades, son al menos un poco esclavos. Lo son de los convencionalismos, lo son de todas las cosas que nuestro orgullo, nuestro honor, nuestra educación, nuestras familias, amigos y el mundo en que vivimos nos exigen. Para ser libres hacen falta muchos redaños, que no tienen los que mencionamos, ni tú, ni yo tampoco. Ni siquiera son tan libres como uno de esos negros de peonada a quienes puedes arrancar la piel a latigazos. Tú estás esclavizado por ser lo que no eres y pertenecer a un mundo que te rechaza. Y eso sin considerar si merece la pena de pertenecer a tal mundo, de lo que dudo. Despierta, amigo. Lávate las porquerías que te pones en el cabello para alisarlo y deja que se te rice. Sé como eres y muéstrate hombre. Además, René...
—¿Qué?
—Debes ser un poco más considerado con tus negros. En primer lugar un buen peón vale dinero. En segundo, porque a ti puede no tolerártelo. Un hombre blanco sale adelante, aunque trate a sus negros tan condenadamente mal como tú tratas a los tuyos. Pero tú no puedes. Los negros se encontrarán más resentidos contigo que conmigo, por ejemplo. Yo te aprecio mucho y no me agradaría encontrarte en un barranco con la garganta cortada.
—Eso no sucederá, amigo. Los negros no tienen valor para hacerlo. Creo que lo que más me duele, en lo de ser negro en parte, es la cuestión de la esclavitud.
Tyler expuso:
—Otros pueblos han sido esclavizados. Las personas rabias han alcanzado muy altas cotizaciones en los mercados de esclavos de Argel.
Te lo concedo, pero ¿de qué otras razas salen tan buenos esclavos? Los pieles rojas han muerto casi en masa antes que someterse. En cambio los negros, amigo mío..., empiezan por ser muy dóciles. En doscientos cincuenta años no han intentado más que media docena de insurrecciones, incluso en lugares donde superaban a sus dueños en proporción de cinco a uno. Y ninguna de esas revueltas dejó de ser traicionada por un delator negro y por el alto precio de un par de botas o una casaca usada. Así que a eso no tengo temor. Mis esclavos nunca se levantarán contra mí. Y si lo intentan, los aplastaré a latigazos como a perros, que no son cosa mejor. — Añadió—: Pero estoy entreteniéndote, querido amigo. No dejes de visitarnos. Lauriel se alegrará de verte.
—Iré — dijo Tyler—. Hasta la vista, René.
—Au revoir, mon vieux.
Y René se alejó cojeando de la caída y envuelta su persona en un halo de ofendida soberbia.
Tyler pensó:
«¡ Pobre diablo! Lo tiene todo y no posee nada. La mejor caña de la comarca y terrenos algodoneros que puede envidiarle cualquiera. Casa grande, ropas ricas, carruajes, esclavos... Una hija tan infernalmente bella que resulta imposible creer que pueda ser mulata. Me está agradecido porque le trato como desea ser tratado, es decir, como un hombre blanco. Pero a la vez me teme porque piensa que Lauriel es capaz de hacer cualquier locura por mí. Y razona que eso sería echar su porvenir a la calle. No tengo ni una condenada cosa que ofrecerla, excepto una casa en una calle retirada y unas cuantas visitas subrepticias al anochecer. Pero Lauriel es muy dulce, muy hermosa y muy encantadora. René no debía preocuparse de esa posibilidad. No debería considerarme tan villano como para...»
Se detuvo en seco y una sonrisa de mofa iluminó sus ojos.
Siguió meditando:
«¿A quién tratas de engañar, Tyler Meredith? Sabes de sobra que soy lo bastante villano para obrar de ese modo. Hay pocas cosas que yo no pueda alcanzar si lo intento. Y la pobre Lauriel no es seguramente una de las excepciones».
Se alejó camino de la iglesia, desde donde llegaban las voces del coro, altas, claras y puras, como el canto de los ángeles.
Había, por supuesto, llegado, tarde al oficio religioso. José estaba en el púlpito y contemplaba a los miembros del regimiento. En aquel momento comenzaba a hablar, y en los oídos de Tyler resonaba su voz lenta, suave y profunda.
José decía:
—Amigos míos, mis hermanos e hijos en Cristo, mucho se ha hablado ya acerca de la justicia de nuestra causa. Se ha insistido en exceso sobre la facilidad con que la razón que nos asiste nos hará quedar vencedores.
»Pero yo os digo, con la voz del profeta antiguo: Dios castiga al que ama. Nuestra causa es justa y está con nosotros el derecho, pero correrán mucha sangre y muchas lágrimas antes de que podamos obtener la victoria. La lucha será dura y larga. Muchas veces conoceréis la tentación y muchas seréis tentados...
José hizo una pausa y fijó los ojos en la faz de Tyler.
—..., a apartar de vuestros labios el amargo cáliz; pero debéis resistir y soportar. No habrá entonces alegres bandas que toquen. Y veremos las banderas descoloridas y desgarradas. Y en esa hora cada hombre estará solo consigo mismo y con su Dios. Sólo un consuelo puedo ofreceros: el de que nuestra causa es santa y que aquellos de nosotros que mueran perecerán sabiéndolo. Os ruego que os portéis como hombres en cuanto atañe al honor, la fortaleza y la fe.
Alzó las manos y bendijo a los hombres del regimiento.
Tyler miró alrededor. Había empezado teniendo la certeza de que los ardorosos partidarios de la nueva unidad iban a encontrar decepcionante el sobrio y breve sermón de José; pero comprobó que no sucedía así.
Joe había llegado al corazón de todos, lo que a su maravillado hermano le pareció extrañísimo. El sacerdote era lo bastante inteligente para buscar en el ánimo de los soldados algo mucho más delicado que cualquier tema de los que encontraban los oradores de barbas profusas. El Padre Meredith había elegido el aspecto peor del futuro y dirigídose a todos apelando a su honor de hombres. Una ocurrencia muy inteligente. José no era ningún necio. Mientras se levantaba del banco familiar, Tyler pensó repentinamente:
«Acaso el necio sea yo. ¿No es mi creencia en mi propia fuerza y mi propio intelecto una especie de fe? Y con tan poca justificación como cualquier otra. Pero no puedo prescindir de tal fe, a lo menos por ahora. Necesito creer en mí mismo. No puedo, en buena razón, aceptar un dios que inventaron algunos sujetos de mentalidad débil porque temían a las tinieblas. Yo no temo ni siquiera la oscuridad eterna, el silencio, el sueño interminable y el no ser. El único efecto que eso me produce es desear el goce intenso de la vida en el tiempo que me quede».
* * *
Y a los pocos días pensó súbitamente: «Quiero ver a Lauriel».
Y toda huella del momentáneo respeto que había sentido se desvaneció ante sus ojos.
* * *
Los Doumier habían llegado de Francia en 1795. Lioneses desde hacía muchas generaciones, tenían todas las sólidas y burguesas virtudes de aquella industriosa ciudad.
Luisiana los transformó. Y cuando Jean Jacques Doumier hubo hecho el viaje por el mundo que era costumbre entonces en los hijos de la gente acaudalada, hallose, al volver a Lyon, extraño en la tierra de sus padres. La gente de Lyon es un tanto solemne, no siendo la risa una de sus dotes. A Jean Jacques le pareció París más de su gusto. Alquiló un departamento, siguió sus estudios con la naturalidad del aristócrata en que creía haberse convertido y se casó con la linda hija de un noble empobrecido que, prudentemente, había salvado la cabeza durante la revolución. Llevó a su joven esposa a Nueva Orleáns, donde nadie la llamaba sino la señora vizcondesa, y la estableció en una plantación establecida río arriba. Instalóla en una casa de ladrillo sin pintar, rodeada de cipreses, que habían pertenecido a su padre, y lo primero que hizo fue privarla del panorama del río construyendo delante una imponente mansión grecorrenacentista, a la que llamó «Sans Souci».
