¾ ¿Y debo adelantarle a usted medio millón? ¿Qué certeza tengo de que usted no se marchará con el dinero?
Tyler contestó:
—¿Y qué certeza tengo yo de que me pagará la otra mitad? Además, ¿cómo irme? 'Para salir de la ciudad necesito salvoconducto de usted. Tanto más cuanto que, si yo intentase escaparme, usted arreglaría las cosas de modo que yo sería muerto, puesto que es de imaginar que los centinelas de usted tendrían órdenes de dedicarme especiales atenciones. Lo que queremos decir, general, es que hasta entre los ladrones hay honor. Si usted confía en mí, yo confío en usted. ¿Acordado?
—Acordado — dijo Ben Butler.
Y tendió la mano a Tyler.
* * *
Tyler fue detenido otras dos veces, siempre para celebrar conferencias con el general. A Ben, como era muy conocido de sus colegas de Massachusetts, le costó mucho trabajo allegar el dinero necesario. Todos sus tratos con Tyler tendían a que éste accediese a una rebaja razonable, por ejemplo, doscientos cincuenta mil dólares. Pero, conociendo el valor de su botín, Tyler se negó a rebajar el precio. Sabía que el general Butler realizaría activas búsquedas del algodón, mas esto no le conturbaba mucho. Aunque aquel viejo pícaro lo encontrase, los negros lo destruirían y Tyler no habría perdido nada más que tiempo entre esfuerzos, riesgos, y una no despreciable cantidad de dinero que había invertido en aquella empresa. Y eso sería lamentable, pero no trágico. Podían jugarse aquellas posibilidades contra la fortuna que recibiría si ganaba.
* * *
Sue preguntó:
—¿Por qué el general Butler te arresta cada dos por tres?
Tyler sonrió.
—Puedes imaginártelo. Creo que ese viejo picaro simpatiza mucho conmigo. Siempre que puede me lleva a su presencia y me acusa de que yo he averiguado detalladamente los planes de Abe Lincoln y los he entregado al servicio secreto de los rebeldes. Como no saca nada en limpio, me invita a una partida de póquer la cual le dejo ganar para no tener después dificultades. Y luego empieza a preguntarme sobre lo que opino de las gentes de Nueva Orleáns.
Sue preguntó:
—¿Y por qué aprecias eso, Tyler?
—Porque me propongo vivir aquí cuando todo esto termine. Ésta es mi ciudad natal y la amo más que a nada en el mundo, excepto a ti, muñequita. Todo lo que quiero obtener de la vida es una casa agradable donde tenga comodidad y donde te tenga a ti.
—Eso es muy difícil — repuso ella.
Él dijo:
—¿Quién sabe? Piensa que hay una guerra y, muñequita. . .
Ella le puso la mano en la boca. Tenía los dedos fríos como el hielo.
—No digas eso, Ty. Hasta pensarlo es una maldad. Dios oye todos los pensamientos y castiga los perversos. Hay una guerra, sí, y en ella está peleando Jorge. Es un hombre valiente y honorable y un marido bueno y leal. No puedo quejarme de él. Si me quejo de alguien es de mí misma por haber faltado a mi honor.
Tyler rezongó:
—¿A tu honor? Niña, casi nunca piensas lo mismo cuando estoy a tu lado.
Susana le miró largamente.
—«En cuanto un hombre piensa en el adulterio su corazón es adúltero» — murmuró amargamente—. Y si eso es verdad, Tyler, yo he sido adúltera más de un millar de veces.
Él murmuró; —
—Sue...
Y la estrechó contra su pecho. Ella apoyó el semblante bajo la barbilla de él.
—No, Ty — murmuró con quebrantada voz—. A veces me consuelo pensando que no he cometido nada malo, aunque en parte se deba a que no me has insistido. Siempre has sido gentil y comprensivo. Jorge ya ha sido herido dos veces en servicio de su patria y no puedo permitirme ni permitirte el deseo de que muera. ¿Y sabes por qué, mi amor?
—No. ¿Por qué?
—Porque la mano de Dios alcanza a todo. Tú mismo vas a volver a la guerra. Cruzarás un océano¹donde las tempestades te amenazan y donde te esperan cruceros yanquis a la salida y a la entrada de cualquier puerto. Vas en un barco sin armas, igual que aquel que dos veces ha sido batido por el fuego de los cañones. Ya has perdido dos segundos de a bordo, y además siete individuos de la tripulación. Y si yo consintiese en que uno de nosotros tratase de hacer un daño a Jorge, en ese instante, la protección de Dios cesaría para nosotros. Sin embargo, si algo te ocurriese...
Tyler preguntó:
—¿Qué te pasaría?
—Me costaría la muerte—dijo Sue con calma—. Aunque yo nunca sea tuya, experimento una incomprensible alegría en saber que vives y te hallas en el mismo mundo que yo.
—Nena... — dijo Tyler.
Ernesto, el mayordomo, le interrumpió.
—Señorito Ty, le esperan fuera varios soldados yanquis. El capitán ha entrado y sabe que está usted aquí. Sígame y yo le sacaré por la puerta trasera.
Tyler repuso:
—No, Ernesto; gracias. No pueden perjudicarme en nada y además lo saben bien. Yo iré con ellos y arreglaré las cosas.
Ernesto gruñó:
—¡Malditos yanquis! Juro ante Dios que...
Sue atajó:
—¡Ernesto!
—Perdone, señorita Sue. Pero no se puede prender a un hombre así como así...
Tyler se puso en pie.
—Hasta luego, muñequita.
Ella comenzó a llorar.
—¡Ay, Ty!
Y sin tener en cuenta la presencia del negro le abrazó estrechamente.
Con gran sorpresa de Tyler los soldados yanquis, en lugar de llevarle al cuartel general de Butler le llevaron a la cárcel sin ceremonia alguna. Y allí pasó cuatro días, del uno al cuatro de agosto. Ruth y Sue le visitaron, peró él no podía consolarlas de ninguna manera.
Todo ello no le importaba mucho. Llevaba en Nueva Orleáns harto más tiempo del plazo en que hubiera debido ir a bordó de su buque, y no lo había hecho esperando conseguir una fortuna y además encontrar a Lauriel. En ninguna de las dos cosas había logrado éxito. Y a la sazón sólo se daba el caso de que Ben Butler había encontrado el algodón e impedido a los negros que lo quemaran. Acaso cuando todo estuviese terminado le dejaran en libertad. O acaso no.
