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Una ridícula bufanda roja
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Sturbridge estaba tumbada en la cama, contemplando el techo, cuando llamaron a la puerta de su sanctum.
El sonido era débil y vacilante, como si quienquiera que llamase esperara no encontrarla allí.
--¿Quiénes? --preguntó, irritada.
No fue la persona que estaba al otro lado de la puerta, sino la voz del demonio del sistema de seguridad la que respondió:
--Dorfman, Peter. Pontífice.
Sturbridge soltó un gruñido. Una distante porción mecánica de su cerebro anotó la necesidad de actualizar el perfil de Dorfman en el sistema de seguridad de la capilla. Fuese lo que fuera ahora, ya no era pontífice de la capilla de Washington, DC. Su siguiente pensamiento fue hasta qué punto se encontraba ahora lejos de preocupaciones tales como la actualización de la base de datos de seguridad.
--Lárgate --gritó.
--Abriendo nodo de comunicaciones --replicó el sistema.
--No te molestes.
--¿Disculpa? --Era la voz de Dorfman, tamizada por el puerto de comunicaciones.
--No era a ti --repuso Sturbridge, malhumorada--. Abre la puerta.
--Parece que está cerrada con llave. ¿Puedo pasar?
Las últimas palabras quedaron ahogadas por el siseo hidráulico de los cerrojos que se descorrieron cuando el demonio de seguridad hubo procesado la orden de Sturbridge. Un instante después, la inmensa puerta de acero se abría hacia dentro.
El arcón seguía estando abierto en el centro de la estancia, con sus contenidos desperdigados por el suelo. Parecía que la hubiera pillado en plena acción de embalaje. Las otrora ordenadas hileras de libros ofrecían el aspecto de haber sido sometidas a una criba. Los volúmenes restantes se apoyaban los unos en los otros, rechazados, para ofrecerse consuelo. El único sonido de la sala era el ronroneo del monitor del ordenador encendido junto a la cama. Dorfman reconoció la forma del despacho oficial de la capilla que continuaba abierto en la pantalla. La línea del asunto declaraba: "Cambio de puesto-Dimisión".
Dorfman traspuso el umbral. Sturbridge permaneció tendida en la cama, ignorándolo. Las cortinas del lecho habían sido arrancadas con violencia. Un puñado de anillas dispersas, con retazos de tela aún prendidos de ellas, seguían colgadas en su sitio.
--Me gusta lo que has hecho con este cuarto.
Sturbridge ni siquiera se molestó en incorporarse para recibirlo. Permaneció contemplando el techo fijamente.
--Opinión, se diría, que no comparten tus superiores.
Se produjo un silencio incómodo. Dorfman se demoró frente al umbral, como si sintiera reparos en ahondar en su intromisión. Al cabo, rompió el silencio.
--Mira, Aisling, sólo quería decirte...
--Menudo consejero de mis narices --lo interrumpió Sturbridge--. A ver, deja que te chive cómo va esto. La clave estriba en descubrir qué personas quiere ver eliminadas tu cliente, y luego, después de unas cuantas semanas de "pesquisas", tú vas y recomiendas que se reestructuren las cosas de modo que esas personas resulten prescindibles. Hay que decirle al cliente lo que quiera oír.
--Voy a seguirte la corriente. --Una vez comprometido, se adentró en la habitación con más confianza. Enderezó una silla volcada y la arrastró hasta la cama--. ¿Qué quieren oír?
--Quieren oír que soy la responsable de la muerte de esas novicias y que debería comparecer ante un tribunal oficial en Viena. Quieren oír que Helena y Johanus han conspirado para falsificar documentos oficiales de la capilla, para encubrir el pleno alcance de lo que transpiraba aquí, y que habría que degradarlos un rango y transferirlos a capillas distintas, a ser posible en lugares remotos. Quieren oír que C5D ya no es una capilla de guerra de vanguardia y que este cambio clama por el nombramiento de un ímprobo líder de fuera, probablemente de Viena, a fin de cimentar los lazos con la Casa Madre. ¿Qué te parece?