Durante cierto tiempo aquel nombre le recordó que no acertaba del todo, porque, mientras vivió su mujer, nunca estuvo exento de cuidados. En cuánto la señora vizcondesa salió de la casa «briqueté entre poteaux», y la vio convertida en un pabellón lateral para la cocina, establos y talleres, con todo lo demás que hacía a una plantación ser casi independiente del mundo, cayó en el lecho con una serie de males reales e imaginarios, y ya no lo abandonó; tres años después, murió sin dejar a su marido un legítimo heredero.
Ello tuvo mucha importancia. Porque, cuando hubo transcurrido un año desde que a Jean Jacques le negara sus favores su mujer, trasladó a su mulata favorita, desde una casita en los Remparts, a un lindo pabelloncito en los linderos de la plantación. Y allí, un año antes de que la señora vizcondesa muriese, la mulatita Lauriel regaló a su señor un querubín rollizo, de piel de tonos levemente dorados, a quien se le impuso el nombre de René.
Por extraño que pareciere Rene era más moreno y de más oscuras facciones que su madre. Ésta lloró al ver cómo era, pero Jean Jacques, al fin y al cabo francés, se sintió encantado. Y ello se debía a que era absolutamente incapaz del prejuicio tan natural en anglosajones y otras razas teutónicas. Por lo tanto, encontró delicioso* a su bastardo. Como galo era natural, humano y muy claro de mente. En consecuencia no le ofendía en modo alguno el color negro de una piel, ni creía que le amenazasen en nada las razas primitivas entre las que vivía. Sabía que sus esclavos eran seres humanos y merecían ser tratados como tales. Naturalmente, ellos le adoraban.
En resumen, era un hombre que tenía un natural y potente amor de sí mismo, lo que no podía pasar, en modo alguno, por egotismo ni egocentrismo. Corno nada tenía que probar, lo que es el fundamento del falso racismo, no necesitaba despreciar a una raza considerándola inferior por comparación. Jamás entró en su cabeza un sistema de tal rigor que, con sus muchas ramificaciones éticas, sociales y políticas, inclusive tenía autores que negaban la validez de las reclamaciones de otra raza. Creía que las cadenas, látigos y patrullas nocturnas de vigilancia eran innecesarias para mantener en orden a una raza sin cerebro y casi de semimonos.
De modo que cuando le dijeron que debía continuar razonablemente su familia y casarse de nuevo para tener un heredero, respondió, sorprendido:
—Pero ¡si ya tengo un hijo!
Sus amigos americanos encontraban incomprensible semejante punto de vista. Los franceses los comprendían, pero no lo aprobaban por completo. Pero Jean Jacques siguió viviendo feliz con su amante mulata y adorando al hijo y a las tres angelicales hijas con que Lauriel le obsequió. Las hijas no tardaron en casarse con hijos de orgullosos y ricos hombres libres de color, clase de que entonces estaba Luisiana muy abundante.
Pero nada parecía suficientemente bueno para el niño René. Se le mimó, se le echó a perder y se le educó, desgraciadamente, mucho más de lo que correspondía a su natural inteligencia. Y fue lo peor de todo que al final, cuando murió Jean Jacques, René se encontró propietario de una de las plantaciones más vastas y ricas del estado, y rodeada para colmo, por otras de blancos auténticos, que se sentían envidiosos y hostiles.
El resultado, aunque distaba mucho de ser únioo, tuvo resultados desastrosos. Porque, a pesar de que René no era mucho más moreno que un italiano o un español, tenía un aspecto negroide. Los demás granjeros inscritos en las listas de los recaudadores de contribuciones solían ser distinguidos por sus antepasados y raramente discordaban por su apariencia física. Como no pocos de ellos eran retoños de alemanes, traídos según el plan colonizador de John Law, y trataban íntimamente a las mulatas, venía a suceder que el cabello rubio y los ojos azules no eran raros en la descendencia de aquella raza.
Siendo Rene un hombre muy sensible y morbosamente orgulloso, aprendió las lecciones que le daban, pues desde su mocedad se creyó un plantador blanco. Sabía, no obstante, que cualquier caucasiano podía matarle sin peligro ni de detención. Enamoróse de la hija de una familia francesa vecina y ella le correspondió. El padre la envió a casa de irnos parientes que vivían en Francia e hizo a René una severa advertencia. No había hombre en Luisiana que fuese menos libre de la prisión moral que padecía Doumier entre los suyos.
Pero él no se sentía así. Y, por lo tanto, volvía su brutal reacción contra los negros, castigándolos por la desgracia de quej sin ser iguales, se parecían a él. Los hacía trabajar con exceso y casi los mataba de hambre. Ellos respondían tratándole como animales acorralados.
Durante algún tiempo le suavizó su casamiento con Hilda Grietes, la rubia hija de Jules, plantador alemán de poca importancia. Pero aun éste se sintió violentamente contrariado. René se casó con Hilda porque era rubia y de ojos azules, pero no la amaba. Sin embargo, se portó con ella bien y la pobre Hilda le adoraba. Combinaba la placidez de la mujer alemana con la facilidad a la entrega de las negras. Si hubiese vivido muchos años le hubiera quizá curado, pero una de las epidemias que periódicamente diezmaban a Luisiana se la llevó.
Y René quedó solo con su hija Lauriel. La joven tenía un cabello rizado, de color suavemente castaño, que le pendía, abundante, sobre los hombros. Por herencia de su padre era oscura de color, y de su madre había heredado la delicadeza de una paloma. Tenía la boca suave y los labios llenos, en lugar de la boca casi sin líneas de Hilda. Y, para colmo, combinaba trágicamente lo europeo de sus ojos pardos con la enfermedad moral de su padre. Como él, estaba convencida de que la piel blanca era una virtud positiva. Jamás se le ocurrió cosa distinta, ni quizá tampoco le hubiese valido para nada, porque la idea de la superioridad es, en último término, una fe tan definitiva y lógica como todas, y, por lo tanto, tan inquebrantable como cualquier otra creencia humana. Y fuera de que se sentía aislada y tenía temor a Dios, su necesidad de negar su debilidad moral ante los hombres la hacía sentirse grande a fuerza de orgullo.
* * *
Para Tyler ella no era más que un cuerpo, un objeto que tenía la cálida blandura y la dulzura de la juventud, los inocentes movimientos provocativos de la mocedad y una lánguida gracia que despertaba el deseo inmediatamente. No le hubiera gustado pensar en ella como una persona, aunque el peligro de no pensarlo no era grande. Tyler no veía a Sue y Ruth como personas y encontraba mucho más fácil considerar a todas las mujeres como muñecas.
* * *
Lauriel le vio desde la galería. Le reconoció en seguida. Pareciole a Tyler que volaba hacia él, porque sus pies casi no tocaban la escalera de caracol que llevaba a la galería. Y desde allí llegó casi hasta su caballo. No había en el rostro de la muchacha otra expresión que no fuese la de una pura alegría.
Él desmontó y le tendió los brazos.
Lauriel se acercó a él, pero se detuvo antes de llegar al alcance de su mano, y dijo:
—No, porque he prometido a papa...
Tyler la miró. En su cabello castaño la mocita parecía tener los rayos del sol o el color de la miel quemada. Los ojos, enormes, tenían a veces tonos esmeraldinos o el brillo de las lágrimas, que una alquimia de voluntad retenía a punto de caer. Y su boca, su boca...
Él se adelantó y sin dulzura ninguna la cogió en sus brazos.
Lauriel levantó las manos y se las apoyó en el pecho, rechazándole. Pero él, riendo a carcajadas guturales, aumentó la presión de su abrazo hasta que los brazos de la muchacha se doblaron por los codos y quedó tan indefensa junto a él como un pájaro cautivo.
