24
Tras llamar a información, George indicó al taxista que se desviase a un bar de White Plains. Eran las 22.35 horas, y apenas habíamos cenado. Yo vestía la ropa que me había prestado Ben el Granjero para reemplazar la empapada en el parto del ternero Dave.
—Esta noche, cerveza —declaró George. Pidió cuatro. Nos las bebimos rápidamente y enseguida pidió más—. Os contaré un secreto. Al cuidar de esa pobre vaca hemos acumulado buen karma. Ha compensado un poco que no estuviese presente en el parto de mi primer hijo.
—¿El de la madre ahorradora? —preguntó Gene.
—Exacto. Me encontraba de gira. —Hizo una pausa—. Llamaron al hotel, y yo estaba con una fan. Así eran las cosas entonces.
Me quedé perplejo.
—¿Mantuviste relaciones sexuales con otra mujer mientras tu esposa daba a luz a tu hijo?
—¿Cómo sabes que era un chico?
—Lo has mencionado antes. Y está en Internet.
—No tengo secretos, joder. Sólo el que os acabo de contar.
—Entonces todos confesaremos uno —propuso Gene—. Uno por barba. Cuéntanos el tuyo, Don.
—¿Un secreto?
En las dieciséis semanas transcurridas desde el Incidente del Parque Infantil había acumulado múltiples secretos, pero no me parecía sensato revelar ninguno tras la ingesta de cerveza. Sin embargo, la decisión de George de contar un ejemplo de conducta moralmente repugnante parecía ser un gesto de amistad que nos permitía a cada uno revelar algo inmoral o ilegal y recibir consejo de los demás, a sabiendas de que probablemente nuestra conducta no sería tan vergonzosa como la de George. Era una sutil maniobra social… pero llegar a esa conclusión me había llevado cierto tiempo.
—Está bien, primero yo, entonces —dijo Gene—. Pero esto no sale de aquí, ¿de acuerdo?
George nos hizo realizar un ridículo apretón de manos cuádruple.
—Adivinad con cuántas mujeres me he acostado.
—Menos que yo —apuntó George—. Si puedes contarlas, menos que yo.
—Más que yo —dije.
Gene rio:
—Adelante.
Recordé el mapa de Gene, con un alfiler para cada nacionalidad. Añadí un cincuenta por ciento para incluir a múltiples mujeres de un mismo origen y las conquistas más recientes.
—Treinta y seis.
—Te has pasado. —Gene bebió un poco más de cerveza y luego levantó una mano abierta—. Cinco.
Me quedé estupefacto. ¿Gene mentía? Era una hipótesis razonable, dado que, si no mentía ahora, tenía que haber mentido repetidamente en el pasado. Quizá, al ser incapaz de competir con George por el total más elevado, pretendía quedar como el menos promiscuo.
Dave también estaba estupefacto. Al parecer, la estupefacción parecía la reacción más apropiada.
—¿Cinco? Pero eso es…
—Menos que tú, ¿verdad? —Gene sonreía.
—No engaño a mi mujer, pero… —dijo Dave.
¡Sólo eran cuatro más que yo!
—¿Y eso del matrimonio abierto? ¿Y lo del mapa?
—El matrimonio abierto nunca despegó. La primera mujer con quien tuve una aventura presentaba ciertos problemas. Tipo Atracción fatal en la escena de los conejos. Ya me harté de eso con mi primera mujer.
—Para qué enredar la madeja —observó George.
—A esta edad ya no vale la pena —añadió Gene.
—¿Y el mapa? —pregunté de nuevo. Había veinticuatro alfileres en el mapa de Gene antes de que se hubiese reformado temporalmente y lo hubiese desmontado—. ¿Y la islandesa?
—La invité a cenar. Si alguien acepta cenar a solas con otra persona, supongo que se le puede llamar una cita. No sales a cenar con un hombre casado a menos que tengas cierto interés. El resto hubiera ocurrido de haberlo querido yo.
Era increíble. Las consecuencias de mentir para que su conducta pareciese peor de lo que era habían sido nefastas. Señalé lo evidente.
