Sesión decimosexta
A pesar de que aquel día debió ser para prot muy largo y agotador parecía estar tan relajado como de costumbre. Al entrar en mi consulta miró a su alrededor para buscar la cesta de fruta. Yo puse en marcha la grabadora y comprobé si funcionaba bien.
—Si no le importa hoy tomaremos la fruta al final de la sesión.
—Y muy buenas tardes. Muy bien. De acuerdo.
—Siéntese.
—Con mucho gusto.
—¿Cómo va su informe?
—Lo tendré terminado para cuando me marche.
—¿Podría verlo antes de que se vaya?
—Cuando esté acabado. Pero dudo que le interese.
—Créame, me gustaría verlo lo antes posible. ¿Y el cuestionario del doctor Flynn?
—Gino, el día tiene las horas que tiene, incluso para un K-PAXiano.
—¿Sigue pensando en regresar a su planeta el diecisiete?
—Debo hacerlo.
—Sólo faltan treinta y ocho horas.
—Hoy está muy agudo, doctor.
—¿Irá Robert con usted?
—No lo sé.
—¿Por qué no?
—Sigue sin hablarme.
—¿Y si decide no acompañarle?
—Entonces habrá sitio para otra persona. ¿Quiere venir?
—Tal vez en otra ocasión. Ahora mismo tengo muchas cosas que hacer aquí.
—Me imaginaba que diría algo así.
—Dígame: ¿Cómo sabía que Robert querría irse con usted cuando llegó a la Tierra hace cinco años?
—Fue un presentimiento. Tenía la sensación de que deseaba dejar este mundo.
—¿Qué ocurrirá si ninguno de los dos se va ese día?
—Nada. Pero si no nos vamos entonces no podremos volver nunca a K-PAX.
—¿Sería eso tan terrible?
—¿Se quedaría usted aquí si pudiera regresar a su PLANETA?
—¿No puede enviar un mensaje diciendo que se retrasará un poco?
—Las cosas no funcionan de esa manera. Debido a la naturaleza de la luz… En fin, es una larga historia.
—Hay muchas razones para que se quede.
—Está perdiendo el tiempo —dijo bostezando.
Me habían dicho que llevaba tres días sin dormir para trabajar en su informe. Había llegado el momento de realizar mi último intento desesperado, y me pregunté si Freud había hecho algo así alguna vez.
—En ese caso me gustaría tomar con usted una copa.
—Si ésa es su costumbre —dijo con una sonrisa enigmática.
—Me imagino que preferirá algo afrutado.
—¿Está insinuando que soy una fruta?
—En absoluto.
—Era una broma, doc. Tomaré lo mismo que usted.
—Quédese ahí. No se mueva.
Entré en mi despacho, donde me estaba esperando con aire sardónico la señora Trexler con un carrito lleno de licores —whisky, ginebra, vodka, ron— y los acompañamientos habituales.
—Estaré aquí por si acaso necesita algo —murmuró.
Le di las gracias y regresé con el carrito a mi consulta.
—Creo que tomaré un whisky —comenté intentando aparentar que estaba tranquilo—. Antes de cenar suelo tomar un martini, pero en ocasiones especiales como ésta prefiero otra cosa. Aunque no hay muchas ocasiones especiales —añadí inmediatamente como si estuviera solicitando el cargo de director del hospital—. ¿Y usted?
—Lo mismo.
Puse dos whiskys bien cargados y le di uno a prot.
—Bon voyage —dije levantando mi vaso—. Para que tenga un buen viaje de vuelta.
—Gracias —respondió levantando el suyo—. Estoy deseando que llegue el momento.
No sabía cuánto tiempo llevaba sin beber, o si había bebido alguna vez, pero el primer sorbo pareció gustarle.
—Para serle sincero —le confesé—, K-PAX parece un lugar muy atractivo.
—Estoy seguro de que le gustaría.
—¿Sabe? Sólo he salido al extranjero dos o tres veces.
—También debería viajar más por su MUNDO. Es un PLANETA interesante.
Tomó un gran sorbo, pero se atragantó y estuvo un rato tosiendo. Mientras esperaba a que se recuperase me acordé del día que mi padre me enseñó a beber vino. No me gustaba nada, pero sabía que significaba el comienzo de la edad adulta, así que me tapé la nariz y lo tomé de un trago. Yo también me atraganté, y eché parte del borgoña en la alfombra de la sala, que sigue teniendo una mancha fantasmagórica. No sé si llegó a perdonarme por aquello…
—No odia a su padre —dijo prot.
