I

(En Tebaida, en lo alto de una montaña, sobre una plataforma que parece una media luna, rodeada de grandes piedras.

La cabaña del Ermitaño ocupa el fondo. Es de barro y cañas, con el techo bajo, sin puerta. Se distingue en el interior un pan negro sobre un cántaro; en medio, sobre una estela de madera, un gran libro; en el suelo, aquí y allá, hilos de esparto, dos o tres esteras, una cesta, un cuchillo.

A diez pasos de la cabaña, hay una gran cruz plantada en la tierra; y, al otro extremo de la plataforma, una vieja palmera torcida se inclina sobre el abismo, porque la montaña está cortada a pico, y el Nilo parece formar un lago en el fondo del acantilado.

El paisaje se ve limitado a derecha e izquierda por un cerco de rocas. Pero del lado del desierto, como si se tratara de playas que se sucedieran, aparecen unas tras otras, subiendo siempre, inmensas ondulaciones paralelas de un amarillo ceniciento; más allá de la arena, a lo lejos, la cadena líbica forma un muro color yeso, ligeramente difuminado por vapores violetas. Enfrente, el sol va descendiendo. El cielo, en el norte, tiene una coloración gris perla, mientras que en el cénit las nubes de púrpura, dispuestas como los mechones de una melena gigantesca, se extienden por el espacio azul. Se oscurecen los rayos de fuego, las zonas azules adquieren una palidez nacarada; los matorrales, las piedras, la tierra, todo parece duro como de bronce; y en el espacio flota un polvo de oro tan menudo que se confunde con la vibración de la luz.)

SAN ANTONIO.—

(Que tiene una barba larga, largos cabellos, y túnica de piel de cabra, está sentado, con las piernas cruzadas, haciendo esteras. Cuando el sol desaparece, exhala un gran suspiro, y mirando al horizonte:)

¡Un día más! ¡Otro día ha pasado!

¡Sin embargo, antaño, yo no era tan miserable! Antes de que acabara la noche, empezaba mis oraciones; luego, bajaba al río a buscar agua, y volvía a subir por el áspero sendero con el odre al hombro, cantando himnos. Después, me divertía poniendo orden en mi cabaña. Cogía mis útiles; intentaba que las esteras fueran iguales y las cestas ligeras; entonces mis menores acciones me parecían deberes que no tenían nada de penoso.

A la hora precisa abandonaba mi labor; y rezando con los brazos extendidos sentía como si una fuente de misericordia viniera desde lo alto del cielo hasta mi corazón. Ahora ya no lo siento. ¿Por qué?…

(Anda entre las rocas, lentamente.)

Todos me censuraron cuando abandoné la casa. Mi madre se desplomó como si fuera a morir; mi hermana, de lejos, me hacía señas para que volviera; y Amonaría, la niña que encontraba cada tarde junto al pozo, cuando llevaba sus cántaros, lloraba. Corrió detrás de mí. Los anillos de sus pies brillaban en el polvo, y su túnica abierta por las caderas flotaba al viento. El viejo asceta que me llevaba la injurió. Nuestros dos camellos galopaban sin detenerse; y no he vuelto a ver a nadie.

Al principio escogí como vivienda la tumba de un faraón. Pero existe un misterio en esos palacios subterráneos, donde las tinieblas tienen el aire condensado por el humo antiguo de los aromas. Del fondo de los sarcófagos oí elevarse una voz doliente que me llamaba; o veía cómo revivían, de pronto, las cosas abominables pintadas en los muros; y huí hasta el borde del mar Rojo a una fortaleza en ruinas. Allí, tenía por compañía escorpiones que se arrastraban entre las piedras, y águilas sobre mi cabeza que continuamente daban vueltas en el cielo azul. Por la noche, estaba destrozado por las garras, mordido por los picos, rozado por las blandas alas; y demonios espantosos, aullando en mis oídos, me echaban al suelo. Una vez, las gentes de una caravana que iba hacia Alejandría me socorrieron, luego me llevaron con ellos.

Entonces, quise instruirme junto al anciano Dídimo[1]. Aunque era ciego, nadie le igualaba en el conocimiento de las Escrituras. Cuando terminaba la lección, reclamaba mi brazo para pasear. Yo le conducía al Paneum[2], desde donde se descubre el faro y la alta mar. Después volvíamos por el puerto, encontrando hombres de todas las naciones, incluso cimerios[3], vestidos de piel de oso, y gimnosofistas del Ganges[4] embadurnados de boñiga de vaca. Pero sin cesar había batallas en las calles, a causa de los judíos que se negaban a pagar los impuestos, o de los alborotadores que querían expulsar a los romanos. Por otra parte, la ciudad está llena de herejes, de sectarios de Manés, de Valentín, de Basílides, de Arrio[5], todos intentando acapararos para discutir y convencer.