El sonido del suspiro de René Doumier fue tan leve, que Tyler tuvo la impresión de que lo había imaginado. Pero cuando se volvió, el hombrecillo estaba presente.
Dijo con tristeza:
—Lauriel, me habías prometido...
La muchacha se movió mirando a su padre.
—Ya lo sé — dijo, sorprendida—, ya lo sé. Perdóname, papá. Yo...
René dijo gravemente:
—Sé que los dos sois jóvenes y que os gustáis mucho. Me hago cargo. Pero no vale de nada que me lo haga o no. Los hechos son inevitables. Estamos en Luisiana y en el año de gracia de mil ochocientos sesenta y uno. Y mi buen amigo Tyler Meredith desciende de ingleses y no de franceses. La manera de ser de que mi padre era capaz (enteramente honorable desde su punto de vista, según Meredith), puede resultar aquí incomprensible. Tú, hija, no serías para ese hombre más que una amante en una casa escondida en una calle retirada y en ella te visitaría al anochecer en secreto y con discreción. No me obligues a preguntar a Meredith si esto sucedería así. Como es hombre sincero, temo que no te gustaría su respuesta.
Lauriel se volvió otra vez a Tyler, con una interrogación en sus pardos ojos.
Tyler sonrió burlonamente.
—Tu señor padre — dijo en el suave francés criollo que había aprendido de niño — tiene razón. Nunca he pretendido ser mejor de lo que soy.
—¡Oh! —murmuró Lauriel.
Y luego, lentamente, apartó el rostro.
René habló suprimiendo la gravedad de su tono:
—Tyler, ya sé que te haces cargo de que esa niña es lo único que tengo. No deseo hacer el papel ridículo del padre de ópera bufa y, por lo tanto, no te diré que no vuelvas a mi plantación. Sería completamente inútil, porque esta testaruda hija mía sabría hallar el medio de buscarte en otro sitio. Además, Tyler, yo te echaría mucho de menos, porque eres el único amigo verdadero que tengo entre los blancos. En consecuencia....
Tyler dijo con acento rezongón:
—En consecuencia, lo que me pides es que me conduzca bien. ¿Es eso, René?
—Sí.
Tyler miró quietamente al hombre bajo y moreno que tenía ante él. Repentina e impulsivamente, sorprendiéndose a sí mismo, le tendió la mano.
—Cuenta con mi palabra, René — dijo lentamente.
René pareció vacilar mientras escrutaba el rostro de
Tyler. Luego, también repentinamente, se sintió seguro y apretó fuertemente los dedos de Tyler.
—Gracias, amigo — dijo con voz sosegada—. Tengo que ir a ver ahora a mis peones. A esos cerdos negros no se los puede dejar solos ni un minuto.
Calló y miró a Tyler.
—Me voy — dijo—. Confío en ti ahora. Porque de muchas cosas te han acusado, Tyler, pero ni el peor de tus enemigos cree que seas capaz de faltar a tu palabra.
Tyler pensó, mientras veía alejarse al hombrecillo:
«Es verdad que cumpliré, aunque maldito si sé por qué lo hago. Nunca he prometido una cosa como ésta, ni conozco por qué he de prometerlo. Siempre he convertido casi como un dios la situación del momento y, sin embargo, me atengo a la vieja idea de que se ha de cumplir lo que se promete. Incoherencia y hombre son la misma cosa».
Notó que Lauriel le dirigía la triste mirada de sus quietos y profundos ojos castaños.
—Tyler — dijo—, no debiste comprometerte a nada.
—Ya lo sé — repuso él—. Pero... lo he prometido.
—¿Y piensas cumplirlo?
Tyler apartó la mirada y la fijó en la bella casa, con sus dos escaleras idénticas alzándose, como alas de cisne, desde la inmediación de las altas encinas del jardín.
—Sí — dijo—, sí, Lauriel.
Ella le abrazó de repente con tal fuerza, que sus uñas mordieron la carne del joven a través del espesor de sus ropas.
—Me alegro — cuchicheó—, me alegro y a la vez lo siento mucho, Tyler. Parece raro, ¿no? Sólo una mujer puede albergar a la vez dos sentimientos contradictorios.
Tyler murmuró:
—Es perfectamente posible. Pero ¡ por qué estás contenta, Lauriel?
—Porque, si no, las cosas me hubieran resultado insoportables. De no prometer tú nada, yo habría de guardar mi palabra a papá contando con mis propios recursos.
Alzó la cabeza. Una película líquida velaba sus ojos.
—Y ello me hubiera sido difícil, imposible. Mas, como ahora tú me ayudarás, me siento más segura.
—... Y desolada — concluyó Tyler.
—Je suis desolée — aclaró ella—, porque ahora me es forzoso cumplir lo prometido. No hay escape posible. Papá habla de vergüenza y deshonor y yo me hago cargo de lo que quiere decir y comprendo mentalmente sus ideas.
—Pero mi corazón no admite esto y tales palabras rae parecen vacías y sin significado. No representan nada ni tienen valor real. Sé bien que la vida sin ti no tiene para mí valor alguno. Ya antes era bastante desagradable pasar la noche preocupada y levantarme sin haber cefrado los ojos, esperando el día en que llegaras y en que te pudiera ver, hablar y tocarte. Entonces no me faltaba la esperanza, puesto que algunas veces venías. En cambio, ahora llegarás y sabré que no puedo conseguirte. Es como presentar manjares a un hambriento y retenerle encadenado. Y temo, por otra parte, que no vuelvas más.
Tyler alargó la mano y acarició suavemente el cabello castaño de la muchacha.
—¿No será eso mejor, Lauriel? — preguntó.
Ella dijo en voz baja:
—No, Tyler, porque me parecerá irme muriendo poco a poco..., o más que poco a poco.
Tyler sonrió, burlón.
—«Los hombres mueren — citó — y los gusanos los devoran». Pero no mueren de amor.
—Eso lo ha escrito algún hombre — observó ella—. No sé'por qué, pero estoy segura de que no lo dijo una mujer. Los hombres, Ty, no Bienten como las mujeres. Nosotras amamos con el alma, y el sentimiento, y los huesos, y la carne, y a todas horas de la noche y el día, y soñando, y durmiendo, si se puede dormir. No, Tyler, una mujer no hubiera escrito nada semejante.
—Cierto — convino él—. La escribió un hombre. Y un hombre de mucho talento.
—Acaso. Pero desde mi punto de vista era un majadero. No querrás privarme de todo, Tyler. Procura reservar algunas migajas del tiempo que tengas libre para complacer a esta pobre mozuela de color.
—Si alguien te llamase así—contestó Tyler—, sería capaz de degollarle,
—Lo harías o lo piensas, que casi viene a ser lo mismo. ¿Vendrás de vez en cuando?
Tyler se dijo:
«No, no pienso en tal cosa, Lauriel. Vale más el corte del bisturí del cirujano y el chirrido del hueso que se sierra que el lento desangramiento de algo que fue delicado y bello. Es extraño que por una muchacha de sangre mezclada tenga yo que alterar mis planes. Mejor dicho, cambiarlos no, pero sí acelerarlos un tanto. De todos modos, ello no me va a costar perder un brazo o una pierna El Pelícano es un barco condenadamente lento y viejo, pero muy marinero. Me convendría más rápido... y todos se los han llevado el gobierno o los corsarios. Pero yo no quiero nada con éstos. No estoy loco todavía.
»¿Y qué mal hay en que me dé más prisa? Ya es hora de salir a la mar, de irme de Nueva Orleáns. Conozco a la gente de Nueva Inglaterra. Llevan en la mar el instinto marinero. El Pelícano podrá resistir unos seis meses. Luego vendrán los provechos. Buscaré en Liverpool un vapor que pueda competir con el más rápido del mundo. Si las máquinas del Pelícano fueran otra cosa que chatarra...»