—¿Qué?
—Siempre ha culpado a su padre de sus propios errores. Y para eso ha tenido que odiarle. Pero en realidad no le ha odiado nunca. En el fondo le quiere.
—No sé quién le ha dicho todo eso, pero no sabe de qué está hablando.
Se encogió de hombros y se quedó callado. Pero después de unos cuantos tragos más (no volvió a atragantarse) siguió insistiendo:
—Así es como justifica el hecho de que haya desatendido a sus hijos para tener más tiempo para su trabajo, diciéndose a sí mismo que no quiere cometer los mismos errores que su padre.
—Yo no he desatendido a mis hijos.
—Entonces ¿por qué no sabe que su hijo es adicto a la cocaína?
—¿Cómo? ¿Quién?
—El más pequeño. «Chip.»
Había notado algunas cosas —un cambio radical de actitud, una reducción constante de ingresos— que decidí no tener en cuenta hasta que encontrara tiempo para afrontarlas. Como la mayoría de los padres no quería reconocer que mi hijo era drogadicto, y estaba posponiendo el momento de la verdad. Pero lo que más me dolía era tener que enterarme a través de uno de mis pacientes.
—¿Hay algo más que quiera decirme?
—Sí. Deje ya de una vez de torturar a su mujer y no cante en la ducha.
—¿Por qué?
—Porque lo hace fatal.
—Pensaré en ello. ¿Qué más?
—Russell tiene un cáncer de colon.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo huelo en su aliento.
—¿Alguna otra cosa?
—Eso es todo. Por ahora.
Mientras daba vueltas a lo que acababa de decirme tomamos unas cuantas copas más en completo silencio, que se rompió cuando alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dije en voz alta.
Era Giselle, que venía de la biblioteca. Prot sonrió y la saludó con la cabeza. Ella le agarró la mano y le besó en la mejilla antes de acercarse a mí y decirme al oído:
—Se llama Robert Porter. Eso es todo lo que hemos podido averiguar.
Luego se acomodó en la silla de la esquina y yo le ofrecí una copa, que aceptó de buen grado. Durante un rato charlamos los tres de temas intrascendentes. Prot se lo estaba pasando en grande. Después de su cuarto whisky, cuando comenzó a reírse por cualquier cosa, vociferé:
—¡Robert Porter! ¿Puede oírme? ¡Sabemos quién es!
Prot se quedó sorprendido, pero enseguida se dio cuenta de lo que estaba haciendo y, visiblemente afectado por el alcohol, respondió con cierta dificultad:
—Sse lo he dicho muchas vecess. No quiere hablar.
—Inténtelo otra vez.
—Ya lo he hecho. Tiene que creerme. ¿Qué máss puedo hacer?
—Puede quedarse —exclamó Giselle.
—No puedo —dijo con tristeza volviéndose lentamente hacia ella—. Esss ahora o nunca.
—¿Por qué?
—Como ya le he explicado al doctor bre… brewer, me me esperan. La ventana está abierta. Ssólo puedo volver el diecisiete de agosto. A las 3.31 de la mañana.
La dejé continuar. No podía hacerlo peor que yo.
—Pero aquí no se está tan mal, ¿verdad que no?
Prot se quedó callado un momento con una expresión de asombro y fastidio mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas para que ella le comprendiera. Por fin dijo:
—Se equivoca.
Giselle bajó la cabeza. Yo le serví otra copa y jugué mi última baza.
—Prot, yo también quiero que se quede.
—¿Por qué?
—Porque le necesitamos aquí.
—¿Para qué?
—Cree que la Tierra no es un buen lugar. Pero puede ayudarnos a mejorarlo.
—¿Cómo?
—Bueno, por ejemplo, aquí en el hospital ha ayudado a mucha gente. Y hay otros muchos seres a los que puede ayudar si se queda. En la Tierra tenemos muchos problemas. Todos le necesitamos.
—Pueden ayudarse a sí mismos si lo desean de verdad.
—Robert le necesita. Su amigo le necesita.
—No es cierto. Ni siquiera me hace caso ya.
—Porque es un ser independiente con ideas propias. Pero le gustaría que se quedara, lo sé.
—¿Cómo lo sabe?
—Pregúnteselo.