Sus discursos vuelven a veces a mi memoria. No hay que prestarles atención para no turbarse.

Me refugié en Colzim[6]; y mi penitencia fue tan grande que dejé de temer a Dios. Algunos se reunieron a mi alrededor para convertirse en anacoretas. Les impuse una regla práctica, llevado por el odio a las extravagancias de la gnosis[7] y a las aseveraciones de los filósofos. Me enviaban mensajes de todas partes. Venían a verme desde muy lejos.

Sin embargo, el pueblo torturaba a los confesores, y la sed de martirio me llevó a Alejandría. La persecución había cesado hacía tres días.

Cuando volvía, una muchedumbre de gente me detuvo ante el templo de Serapis[8]. Se trataba, me dijeron, del último escarmiento que el gobernador quería imponer. En medio del pórtico, a pleno sol, una mujer desnuda estaba atada a una columna, y dos soldados la azotaban con correas; a cada golpe su cuerpo entero se retorcía. Se volvió, con la boca abierta; y por encima de la gente, a través de sus largos cabellos que le cubrían la cara, creí reconocer a Amonaría…

Sin embargo…, ésta era más alta…, y ¡prodigiosamente bella!…

(Se pasa las manos por la frente.)

¡No!, ¡no!, ¡no quiero pensar en ello!

Otra vez, Atanasio[9] me llamó para que le apoyara contra los arríanos. Todo se había limitado a injurias y burlas. Pero, después, fue calumniado, desposeído de su sede, y tuvo que huir. ¿Dónde está ahora?, ¡no lo sé! Se preocupan tan poco de darme noticias. ¡Todos mis discípulos me han abandonado, Hilarión[10] y los demás!

Debía tener quince años cuando vino; y su inteligencia era tan curiosa que me hacía preguntas sin cesar. Luego, escuchaba con aire pensativo; y las cosas que yo necesitaba, me las traía en silencio, más ligero que una ardilla, contento además de hacer reír a los patriarcas. ¡Era como un hijo para mí!

(El cielo está rojo, la tierra completamente negra. Bajo las ráfagas de viento montones de arena se elevan como grandes mortajas, luego vuelven a caer. En un claro, de pronto, pasan unos pájaros formando un batallón triangular, parecido a un trozo de metal, y cuyos bordes se estremecen. ANTONIO los mira.)

¡Ah!, ¡cómo me gustaría seguirles!

¡Cuántas veces, también, he contemplado con envidia los grandes barcos cuyas velas parecen alas, y sobre todo cuando llevaban lejos a los que había recibido en mi casa! ¡Qué horas tan buenas habíamos pasado!, ¡qué esparcimiento! Nadie me interesó tanto como Ammón[11]; me contaba su viaje a Roma, sobre las Catacumbas, el Coliseo, la piedad de las mujeres ilustres, ¡mil cosas más!… ¡y no quise marcharme con él! ¿De dónde viene mi obstinación en continuar una vida semejante? Hubiera hecho bien quedándome con los monjes de Nitrea[12] ya que me lo suplicaban. Viven en celdas aisladas, y, sin embargo, se comunican entre ellos. El domingo, la trompeta les reúne en la iglesia, donde cuelgan tres látigos que sirven para castigar a los delincuentes, los ladrones y los intrusos, porque su disciplina es severa.

Tampoco les faltan cosas agradables. Los fieles les llevan huevos, fruta, incluso instrumentos propios para quitar las espinas de los pies. Hay viñedos alrededor de Pisperi, los de Pabena[13] tienen una balsa para ir a buscar las provisiones.

Pero yo hubiera servido mejor a mis hermanos siendo simplemente un sacerdote. Se socorre a los pobres, se administran los sacramentos, se tiene autoridad en las familias.

Por otra parte, no todos los laicos están condenados, y yo podía haber sido…, por ejemplo…, gramático, filósofo. Tendría en mi habitación una esfera de cañas, tablillas en la mano, jóvenes a mi alrededor, y en mi puerta, como rótulo, suspendida una corona de laurel.