—¿No me contestas? — preguntó Lauriel.
Tyler dijo secamente:
—No. Sería solemnemente tonto pensar que voy a estar viniendo aquí sin ponerte encima las puercas manos. Y otra cosa seré, pero tonto no. Si piensas bien las cosas, monina, verás que tengo razón.
Ella respondió:
—Sí, no te falta razón. ¡Como si eso hiciera variar las cosas!
Y volvió la espalda a Tyler.
Él la miró largamente. Un abismo de silencio se aden— saba entre los dos.
Lauriel agitó la cabeza, haciendo ondear su opulento cabello castaño.
—¡Vete, Tyler Meredith! —mandó con repentino arranque—. ¡Vete! ¡Te desprecio y te odio!
Tyler, sin contestar, se dirigió a donde había dejado trabado el caballo. Montó y tocóse con la fusta el ala del sombrero.
—Hasta la vista, Lauriel — dijo.
Ella giró en redondo, corrió hacia Tyler y sujetó su estribo. Lloraba.
—¡No! —exclamó—. No te odio, no... Yo...
Tyler descargó un violento latigazo en el flanco del
animal. Éste saltó violentamente. El estribo se desprendió de la mano de Lauriel. Tyler se alejó al galope sin volver la cabeza. Ello — le constaba — era un acto de cobardía; pero, no obstante, no volvió la cara.
Frenó el caballo junto a la orilla del río, ya fuera de la vista de la casa. Y cabalgó hacia Nueva Orleáns, descuidadamente colocado en la silla. Sus pensamientos parecían sucederse al compás del batir de los cascos de la montura.
«Es extraño — se dijo—. Hasta ahora no me había importado un maldito infierno el que una cosa estuviera bien o mal. Y ahora me sigue pasando lo mismo. Entonces, ¿por qué he hecho a René esa promesa? ¿Qué importan a nadie mis relaciones o no relaciones con una mulata?
»Lo que importa es esto: yo soy inmune a todas las emociones, excepto a la piedad. René ha sido maltratado sin razón, aunque en gran parte por su maldecida culpa. Lauriel sabrá pasarse muy bien sin mí. Las mujeres siempre juran que se matarán por uno, con todas las demás paparruchas del caso. Pero son unos animales muy adaptables. ¡El diablo se las lleve! Es una lástima que uno no pueda vivir sin ellas ni con ellas...
»Y Ruth... y Sue. Ahí tengo todas las ventajas. Yo pasaré por Nueva Orleáns cada pocas semanas, mientras Jorge está peleando con los yanquis en Virginia. Y hasta quizás el pobre muchacho...»
No quiso terminar su pensamiento. Pero en suma acabó redondeándolo, porque eludir las conclusiones y mentirse a sí mismo eran dos de los pocos vicios que no tenía.
«Sí: puede morir. En ese caso Sue quedará libre. De todos modos más vale que otra. Ruth es una belleza, pero en el fondo no pasa de parecerme una mujer de malas inclinaciones. Resultaría imposible vivir en paz con ella.
«Mejor será hacer lo que me propongo. ¡ Adelante! El Pelícano no es gran cosa, pero rendirá lo suyo. Puedo reunir una fortuna antes de que el bloqueo se haga suficientemente apretado y eficaz. Y si la cosa se pone dura, hay infinidad de puertos cerca de Nueva Orleáns. Galveston, Wilmington, Charleston, Mobile...»
Se interrumpió en sus pensamientos y tiró de la brida. El veterano, caballo se detuvo dócilmente. Llegaban a los oídos de Tyler unos sonidos inconfundibles para él: la atronadora voz de bajo de un negro furioso y el chillón acento de René, vociferando en su incomprensible jerga gumbo-francesa. Y, acompañándolo todo, el restallido claro y seco, como una sucesión de tiros de pistola, de un látigo manejado duramente.
Tyler espoleó al caballo, dirigiéndolo hacia donde sonaban los latigazos y las voces. Atravesó entre las cañas de azúcar y se halló ante el ridículo y menudo hombrecillo mulato, vestido con la exageración acostumbrada. A la sazón, látigo en mano, abrumaba a golpes a un negro tres veces más alto y corpulento que él. El negro empuñaba un machete de los usados en las plantaciones azucareras. Aquel machete tenía una hoja afilada como el filo de una navaja de afeitar. El negro se acercaba a René con los ojos inyectados en sangre y la expresión de un homicida, entre bramidos de loca cólera.
Blandió el machete y René quedó con el mango del látigo en la mano. La hoja había hendido cuero y madera como si fuesen queso.
Tyler no tuvo tiempo de desmontar. Sacó de la funda sobaquera el revólver que llevaba y apuntó cuidadosamente. Antes de que disparase, el negro estaba ya casi sobre René.
Era característico de Tyler el hecho de haber esperado tanto. Conocía la locura de hacer un fuego precipitado y no creía en el tiro infalible y demás pruebas de superioridad que, contra todos los mitos y leyendas, nunca resultan bien. Lo importante era dar en el objetivo,.concentrándose en localizar el punto concreto donde se deseaba poner la bala.
El revólver escupió una llama anaranjada y una nube de negro humo. El machete se desprendió de los dedos del negro, quien quedó como paralizado, contemplando con incrédula maravilla su mano derecha aplastada.
Tyler desmontó lentamente. Habló con voz plácida y serena, porque se sentía muy dueño de sí.
—Vete a que te curen — dijo al negro—. Pero hazlo ahora mismo. Sería lástima que quedases manco de esa mano.
El fornido negro le miró fijamente. Tyler, frío y tranquilo, le devolvió la mirada. Era obviamente dueño de la situación. El peón bajó la cabeza, se volvió y alejose sin pronunciar una palabra.
René exclamó:
—Tyler, amigo mío, me has salvado la vida. No sé cómo agradecerte...
Tyler atajó, impasible:
—Eres un asno, up empecatado e irremediable asno. Te he dicho cien veces que tú no puedes obrar así. ¡Por amor de Dios, hombre, estás engendrando no un Nat Turner, sino doscientos! Tus negros no tienen la culpa de que no merezcas o no aceptes la situación en que te ves colocado. Y vengar en tus negros lo que no te atreves a vengar en mi raza es peor que una cobardía, porque constituye el acto más despreciable que puede efectuar un hombre.
René permanecía inmóvil. Su amarillento rostro se había puesto lívido. Súbitamente dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y resbalaron por sus redondas mejillas, aumentando lo ridículo de su aspecto.
—Vamos, René... — añadió Tyler, fatigadamente—. Ya sabes que te digo la verdad por tu bien. Otra cosa: creo que debes vender ese negro. Hazlo hoy mismo. Sé que te costará trabajo, porque nadie quiere un esclavo rebelde, pero más te vale tomarte ese trabajo que ver un día quemado «Sans Souci», rebanado tu cuello y Lauriel violada por todos los esclavos. Ahora vete a casa y lávate la cara. Hacer pucheritos no es de hombres. René preguntó, plañidero:
—Pero ¿seguimos siendo amigos?
—Desde luego — dijo Tyler—, aunque no podremos seguir siéndolo si continúas obrando como un condenado tonto.
—Procuraré ser bueno con los negros — prometió René entre hipidos—, a pesar de que odio sus hediondas pieles oscuras. No quiero perder tu amistad, Tyler, porque eres el único hombre blanco con quien...
Tyler puso la mano en el hombro del mulato.
—No seas así, hombre. Vendré a visitarte pronto. Pero piensa en Lauriel y ten cuidado.
—Lo haré — afirmó René—, te lo aseguro...
Mas ya Tyler había montado y cabalgaba por el camino del río.