Prot parecía desconcertado y cansado. Cerró los ojos y al inclinar el vaso derramó parte de la bebida en la alfombra. Cuando los volvió a abrir al cabo de un rato estaba completamente sobrio.
—¿Qué le ha dicho?
—Que ya he perdido aquí bastante tiempo. Quiere que me vaya y le deje en paz.
—¿Qué le ocurrirá cuando se vaya? ¿Ha pensado en ello?
—Eso depende de usted —respondió con su habitual sonrisa burlona.
—Prot, por favor. Yo también quiero que se quede —dijo Giselle con lágrimas en los ojos.
—Siempre puedo volver.
—¿Cuándo?
—Pronto. Dentro de unos cinco años. El tiempo pasa volando.
—¿Cinco años? —exclamé sorprendido—. Pensaba que volvería mucho antes.
Prot me miró con una profunda tristeza.
—Debido a la naturaleza del tiempo… En fin, hay unos convenios para los viajes espaciales. Intentaría explicárselo, pero estoy muy cansado.
—Lléveme con usted —le suplicó Giselle.
Él la miró con una compasión indescriptible.
—Lo siento. Pero la próxima vez…
Ella se levantó y le abrazó.
—Prot —dije mientras vaciaba la botella de whisky en su vaso y el de Giselle—. ¿Y si le dijese que K-PAX no existe?
—¿Quién es ahora el loco? —respondió.
Cuando Jensen y Kowalski llevaron a prot a su habitación, donde durmió cinco horas seguidas, Giselle me contó lo que había averiguado sobre Robert Porter. No era mucho, pero explicaba por qué no habíamos podido localizarle antes. Después de revisar cientos de periódicos antiguos ella y su amiga encontraron la esquela del padre de Robert, Gerald Porter, y de ese modo se enteró de que vivían en Guelph, Montana. Entonces se acordó de algo que había descubierto hace tiempo sobre un asesinato/suicidio que había ocurrido allí en agosto de 1985, y llamó al sheriff del condado donde había tenido lugar el incidente. Por lo visto no se llegó a encontrar el cuerpo del suicida, pero debido a un error burocrático se registró como un ahogamiento y no como una desaparición.
El hombre al que Robert mató había asesinado a su mujer y a su hija. La madre de Robert se fue del pueblo poco después de la tragedia para vivir con su hermana en Alaska. La policía no tenía la dirección. Giselle quería ir a Montana para intentar averiguar dónde había ido y para conseguir fotografías de la mujer y la hija y cualquier tipo de documento que pudiera resultarnos útil. Le di un adelanto para el viaje y le aseguré que le pagaríamos todos los gastos.
—Me gustaría verle antes de irme —dijo.
—Es muy probable que esté durmiendo.
—Sólo quiero mirarle unos minutos.
Lo entendí perfectamente. A mí también me gusta mirar a Karen mientras duerme con la boca abierta haciendo ruiditos con la garganta.
—No le deje marcharse hasta que la encuentre —me suplicó mientras salía de mi despacho.
No recuerdo bien qué hice el resto del día, aunque al parecer me quedé dormido durante una reunión del comité. Lo que sí sé es que me pasé toda la noche dando vueltas y pensando en prot, en Chip y en mi padre. Me sentía atrapado en medio de ninguna parte esperando repetir los errores del pasado una y otra vez sin poder evitarlo.
A la mañana siguiente llamó Giselle desde Guelph. Me dijo que, efectivamente, una de las hermanas de Robert vivía en Alaska, y la otra en Hawai. La familia de Sarah no tenía su dirección, pero Giselle se había puesto en contacto con un amigo suyo que trabajaba en Northwest Airlines para intentar averiguar dónde había ido la madre de Robert cuando se marchó de Montana. También había conseguido fotografías y documentos escolares de él y de su mujer gracias a la madre de Sarah y al director del instituto, que había pasado buena parte de la noche anterior revisando con ella los archivos.
—Encuentre a su madre —le dije—. Pero antes de continuar envíe por fax todas las fotografías y el resto de las cosas.
—Deberían estar ya sobre su mesa.
Cancelé mi entrevista con el comité de personal. Yo era el último candidato para el cargo de director, y a Villers no le hizo ninguna gracia.