Pero hay demasiado orgullo en esos triunfos. Mejor ser soldado. Yo era robusto y valiente, ¡lo bastante como para tensar el cable de las máquinas, atravesar bosques sombríos, entrar con el casco en la cabeza en ciudades humeantes!… Nada me impedía, tampoco, comprar con mi dinero un cargo de publicano en el peaje de algún puerto; y los viajeros me habrían contado historias, enseñándome sus equipajes llenos de objetos curiosos…

¡Los mercaderes de Alejandría navegan los días de fiesta por la ribera de Canope[14], y beben vino en cálices de loto, bajo el ruido de los tamboriles que hacen temblar las tabernas a lo largo de la orilla! Más allá, árboles en forma de cono protegen contra el viento del sur las granjas tranquilas. El techo de la alta casa se apoya sobre finas columnas, dispuestas como los palos de una claraboya; y en los intervalos el amo, tumbado en un largo asiento, contempla sus campos, con los trabajadores entre los trigales, la prensa donde se vendimia, los bueyes que trillan. Sus hijos juegan en el suelo, su mujer se acerca para besarle.

(En la oscuridad blanquecina de la noche, aparecen aquí y allá hocicos puntiagudos, orejas tiesas y ojos brillantes. ANTONIO camina hacia ellos. La arena se mueve, las bestias huyen. Era una manada de chacales.

Sólo uno ha quedado, y se mantiene sobre dos patas, con el cuerpo en forma de medio círculo y la cabeza oblicua, en una postura llena de desconfianza.)

¡Qué bonito es!, me gustaría pasarle la mano por el lomo, dulcemente.

(ANTONIO silba para que se acerque. El chacal desaparece.)

¡Ah!, ¡va a reunirse con los demás! ¡Qué soledad! ¡Qué aburrimiento!

(Riendo amargamente.)

¡Qué existencia tan bella dedicada a retorcer al fuego ramas de palmera para hacer cayados, cestas, coser esteras, y luego cambiarlo todo con los nómadas por un pan que destroza los dientes! ¡Ah!, ¡mísero de mí!, ¡por qué no se acabará esto! ¡Preferiría la muerte! ¡No puedo más! ¡Ya es bastante!, ¡bastante!

(Da un golpe con el pie, y vuelve al centro de las rocas con paso rápido, luego se detiene sin aliento, estalla en sollozos y se tumba en el suelo, de costado.

La noche está tranquila; palpitan numerosas estrellas; sólo se oye el chasquido de las tarántulas.

Los dos brazos de la cruz forman una sombra en la arena; ANTONIO, que llora, la percibe.)

¡Qué débil soy, Dios mío! ¡Valor, levantémonos!

(Entra en su cabaña, descubre una brasa escondida, enciende una antorcha y la coloca en la estela de madera, de forma que ilumine el grueso libro.)

Vamos a ver… ¿los Hechos de los Apóstoles?… ¡sí!… ¡por cualquier parte!

«Vio en el cielo abierto un gran mantel

suspendido por las cuatro puntas, en el que

había toda clase de animales terrestres y de

bestias salvajes, de reptiles y de pájaros;

y una voz le dijo: Pedro, ¡levántate!, ¡mata y come!»

Entonces el Señor quería que su apóstol comiera de todo…, mientras que yo…

(ANTONIO permanece con la barbilla en el pecho. El movimiento de las páginas, que el viento agita, le hace levantar la cabeza, y lee:)

«Los judíos mataron a todos sus enemigos con espadas,

e hicieron una gran carnicería, de forma

que dispusieron de los que odiaban.»

Sigue el número de personas que mataron: setenta y cinco mil. ¡Habían sufrido tanto! Por otra parte, sus enemigos eran los enemigos del verdadero Dios. ¡Y cómo debían gozar vengándose, masacrando a los idólatras! ¡Sin duda, la ciudad rebosaba muertos! ¡Los había a la entrada de los jardines, en las escaleras, a una altura tal en las habitaciones que las puertas no podían girar!… ¡Y aquí estoy yo agobiado por pensamientos de muerte y de sangre!

(Abre el libro por otro sitio.)

«Nabucodonosor se prosternó,

puso la cara contra el suelo y adoró a Daniel.»

¡Ah!, ¡está bien! El Altísimo exalta a sus profetas por encima de los reyes; sin embargo, aquél vivía en medio de festines, borracho continuamente de delicias y de orgullo. Pero Dios, como castigo, le transformó en animal. ¡Andaba a cuatro patas!

(Antonio se echa a reír; y separando los brazos, con la punta de los dedos, pasa las hojas del libro. Sus ojos se fijan en esta frase:)

«Ezequías tuvo una gran alegría cuando llegó,

le mostró sus perfumes, su oro y su plata,

todos sus aromas, sus aceites de olor,

sus vasos preciosos, y lo que tenía en sus

tesoros.»