--No quiero engañarte, Aisling. Ya estabas perdida cuando enviaron ese delegado. En esos momentos, tenías que haber empezado a impulsar el control de daños. En vez de eso, va el embajador y aparece muerto. Ya me dirás tú la pinta que tiene eso. Para serte sincero, ahora mismo, los de Viena andan pidiendo a gritos la cabeza de alguien, y puede que con motivo. Supongo que les da igual la de quién, aunque la tuya les saca bastante ventaja a las de los demás candidatos. Pero no he venido para hablar de la investigación...
--Entonces te habrán pedido que vengas aquí para dártelas de duro. Para ponerlo todo patas arriba. Para hacer el recuento de víctimas. Para repartir unos cuantos capones.
Dorfman se hundió en la silla, como si se desinflara.
--Aisling, lo lamento. No tendría que haberte pegado. Es imperdonable. Es que, con todas esas cosas que estabas diciendo... ¿Cómo ibas a...? No, no podías saberlo. No podías decirlas en serio. Pensé que estabas histérica. O a lo mejor era yo. Y tenía que hacer algo para pararlo. Lo siento.
Sturbridge se sentó y lo fulminó con la mirada. Dorfman estaba lo suficientemente cerca como para que ella hubiera podido devolverle la bofetada de habérselo propuesto.
--Era tu esposa --acusó Sturbridge, incapaz de ocultar la nota de censura en su voz. Podía ver de nuevo la flamante belleza de negra melena que surgía de las aguas mudas.
Dorfman se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, cabizbajo.
--Sí. --Su voz fue un susurro ronco--. Era el gran amor de mi vida. ¿Alguna vez has estado enamorada, Aisling?
Sturbridge hizo caso omiso de la pregunta.
--Intentaba devolverte la alianza. Vino para anunciarte que se marchaba. --Las manos de Sturbridge, como si estuvieran dotadas de vida propia, jugueteaban con un lirón de las cortinas de la cama. Repasaban los movimientos necesarios para hilvanar el aro por la bufanda de seda roja y atarlo cuidadosamente en el centro.
--Qué joven era. Estaba llena de pasión y convicciones. --En labios de Dorfman, las palabras sonaban a censura--. Decía que no podía vivir con... con aquello en lo que me había convertido. Decía que sería mejor que me hubiese muerto. --Dorfman se interrumpió, dominado por alguna emoción que había conseguido salvar el abismo de los años.
Sturbridge se acercó a él. Su mirada era inflexible y depredadora.
--Te puso la bufanda en la mano, te cerró los dedos en torno a ella.
--¡No! No quería aceptarla. Maldita sea, no quería el anillo. Podía quedarse con la estúpida alianza. ¿Para qué demonios la quería yo si ella se había ido? Pero no me oía. No estaba dispuesta a escucharme. Se derrumbó, rompió a gimotear. ¡Nina! Fui detrás de ella. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Sturbridge podía sentir casi la cálida afluencia de las lágrimas, el jadeo, el roto pesar transformado, convertido en algo más siniestro.
--Y luego se dio la vuelta. Miró por encima del hombro. Y por un segundo te permitiste albergar una brizna de esperanza. En ese instante pensaste que todo podría volver a ser como antes. Que ella volvería. Que recuperarías tu antigua vida. Y ella, al ver que la perseguías, gritó.