Había fotos de Robert desde párvulos hasta su graduación, con una leyenda en el anuario que decía «Todos los grandes hombres están muertos y yo no me siento bien», junto con otras del equipo de lucha y varias de fiestas y excursiones. Había copias de su partida de nacimiento, su cartilla de vacunación, su expediente académico (sobresalientes y notables), una citación para el concurso del latín del condado y su diploma. También había fotografías de sus hermanas, que se habían graduado varios años antes, y algunos datos sobre ellas. Y una de Sarah, una rubia vivaracha vestida de animadora en un partido de baloncesto. Por último había una foto de toda la familia, muy sonriente, delante de su nueva casa en el campo. Por la edad de la niña debieron sacarla poco antes de que ocurriera la tragedia. La señora Trexler me trajo un café mientras la estaba mirando. Se la enseñé y le dije que eran su mujer y su hija, y que alguien las había matado. De repente se echó a llorar y salió corriendo. Entonces pensé que se preocupaba por los pacientes más de lo que parecía. Mucho después, al ojear su ficha cuando iba a jubilarse, me enteré de que a su hija la habían violado y asesinado hacía cuarenta años.
Fui a comer a la segunda planta y establecí una norma: los gatos no podían estar en la mesa. Me senté enfrente de la señora Archer, que ahora comía siempre en el comedor. Estaba flanqueada por prot y Chuck, que charlaban animadamente con ella. Después de mirar a ambos lados con indecisión levantó una cucharada de sopa, se la acercó a la boca y de repente la sorbió haciendo un ruido que se oyó en toda la planta. Luego cogió un puñado de crackers y los desmenuzó con energía en su plato. Para cuando terminó de comer tenía toda la cara manchada de sopa.
—Siempre he querido hacerlo —dijo complacida.
—La próxima vez eructe —le dijo Chuck.
Me pareció que Bess esbozó una sonrisa, aunque es posible que fuera una ilusión por mi parte.
Después de comer volví a mi despacho y le dije a la señora Trexler, que ya había recuperado la compostura, que cancelara todas las citas que tenía para ese día. Masculló algo incomprensible sobre los médicos, pero accedió a hacerlo. Después fui a buscar a prot.
Estaba en el salón, rodeado de todos los pacientes y los empleados de las dos primeras plantas. Incluso Russell, que había tenido una especie de revelación después de comprender que prot era el responsable de que María hubiese decidido meterse a monja, estaba allí. Al verme exclamó:
—El Maestro ha anunciado que se acerca el momento de su partida.
—Todavía no, Russ —dije yo—. Antes tengo que hablar con él. ¿Nos disculpan, por favor?
Tuve que asegurarles que regresaría enseguida para acallar un coro de protestas. Mientras íbamos hacia su habitación comenté:
—Harían cualquier cosa que les pidiera. ¿A qué cree que se debe?
—A que hablo con ellos de igual a igual. Es algo que los médicos parecen incapaces de hacer. Yo les escucho de verdad.
—Yo también les escucho.
—Usted les escucha de diferente manera. Le importan menos sus problemas que los artículos y los libros que saca de ellos. Por no hablar de su sueldo, que es demasiado alto.
En eso se equivocaba, pero no pensaba discutir sobre ese asunto.
—Tiene parte de razón, pero debo tener esa actitud para ayudarles.
—Y si lo cree así entonces debe ser cierto, ¿no?
—De eso precisamente quería hablar con usted.
Era la primera vez que entraba en su habitación desde que había desaparecido la vez anterior. Aparte de las libretas que estaban extendidas sobre la mesa no había muchas cosas más.
—Tengo algunas fotografías y unos documentos que quiero enseñarle —dije apartando su informe y abriendo mi carpeta después de separar un par de fotos.
Miró sus fotografías y los certificados de nacimiento y graduación.
—¿De dónde las ha sacado?
—Me las ha enviado Giselle. Las encontró en Guelph, Montana. ¿Reconoce al muchacho?
—Sí. Es robert.
—No. Es usted.
—Me parece que ya hemos hablado de eso.
—Sí, pero entonces no tenía ninguna prueba de que usted y Robert fueran la misma persona.
—Y no lo somos.
—Entonces, ¿cómo explica que se parezcan tanto?
—¿Por qué son redondas las pompas de jabón?
—Lo que quiero decir es que son exactamente iguales.
—Ni mucho menos. Él es más delgado y tiene la piel más clara que yo. Mis ojos son sensibles a la luz, y los suyos no. Somos tan diferentes como usted y su amigo Bill Siegel.
—No. Robert es usted. Usted es Robert. Los dos forman parte del mismo ser.