* * *
Al entrar en Nueva Orleáns Tyler vio un negro en un carricoche tirado por un penco de mala apariencia. El hombre se sostenía incorporado mediante una curiosa combinación de cojines y tiras de cuero. Llevaba una bandeja con bollos de arroz y otra con esas pastas especiales que los criollos llaman estomac du mulatre.
Tyler, aunque no tenía especial gusto por los dulces, sacó del bolsillo un dólar de plata y lo entregó al inválido.
—Tome, tío — dijo—, y beba una copa a mi salud.
—Gracias, señor — murmuró el negro.
Pero, casi instantáneamente, su rostro se contrajo y una expresión pareja a la del terror se pintó en él. O así le pareció a Tyler.
«¿Por qué diablos...?», se preguntó.
Luego se encogió de hombros y decidió que aquel viejo, además de inválido, estaba medio trastornado. Y siguió su camino. Pero la faz del hombre le preocupaba. Creía recordar haberla visto en alguna parte. Durante algunos minutos meditó en aquello y a la postre pasó a pensar en otra cosa.
Dejó el caballo en el establo y recorrió a pie el resto del camino. Al entrar en la casa de la calle de Poydras sintió el opresivo silencio que en ella reinaba, como siempre sucediera desde la muerte del capitán y la partida de Joe con el regimiento. Todo estaba callado. Hasta los negros ejecutaban sus idas y venidas andando de puntillas y hablando en cuchicheos.
Tyler penetró en la ornamentada estancia que había servido de despacho a su padre. Acercose a un armario y sacó de él una botella de whisky. Con el vaso en la mano se dejó caer en una butaca, lanzando un suspiro de profundo cansancio,
«Fue rara — se dijo — la expresión que puso aquel negro mutilado. Cualquiera creería que había visto al diablo en persona.»
Se volvió a la ventana y contempló los celajes purpúreos del firmamento.
«El día de hoy ha sido infernal», pensó.
4
En el verano de 1861 Nueva Orleáns estuvo más alegre que nunca. Exteriormente nada había cambiado. Los bailes menudeaban hasta el exceso. Tyler asistió a varios de ellos, acompañado de Sue y de Ruth. De la primera, por gusto y de la segunda como medio de acallar las despiertas lenguas de las graves matronas de Nueva Orleáns.
Pero en 1861 todo baile en el Sur terminaba con alardes de pirotecnia oratoria. Y como a Tyler Meredith le daban náuseas el seguro resultado y la inconsciente hipocresía de irnos oradores que distaban un millar de millas de las líneas de fuego, el joven optó por dejar de frecuentar los bailes.
En vez de ello pasaba cada vez más tiempo en los astilleros de Algiers, frente a Nueva Orleáns, al otro lado del río, procurando acelerar los trabajos de acondicionamiento del Pelícano. Era un buque de madera de no mucho calado, ancho como una ballena y lento como el tiempo mismo. Consultando el cuaderno de bitácora, Tyler comprobó que la velocidad máxima del barco arrojaba la suma de siete nudos por hora. Al remontar el río hacia Nueva Orleáns, su velocidad había oscilado entre cuatro nudos y uno, según la fuerza de la corriente, En casos de riada no había podido alcanzar el puerto.
Tyler reconoció que aquella nave era tan inadecuada para forzar el bloqueo como el más pesimista pudiera imaginar. Por eso había podido comprarla en un momento en que el gobierno y los corsarios adquirían todo barco medio decente que se hallara a flote. Pero Tyler se proponía hacer algo que mejorase la velocidad de su buque. Era preciso, porque nueve años fuera de servicio, en un muelle medio abandonado, habían reducido las máquinas a un montón de inmanejable chatarra. El casco estaba podrido por varios lugares. Pero esto era de poca importancia. Las cuadernas podridas fueron eliminadas y sustituidas por otras sólidas. Hízose un buen calafateado y carenado, y el casco quedó tan fuerte como si fuera nuevo. En cambio las máquinas hubieron de ser desmontadas pieza por pieza para sumergirlas en aceite y grafito, no sin tener que quitar a mano el orín que las cubría. Docenas de piezas, luego de limpias, quedaron tan delgadas y disminuidas que no servían para nada, y hubo que encargar repuestos nuevos. Y como las máquinas habían sido construidas en Inglaterra, resultó preciso encargarlas en los ya sobrecargados talleres de v construcción siderúrgica, y el conseguirlas costó meses.
Las calderas, al quitarles la herrumbre, quedaron de un espesor tan tenue que presumiblemente habían de estallar en cuanto soportasen una presión fuerte. Recorriéronse todas las instalaciones metalúrgicas del Estado y resultó que no existía una sola fundición capaz de preparar placas metálicas del espesor requerido. Se necesitaba, pues, apechar con llevar el Pelícano a la mar con las calderas de que disponía, lo que significaba tener constantemente, durante todo el viaje, un hombre de guardia junto a las válvulas de presión. Con cáustico humor Tyler avisó que necesitaba los servicios de un predicador, ya que lo que más convenía para aquel empleo era un hombre paciente, capaz de pasar el tiempo rezando.
La situación le preocupó mucho durante parte de aquel verano. A fines de julio llegaron noticias de la victoria de la Confederación en Bull Run, y los amigos de Tyler le exhortaron, llenos de entusiasmo, a que prescindiese de su aventura, asegurándole que la guerra estaba terminada y que sólo faltaban unas cuantas operaciones de limpieza. Pero al día siguiente de la batalla Abe Lincoln pidió a la Unión quinientos mil voluntarios, que quedaron reunidos en una semana. Los dos ejércitos volvieron a enfrentarse en Virginia, mientras en el Oeste se reñían vivas escaramuzas. Entre tanto, Kentucky, Missouri y el occidente de Virginia iban, poco a poco, distanciándose de la Confederación. Lo más importante para Tyler fue la captura por la flota de la Unión, el 29 de agosto, de Fort Hatteras y Hatteras Inlet, en Carolina del Norte. El cíngulo del bloqueo se apretaba.
Tyler se pasaba la vida en el astillero, espoleando a sus trabajadores. Acabó por idear un plan para amenguar el peligro de que las calderas del Pelícano estallaran. Inventó un sencillo sistema consistente en aparejar en bergantín el viejo barco, con altos palos y montañas de lona. Luego ideó un ingenioso mecanismo para que las ruedas de entrambas anchas bordas quedasen más elevadas sobre el agua. Se usaría la máquina para entrar en los puertos y salir de ellos, y en mar abierto se navegaría a toda vela, utilizando a la vez las poderosas ruedas para dar estabilidad a la nave.
Sólo que aquella innovación le costó dos meses más. El 18 de septiembre se dirigió a caballo, con Ruth y Sue, al transbordador que debía llevarlos a Algiers. Meditaba con desagrado en la perspectiva de haber de esperar tres o cuatro semanas antes de que pudiera zarpar el Pelícano.
En el transbordador, Ruth asió posesivamente del brazo al joven, mirándole con ojos adorativos. Sue permanecía algo apartada, con la mirada obstinadamente fija en las aguas que corrían río abajo.
Tyler pensó :
«Esta maldita Ruth me sirve más de estorbo que de ayuda. Apuesto a que Sue piensa que yo la he abandonado^ suposición lógica, dadas las circunstancias. Jorge se ha batido en Manassas como un héroe. Lógicamente... Pero la lógica no ha arreglado nunca nada en este mundo. Héroe o no, Jorge sigue siendo Jorge. Sue se juzgará obligada a guardarle más fidelidad ahora. Sólo que el honor no ha embridado nunca el corazón humano».
—Estoy muy orgullosa de ti—dijo Ruth a Tyler—. Orgullosísima.
Él la miró con gravedad.
«Es endiabladamente bonita — pensó—. ¿Por qué no la encontraré interesante?»
—No veo motivos para ello, gatita — dijo.