—Pero… Claudia te echó de casa porque admitiste haber mantenido relaciones sexuales con aquella mujer islandesa. Y sin embargo, sólo… sólo adquiriste la cena, ¿correcto?
—La verdad es que tuve que quitármela de encima. No era… ¿Cómo has dicho antes, George?
—¿Jerry Hall?
Gene rio.
Devolví la conversación a su cauce.
—Entonces dile a Claudia la verdad, y ella te aceptará de nuevo. Todos los problemas resueltos.
—No es tan sencillo.
—¿Por qué?
Todos miramos a Gene. Nadie habló. Actuábamos como terapeutas. Deseé poder arreglar el problema de Rosie tan sólo diciendo la verdad.
—Dudo que Claudia hubiera mostrado interés por mí si yo no fuese quien cree que soy. En parte la atraigo por eso.
—¿Se siente atraída porque la engañas con otras mujeres? —dije yo—. Todas las teorías… tus teorías…
—A las mujeres les gustan los hombres capaces de atraer a otras mujeres. Necesitan que de vez en cuando se les recuerde que poseen a alguien deseado por otras. Mira a George. Esa pinta no le impidió encontrar a tres esposas más.
—De no tener esta pinta, quizá me las hubiese apañado con una. Pero Don tiene razón: si dices la verdad, no tienes nada que perder.
—Tal vez sea algo más complicado. Hemos permitido esta situación durante demasiado tiempo, y ahora ya no tiene solución. Fue después de que naciera Eugenie; entonces empecé con el juego, aunque no lo llevé hasta el final. No puedes descuidar tu matrimonio durante nueve años y luego esperar que te dejen volver. De todos modos, he encontrado a otra persona.
—¿Quién? —pregunté.
—Ya sabes quién. Bueno, yo ya he contado mi secreto. —Se volvió hacia Dave—. ¿Qué me dices de ti?
Dave lo miró fijamente.
—Tú entenderás lo que voy a decir. El bebé no es mío.
De nuevo los terapeutas nos quedamos estupefactos, y esperamos a que Dave se explicase.
—Lo intentamos con la inseminación artificial, y resulta que tengo algunos problemas. En parte, por mi peso; en parte, no. De modo que al final fue su óvulo y el gusanito de otro tipo.
Supuse que «gusanito» era sinónimo de «espermatozoide» y no de «pene».
—Ahora me pregunto si eso de no aparecer por casa y trabajar hasta tarde, todo de lo que se queja Sonia, será porque no quiero estar con un crío que no tiene mis genes. Subconscientemente, al menos. —Miró a Gene—. Como sugeriste con lo de la herencia genética.
—Joder, trabajar mucho para ganarse unos dólares no tiene nada de malo —dijo Gene.
—Es curioso, hasta que explicaste cómo funciona eso de los genes, temía que Sonia me dejase. Ahora he comprendido que ese bebé tiene tanto de mí como el ternero Dave. Y si ella también lo ve, entonces, ¿para qué va a quererme allí?
Gene se echó a reír.
—Lo siento, no me río de ti. Me río de la complejidad de todo el asunto. Créeme, Sonia no te dejará debido a eso. Lo bueno de ser Homo sapiens es que nuestro cerebro se antepone a nuestros instintos. Si queremos.
Las revelaciones de George, Gene y Dave, revelaciones ciertamente sorprendentes, me habían parecido tan interesantes que no había tenido tiempo de pensar en la mía. George me salvó.
—Don ya nos contó parte de lo suyo la otra noche, cuando dijo que su matrimonio pasaba por dificultades. ¿Quieres ponernos al día?
—Estoy adquiriendo conocimientos sobre el proceso del parto, ganando experiencia de nivel profesional sobre el tema de la vinculación afectiva del lactante con parejas de sexos distintos y del mismo sexo, así como su consecuente impacto en los niveles de oxitocina. Y estoy viendo a una terapeuta para hacer un seguimiento del progreso.
—¿Cómo va la relación? —preguntó George.
—¿Con Rosie?
—Esa misma.
—Sin cambios. Todavía no he tenido oportunidad de aplicar los conocimientos adquiridos.