—Se equivoca. Yo ni siquiera soy humano. Sólo somos amigos íntimos. Si no fuera por mí él habría muerto.
—Como usted. Lo que le sucede a él le sucede también a usted. ¿Comprende lo que le digo?
—Es una hipótesis interesante —comentó mientras escribía algo en una de sus libretas.
—¿Recuerda que me dijo que el universo iba a expandirse y a contraerse una y otra vez para siempre?
—Naturalmente.
—También dijo que en el periodo de contracción el tiempo retrocedería, pero que no nos daríamos cuenta porque sólo tendríamos recuerdos del pasado y no sabríamos nada del futuro. ¿Se acuerda?
—Por supuesto.
—Pues lo mismo ocurre en este caso. Desde su perspectiva Robert es otro individuo. Desde la mía es evidente que usted y Robert son la misma persona.
—No ha comprendido bien el concepto. Da igual que el tiempo avance o retroceda; la percepción es la misma.
—¿Y?
—Por lo tanto da igual que tenga razón o no.
—Pero ¿reconoce que es posible que tenga razón?
—Lo haré si usted reconoce que es posible que yo venga de K-PAX —dijo con una gran sonrisa.
Bajo su punto de vista no había ninguna duda sobre su origen. Con un poco más de tiempo podría haberle convencido de que no era cierto. Pero no había más tiempo. Entonces saqué de mi bolsillo las fotografías de Sarah y Rebecca.
—¿Las reconoce?
Pareció sobresaltarse, pero sólo durante un instante.
—Son su mujer y su hija.
—¿Y ésta?
—Es una foto de sus padres.
—Giselle está intentando localizar a su madre y a su hermana en Alaska. Va a intentar traer aquí a su madre. Por favor, prot, no se vaya hasta que hable con ella.
—¿Cuántas veces tengo que decirle que debo marcharme a las 3.31 de la mañana? No hay nada que pueda hacer al respecto —replicó levantando los brazos.
—La traeremos en cuanto podamos.
Sin mirar el reloj afirmó:
—Muy bien. Tienen exactamente doce horas y ocho minutos.
Aquella noche Howie y Ernie dieron a prot una fiesta de despedida en la sala de ocio con muchos regalos para su amigo «alienígena», recuerdos de su visita a la Tierra: discos, flores y todo tipo de frutas y verduras. La señora Archer tocó unas melodías populares al piano acompañada por Howie al violín. Había gatos por todas partes.
Chuck le dio una copia de Los viajes de Gulliver que había cogido de las estanterías de la sala de lectura. Entonces recordé que prot me había dicho que el cuento (de la Tierra) que más le gustaba era El traje del emperador. Por cierto, sus películas favoritas eran Ultimátum a la Tierra, 2001, ET, Starman, El hombre de las estrellas y, por supuesto, Bambi.
Hubo muchos besos y abrazos, pero también detecté cierta tensión. Todos estaban nerviosos y emocionados. Por fin Chuck preguntó quién iría con él. Con aquellos ojos bizcos no estaba seguro si estaba mirando a prot o a mí. Pero prot respondió:
—Será el primero que se duerma.
Inmediatamente se pusieron en fila para darle el último abrazo, y después fueron corriendo a sus habitaciones y le dejaron solo para que terminara su informe y se preparase para el viaje. Todos intentaron desesperadamente quedarse dormidos con imágenes de yorts en su cabeza.
Yo le dije que tenía algunas cosas que hacer, pero que pasaría a despedirme antes de que se fuera. Luego me retiré a mi despacho.
Hacia las once llamó Giselle, que había conseguido la dirección de la hermana de Robert en Alaska. Por desgracia había muerto en septiembre del año anterior, y su madre se había ido a vivir con la otra hermana. Giselle había intentado ponerse en contacto con ella, pero sin éxito.
—Es demasiado tarde para llevarla a Nueva York a tiempo —dijo—, pero si la encontramos podría llamarle.
—Dése prisa —le dije.
Durante las tres horas siguientes intenté trabajar mientras escuchaba Manon Lescaut en mi radiocasete. En el tercer acto Manon y Des Grieux parten hacia el Nuevo Mundo, y al oírlo comprendí por qué me gusta tanto la ópera: en ella se puede encontrar todo lo que los seres humanos son capaces de sentir, toda la alegría y la tristeza de la vida, todas sus experiencias y emociones.