—Muy sencillo. La gente ha hablado mucho de ti viendo que no te incorporabas cuando lo hicieron tus amigos y tu hermano. Incluso se han publicado sueltos en los periódicos insinuando que eres un cobarde. Pero lo que vas a hacer es tan de valiente como lo otro y probablemente más importante. Vas a arriesgar tu vida diariamente, a fin de traer víveres a la Confederación. Eso me parece bravo, noble y...
Tyler repuso:
—No pienso arriesgar mi vida lo más mínimo. Y, si lo hago, será para ganar mucho dinero y no por el gobierno secesionista ni por el de la Unión.
Ruth dijo airadamente:
—¡ Tyler Meredith! ¿Por qué echas siempre las cosas a perder?
—No sé. Debo de ser lo bastante tonto para hablar con sinceridad. Creo que soy diferente a los demás hombres, gatita. Ser lo bastante valiente para saltar la tapa de los sesos a un hombre, romperle la cabeza de un culatazo, o hundirle una bayoneta en los riñones, y hacerlo por una diferencia de opinión, me parece un tanto inútil, a más de ser un espectáculo desagradable. Además, no tengo el menor interés en obrar con nobleza. En cambio, siento un intenso deseo de ser rico y feliz y vivir con comodidad. Quiero beber el mejor licor, montar el más rápido caballo y adueñarme del mejor cuerpo femenino del Estado.
—¡ Tyler Meredith! — repitió Ruth, esta vez con mucho menos enfado en la voz.
Sue dijo suavemente:
—¿No crees que la sociedad y el pueblo en general tienen algún derecho a sostener con firmeza las opiniones que tienen?
—Tyler dijo con naturalidad:
—Sí, muñequita, no les falta ese derecho. El único derecho de que carecen es el de imponerme esas opiniones. Y es lo malo que las más acendradas se fundan en los sentimientos y no en las razones. Si examinamos el enredo en que estamos ahora...
—Sigue, Tyler — dijo Sue.
—Puedes hacerte cargo de lo que significa un pueblo que habla la misma lengua, es de la misma sangre y adora al mismo Dios, pero que lucha a muerte dividido en dos bandos. ¡Hermanos de raza sirven en filas opuestas y miden sus fuerzas en batalla! Ya sabes que ha sucedido hasta ahora una docena de veces. Lo cual se ha producido por una falta absoluta de sentido común. Que es 1c que no tenemos. Poseemos honor, nobleza, valor, eso sí. Pero tales cualidades jamás han solucionado ni una sola cuestión en la historia humana, y sólo han valido para complicarlo todo y poner peor las cosas.
Sue preguntó, serena:
—¿Crees que agrava las cosas ser valiente, honrado y noble?
—Serlo, en sí, no las agrava. Pero constituye una tontería. En la vida lo único útil es ser inteligente. Mira, muñeca: todavía no he encontrado en los anales de la especie humana un ejemplo de que la razón haya prevalecido por el único hecho de que sea la razón. Cuando gana la razón sin otros motivos (y esa razón es también discutible, porque la historia la escriben siempre los vencedórés) se debe siempre a un accidente o a la coincidencia de que el grupo de la razón iba mejor mandado, mejor equipado y con más pobres diablos para servir de carne de cañón. Y por ese motivo son los yanquis los que van a ganar la guerra.
—¡ Tyler Meredith! — protestó Ruth.
Sue dijo enérgicamente:
—Déjale terminar. Es agradable oir a Ty después de las insoportables peroraciones a que estamos acostumbradas.
Tyler repuso:
—No hay mucho más que añadir. A mí me gustan los hechos. Y os presentaré un hecho concreto. Supongamos dos hombres, uno santo y otro picaro, o dos mujeres, una blanca como la nieve y otra prostituta de la calle Galla— tin. En una competición, el más inteligente de los dos vencerá siempre y la virtud, o la carencia de ella, no tendrá nada que ver con el resultado. ¡Condenadamente nada! Y, en realidad, puestos a mirar las cosas, yo votaría por el malo, porque la maldad suele aguzar el entendimiento.
—¡No quiero oírte! —increpó Ruth a Tyler.
Sue indicó blandamente:
—Pues no oigas. La cubierta del barco es amplia.
Ruth, sin moverse, miró a sus dos interlocutores.
—Voy a explicaros lo que pienso — siguió Tyler—. Esta guerra va a ser larga porque nuestros generales son los mejores. Pero el enemigo tiene, en cambio, muchos más hombres. Y, como no son estúpidos, aprenderán de nosotros. Les sobra tiempo para aprender, porque, admitiendo que por cada soldado nuestro caigan tres yanquis, éstos terminarán con un ejército en campaña y nosotros sin un hombre. Podemos ganar todas las batallas, como hicieron los ingleses durante nuestra revolución, y acabar perdiendo la guerra. Ellos pueden perder hombres y batallas mientras nosotros no podemos perder ni uno solo incluso si ganamos los combates. Y cuando estemos desprovistos de fuerzas y hagamos alarde en Riohmond de las banderas ganadas, ellos venoerán en una batalla, que será la última y la que importe. De ese modo nos habrán deshecho...
Sue preguntó:
—Y entonces ¿por qué vas a traer armas y municiones para nosotros?
—Porque, si no, me expongo a que me asesinen. Sólo podré afrontar la opinión pública cuando esté en condiciones de hacerlo. Además pienso traer y almacenar montañas de seda, joyas, perfumes, sal, medicamentos y toda clase de artículos que puedan darme algún dólar deshonestamente ganado y cobrado en oro. El destino del Sur está sellado. Pero el mío no, muñequita, y juro a Dios que le sacaré el mejor partido posible.
—Probablemente tienes razón, Tyler — dijo Sue—, pero no sabes lo mal que suena todo eso.
—Tengo la piel tan dura como un caimán... — empezó Tyler.
Se interrumpió.
—¡Dios mío! Mirad eso.
Las mujeres se volvieron, siguiendo la dirección del dedo con que Tyler señalaba.
Un vapor de pequeño tonelaje subía trabajosamente por el río. Había perdido los dos mástiles, tenía ladeada la chimenea y destrozados dos de sus botes. Sus ruedas producían un ruido peculiar, a causa de que les faltaban varias palas, lo que desequilibraba seriamente el casco y el vaivén del buque. Cuando éste se acercó más, pudieron ver su casco, agujereado, por encima de la línea de flotación por granadas de enorme calibre.
—Son Dahlgrens — dijo Tyler— Del treinta y dos por lo menos. Acaso haya también averías causadas por piezas de repetición del seis. O mucho me engaño, o esos orificios los han hecho cañones de la armada.
El patrón del barco transbordador hi^o evolucionar
su nave para ponerse a voz, y salió de la cámara de mando, bocina en mano.
—¡ Vapor Henry Lee!\ — gritó — ¿Qué demonios le ha sucedido?
La respuesta sonó con bronco acento sobre el agua.
—¡Hemos tropezado con la armada de la Unión'. Llegamos ayer a Ship Island. La boca del río está tan cerrada como una botella con el tapón puesto. Ni un bote de remos podría pasar por allí. Llevamos a bordo siete muertos y dieciocho heridos. ¿Tiene usted en su buque un cirujano?
El patrón interpelado dijo:
—Ahora lo buscaré.
Desapareció para volver un minuto más tarde.
—¡Sí, lo tengo! Acérquese al muelle de Nueva Orleáns.
—Va a ser una espera larga. No tardaremos menos de una hora en atracar, porque tenemos casi inutilizada la rueda de estribor. Haga transbordar al sierrahuesos. Quizá salve la vida a un par de nuestros muchachos hasta que lleguemos. Se encuentran muy mal.