En el taxi, de vuelta a casa, todos guardamos silencio. Dos ideas ocupaban mis pensamientos: las mentiras de Gene le habían costado el matrimonio, y decir la verdad ya no podía salvarlo.
Cuando el ascensor se detuvo en mi planta, George me preguntó si tenía un momento, porque quería consultarme algo arriba.
—Es una hora sumamente intempestiva —respondí, aunque sospechaba que en cualquier caso tendría problemas para dormir.
No había bebido suficiente alcohol para contrarrestar los efectos de la adrenalina liberada por las emociones relacionadas con el ternero Dave y, pese a haber restituido mi horario original de sueño, dormir en una especie de tatami no me permitía descansar como era debido.
—Será sólo un momento —aseguró.
—El alcohol me afectará el juicio. Mejor consúltame por la mañana.
—Vale —dijo George—. Entonces practicaré un poco con la batería para relajarme.
Gene mantenía la puerta del ascensor abierta.
—George quiere hablar a solas contigo. Ningún problema por mi parte. Tómate una copa a mi salud.
No me quedó más remedio que seguir a George a su piso. Sirvió dos vasos grandes de whisky Balvenie de veintiún años.
—A tu salud —brindó—. Te dije que no quería formar parte de un grupo de hombres, pero tú lo has mantenido vivo. Los demás no lo habríamos conseguido si tú no hubieses llamado para «programarlo» semanalmente.
—¿Sugieres que abandonemos el grupo? ¿Que yo soy el único que se beneficia?
—Todo lo contrario. Sólo digo que estas cosas necesitan un líder, o sus miembros acaban distanciándose. Si no hubiese sido por Míster Jimmy, los Dead Kings habrían acabado treinta años atrás. Y todos estaríamos peor.
Apuré mi whisky. Supuse que George ya me había transmitido su mensaje, pero volvió a rellenar los vasos. Sospeché que este segundo resolvería mi problema de insomnio, y probablemente el de tenerme en pie.
—¿Recuerdas que he dicho que yo no tenía secretos? —preguntó.
Asentí.
—Pues mentí. Mi hijo, el del parto al que no asistí, es drogadicto. Eso no es ningún secreto. El secreto es que fue culpa mía. Yo lo incité. Él ni siquiera bebía, no fumaba. Era batería de jazz. Un batería buenísimo.
—¿Consideras que algún error en tu cuidado parental provocó que tomase sustancias adictivas?
—No estaba en sus genes, eso te lo aseguro. —George tardó un buen rato en apurar el vaso de whisky. Seguí la regla terapéutica de guardar silencio. George volvió a llenarse el vaso—. Yo lo metí. Lo incité a que lo probase. Le dije que le asustaba probar cosas, que le asustaba vivir la vida. Gene te dirá por qué lo hice.
—Creí que era un secreto. ¿Quieres que se lo cuente a Gene?
—No, pero, si lo hicieras, Gene te diría que quería bajarlo a mi nivel. Inconscientemente, supongo. Pero no hasta tal punto.
Ahora George estaba claramente abrumado por la tristeza. Esperé que no me pidiese que lo abrazara con uno, o ambos, brazos.
—Ya ves, sólo lo sabes tú, aparte de mi hijo y yo. Él nunca ha dicho una palabra en mi contra.
—¿Requieres ayuda para solucionar el problema?
—En tal caso, serías el primero a quien acudiría. Pero es demasiado tarde. Sólo quería contárselo a alguien que se lo tomase sin más, por lo que es. Si van a juzgarme, quiero que lo haga alguien a quien respeto.
Alzó el brazo, como si brindara, y luego apuró el contenido. Seguí su ejemplo.
—Gracias. Te debo una. Si encuentras una cura para la drogadicción, házmelo saber de camino a recoger el Nobel. Si tuviese que darle mi dinero a alguien para que lo investigara, ese serías tú.
Cuando volví del piso de George, mi casa ya estaba a oscuras. Saqué la ropa mojada de la bolsa de basura, me lavé los dientes y comprobé el horario del día siguiente. Entonces se me ocurrió una idea. Tenía que ponerla en práctica de inmediato.
Gene estaba dormido, y no se alegró de que lo despertara.
—Tenemos que llamar a Carl —dije.