Mi padre también debió haber sentido esto. Aún puedo verle tumbado en el sofá de la sala los domingos por la tarde escuchando las retransmisiones del Metropolitan. Cómo me hubiese gustado que estuviera vivo para hablar con él de música, de sus nietos y del resto de las cosas que hacen que la vida sea interesante y agradable. Intenté visualizar un universo paralelo en el que no hubiera muerto y yo fuera un famoso cantante de ópera, y me imaginé cantando para él algunas de sus arias favoritas mientras mi madre nos preparaba una gran cena.
Debí quedarme dormido. Soñé que estaba en un lugar desconocido donde el cielo púrpura estaba lleno de lunas y pájaros, y la tierra cubierta de árboles y florecillas verdes. A mis pies había un par de escarabajos enormes con ojos humanoides, entre los que se deslizaba una serpiente, ¿o era un gusano grande? A lo lejos veía campos de cereales rojos y amarillos, y divisé varios elefantes pequeños y otros animales que deambulaban por allí. Unas cuantas criaturas con aspecto de chimpancés se perseguían por un bosque cercano. Era todo tan hermoso que comencé a llorar. Pero lo más impresionante era el silencio. Había tanta paz que pude oír el suave tañido de unas campanas en la lejanía. Parecía que estaban diciendo: «gene, gene, gene…».
Me desperté sobresaltado. El reloj estaba dando las tres. Bajé a toda prisa a la habitación de prot y le encontré en su mesa escribiendo frenéticamente en su libreta. Al parecer estaba intentando acabar el informe sobre la Tierra y sus habitantes antes de partir hacia K-PAX, y por lo visto lo había dejado para el último momento, como cualquier ser humano. A su lado estaban sus frutas, un par de tallos de brócoli, un tarro de crema de cacahuete, las redacciones y otros recuerdos, todo ello bien empaquetado en una caja de cartón pequeña. En la mesa, junto a sus libretas, había una linterna, un espejo de mano y la lista de preguntas del doctor Flynn. Los seis gatos de la primera planta estaban dormidos en la cama.
Le pregunté si le importaba que mirara las respuestas del cuestionario. Sin dejar de escribir asintió con la cabeza y me indicó que me sentara en la otra silla.
Algunas preguntas, como la de la energía nuclear, las había dejado sin contestar por razones que me había explicado en varias entrevistas. En la última le pedían una lista de todos los planetas del universo que había visitado, y él remitía a un «Apéndice» donde figuraban un total de sesenta y cuatro. Este inventario incluía una breve descripción de esos planetas y sus habitantes, así como una serie de mapas estelares. No era todo lo que esperaban el profesor Flynn y sus colegas, incluido Steve, pero sin duda les mantendría ocupados durante un tiempo.
Hacia las 3.10 dejó caer el lapicero, bostezó y se estiró sonoramente como si acabara de terminar un trabajo rutinario.
—¿Puedo verlo?
—¿Por qué no? Pero si quiere leerlo será mejor que haga una copia ahora mismo; es la única que tengo.
Llamé a uno de los enfermeros del turno de noche y le dije que buscase ayuda y usara todas las fotocopiadoras que estuvieran disponibles. Salió apresuradamente agarrando las libretas como si fueran huevos. Entonces se me ocurrió que podíamos retrasar el proceso, pero rechacé la idea al darme cuenta de que podría empeorar las cosas.
Me imaginé que el informe sería una descripción más bien negativa de la «visita» de prot a la Tierra, y le pregunté:
—¿Hay algo de nuestro planeta que le guste? Además de la fruta, por supuesto.
—Claro —dijo con su habitual sonrisa—. Todo salvo la gente. Con una o dos excepciones, naturalmente.
No quedaba mucho por decir. Le di las gracias por sus interesantes conversaciones y por su éxito con algunos otros pacientes. A su vez él me agradeció «todas las frutas extraordinarias» que le había ofrecido y me entregó el hilo invisible. Yo simulé cogerlo.
—Siento que se vaya —dije estrechándole la mano aunque lo que quería era abrazarle—. Yo también le debo mucho.
—Gracias. Echaré de menos este lugar. Tiene un gran potencial.
En ese momento pensé que se refería al hospital, pero sin duda alguna estaba hablando de la Tierra.
El enfermero volvió corriendo con las fotocopias unos minutos antes de la hora prevista, y yo le devolví a prot las notas originales, un poco revueltas pero intactas.