--Temía por su vida. Estaba aterrorizada. ¡Me tenía miedo! Supe entonces que no había vuelta atrás. De nada servía negar aquello en lo que me había convertido. Aferrarme a la reconfortante parafernalia de mi antigua vida. Un mes antes me miraba como si yo fuera el centro de su mundo. Ahora me miraba como si fuese algo menos que humano. Un monstruo, nada más. Frente a esa repulsa, comencé a dudar del resto de miradas de añoranza... de la devoción, del deseo. Los años transcurridos me sabían a ceniza. Como si me hubiera tragado una mentira. Extendí el brazo, desesperado. Para agarrarme a ella, a algo. Me estaba ahogando. Descubrí que seguía aferrado a esa ridícula bufanda roja, asido a ella como si fuera lo único que me uniera a mi antigua vida. Lo único que me quedaba era esa bufanda y aquel grito. Aquel maldito grito. No lograba detenerlo. ¡¿Por qué no podía detenerlo?! Enrosqué los puños en la seda. Creo que primero pensé en reducirla a pedazos. Como si el sonido de la tela al rasgarse pudiera sofocar aquellos alaridos enloquecedores. La tensé. Había algo de irreal incluso en el mismo aire. Como si todo aquello no fuera más que una simple pesadilla. Tenía la impresión de estar moviéndome a cámara lenta, como sí el aire fuera tan espeso como el jarabe. Como si estuviera viendo por encima de mi propio hombro cómo se tendían aquellas manos hacia delante, por encima de su cabeza y luego hacia abajo. Se cruzaron y tiraron con fuerza. Entonces se acabaron los gritos. Todo hubo terminado en cuestión de un momento. Ni siquiera había tenido tiempo de proponerme el hacerlo. Todo hubo terminado antes de que comprendiera lo que había ocurrido.
Sturbridge sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Podía ver el rostro abotargado, de ojos almendrados, flotando a escasos centímetros del suyo. Podía ver la descolorida bufanda roja enrollada con fuerza en torno a la delicada garganta. Los extremos deshilachados ondeaban lánguidos en la superficie de las negras aguas. Podía ver el haz de luz que emanaba de la franja de oro donde se hincaba, agónicamente, en la suave piel azulada del cuello.
Permanecieron callados largo rato, con las racionalizaciones finales de Dorfman flotando pesadamente entre ambos.
--Tenía motivos para temerte --dijo Sturbridge, al fin--. No podías retenerla. No podías traerla de vuelta. Lo único que podías hacer era confirmar que tenía razón al temerte.
La cabeza de Dorfman se hundió entre sus manos. Habló entre los dedos, con voz ahogada.
--¿Cómo sabes estas cosas?
--Peter, mírame.
Cuando Dorfman levantó la cabeza, estaba ruborizado. Sturbridge atisbó de repente cuál debía de haber sido su aspecto hacía tantos años, cuando aún le quedaba vida en su interior.
--No te he contado todo esto para hacerte daño, Peter. Aunque sin duda te mereces eso y mucho más por lo que has hecho. Te lo digo para que me creas cuando te cuente otras cosas. Cosas de lo más inquietante. Sobre el embajador, y sobre Eva y sobre todo lo que ha sucedido aquí de un tiempo a esta parte. ¿Lo comprendes?
Dorfman asintió, aunque parecía ausente.
--¿Está...? --comenzó, vacilante--. ¿Está bien, Aisling? Donde se encuentra ahora, digo. No estará...
Sturbridge no tenía consuelo que ofrecerle.
--No lo sé, Peter. No sé si estará bien alguno de ellos. No creo que los Niños sean fantasmas, si es que te refieres a eso. No puedo invocarlos y preguntarles cómo es ahora su vida, o si hay vida después de la muerte, o si se sienten felices en el lugar en que se encuentran. Me resulta difícil de explicar y todavía sigo intentando orientarme. Creo que los Niños son más bien el sueño oscuro del Padre, las recriminaciones y los reproches que lo asolan cuando cierra los ojos. Creo que, del mismo modo que heredamos nosotros el negro poder de su sangre, él participa de todos los pecados de nuestra sangre. Se convierte en el responsable de todas nuestras atrocidades. Pero las pesadillas son insoportables para un solo hombre, aun para un hombre como él. Rezuman hasta llegar al mundo a través de sus herederos. ¡A través de nosotros! Del mismo modo que la taumaturgia, el poder y la majestad de la sangre, procede del Padre.
--Pero, ¿porqué... por qué iban a perturbar mis pecados el sueño del Padre? ¿Los reproches que pueblan mis sueños?
--No lo sé --respondió Sturbridge--. Y eso es lo que me impide dormir.