—¿Qué? ¿Qué ha pasado? ¿Le ha ocurrido algo a Carl?
—No, pero podría. Podría empezar a consumir drogas ilegales debido a su estado mental.
Gene había brindado un argumento, por poco convincente que fuera, para no contarle la verdad a Claudia. Pero era evidente que aquella mentira hacía que Carl odiase a Gene, y el odio causa una angustia que puede acabar derivando en problemas físicos y mentales. Los adolescentes son sumamente vulnerables. Era demasiado tarde para salvar al hijo de George, pero aún podíamos salvar a Carl.
—Su estado mental se basa en una suposición incorrecta sobre tu conducta. Debes corregirla.
—Déjalo para la mañana.
—Son las dos y catorce de la madrugada. Las cinco y catorce de la tarde en Melbourne. Una hora perfecta para llamar a casa.
—No estoy vestido.
Era verdad. Gene dormía en ropa interior, una elección poco saludable. Empecé a explicarle los riesgos de la tinea cruris, pero me interrumpió.
—Bueno, adelante. Pero no enciendas el vídeo.
Calculon estaba en línea. Me conecté y fue a buscar a Carl. Permanecí en modo texto.
«Cordiales saludos, Carl. Gene (tu padre) quiere hablar contigo».
«No, gracias. Lo siento, Don, sé que sólo quieres ayudar».
«Tiene que confesarte algo».
«No quiero oír nada más de lo que ha hecho. Buenas noches».
«Espera. No mantuvo relaciones sexuales con múltiples mujeres. Era mentira».
«¿Qué?».
Consideré que era el momento perfecto para encender el vídeo. La cara de Carl llenó la pantalla. Había descuidado su afeitado, al estilo de Stefan, y parecía muy capaz de cometer un parricidio.
—¿Qué has dicho?
Di a Gene un puñetazo en el hombro, un gesto típico para animarlo a hablar.
—Joder, Don. Eso duele.
—Transmite la información a Carl.
—Hum… Carl, tienes que saber que no me he acostado con todas esas mujeres. Sólo lo fingía para fardar. No se lo digas a Claudia.
Siguió un silencio. Después Carl dijo: «Eres un pringado» y se desconectó.
Entonces Gene quiso levantarse del borde de la bañera, pero, sin duda debido a su evidente estado de embriaguez, volvió a desplomarse y cayó encima de mi ropa empapada de líquido amniótico bovino. No emitía precisamente un olor agradable. Gene no parecía herido y, debido a mi posición en el retrete, me pareció más sencillo dejarlo salir por sí solo de la bañera.
Por desgracia, el grito de Gene al precipitarse dentro de la bañera debió de despertar a Rosie, que abrió la puerta del baño y nos miró de un modo extraño, probablemente debido a los intentos de Gene para incorporarse y a mi indumentaria: los pantalones de Ben el Granjero me venían grandes, y había tenido que sujetarlos con una cuerda. Gene, por supuesto, iba en calzoncillos.
Rosie apartó rápidamente la vista de Gene y me preguntó:
—¿Qué tal la noche?
—Excelente —respondí.
El parto de un gran mamífero sin duda era todo un hito en la mejora de nuestra relación.
Rosie no parecía interesada en seguir hablando. Gene volvió a caerse en la bañera.
—Lo siento —le dije a Gene—. No tendría que haber clasificado la noche de «excelente». Me parece que no hemos convencido a Carl.
—Creo que te equivocas —repuso Gene—. Sólo necesita algo de tiempo para reflexionar.
Me levanté, pero Gene no había terminado.
—Don, dentro de poco tendrás un hijo. Comprenderás lo lejos que hay que llegar a veces para proteger tu relación con él.
—Por supuesto. Te he animado a que te esforzaras al máximo para solucionar el problema de Carl.
—En tal caso, si algún día descubres lo que he hecho, espero que al menos me comprendas. Incluso aunque no me perdones.
—¿Qué quieres decir?
—Carl nunca se habría creído esa historia si no se la hubieras contado tú.
—¿Por qué no has ido a trabajar? —me preguntó Rosie el lunes por la mañana.