La mañana del quinto día el general en persona se presentó en la celda de Tyler. No iba solo. Le acompañaban cinco guardias y un hombre corpulento, gordo, despeinado, sin lavar, descuidado y feo como el pecado en persona. Era Tennessee McGraw.
Tyler apretó los barrotes de la celda hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Dijo con voz reprimida:
—¡ Miserable! ,
El general rió.
—Gracias, Meredith — observó — Deseaba cerciorarme de que el señor McGraw, a quien aquí tenemos, no me. mentía. El señor McGraw es hombre de elevado espíritu cívico y lo demostrará indicándome dónde se esconde gran cantidad de algodón rebelde. Desde luego se le recompensará con amplitud: un millar de dólares. ¿Verdad que eso es generoso en mí?
Tyler se volvió violentamente hacia McGraw.
—¡ Imbécil! ¿No sabes lo que vale ese algodón?
McGraw repuso:
—Para ti y para mí no vale nada, puesto que no podemos recogerlo, y en cambio para mí son mucho mil dólares.
Tyler le miró:
—Muy bien — dijo fatigadamente—. Puede irse el algodón al infierno. ¿Dónde está Lauriel?
McGraw rió malignamente.
—Donde no la encontrarás — contestó—. Pero que tu caballerosidad no se preocupe por ella. La muchacha no desea verte. Al principio te echaba mucho de menos, pero eso ha cambiado ya. Ten en cuenta, memo y aristocrático majadero, que la moza ha dado por fin con un hombre.
Tyler alargó la mano e hizo presa en la garganta de McGraw. Pero tenía que contender con cinco soldados. Entre todos le forzaron a aflojar la presión de su mano antes de que el rostro de McGraw se' tornara completamente morado.
Ben Butler soltó la risa.
—Es usted un muchacho muy impetuoso, Meredith. Más no se preocupe. En cuanto esto se resuelva, sale usted a la calle. Le daré un salvoconducto para que se aleje de la ciudad y yo insistiré en que lo utilice. Tengo, por desgracia, algunos hombres muy amigos, si empuñan un fusil, de darle gusto al dedo. Y si fuesen enviados a entenderse con usted, sería de lamentar que sobreviniese un incidente desafortunado.
Tyler miró al general.
—Me he engañado — dijo—. El nombre de Butler el Bestia le cuadra perfectamente. ¡Ya lo creo que le cuadra!
El general prorrumpió en otra carcajada:
—Pero soy un bestia astuto, Capitán Rebelde. Hasta mañana.
Cuando, a la tarde siguiente le condujeron al despacho del general, Tyler leyó en el rostro de Butler que el intento había fracasado. Pero no movió ni un músculo. El general le contempló, requirió la pluma y escribió rápidamente unas líneas en un papel que alargó a Tyler.
—Aquí tiene — rezongó — el salvoconducto que le permitirá cruzar nuestras líneas. Tiene usted cuarenta y ocho horas para arreglar sus asuntos y dar el beso de despedida a la señorita Forrester, o la señora Drake, o a las dos. Le aconsejo que aproveche la ocasión que le brindo.
Tyler tomó el salvoconducto. Luego, sin apresurarse, cogió un cigarro de la caja abierta que había sobre la mesa del general. Dijo lentamente, después de encender:
—¿Se ha apoderado de mi algodón?
—No. Sólo de parte de él. Sus negros se han mostrado muy celosos. He tenido que ponerlos bajo custodia. Serán muy útiles para trabajar las tierras confiscadas.
Tyler preguntó:
—¿Y McGraw?
El general esbozó una sonrisa.
—El señor McGraw ya no está con nosotros. Mostró cierta impetuosidad y tuvo la ocurrencia de matar a dos de los negros de usted. Como era natural, mis hombres tuvieron que fusilarle. Ya sabe que la prensa del Norte se muestra muy amiga de los hermanos de color. Un crimen así tenía que ser castigado.
Tyler se puso lívido.
—¡ Dios mío! — murmuró.
Ben Butler dijo:
—Vamos, vamos, Meredith... McGraw no era amigo de usted.
—No, pero sabía el paradero de...
—¿Una muchacha? ¿Una linda mocita mulata llamada Lauriel? Mucho les gusta a ustedes, Meredith, la carne negra.
Tyler miró a Ben Butler sin contestar. El general concluyó:
—Ya tiene usted su pase y puede utilizarlo. Sin embargo, teniendo en cuenta los servicios que me ha prestado, sin contar el placer de su compañía (cosa que le digo sinceramente y sin sarcasmos, Meredith), puede usted pasar un par de días en Baton Rouge, camino del lugar a donde se dirija.
Tyler interrogó:
—¿Dijo McGraw que en Baton Rouge...?
—Sólo sé que venía de allí. Adiós, señor Meredith, y gracias.
Tyler hizo una mueca.
—No hay de qué darlas, general.
* * *
Tyler no siguió del todo el consejo de Benjamín Butler, ya que partió para Baton Rouge aquel mismo día.
Y entonces la historia intervino en sus asuntos El célebre Van Dorn, émulo de Don Juan y uno de los hombres más apuestos de la Confederación, era un general excelente, si bien su imposibilidad de resistir a un semblante bonito o aun tobillo bien hecho había de costar a los confederados sus servicios y a él la vida, que perdió a manos de un marido ultrajado. Aquel hombre atacó en Baton Rouge y arrojó hacia el río las fuerzas unionistas. Pudo haberlas destrozado allí, pero prefirió esperar la llegada del acorazado Arkansas, orgullo de la flota confederada, que ya dos veces había derrotado a toda la, armada de la Unión, a pesar de la abrumadora flojedad de sus máquinas. Los hombres que hacían los planos navales del Sur eran quizá los mejores del mundo, pero no había sudista que supiese construir una máquina de vapor que mereciese la pena. La fatal debilidad marítima de la confederación consistía en no tener ingenieros como Eads o Ericsson. Y así Van Dorn prefirió aguardar la ayuda del que era uno de los mejores navíos de combate construido por cualquiera de los dos bandos. Pero el Arkansas encalló en un banco de arena, con su máquina de estribor trocada en un montón de inservible chatarra. Hubo que quemarlo para impedir que cayese en manos unionistas. Y entre tanto las tropas yanquis contraatacaron y reocuparon Baton Rouge.