Me imagino… que, amontonados hasta el techo, se veían piedras finas, diamantes, dáricos[15]. Un hombre que posee un tesoro tan grande no se parece a los demás. Al tocarlos piensa que tiene el resultado de una cantidad innumerable de esfuerzos, algo así como la vida de los pueblos que hubiera absorbido y que ahora puede derramar. Es una precaución útil a los reyes. Ni al más sabio de todos le resulta ociosa. Sus flotas le llevaban marfil, monos… ¿Dónde está?

(Pasa hojas con viveza.)

¡Ah!, aquí está:

«La reina de Saba, conociendo la gloria de Salomón,

fue a tentarle proponiéndole enigmas.»

¿Cómo esperaba tentarle? ¡El Diablo quiso tentar a Jesús! Pero Jesús triunfó porque era Dios, y Salomón, gracias quizá a su ciencia mágica. ¡Qué sublime es esa ciencia! Porque el mundo —como un filósofo me explicó— forma un conjunto en el que todas las partes influyen unas en otras, como los órganos de un solo cuerpo. Se trata de conocer los amores y las repulsiones naturales de las cosas, y luego hacerlos actuar… ¿Se podría entonces modificar lo que parece ser el orden inmutable?

(Las dos sombras dibujadas tras él por los brazos de la cruz se proyectan hacia delante. Forman como dos grandes cuernos; ANTONIO grita:)

¡Socorro, Dios mío!

(La sombra vuelve a su sitio.)

¡Ah!…, ¡era una ilusión!, ¡y no otra cosa!

¡Es inútil que me atormente! ¡No tengo nada que hacer!…, ¡absolutamente nada que hacer!

(Se sienta y se cruza de brazos.)

Sin embargo…, he creído sentir la proximidad… ¿Pero por qué iba a venir Él? Además, ¿acaso no conozco sus artificios? He rechazado al monstruoso anacoreta que me ofrecía, riendo, panecillos calientes, al centauro que intentaba llevarme a su grupa, y al niño negro aparecido en medio de las arenas, que era muy bello, y que me dijo llamarse «el espíritu de la fornicación».

(ANTONIO anda de derecha a izquierda, rápidamente.)

Por orden mía se construyó gran cantidad de refugios santos, llenos de monjes que llevan cilicios bajo sus pieles de cabra, ¡y tan numerosos que se podía formar con ellos un ejército! He curado enfermos a distancia; he ahuyentado demonios; he pasado el río en medio de los cocodrilos; el emperador Constantino me ha escrito tres cartas; Balacius[16], que había escupido sobre las mías, fue desgarrado por sus caballos; el pueblo de Alejandría, cuando aparecí, se peleaba por verme, y Atanasio me condujo de nuevo a mi camino. ¡Pero qué obras! ¡Hace treinta años que estoy en el desierto gimiendo sin cesar! Traje sobre mis riñones ochenta libros de bronce como Eusebio[17], expuse mi cuerpo a la picadura de los insectos como Macario[18], me quedé cincuenta y tres noches sin cerrar los ojos como Pacomio[19]; y los que son decapitados, torturados o quemados tienen menos mérito, sin duda, ¡porque mi vida es un continuo martirio!

(ANTONIO se detiene.)

¡Ciertamente nadie tiene una angustia tan profunda! Los corazones caritativos disminuyen. Nadie me da nada. Mi manto está viejo. ¡No tengo sandalias, ni siquiera una escudilla!, porque distribuí entre los pobres y mi familia todos mis bienes, sin retener ni un óbolo. Quizá para tener los útiles que necesito en mi trabajo, me haría falta un poco de dinero. ¡Oh!, ¡no mucho!, ¡una pequeña suma!… yo la administraría.

¡Los Padres de Nicea[20], con trajes de púrpura, parecían magos, sobre tronos a lo largo de la pared; y les obsequiaron con un banquete, colmándoles de honores, sobre todo a Pafnucio[21], porque es tuerto y cojo desde la persecución de Diocleciano! El Emperador le besó varias veces en su ojo vacío; ¡qué tontería! ¡Además, el Concilio tenía miembros tan infames! ¡Un obispo de Scitia, Teófilo; otro de Persia, Juan; un porquero, Espiridión[22]! Alejandro era demasiado viejo. ¡Atanasio debió mostrar más indulgencia a los arríanos, para obtener de ellos concesiones!