El transbordador maniobró hasta que su proa casi rozó con la borda del Henry Lee. La tripulación del maltrecho vapor lanzó una cuerda y haló a cubierta a un flaco y patilludo doctorcillo. Varios marineros llevaban vendajes visiblemente manchados de sangre. Tyler, ya de cerca, que la carnicería había sido espantosa.
Sue, estremecida, apoyó el semblante en el hombro del joven.
—No pruebes a pasar, Ty.
—Sí pasaré, muñequita — dijo sosegadamente Tvler.
Ruth, llorosa, se volvió para mirarle.
—No me importa lo que hayas dicho, Tyler Meredith, porque eres valiente y, además, un hombre de honor. Como vuelvas a hablar igUal que antes, pienso darte de bofetadas por embustero. Ya sabes que no es verdad.
Tyler abrió la boca para contestar, pero la cerró en seguida. Cualquier respuesta, en aquel momento, hubiera sido inoportuna.
* * *
Aquella noche alquiló unas habitaciones en Algiers. Las molestias de cruzar el río desde Nueva Orleáns hasta donde se hallaba el barco en construcción eran demasiado grandes y consumían demasiado tiempo. Y ya no le era posible perderlo.
Al fin, a primeros de octubre, quedó dispuesto el Pelícano. Sólo le faltaban la pintura y dar los últimos toques del aparejo.
También en eso se notó la fantástica suerte que parecía acompañar siempre a Meredith. Reunió su cargamento de algodón y tabaco, y puso a trabajar a los pintores noche y día. Ordinariamente la pintura hubiera debido efectuarse a la vez que el restante trabajo, pero la modificación introducida por Tyler en las monturas de las ruedas había producido tanta suciedad y tanto astillaje que Tyler resolvió aplazar el pintado hasta que el buque quedase listo por completo. Y a la sazón, pasada la medianoche, después de partir el último de los trabajadores, Tyler miraba su buque, que se hallaba en el dique seco, entre él y el río, y aquel hecho, meramente accidental, de la relativa posición de la nave, fue el fundamento de la buena fortuna de Tyler.
En la certidumbre de que debía entrar de noche en los puertos bloqueados, había resuelto pintar de negro el barco. Pero mirándolo sobre las aguas del Mississipi, bañadas por la plateada luz de la luna, advirtió que la proa, ya pintada, se recortaba en la noche como la rotundidad de la hoja de una navaja, mientras el resto del casco, raspado hasta dejar desnuda la blanca madera, casi era invisible
Contempló la nave, impresionado, y se devanó los sesos, procurando evocar sus cruceros de instrucción en Annapolis.
La luz de la luna, pensó, era blanca, desde luego. ¿Y si no había luna? Habría la claridad de las estrellas. O cielo nublado. O bruma. O tempestad.
Escudriñó en su memoria. El cielo nocturno era negro. En tierra la negrura se mezclaba con el horizonte. Pero ¿y en el mar? Hasta en la más clara noche había una ligera neblina, pero el mar nunca era negro, sino gris, incluso si se cernían sobre él nubes bajas. De manera que el color negro, que siempre le había parecido el mejor medio de disimular un buque, debía proyectar una silueta distinguible al recortarse sobre la neblina grisáceo— blancuzca que siempre mediaba entre el océano gris y el cielo negro.
¿Y por el día? Un buque blanco descollaría sobre el intenso azul del mar, pero era discutible si un casco negro no resaltaría más o lo mismo. Pero gris, gris...
¡ Desde luego! Un gris claro, casi blanco, con bastante pigmento azulado añadido a la pintura blanca para extinguir el reflejo y la refracción... Incluso con día claro un crucero de la Unión había de estar a menos de mil yardas para poder distinguir un barco pintado de aquella manera. Y con la más ligera niebla cabía pasar sin ser vistos dentro del radio de acción de los más pesados cañones. Por lo tanto, convenía un color gris-azuloso, rayano en el blanco. Fuese de día o de noche, aquello ofrecería ventajas equivalentes a una velocidad adicional de diez nudos.
* * *
Ruth fue madrina en la botadura y ella lanzó la botella de champaña contra el casco del barco. Los dignatarios de la ciudad, incluso el alcalde, pronunciaron largos discursos alabando en extravagantes términos el mérito, de aquella empresa particularmente iniciada. El alcalde dijo:
—Ha habido en esta ciudad quienes se han entregado a exageradas críticas de nuestro compatriota el joven señor Meredith, cuando no se unió al regimiento del que su hermano es capellán. Ha sufrido con paciencia esas críticas, e incluso francos insultos, a pesar de que pudo hacerlos cesar revelando francamente sus intenciones...
»Pero resolvió seguir otro sendero. Leal al Sur, decidió dedicar sus actividades a otra empresa que será más útil a la causa que cualquier distinto servicio, por muy peligroso que sea, que se la pueda prestar. Sí, señoras v caballeros: los abastos y municiones que el capitán Meredith traiga de Inglaterra nos armarán y prestarán a nuestra causa el vigor y las energías que nos ayudarán a la victoria.
»Nuestro conciudadano no ha pedido al Estado ni a particular alguno, o grupo de particulares, que participen en esta aventura, sino que desinteresadamente ha arriesgado su fortuna personal para equipar y pertrechar este rápido bajel...
Tyler parpadeó. Molesto había sido escuchar la anterior sarta de vaciedades, pero llamar bajel rápido a una carraca vieja rebasaba todo lo— imaginable.
—En semejante nave se transportarán las armas y municiones, que serán como la sangre que anime las venas del organismo de nuestra causa. Hay entre nosotros, caballeros, quienes deben grandes excusas al señor Meredith. Me refiero a los que han tenido el atrevimiento de poner en tela de juicio su valor personal.
»No necesito recordaros, caballeros, que una escuadra de buques yanquis, que montan en conjunto cincuenta cañones pesados, esperan al Pelícano a poco más de cien millas al sur de nuestro puerto. Y este barco va desarmado.
»En un término de pocos días el señor Meredith zarpará con esta nave, que representa gran parte de su fortuna privada, para exponerla a los ataques de toda una flota.
»Innecesario es decir que expone su vida mucho más que lo hace un soldado que, bien armado con un fusil y protegido por sus compañeros, presenta batalla en el campo...;
Tyler oyó a su izquierda un sofocado sonido. Volvióse y vio a Sue llorando desoladamente. Cogióle la mano y se la acarició, sin ignorar que todas las matronas de edad madura, espontáneas veladoras de las buenas costumbres en la ciudad, mirarían la escena con malicioso deleite.
Desde la derecha de Tyler, Ruth susurró con ira:
—¡Sue, no seas necia! ¡Estás dando un espectáculo! No tienes derecho alguno a llorar porque Tyler se vaya.
Sue sollozó:
—Ya lo sé. Pero no puedo evitarlo.
—¡Contente!
—Según se asegura, hoy día ni un trozo de leño puede pasar entre los barcos de la escuadra bloqueadora.
Tyler la tranquilizó.
—Yo pasaré, muñequita. He estado en la armada y sé cómo son los marinos de guerra. Conozco su manera de pensar y les burlaré haciendo exactamente lo contrario de lo que ellos esperan que haga.
Sue cuchicheó:
—Sí, pero..
Ruth interrumpió:
—¡Cállate ya, por amor de Dios! Todos te están mirando.
El alcalde concluyó su discurso de una mañera que dejó suspenso de admiración al propio Tyler. El poderoso dignatario empleó una frase final en la que supo incluir todas estas cosas: «nuestra bandera», «la pureza de las mujeres del Sur», «la justicia de Dios Todopoderoso» y— «la santidad y buen derecho de nuestra gloriosa causa».
Tyler pensó:
«¡ Eso es una proeza!»
Y luego se dijo:
«Si los discursos matasen, ya no quedaría un yanqui vivo desde el Masón y Dixon hasta la frontera canadiense».