En la confusión, Lauriel Doumier huyó de la casa en que Tennessee McGraw la había encerrado. Descendió por un canalón y montó en un caballo que él había dejado ya que utilizó un vapor para dirigirse a Nueva Orleáns. Así consiguió eludir las patrullas unionistas y confederadas. Cuando Tyler llegó a Baton Rouge ella se hallaba a muchas millas de distancia, camino de Nueva Orleáns, en cuyas pululantes calles desapareció tan completamente como si no hubiera existido nunca.
* * *
Después de cuatro días de infructuosa búsqueda, Tyler regresó a Nueva Orleáns. Penetró allí sin salvoconducto, por el sencillo sistema de utilizar el embarcadero que la finca de René Doumier tenía río arriba. Quitó los hierbajos que cubrían la tumba del desgraciado mulato, depositó encima un puñado de flores silvestres y se dirigió a la ciudad, a la que llegó poco después de las nueve de la noche. Penetró en el barrio de San Carlos por un camino muy poco frecuentado, zigzagueando de calle en calle para no tropezar con las patrullas. A las once estaba en la residencia de los Drake.
Estrechó entre sus brazos a Sue, ya vestida con ropas de noche. Parecía una niña pequeña y pesaba menos que una pluma. Varios años de alimentarse mal a causa del bloqueo la habían hecho palidecer, pero hasta la última insinuación del color desapareció de sus mejillas cuando él dijo que tenía que marcharse y que, hablando con franqueza, podían pasar años antes de que volvieran a verse. Le abrazó fuertemente, lloró y llamó a los sirvientes para que diesen comida y bebida a su amado.
Hasta bastante después de medianoche permanecieron juntos, sentados en el sofá. Sue apoyaba su hermosa cabeza en el hombro de Tyler. No proferían palabra, limitándose a escuchar cómo el péndulo del viejo reloj marcaba con ritmo lento y pausado el paso del tiempo.
Sue murmuró:
—Se hace muy tarde, Ty.
Él repuso con acritud:
—Y no sabemos ni qué decirnos, como te consta, Sue. Para mí es intolerable esta continua tensión nerviosa, esta condenada tortura que roe mis adentros al pasar tiempo a tu lado tratándonos como si fuéramos desconocidos.
—Ty...
—Esto es un infierno para mí, muñequita. De fuego, o de hielo. Lo más que consigo es verte cerca de mí e infinitamente lejos de mi alcance. Sentir el deseo de abrazarte, de cegarme mirándote, y...
Ella imploró:
—¡Por Dios, Ty!
Ty insistió con voz ronca:
—Parece que no sabes cuánto te deseo.
Susana rompió a llorar.
—Acuérdate de lo que me prometiste.
—Ya lo sé. Por eso voy a obedecer a Ben Butler y salir de Nueva Orleáns. No hay otra razón. He resistido cuanto podía.
Se levantó. Su contraído labio era como una herida en su delgado rostro de ave de presa.
Sue se incorporó muy lentamente y miró a Tyler. Cristalinas lágrimas humedecían sus ojos y resbalaban
lentamente por sus pestañas, corriendo en paralelos surcos por su rostro y temblando, argentadas como la luna, en sus estremecidos labios. Serenamente y con inmensa dignidad tendió la mano a Tyler.
—Adiós — le dijo.
9
Todas las cosas acabarían por arreglarse. Cesarían de mugir las olas, de encresparse el mar y de espesarse la niebla. Y cesarían también, a la larga, el tiempo, el pensamiento, las creencias, los disgustos y las esperanzas. Y lo que después quedara podría ser vacío impenetrable incluso al vuelo de las gaviotas o de las blanquinegras alas de los albatros que pintaban cruces en la concavidad del cielo. De un cielo no interrumpido por una voluta de humo, ni por el blancor de una vela ni por la oscura línea de una costa en el horizonte.
Llegó el tres de marzo de 1864. La fecha en sí no significaba nada. Muchos días grises como la pizarra, atronadores con el temporal, brillantemente azules como una turquesa, se habían alejado en el correr del tiempo, sin dejar otro recuerdo que una monótona apatía.
Tyler introdujo la mano dentro de la camisa y se frotó los bordes de la cicatriz, en forma de ancha media luna que había estado a punto de dividirle en dos mitades. Lo efectuaba a menudo, porque el tiempo revuelto hacía que le doliesen sus antiguas heridas. Doce tenía en la piel, todas recibidas el día en que el crucero unionista Nifón había colocado una granada en el puente del Bruja de Mar al extremo del New Inlet. El timonel había quedado malherido y el segundo de a bordo inconsciente por la concusión causada por el proyectil. Tyler tuvo que empuñar la rueda y llevar el barco a la costa, con once esquirlas de acero yanqui en el costado y el vientre abierto por un casco de granada que de todas formas no penetró excesivamente en los músculos que le protegían las entrañas. Hubo de pasar tres meses en un hospital de Wilmington, donde los médicos le pusieron en más trance de muerte que le habían puesto ios yanquis. El Bruja de Mar se preparó a zarpar con un capitán nuevo, pero la tripulación se amotinó unánimemente, jurando que no navegarían con nadie que no fuese su adorado comandante, que siempre sacaba de peligro a su buque.
Tyler, demacrado como un espectro, salió del lecho al fin y condujo su nave a Nassau, donde le esperaba el Capitán Pat. Era éste un navio bueno y grande, algo más rápido que el Bruja de Mar y muchísimo más sólido. Tyler tomó su mando en abril de 1863 y a la sazón llevaba casi un año de ejercerlo. Crecía su fama y los marineros se disputaban el honor de enrolarse con él. Hasta los demás capitanes no le llamaban por otro nombre que el de «Capitán Rebelde», título que él ondeaba como una bandera mientras recorría los extensos mares. Por su captura se ofrecía una recompensa superior a la que se anunciaba por la de cualquiera de sus colegas dedicados a forzar el bloqueo.
Todo aquello podía ser una fuente de orgullo, pero él no sentía orgullo alguno. No experimentaba más que un mortal cansancio y notaba en su interior un vacío vasto y resonante como el cielo y el mar. No había recibido carta de Susana desde aquel día de agosto de 1862 en que marchó de Nueva Orleáns, convertida en nula su gran requisa de algodón y estrellados en la roca de la fidelidad de Susana cuantos brillantes planes concibiera para ofrecerle opulencia y dicha.