Eran las 09.12 horas, y se preparaba un desayuno que parecía saludable, algo inevitable, pues la nevera sólo contenía alimentos compatibles con el embarazo. Como era de esperar, su silueta estaba cambiando de una forma acorde con los diagramas de El Libro para el quinto mes. Contemplaba las variaciones de la mujer más guapa del mundo. Era como escuchar una nueva versión de mi canción favorita, Satisfaction, interpretada por Cat Power.
—No he programado nada en todo el día con la intención de asistir a la segunda ecografía —expliqué.
No se lo había mencionado previamente, para así maximizar el impacto de la mejora en mi nivel de participación. Una sorpresa.
—Yo no te he dicho nada de ninguna ecografía.
—¿No vas a hacértela?
—Ya fui la semana pasada.
—Antes de lo programado.
—Veintidós semanas. Como tú insististe hará ya un par de meses.
—Correcto. La semana pasada se cumplió la semana vigésimo primera y un número indeterminado de días.
Habíamos acordado Semana 22, cero días, cero horas.
—Joder. Te pido que vayas y no apareces, y ahora que no te lo pido, te tomas el día libre. —Rosie se volvió para poner agua a hervir—. No querías acompañarme, ¿verdad, Don? No viniste a la última.
—Eso fue un error que quería rectificar.
—¿Por qué?
—Es una práctica establecida que los hombres asistan a las ecografías. No era consciente de esa convención. Siento el error.
—No quiero que vengas porque es una práctica establecida.
—¿No quieres que asista?
Rosie vertió el agua caliente en una infusión de «hierbas» (en realidad no era de hierbas, sino frutal y sin cafeína).
—Don, esto parece un diálogo de sordos. Ya sé que no es culpa tuya, pero no estás interesado, ¿verdad?
—Incorrecto. La reproducción humana es increíblemente interesante. El embarazo me ha incitado a adquirir conocimientos…
—Da patadas, ¿sabes? Se mueve. Lo he visto en la pantalla. Lo noto cuando estoy acostada.
—Excelente. Los movimientos suelen experimentarse a partir de las dieciocho semanas, aproximadamente.
—Lo sé. Lo estoy viviendo.
Anoté mentalmente que debía registrar esa información en el azulejo de la Semana 18. La caída de Gene en la bañera había acabado dañando algunos de mis diagramas más antiguos, pero los recientes se habían salvado. Rosie me miraba como si esperase algo más.
—Es una buena señal que las cosas se desarrollen con normalidad. Lo que la ecografía habrá confirmado… —Estaba haciendo una suposición—. ¿Todo se desarrolla con normalidad?
—Gracias por preguntar. Todos los componentes están en orden, según lo programado. —Rosie tomó un sorbo de su infusión—. Ahora ya puede saberse si es niño o niña.
—No siempre. Depende de la posición.
—Bueno, pues estaba en la posición adecuada.
Se me ocurrió una idea.
—¿Quieres ir al Museo de Historia Natural? Entre semana no habrá tanta gente.
—No, gracias. Estudiaré un poco. ¿Quieres saber si es niño o niña?
No comprendía la utilidad de tal información en este momento, salvo para orientar a los padres en la compra de productos específicos del género en cuestión, algo que, sin duda, Rosie consideraría sexista. Mi madre ya me había preguntado de qué color tenía que comprar los patucos.
—No —respondí. Debido a la práctica, soy más competente a la hora de interpretar las expresiones de Rosie que las de otras personas. Enseguida detecté tristeza o decepción; claramente una respuesta negativa—. He cambiado de opinión. Sí. ¿Qué es?
—No lo sé. Podían decírmelo, pero no quise saberlo.
Rosie había ideado una sorpresa para ella misma. Solucionaba el problema de los calcetines.
Fui a buscar mi mochila al baño-despacho. Cuando salía, Rosie me detuvo, me cogió la mano y me la puso en su barriga, que ahora estaba ostensiblemente distendida.
—Fíjate, da patadas.
Lo percibí y confirmé el hecho. Hacía tiempo que no tocaba a Rosie, y mi cerebro registró de inmediato la idea de comprar un café cargado y un muffin de arándanos. Pero ambos estaban en la Lista de Sustancias Prohibidas.