—Justo a tiempo —dijo—. Pero ahora tendrá que salir de la habitación. Cualquier ser que haya a mi lado será arrastrado conmigo. Es mejor que se los lleve —añadió señalando a los gatos.
Yo decidí seguirle la corriente. Al fin y al cabo no había nada que pudiera hacer. Eché de la cama a los gatos, que se restregaron uno por uno contra sus piernas antes de huir corriendo para buscar otro refugio.
—Adiós, viajero Porter. Tenga cuidado con los aps.
—Adiós no. Simplemente auf wiedersehen. No tardaré en volver —dijo mirando al cielo—. Después de todo, K-PAX no está tan lejos.
Al salir de la habitación dejé la puerta abierta. Ya había dado instrucciones al personal de enfermería para que estuviera allí por si acaso ocurría algo, y vi al doctor Chakraborty en el pasillo con un carrito de primeros auxilios que contenía un respirador y todo lo necesario. Sólo faltaban un par de minutos para la partida de prot.
La última vez que le vi estaba sentado en su mesa ordenando su informe y probando la linterna. Luego puso en su regazo la caja con la fruta y los demás recuerdos, cogió el espejo y se miró en él. En ese momento vino corriendo uno de los guardias de seguridad y me dijo que tenía una llamada urgente. ¡Era la madre de Robert! Y en ese mismo instante llegó Chuck casi sin aliento con su vieja maleta diciendo que quería «subir a bordo». A pesar de todo este jaleo no aparté los ojos de prot más de un par de segundos. Pero cuando me di la vuelta para decirle lo de la llamada ya había desaparecido.
Entonces entramos todos rápidamente en la habitación. El único rastro que había de él eran sus gafas oscuras y una nota que decía: «Durante un tiempo no me harán falta. Guardádmelas, por favor».
Guiado por el presentimiento de que prot se había escondido en el almacén cuando dijo que había estado en Canadá, Groenlandia e Islandia, fuimos corriendo hacia allí. La puerta estaba cerrada, y el guardia de seguridad tuvo algunas dificultades para encontrar la llave. Esperamos pacientemente —yo estaba seguro de que prot estaría dentro— hasta que por fin consiguió abrir la puerta y encontró el interruptor de la luz. Había un montón de trastos llenos de polvo como para abrir un museo, pero ni rastro de prot. Tampoco estaba escondido en el salón de actos ni en la sala de conferencias, ni en ningún otro lugar donde pensamos que podía haberse ocultado. A nadie se le ocurrió mirar en las habitaciones de los otros pacientes.
Una de las enfermeras le encontró unas horas después, inconsciente y en posición fetal, en el suelo de la habitación de Bess. Sus ojos apenas se dilataban y tenía los músculos agarrotados. Reconocí los síntomas inmediatamente —había otros dos pacientes como él en la tercera planta—: estaba en un profundo estado catatónico. Prot se había ido y Robert se había quedado. Había previsto que ocurriría algo así. Lo que no me imaginaba es que ese mismo día también iba a desaparecer Bess.
Giselle encargó a un criptógrafo que conocía que tradujera el informe, para lo cual se basó en la versión pax-o de Hamlet que prot me había dado. Se titulaba «Observaciones preliminares de B-TIK (RX 4987165.233)» y era una descripción detallada de la historia natural de la Tierra, sobre todo de los cambios más recientes, que él atribuía al crecimiento «cancerígeno» de la población, al consumo «irresponsable» de los recursos naturales y a la superioridad «catastrófica» del hombre sobre el resto de las especies que habitan en el planeta. Como tenía por costumbre, había escrito con mayúsculas los nombres de la Tierra y otros planetas y con minúsculas los de las personas.
También había algunas sugerencias para «tratar» nuestras «enfermedades» sociales: la eliminación de las religiones, el capital, el nacionalismo, la familia como unidad básica social y educativa; es decir, todo lo que él creía que era negativo y, paradójicamente, las cosas a las que la gente suele dar más importancia. Sin estos «ajustes», decía, el «pronóstico» no era nada bueno. De hecho, sólo nos daba otra década para hacer los cambios «necesarios». En caso contrario, concluía, «la vida humana en el PLANETA TIERRA no sobrevivirá más de un siglo». Sin embargo las últimas cuatro palabras eran alentadoras en cierto sentido: Oho minny blup kelsur (son todavía unos niños).