En lo demás había tenido éxito desde entonces. Ignoraba el dinero que poseía. Sólo su salario alcanzaba a cincuenta y cinco mil dólares en los últimos cinco meses. Los armadores Meredith y Compañía no dejaron de pagarle mientras estuvo hospitalizado. Ni siquiera se esforzaba en contar su creciente fortuna, porque el dinero era cosa que también había dejado de importarle.
Se divertía de lo lindo mientras estaba en tierra.
Al principio le parecía aquello regocijante, ya que se amoldaba a su irónico concepto de la debilidad y de la fragilidad humanas, pero acabó por cansarse de todo.
Antes de una hora avistaría Nassau. Allí le aguardarían abundantes notas perfumadas.
Se estremeció al pensarlo.
* * *
Había acertado con toda exactitud respecto a las perspectivas que le esperaban en Nassau. Rompió en menudos fragmentos los billetes amorosos sin leerlos, los tiró a la apagada chimenea, sentóse y meditó.
«Debo hablar con Vivian — pensó—. Es muy comprensivo. Resulta curiosa la deferencia que lo separa de Cedric. Éste es un tipo sanguíneo, alegre, despreocupado y en cierta manera casi animal. Pero Vivian es sereno y tranquilo. No tranquilo, no, sino que tiene tranquilidad. Es extraño que ambas cosas sean tan diferentes. De seguro que encuentra inmenso placer en dirigir la oficina de Nassau.»
Levantóse con brusca decisión y salió del cuarto. Diez minutos después penetraba en la sucursal que tenía en Nassau la empresa Meredith y Compañía.
Dijo sin ceremonia:
—Estoy harto de esta vida. ¿Puedo irme a Nueva Orleáns, o debo resignar el cargo?
Vivian encendió un fósforo y lo aplicó a su pipa.
—Tienes un carácter muy arrebatado. Puedes ir a Nueva Orleáns cuando quieras. De lo contrario acabarías, dada la irritación nerviosa en que vives, por hacer encallar al Capitán Pat y hundirlo. Además, no soy tu armador. Tú eres un accionista importante de la Compañía y, por tanto, tu propio patrón. Pero no comprendo la razón de tu acaloramiento.
Tyler contestó:
—Perdona. Aciertas en que estoy muy nervioso. He visto morir a muchos hombres valiosos y por motivos que empiezan a no valer para nada.
Vivian adujo:
—Depende de lo que tú llames no valer para nada.
Y por cierto que olvidaba decirte una cosa. El Capitán Pat II está ya casi listo. Se botará el primero de julio.
Y eso significa que dispondrás del barco a mediados o fines de agosto.
—¿Por qué disponer de él? ¿Qué tiene de malo el Capitán Pat II
—Nada. Sólo que el Pat II es uno de los buques más veloces y manejables que se han construido. La propulsión se efectúa mediante hélices gemelas y no con palas. Puedes, usándolas adecuadamente, hacer virar el buque en un instante. Además, atiene el casco de acero. Es el cuarto barco del mundo construido de placas de metal Naturalmente ha costado un disparate de dinero.
Tyler preguntó:
—¿Y por qué se ha gastado?
—Porque se han empeñado los accionistas. Algunos de ellos que querían comerte el corazón hace dos años han insistido ahora en que no se designe otro capitán. En los últimos días han sido capturados tres de los buques dedicados a forzar el bloqueo y tú eres uno de los pocos capitanes que nunca han perdido un buque. Creo que en tan largo tiempo no hay hombre que tenga un historial tan brillante.
—¿Puedo llevar conmigo la tripulación actual?
—Desde luego. Casi se nos amotina cada vez que tiene que navegar con otro. Y el peor en ese sentido es Hargraves. Siempre regresa con alguna enfermedad misteriosa que le hace pedir Ucencia hasta que tú te encargas del mando.
Tyler dijo someramente:
—La fe que tiene el jefe de máquinas en mí es tan grande, que hasta me asusta. Y no sé por qué la tiene/ Dos veces ha salvado la vida por milagro, a causa de graves errores míos.
Vivian explicó:
—Hargrave cree en tu suerte y presume que esa suerte se funda en tu integridad, y admira tu proeza al entrar con el Bruja de Mar en Wilmington después de haberte casi partido en dos una granada. Además de la fe en ti se enorgullece de tus conocimientos y competencia. Entiende que, dada la cantidad de sangre que perdías, hubiera estado perfectamente justificado que te hubieses dejado capturar en vez de llevar tu barco a la costa. Y es el caso que Hargraves tiene razón, aunque tú suelas despreciar o tener en poco tu fundamental energía.
—No fui partido en dos. Si aquel casco de granada me hubiese abierto el vientre, se me habrían salido los intestinos por la herida como le pasó...
—¿A quién? — preguntó Vivian.
Tyler dijo con amargura:
—A Reed Clayton. Y quiero que sepas que no tengo pensamiento noble alguno. Si en algo acierto, lo hago por instinto. Supongamos que la pérdida de sangre me hubiera costado la vida. ¿No era natural que prefiriese morir libre en la costa que a bordo de un crucero yanqui?
—A la mayoría de la gente — agregó Vivian — le tiene sin cuidado el lugar en que muere. Lo que le importa
—es morir. Tú, Tyler, niegas y ridiculizas cuantas cosas haces. Dígase en tu descargo que no te jactas de tus errores. Es enloquecedor cómo desprecias muchas cosas tuyas, como fue que sacaras tu buque libre bajo el fuego, que resultases medio muerto, que tuvieses la ropa tan pegada al cuerpo por la sangre seca que hubiera que cortar la tela con un cuchillo y que después de eso afirmes creer seriamente en que nadie en la tierra pueda dejar de menospreciar el significado del honor.
Tyler repuso gustosamente:
—Pues lo menosprecio.
—Di más bien que lo has procurado. Y todo lo que bebes y todo tu trato con las mujees han sido tan inútiles en el sentido de reducir tu esencial decoro y tu in— corruptibilidad como las cadenas, cilicios y flagelos de los penitentes medievales lo eran para modificar los apetitos de la carne.
Tyler miró a su primo.
—¡Queda con Dios, Vivian! ¡Vete al mismísimo infierno!
Giró sobre sus talones y salió dando zancadas.