¡Acaso lo hubieran hecho! ¡No quisieron escucharme! El que hablaba contra mí —un hombre alto y joven con barba rizada—, me lanzaba, con aspecto tranquilo, objeciones capciosas; y, mientras yo buscaba mis palabras, me miraban con caras perversas, aullando como hienas. ¡Ah!, ¡que no pueda conseguir que el Emperador les mande a todos al exilio, o por lo menos ver que les maltrata, que sufren! ¡Pero soy yo el que sufre!

(Se apoya desfallecido contra su cabaña.)

¡Es por haber ayunado demasiado!, mis fuerzas se agotan. Si comiera… solamente una vez, un trozo de carne.

(Cierra los ojos, con languidez.)

¡Ah!, ¡carne roja… un racimo de uvas para morder!…, ¡leche cuajada que tiembla en el plato!… ¿Pero qué tengo?… ¿Qué tengo?…

Siento que mi corazón se agranda como el mar, cuando se inflama antes de la tempestad. Una infinita suavidad me envuelve, y me parece que el aire caliente esparce el perfume de unos cabellos. ¿Habrá llegado alguna mujer?…

(Se vuelve hacia el sendero entre las rocas.)

Por ahí llegan, balanceadas en sus literas por los brazos negros de los eunucos. Descienden, y juntando sus manos cargadas de anillos, se arrodillan. Me cuentan sus inquietudes. La necesidad de una voluptuosidad sobrehumana las tortura; les gustaría morir, han visto en sus sueños dioses que las llamaban; y el borde de sus vestidos cae sobre mis pies. Las rechazo. «¡Oh!, no —dicen—, todavía no. ¡Qué debo hacer!» Cualquier penitencia sería buena. Ellas piden las más severas, compartir la mía, vivir conmigo.

¡Hace mucho tiempo que no lo veo! ¿Quizá va a venir?, ¿por qué no? Si de pronto… oyera el tintineo de las campanillas del mulo en la montaña. Me parece…

(ANTONIO se encarama a una roca, a la entrada del sendero; y se inclina, dirigiendo sus ojos a las tinieblas.)

¡Sí!, allí, al fondo, un bulto que se mueve, como gente que busca su camino. ¡Ella está ahí! Se equivocan.

(Llamando:)

¡Por este lado!, ¡ven!, ¡ven!

(El eco repite: «¡Ven!, ¡ven!» Deja caer los brazos, estupefacto.)

¡Qué vergüenza! ¡Ah!, ¡pobre Antonio!

(Y, en seguida, oye cuchichear: «¡Pobre Antonio!»)

¿Hay alguien?, ¡responde!

(El viento que pasa entre las rocas hace modulaciones; y en su sonoridad confusa, distingue VOCES como si el aire hablara. Son bajas e insinuantes, silbantes.)

LA PRIMERA.—¿Quieres mujeres?

LA SEGUNDA.—¡Dinero en grandes cantidades, quizá!

LA TERCERA.—¿Una espada reluciente?

LAS DEMÁS.—El Pueblo entero te admira.

—¡Duérmete!

—¡Tú las degollarás, tú las degollarás!

(Al mismo tiempo, los objetos se transforman. Al borde del acantilado, la vieja palmera, con su espesura de hojas amarillas, se convierte en el torso de una mujer inclinada sobre el abismo, cuyos largos cabellos se balancean.)

ANTONIO.—

(Se vuelve hacia su cabaña; y la banqueta que sostiene el grueso libro, con las páginas cargadas de letras negras, le parece un arbusto cubierto de golondrinas.)

Es la antorcha, sin duda, que provoca un juego de luz… ¡Apaguémosla!

(La apaga, la oscuridad es profunda.)

(Y, de pronto, cruzan el aire, primero un charco de agua, después una prostituta, la esquina de un templo, la cara de un soldado, un carro con dos caballos blancos, que se encabritan.

Las imágenes llegan bruscamente, a sacudidas, destacándose en la noche como pinturas de escarlata sobre el ébano.

Su movimiento se acelera. Desfilan de forma vertiginosa. Otras veces, se detienen y palidecen gradualmente, se funden; o bien desaparecen, e inmediatamente llegan otras.

ANTONIO cierra los párpados.

Las visiones se multiplican, le rodean, le asedian. Le invade un horror indecible; y sólo siente una contracción ardiente en el epigastrio. A pesar del estrépito que bulle en su cabeza, advierte un silencio enorme que le separa del mundo. Intenta hablar; ¡imposible! Es como si el vínculo general de su ser se disolviera; y, no resistiendo más, ANTONIO cae sobre la estera.)