Oyó pronunciar su nombre y se levantó. El gentío prorrumpió en vítores atronadores y Tyler, alto, huesudo, erecto, sonrió a todos.
Luego levantó la mano.
—Señoras y caballeros — empezó—: deba agradecer a Su Honor y a todos los demás presentes las amables palabras que me han dedicado. Casi continuamente he experimentado el confuso sentimiento de que no podían referirse a mí. Celebro en el alma encontrar que sois bravos, nobles, patriotas, y todas las demás cosas inherentes. No lo sabía hasta ahora. No creía tampoco ser más que un ciudadano cualquiera que había resuelto realizar una tarea que debe ser hecha.
«Una cosa diré, no obstante. En cuanto el Pelícano quede aparejado, pienso pedir a todos los concurrentes que tengan presente en sus oraciones al blanco más condenadamente cobarde del estado de Luisiana e incluso de los siete mares...
Una tempestad de risas ahogó aquellas palabras.
Tyler prosiguió:
—Cumplido ese deber, deseo rogar a todos los circunstantes que me acompañen a bordo. Hay champaña para los que gusten de él, y whisky para los que tengan sentido común, y vinos dulces y ponches de frutas para las damas, y bocadillos para aquellos a quienes los discursos les hayan abierto el apetito. Con lo cual sólo rrie queda agradecer a todos y cada uno sus atenciones...
Ruth interrumpió furiosamente:
—¡Payaso! ¿No puedes conservar un poco de dignidad?
Tyler sonrió.
—De ningún modo. El Sur está excesivamente sobrecargado de dignidad y tiene muy poco arraigado el concepto del humor. Somos personas altamente solemnes y graves. Y ahora, habiendo logrado arrancar a todos una risilla contenida, pasemos a las cosas serias, porque lo mucho sobra siempre y la gracia no debe ser excesiva. A nadie le conviene meterse en una cueva tenebrosa con un fusil cargado y empezar a jugar con él. Y menos en estos tiempos. Vamos, gatita, deja de ser la encarnación de la pureza de la muy femenina mujer del Sur y vayamos a divertirnos un rato.
* * *
La fiesta celebrada a bordo del Pelícano quedó ante todos como memorable, aun en una ciudad famosa por sus magníficas celebraciones. Los hombres se hacinaron ante Tyler para estrecharle la mano y varios presentaron excusas con palabras algo cortadas y poniéndoseles encarnadas las mejillas.
Tyler acogió aquellas disculpas con inalterable buen humor.
—Creo que la culpa fue mía —admitió—. Debí explicar lo que me proponía hacer. Todo dependió de que, como vendí aquellos vapores a los yanquis para comprar y equipar el Pelícano... Tampoco se me ocurrió advertiros que, de paso, aquello fue un buen lance de juego, porque los excelentes barcos que vendí a los federales no podrán pasar de Fort Henry o de Fort Donelson sin hacerse pedazos, de modo que a los yanquis no les valdrán para nada y el buen dinero que me valieron será de utilidad al fin.
Al hablar pensaba:
«Te estás burlando de ti mismo, grandísimo bellaco. Porque pude haberme jactado ante todos de mi astucia de comerciante; y es el caso que hice en realidad un buen negocio vendiendo aquellos vapores al precio que lo hice. Mas ni lo pensé entonces, ni los yanquis tampoco».
Según iban disminuyendo el champaña, el whisky y demás bebidas espiritosas, iba aumentando la alegría.
Antes de que terminase la partida se produjeron dos desafíos, debidos a sendos y momentáneos olvidos de la pureza femenina del Sur. Ello corrió a cargo de un par de mujeres jóvenes.
Tyler comentó el suceso diciendo:
—Acaso esas dos damas optaran por la secesión con miras a la unión con la raza humana.
Lo cierto fue que a una de ellas la descubrieron besando a un apuesto joven en un corredor bajo los puentes y a otra, más atrevida o con más resistencia al champaña, encerrada con su galán en el propio camarote de Tyler. El marido tiró abajo la puerta de un puntapié, con el daño consiguiente, y el resultado fue que la reparación le costó a Tyler casi cincuenta dólares y dos días de tiempo.
Verdad es que al marido ultrajado el caso le costó algo más, que fueron seis meses pasados en el hospital, como colofón de los dos pies de frío acero que atravesaron su cuerpo.
Los otros dos duelistas fueron más afortunados. Eligieron la pistola para batirse. A la mañana siguiente se reunieron en un encinar. Los dos padecían monumentales dolores de cabeza, temblores de pulso y una vista que distaba de ser clara. Los padrinos habían tomado la precaución de cargar con poca pólvora las pistolas del duelo, a fin de que si uno de los contendientes hería a otro en un punto vital, la bala careciera de la fuerza suficiente para penetrar más allá de las ropas del herido. Pero tanta cautela se acreditó de innecesaria, porque los antagonistas dispararon cinco veces seguidas sin alcanzarse, aunque infligieron terribles heridas a las ramas y troncos de las encinas. Tras esto se estrecharon las manos y se anunció que el honor quedaba satisfecho.
* * *
La tarea de aparejar la nave no fue rápida, porque no podía efectuarse en el dique seco. Tyler hizo pintar hasta los altos palos del elegido color blancuzco, sabedor de que, de otro modo, resaltarían bajo el cielo nocturno.
Esta última medida no era muy, trascendental, dado que, si algo hacía que descubriese al Pelícano en la oscuridad, sería precisamente su velamen. Pero no existía ninguna salida a la necesidad de correr aquel riesgo, porque depender por entero de las calderas y máquinas del vapor hubiera sido afrontar un verdadero suicidio.
Todo quedó terminado. Congregábase a bordo una tripulación escogida. En la sala de máquinas doce rudos fogoneros daban presión a los mecanismos. El barco iba cargado de tabaco y algodón hasta las bordas. No había más que levar anclas, navegar río abajo, pasar al Atlántico, burlar a la escuadra bloqueadora y avanzar en la oscuridad.
* * *
Tyler paseaba nerviosamente por cubierta, mirando al muelle. Apuntaban las primeras luces del alba.
Pensó con enojo:
«¿Dónde diablos está Sue? No es posible que me deje zarpar sin...»
Percibió entonces el ruido de los cascos de un caballo que avanzaba por la calle galopando hacia la orilla.
Miró. Flotando a un lado de la silla veíase una ancha falda verde de montar, hinchada por el viento. Era una amazona que estimulaba a su caballo con el látigo.
Tyler pensó:
«¿Qué infierno es eso? Ni Sue ni Ruth cabalgarían de ese modo».
El sombrerillo de la amazona cayó hacia atrás. Un momento después una masa de cabello ondeó al aire como una bandera de color castaño claro, que resultaba casi dorado bajo la luz de la mañana. Tyler rezongó:
—¡Lauriel! ¡Malditas sean todas las cosas del mundo!
Bajó en busca de la amazona. Ayudóla a desmontar, con tanta delicadeza como si sus brazos sostuviesen algo infinitamente frágil y precioso. Ella murmuró:
—Ty, te he traído esto...
Y tímidamente le entregó un envoltorio de fino papel. Él lo abrió y encontró dentro un pañuelo bordado a mano. La labor era exquisita, como hecha por Lauriel. Poseía una extraordinaria destreza para las labores. Tyler lo conocía bien por los numerosos pañuelos, corbatas y bufandas que ella le había hecho y regalado.
—Gracias, monina—dijo—. Llevaré esta prenda siempre que huela la aproximación de un temporal.
Miró a la joven y vio que lloraba dulcemente y en silencio.
Habló con gruñona ternura:
—No lo tomes así, Lauriel. Ten la seguridad de que volveré, siempre tan grande como el demonio y dos veces más feo que él. Basta con que me esperes.
Ella sollozó:
—Te ibas sin decirme adiós siquiera. Sólo por casualidad...