* * *
Un mes más tarde se encontraba en Tejas, sin haber podido ir más allá de Galveston. El bloqueo era casi imposible de romper partiendo de Mobile. Los cruceros de la Unión llegaban a capturar el ochenta por ciento de los barcos mercantes que intentaban la empresa. Como era demasiado arriesgado embarcar en los vapores yanquis que hacían la carrera del puerto mejicano de Matamoros a Nueva Orleáns, tuvo que tomar el tren del norte hasta Houston. El nombre de Tyler era ya muy conocido y había peligro de que alguno de los espías yanquis de los que pululaban a docenas en Nassau pudiera delatarle. La ley prohibía que los trenes de la Confederación hiciesen más de diez millas por hora, prohibición inútil por lo que se refería a los convoyes de Houston, porque, si hubiesen rebasado la marcha horaria de ocho millas, se hubieran reducido a pedazos. A intervalos el maquinista había de detener la locomotora y él y el fogonero se daban una vuelta por las praderas para cazar codornices. Pero al fin llegaron a Houston y allí, en un par de días, Tyler pudo comprar un caballo utilizable.
Emprendió el camino de Luisiana. Hubo de hacer frente a una cuadrilla de bandoleros que querían despojarle de su ropa y del oro que estaban seguros de que llevaba. Pero Tyler era buen tirador de revólver, incluso a caballo. Hirió a dos de los bandidos y los demás huyeron. Al llegar a St. Martinsville cayó gravemente enfermo, víctima de su debilidad, y de los efectos de sus antiguas heridas, pasó tres semanas en el lecho, afectuosamente atendido por una familia acadiana. Aquellas personas, lejos de intentar despojarle del oro que llevaba en su cinturón hueco, se lo quitaron y guardaron escrupulosamente mientras permaneció en estado de febril inconsciencia. Y después se negaron, cuando le devolvieron su riqueza, a aceptar un penique en pago de sus servicios. Tyler, viendo la pobreza de la familia y en especial la mísera condición de su ganado, compró a un campesino de los contornos una vaca, un cerdo y tres puercas para la cría. Eso le fue aceptado, considerando que se trataba de un agasajo práctico y decoroso, mientras el dinero era cosa vil y símbolo de corrupción. Tyler pensó que aquellas personas sabían algo que a muchas personas inteligentes les cuesta toda la vida llegar a entender.
El cinco de mayo de 1864 llegó a Nueva Orleáns. Aquel día comenzaba la primera batalla de las zonas esteparias, pero Tyler no lo sabía ni le importaba. Tenía otras cosas en que pensar. Entró en la ciudad sucio, cansado y sin afeitar, y se dirigió hacia la casa de los Drake.
La propia Susana le abrió la puerta. El corazón de aquel hombre se conmovió al ver a la joven. Nunca había sido corpulenta, pero a la sazón había llegado a una delgadez conmovedora. Tyler razonó que, cada vez que volvía a verla, la encontraba más demacrada.
«Si esta condenada guerra no termina pronto...», pensó.
No osó completar aquel terrible pensamiento.
Sue no dijo nada. La alegría iluminaba su rostro. Con lento paso avanzó hacia los brazos de Tyler, que la esperaban.
10
El Padre José Meredith estaba sentado al pie de un árbol, sobre una elevación del terreno, y miraba el campamento instalado a orillas del río Rapidan. No se podía en rigor llamar campamento a aquello, que de tal sólo tenía su olor característico. Un olor compuesto de muchas cosas, como el humo de las hogueras en que se cocinaba, el aceptable de la carne que se asaba, el hedor de las letrinas y, más cerca, el de los cuerpos sin lavar. No había tiendas de campaña ni se usaban hacía mucho. Algunos de los soldados se procuraban albergues de lona formados por tres piezas unidas mediante ojales y botones. Los tales refugios no ofrecían mala protección contra la intemperie. Como todo lo ordenadamente manufacturado, aquel material había sido capturado al enemigo. Excepto fusiles, pólvora y buenos acorazados con malas máquinas, la Confederación no producía nada, y lo que poseía desde antes de la guerra, como, por ejemplo, rieles y vagones, estaban en las últimas etapas del acabamiento.
Varios de los combatientes improvisaban algo parecido a tiendas, clavando en el suelo dos palos bifurcados y tendiendo de uno a otro un tercer palo. Se ponían dos más en sentido perpendicular u oblicuo, en la dirección del viento, y la rústica armazón se cubría con maleza. Pero la mayoría de la tropa no se molestaba en prepararse albergues; Los hombres dormían en el suelo envueltos en rotas mantas o restos de mantas. Tanto los habían endurecido tres años de guerra, que se dormían tan pronto como se acostaban, sin sentir el frío, la humedad ni los parásitos que devoraban sus carnes.
Llevaban acampados algún tiempo. Eso se advertía en el hecho de que la mayoría de los hombrés iban rasurados. En virtud de una ley no escrita, no llevaban barbas más que los oficiales. En las prisas de las marchas y contramarchas o en la tensión de la batalla, las barbas brotaban de todos los rostros. Pero en el campamento los soldados solían afeitarse para no tener en los pelos un nido de insectos.
Los soldados vivían en la ociosidad. Una docena de corros jugaban al póquer o a los dados. Dos intelectuales disputaban una partida de ajedrez. Varios de los más jóvenes, no olvidados aún de su infancia, jugaban a las bolitas. Otros lo hacían con botones, piedrecillas y habichuelas. Algunos de aquellos objetos servían de substitutivos en el combate cuando un hombre agotaba sus municiones. No faltaban quienes jugasen a la pelota, con (singulares y asombrosas variantes inventadas por ellos. Unos pocos escribían cartas.
El Padre José miraba a los hombres de su regimiento. ¿Cómo se llamaba éste ahora? ¡Ah, sí! Regimiento de Howell. Los fusileros de Luisiana no existían hacía largo tiempo. De los hombres que partieron con tan orgulloso nombre no quedaban en filas más que él y Jorge Drake. Los demás habían muerto, estaban retirados por heridos y hasta unos cuantos habían desertado, aunque muy pocos. Muchos de los soldados no eran de Luisiana siquiera. Se los había reclutado en el Oeste, en el centro de Tennessee y en Virginia. Los fusileros de Luisiana se habían disuelto por falta de efectivos, y con sus restos se formó el regimiento de Smith, con cuyas reliquias se creó él de Boswell, y con las del de Boswell el de Thompson, y con las de éste..., Era interminable.
¡Pobres hombres! ¡Eran sus compañeros... e hijos de Dios! Los labios del Padre José pronunciaban silenciosas palabras.
Pero sentía el corazón tan frío, que incluso dejó de orar.
Después de la acción de Shiloh, José había con un esfuerzo de voluntad, alejado sus dudas, mas no tardaron en volver a hostigarle.. Algunas de ellas, dejando de ser dudas en definitiva, habían cristalizado en certidumbre. La Confederación había ganado muchas más batallas que la Unión, pero, incluso ganándolas, tenía la guerra perdida. Ello podía darse por seguro, incluso hacía mucho tiempo. Acaso desde el mismo día en que el viejo Edmundo Ruffin empuñó el botafuego del cañón que hizo silbar el primer proyectil dirigido contra Fuerte Sumter. Abundaron los brillantes hechos de armas y las magistrales maniobras de caballería, generalmente debidas a la genialidad de los jefes militares del Sur, pero...
Pero las victorias del Norte eran permanentes y las del Sur no. Se repetía de continuo la necesidad de seguir luchando hasta anegarlo todo en sangre. Las ciudades ocupadas por la Unión, como Nueva Orleáns, Baton Rouge, Natchez, Vicksburg y Nashville, no volvían ya a manos confederadas. Los confederados habían matado a yanquis por docenas de miles y ellos sólo perdido millares. Pero lo grave era que el Norte podía reemplazar aquellas pérdidas, mientras que, en mayo de 1864, el Sur no tenía de donde sacar tropas. Se acercaba el momento de que hubiera ocasiones en que un general había de no presentar batalla, aunque estuviera seguro de vencer, por no poder arriesgar las bajas que había de costaría la victoria.
Lo que amargaba el corazón del Padre José era la imposibilidad de atajar aquella matanza. La guerra, que él y muchos más consideraban perdida, tenía que continuar. No lograba acostumbrarse al violento y odioso sacrificio de vidas, y ahora con mucho menos motivo puesto que sabía que no iba a valer para nada. Además, en el partido opuesto había otros hombres tan buenos y tan cristianos como él, que oraban por la victoria al mismo Dios a quien él rezaba. ¿Cómo podía saberse a quién iba a escuchar Dios?
Se apoyó en el pino. Las náuseas que le causaban tantas muertes inútiles invadían todo su cuerpo.
«Otra vez el mismo pensamiento — dijo su corazón—. No debo pensar así. Es una maldad y un pecado.»
Pero aquellas impresiones actuaban continua e inquietantemente en su subconsciente, concretándose en ideas que parecían verdades y se expresaban con letras tan vividas como los fuegos del campamento.
Pensó:
«Si hay Dios...»
Estaba a punto de caer de rodillas y pronunciar una plegaria, pero antes de que las palabras acudiesen a sus labios vio a Jorge Drake que se acercaba a él, llevando en la mano un humeante vaso de campaña.
Jorge dijo:
—Beba esto, Padre. Es café. Un verdadero y auténtico café y no agua con bellotas tostadas.
El Padre José preguntó:
—¿Dónde lo has encontrado, Jorge?
Drake repuso calmosamente:
—Hablando a las avanzadas yanquis. Les cambié una libra de tabaco de mascar por una libra de café. Esos yanquis son muy buenos muchachos.
El Padre José meditó en aquella reflexión. ¿No era terrible que hombres que habían dejado de odiarse hacía mucho hubieran de proseguir acuchillándose?
No lo ,sabía. Porque los yanquis eran, en efecto, muy buenos muchachos. Y también lo eran los meridionales. Y también la mayoría de los hombres. Los centinelas de los dos ejércitos intercambiaban lo que uno y otros poseían, nadaban juntos en el río cuando sus oficiales no los miraban, y de trinchera a trinchera conversaban acerca de sus casas y de las muchachas que en la retaguardia había dejado. Eran hermanos, y en unos y en otros latían los mismos anhelos y las mismas añoranzas. Sí, eran hombres que muy a menudo profesaban las mismas creencias y, no obstante, habían de seguir combatiendo hasta que sólo quedaran vivos viejos y niños y el mundo se hallara arruinado sin esperanza de reconstrucción.
Sorbió el caliente café. Corría el mes de mayo y hacía aún cierto frío para cruzar las aguas a nado, pero los soldados cambiaban lo que podía sobrarles, remediando así las carencias de los otros. Para ello construían diminutas balsas que hacían pasar de una ribera a otra del Rapidan.
El Padre José volviose para hablar a Jorge Drake y le miró.
Merecía la pena. Los fondillos de los amarillentos calzones de Jorge tenían un remiendo en forma de corazón perforado por una flecha. Aquello era entonces la moda en el ejército de la Virginia septentrional. En el otoño último un hombre de buen humor había iniciado la moda. Y a la sazón nadie llevaba remiendos ovales o cuadrados. La franela roja era objeto de gran demanda, porque hacía que los remiendos resaltaran más claramente. Solían tener forma de corazones sangrantes, de corazones entrelazados, de corazones perforados, de cuadrados, espadas y bastos. En resumen, de las más disparatadas fantasías que los anhelos del pícaro corazón de un soldado podía imaginar.
Jorge calzaba sandalias de cuerda con suelas de madera. Era afortunado. Muchos de sus compañeros iban descalzos del todo.
Pero lo que más impresionó al Padre José fue el rostro y la expresión de su conciudadano. Jorge estaba demacrado por lo poco que comía — poco y para colmo mal—, y sus mejillas y mandíbulas aparecían cubiertas de una descuidada barba. Y, con todo, su expresión era natural y pacífica.
El Padre José pensó con amargura:
«Mucho más pacífica es la expresión de este hombre que la mía».
Porque Jorge Drake era algo muy raro: un soldado por naturaleza. Había sobrevivido a los lances de la guerra precisamente por serlo. Cada vez que se detenía, usaba la bayoneta para cavar en el suelo un hoyo por fatiga que sintiese. Disparaba con cuidado*, encañonando bien el objetivo y, más que oprimir el disparador, lo acariciaba. Tenía miedo muchas veces, pero siempre sabía dominarlo. Si había que andar a la carrera, lo hacía precavidamente, describiendo una línea quebrada y aprovechando todo saliente del terreno que le ofreciese una defensa natural. Sabía dormir de todos modos, inclusive de pie. Podía comer de todo sin que le hiciera daño. Era indiferente al calor o al frío. Y, sobre todo, procuraba pensar lo menos posible.
No había visto a su mujer desde que empezó la guerra. Durante el primer año de campaña había estado demasiado lejos de Nueva Orleáns y harto ajetreado para conseguir una licencia, aunque la pidiera a, menudo. En el segundo año carecía de punto al que dirigirse si le concedían permiso. Ello le disgustaba, pero no más que lo absolutamente necesario. Sabía que los yanquis eran personas honradas y que las violaciones de mujeres no figuraban entre los defectos que pudieran tener. Sospechaba que Sue, en una ciudad ocupada, padecía menos que las mujeres habitantes de las ciudades que seguían en manos de la Confederación.
Porque Nueva Orleáns, al volver a pertenecer a la Unión, ya no estaba sometida al bloqueo. Los buques neutrales podían llevar a sus muelles los necesarios abastecimientos por cuya falta perecían las ciudades confederadas.
Además tenía una fe inquebrantable en la virtud de su mujer. Otras podían cometer deslices, pero no Sue, a pesar de los años de separación de su esposo.
Estaba seguro de ello y no porque pensase que Sue era perfecta. Bien sabía que en el fondo ella seguía manteniendo un latente amor por Tyler Meredith. Pero no estaba en Nueva Orleáns, sino que continuaba forzando con su buque el bloqueo. Puesto que no se hallaba allí, sino en los mares, no podía racionalmente entrar en la ciudad. En ese sentido Jorge Drake sentíase seguro.
Jorge era un buen cristiano, de una manera sólida y no imaginativa. No se preocupaba de sus propios fracasos ni de sus faltas. Bebía mucho. Sabía perfectamente que un hombre que se encuentra en grave peligro de morir tiene perfecto derecho a embriagarse.
El no menor de sus méritos era que, al cabo de tres años de guerra, no había pasado de soldado distinguido. Había sido herido dos veces y recibido tres condecoraciones por su comportamiento, pero cada una de sus proezas había sido puramente accidental y dimanante de haber hecho en cada momento la cosa más oportuna. Nada, en consecuencia, constituía una de esas hazañas que motivan la obtención de un ascenso en el campo de batalla.
Había conocido muchos oficiales y soldados rasos a quienes sobraba valor, brío y arrojo. Pero todos habían muerto ya. Era muy bello y atrayente, muy propio de gente valerosa, dar una carga en campo abierto esgrimiendo un sable y profiriendo el grito de guerra de los rebeldes. Pero una bala rayada no establecía diferencia entre prudentes y denodados. Se limitaba a entrar en el vientre del herido con un blando ruido de choque, para echar fuera del cuerpo el paquete intestinal. Resultaba mucho menos arrogante y hermoso adelantar arrastrándose sobre el vientre y usando todo pedrusco, árbol, maleza y hueco del terreno como cobertura. Pero así se llegaba hasta el enemigo y cabía dar muerte a algunos. Y, si ello no se conseguía, era por mala suerte. Un hombre podía aceptar como inevitable la mala suerte, mas no se encontraba en la muerte comodidad alguna cuando se recibía en forma de bala en el vientre o en los pulmones. Y menos se gozaba del heroísmo cuando uno se revolcaba en su propia sangre y reflexionaba que había sido un condenado. imbécil.
Algo en las facciones del Padre José atrajo su atención. Sierúpre le había observado aquella misma tristeza desde la batalla de Shiloh. Sólo que ahora la expresión era mucho más grave. No se trataba de una tristeza intensa, sino de algo que podía considerarse la muerte de la esperanza.
Aquello impresionó a Jorge. Porque un hombre cualquiera podía perder la esperanza y él mismo la había perdido muchas y repetidas veces. Pero siempre en el combate. Una vez de nuevo en el campamento, la esperanza renacía. Y Drake nunca la había perdido antes de comenzar una acción. Ésa era la peor de todas las cosas. Resultaba tan auténticamente suicida como el verdadero pánico. El temor razonable servía para salvar la vida, porque hacía al hombre consciente, activo y dispuesto a todo. En cambio, el pánico paralizaba y dejaba al hombre inmóvil bajo el fuego, obligándole a realizar las cosas más equivocadas en las más inoportunas ocasiones. Entrar en acción sin esperanza no era tan malo como el pánico, sino peor. Y parecía asombroso que un sacerdote con vocación sincera experimentase desesperanza. Ello era realmente gravísimo.
Jorge, como tollos los hombres del regimiento, consideraba al Padre José una especie de talismán. El Padre estaba siembre en lo más encarnizado de todas las refriegas, y, sin embargo, nunca recibía una herida. Drake no ignoraba que ello, en parte, se debía a la repugnancia que los soldados de ambos partidos sentían cuando se trataba de disparar contra un capellán. Claro que en el calor de la batalla era muy fácil cometer errores. Además, los paquetes de metralla y las granadas no tenían la gentileza de discriminar sus víctimas.
Jorge pensó:
«Tengo que ver si animo a este hombre. Tal como está, no sirve para nada. Creo que no sabría ni rezar una oración».
Dijo en voz alta:
—Mire, Padre: le traigo el último número del Rapid Ann. Lleva una nueva lección sobre táctica. Es muy posible que lo envíe a Sue.
Entregó el sucio y manoseado ejemplar del periódico al Padre José. La hoja estaba escrita con lápiz y para hacerlo se usaba cualquier clase de papel que se tuviese a mano. El Padre José casi nunca leía aquel periódico, algunas de cuyas bromas no se escribían pensando en obtener la aprobación de un sacerdote.
Tomó el papel sin mirarlo y dirigió la vista a Jorge Drake.
—¿Tienes noticias de tu mujer?
Jorge respondió tristemente:
—No, Padre. Y ahora es muy difícil. Antes buscaba, a veces, un pase de los generales para atravesar las líneas y enviarme sus cartas desde cualquiera de las poblaciones que aún están en nuestro poder. Mas ahora eso significa llegar no menos que hasta Alejandría. Repito que los yanquis son muchachos honrados. Pero, yanquis o rebeldes, hay bandoleros y gente suelta que son temibles para todos. Además muchos negros andan en libertad. Y, para colmo, no ignoro eso de los registros.
—¿Registros?
—Sí. Hay muchas mujeres que pasan contrabando desde Nueva Orleáns para los parientes que tienen en el ejército. Lo que más traen es sal y quinina. En Nueva Orleáns, ahora, pueden encontrarse medicamentos y cosas semejantes. De modo que los yanquis se dedican a registrar a las mujeres.
El Padre José se irguió, lívido y colérico.
—¿Las registran?
—Los soldados no. Se valen de mujeres para eso. Ya sabe usted que los unionistas gozan de muchas simpatías en las partes septentrionales del Estado. Esas mujeres que registran proceden en su mayoría del Sur, con unas pocas yanquis de cara de caballo, que las encuadran, por si acaso..» Pero, de todos modos, unas y otras son muy rudas. Obligan a las nuestras a encerrarse en un cuarto, desnudas como su madre las trajo al mundo. Desde luego, puertas y ventanas están cerradas, pero los yanquis siempre se arreglan para mirar por algún sitio. Y, después de registrarles las ropas, las encargadas de eso...
El Padre José, dijo:
—Sigue, Jorge.
—No debía hacerlo teniendo en cuenta que es usted un ministro de Dios. Pero también es un hombre y un soldado. El caso es que investigan también en sus cabelleras y cuerpos para ver si nuestras muchachas llevan escondidos tubos de quinina.
Jorge contemplaba atentamente la faz del Padre José% cerciorándose de que había desaparecido de ella toda expresión de desesperanza, a la que había sustituido la ira. Y Drake suspiró, sinceramente aliviado. Las cosas marcharían así mejor.
El Padre José comentó:
—Una de las peores cosas que tiene la profesión sacerdotal es que nos está prohibido jurar y proferir palabrotas.
Jorge sonrió:
—No se preocupe de ello. Yo me encargaré de soltarlas por los dos. De manera que... El caso es que tuve que prohibir a Sue que probase a pasar las líneas para enviarme cartas. Y me siento muy triste sin ellas.' Pero ya nos veremos Sue y yo cuando esta tremenda guerra termine.
José preguntó:
—¿Estás seguro de ello?
—Sí. Soy el más condenado y maldi....
Se interrumpió:
—El más endiablado buscador de escondites, el más
amigo de atrincherarme y el más partidario de la retirada que tenemos en este ejército. No por eso me creo cobarde. Tampoco sirve de nada. El hombre fusilado por cobarde queda tan muerto como el que recibe un tiro en la batalla. Además, los cobardes se hacen matar exactamente lo mismo y tan a menudo como los héroes. Se paran, vuelven la espalda y corren a cobijarse. La bala que le alcanza a uno en la espalda cuando huye atraviesa los intestinos igual que la que llega de frente cuando se avanza a la carga. Vea como yo considero las cosas: hay que saber hasta dónde llega la decisión, sin ser por ello un maldito imbécil...
Calló un momento.
—Caí en las mismas palabrotas, Padre. Un maldito e imbécil héroe iba a decir. La cosa es acertar a salvar el pellejo y no recibir una bala, sin por eso sentirse lleno de pánico y cometer alguna tontería que puede resultar fatal. No deseo ganar más medallas. Para mí, bien poco valen las $ condecoraciones. Si nuestras mujeres quedan viudas, las cuelgan en la pared hasta que las prenden en el pecho de algún grasiento cerdo de los que se aprovechan de todo y que las galantea hasta volverlas locas y convencerlas de que se casen con él. Yo nunca me ofrezco de voluntario. Procuro no dar ni la menor señal de inteligencia, porque son los inteligentes los que consiguen ascensos, y en esta guerra los tiradores yanquis tiran con mucha preferencia al vientre de los oficiales. Lo que hago es comer cuanto puedo y dormir siempre que se me presenta la ocasión. Lo importante es que le vean a uno los sargentos lo menos posible y desaparecer siempre que un teniente se acerca a media milla de uno. Con los capitanes, comandantes, coroneles y altos jefes no hay miedo de nada. Están muy por debajo de su dignidad para que se fijen en un pobre soldado. Siempe que emiten órdenes -para que un destacamento tenga que efectuar algo desagradable, como enterrar cadáveres que lleven cuatro días pudriéndose al sol, o cosa así, antes de que el mandato nos llegue podémos estar a tres millas del lugar. Los destacamentos se forman siempre con los soldados que están en su sitio.
El Padre José echó la cabeza hacia atrás, y rió fuertemente.
—Táctica de Drake — observó con voz interrumpida por la hilaridad—. Me parece, Jorge, que tienes mucho más sentido militar que el buen Hardee.
Jorge respondió, complacido;
—También lo creo yo. Pero, hablando de táctica, mire lo que nuestro periódico dice sobre este asunto.
Apuntó con el sucio índice la manoseada hoja garabateada con lápiz.
El Padre José leyó:
«Táctica del beso:
»E1 recluta se colocará cerca de la pieza.
«Primer tiempo: Inclinar la pierna derecha y afirmarse en la izquierda; se alzará la cabeza hasta el nivel de la boca de la pieza; a la vez se extenderán los brazos y se sujetarán las mejillas de la pieza con ambas manos.
«Segundo tiempo: inclínese el cuerpo ligeramente hacia adelante; adelántese la boca en forma de puchero y aplíquense los labios al morro de la pieza.
«Tercer tiempo: despéguese el soldado rápidamente de la pieza, valiéndose de ambas piernas para librarse de contusión u otro daño en caso de que sea muy grande el retroceso de la pieza».
—¡ Muy bien! — dijo, riendo, el Padre José.
Se sentía íntimamente muy aliviado. Jorge había sabido entenderle. Tenía habilidad para ello. Con todo, el sacerdote se sentía un tanto avergonzado al recibir consuelo ajeno cuando, en rigor, su misión era consolar al prójimo.
—Jorge — dijo—, ¿piensas que el enemigo atacará?
—Estoy seguro de ello. ¿Sabe quién manda a los que se nos oponen?
El Padre José dijo con voz apagada:
—Sí. Grant.
Sobrevino un silencio entre los dos. Un largo silencio. Cerca de ellos un soldado comenzó a cantar:
Volvámonos a casa,
mi Catalina...
Era una canción muy bella, muy nostálgica, muy triste, muy dulce. La había escrito aquel invierno un hombre llamado Crouch, que servía en otro regimiento. Quien cantaba, un irlandés, poseía una hermosa voz de tenor. Propagábanse en el silencio las notas, argentinas y tristes. Jorge Drake opinó:
—Alguna vez había de ocurrir. José le miró.
—¿El qué?
—Que los yanquis dieran el mando a un general del Oeste, como Thomas, Sherman o Grant.
El soldado irlandés seguía cantando:
Volvámonos a casa,
mi Catalina,
y crucemos el mar
vasto y revuelto.
Allí tu corazón
Espera al mío,
como yo, según siempre,
allí te espero.
El Padre José murmuró:
—¿Piensas que Grant batirá a Lee? Jorge gruñó:
—No, ni le es necesario. El tenor continuaba: