III
(Cuando ella ha desaparecido, ANTONIO descubre a un niño en el umbral de su cabaña.)
Es uno de los servidores de la Reina.
(Piensa.)
(El niño es pequeño como un enano, y, sin embargo, rechoncho como un Cabiro[40], deformado, de aspecto miserable. Blancos cabellos cubren su cabeza prodigiosamente grande; y tirita bajo una harapienta túnica, sujetando en la mano un rollo de papiro.
La luz de la luna, que una nube atraviesa, cae sobre él.)
ANTONIO.—
(Le observa desde lejos y tiene miedo.)
¿Quién eres?
El NIÑO.—
(Contesta:)
¡Tu antiguo discípulo Hilarión!
ANTONIO.—Mientes. Hilarión vive desde hace muchos años en Palestina.
Hilarión.—¡He vuelto!, ¡soy yo!
ANTONIO.—
(Se acerca y le examina.)
Sin embargo, su cara era brillante como la aurora, cándida, feliz. Ésta es sombría y vieja.
HILARIÓN.—¡Intensos trabajos me han fatigado!
ANTONIO.—La voz es también diferente. Tiene un timbre gélido.
HILARIÓN.—¡Es porque me alimento de cosas amargas!
ANTONIO.—¿Y esos cabellos blancos?
HILARIÓN.—¡He sufrido tanto!
ANTONIO
(Aparte.)
¿Será posible?…
HILARIÓN.—Yo no estaba tan lejos como supones. El ermitaño Pablo[41] te visitó este año durante el mes de Schebar[42]. Hace exactamente veinte días que los nómadas te trajeron pan. Dijiste, anteayer, a un marinero que te trajera tres punzones.
ANTONIO.—¡Lo sabe todo!
HILARIÓN.—Debes saber también que yo nunca te he abandonado. Pero pasas largos períodos sin verme.
ANTONIO.—¿Cómo es eso? ¡Es cierto que tengo la cabeza muy turbada! Esta noche especialmente…
HILARIÓN.—Todos los Pecados Capitales han venido. ¡Pero sus mezquinas asechanzas se hacen pedazos contra un santo como tú!
ANTONIO.—¡Oh!, ¡no!…, ¡no! ¡A cada momento, desfallezco! No soy ya uno de esos cuya alma está siempre alerta y tiene el espíritu firme —como el gran Atanasio, por ejemplo.
HILARIÓN.—Fue ordenado ilegalmente por siete obispos.
ANTONIO.—¡Qué importa!, si su virtud…
HILARIÓN.—¡Vamos!, un hombre orgulloso, cruel, siempre intrigando, y finalmente desterrado por acaparador.
ANTONIO.—¡Calumnia!
HILARIÓN.—¿No negarás que quiso corromper a Eustato[43], el tesorero de larguezas?
ANTONIO.—Eso afirman; es cierto.
HILARIÓN.—¡Quemó, por venganza, la casa de Arsenio[44]!
ANTONIO.—¡Ay de mí!
HILARIÓN.—En el Concilio de Nicea, dijo hablando de Jesús: «El hombre del Señor».
ANTONIO.—¡Ah!, ¡eso es una blasfemia!
HILARIÓN.—Tiene una inteligencia tan limitada que confiesa, además, no comprender nada de la naturaleza del Verbo.
ANTONIO.—
(Sonriendo de placer.)
En efecto, no tiene una inteligencia muy… elevada.
HILARIÓN.—Si te hubieran puesto en su lugar, hubiera sido una gran alegría tanto para tus hermanos como para ti. Esta vida alejada de los demás no es buena.
ANTONIO.—¡Al contrario! El hombre, que es espíritu, debe retirarse de las cosas mortales. Cualquier acción le degrada. ¡No quisiera pisar la tierra, ni siquiera con la planta de los pies!
HILARIÓN.—¡Hipócrita que se hunde en la soledad para entregarse mejor al desenfreno de su concupiscencia! ¡Te privas de carnes, de vino, de calor, de esclavos y de honores; pero cómo dejas que tu imaginación te ofrezca banquetes, perfumes, mujeres desnudas y multitudes aclamándote! ¡Tu castidad no es más que una corrupción más sutil, y ese desprecio del mundo, la impotencia de tu odio contra él! Eso es lo que hace a tus semejantes tan lúgubres, o es quizá porque dudan. La posesión de la verdad proporciona felicidad. ¿Acaso Jesús era triste? Siempre estaba rodeado de amigos, descansaba a la sombra del olivo, entraba en casa del publicano, multiplicaba el vino, perdonaba a la pecadora, curaba todos los dolores. Tú sólo tienes piedad para tu miseria. Es como un remordimiento que te envuelve y una demencia huraña, que te hace hasta rechazar la caricia de un perro o la sonrisa de un niño.
ANTONIO.—
(Estalla en sollozos.)
¡Basta!, ¡basta!, ¡conmueves demasiado mi corazón!
HILARIÓN.—¡Sacude la miseria de tus harapos! ¡Sal de tu inmundicia! ¡Tu Dios no es un Moloch que pide carne como sacrificio!
ANTONIO.—Sin embargo, el sufrimiento es bendecido. Los querubines se inclinan para recibir la sangre de los confesores.
HILARIÓN.—¡Admira entonces a los montañistas[45]! Superan a todos los demás.
ANTONIO.—¡Pero la verdad de la doctrina hace al mártir!
HILARIÓN.—¿Cómo puede probar su excelencia, si sirve de testimonio del error?
ANTONIO.—¡Cállate, víbora!
HILARIÓN.—Eso no puede ser tan difícil. Las exhortaciones de los amigos, el placer de insultar al pueblo, el juramento que han hecho, un cierto vértigo, mil circunstancias les ayudan.
(ANTONIO se aleja de Hilarión. Éste le sigue.)
Por otra parte, esa forma de morir acarrea grandes desórdenes. Dionisio, Cipriano y Gregorio[46] se libraron de ella. Pedro de Alejandría[47] la condenó, y el concilio de Elvira[48]…
ANTONIO.—
(Se tapa los oídos.)
¡No escucho más!
HILARIÓN.—
(Elevando la voz.)
Ya vuelves a caer en tu pecado de costumbre, la pereza. La ignorancia es la escoria del orgullo. Basta con decir: «Tengo mi convicción, ¿por qué discutir?», y se desprecia a los doctores, a los filósofos, a la tradición, y hasta el texto de la Ley que se ignora. ¿Crees tener la sabiduría en tu mano?
ANTONIO.—¡Sigo oyéndole! Sus clamorosas palabras llenan mi cabeza.
HILARIÓN.—Los esfuerzos para comprender a Dios son superiores a tus mortificaciones para conmoverle. Sólo tenemos mérito por nuestra sed de Verdad. La Religión sola no explica todo; y la solución de los problemas que desconoces puede hacerla más inatacable y más alta. Entonces lo que hace falta, para su salud, es comunicarse entre los hermanos —o, si no, la Iglesia, la asamblea de fieles, sólo sería una palabra—, y escuchar todas las razones, no rechazar nada, ni a nadie. El hechicero Balaam[49], el poeta Esquilo y su sibila de Cumas habían anunciado al Salvador. Dionisio el Alejandrino recibió del Cielo la orden de leer todos los libros. San Clemente[50] nos ordena el cultivo de las letras griegas. Hermas[51] fue convertido por la ilusión de una mujer que había amado.
ANTONIO.—¡Qué aire de autoridad! Parece como si crecieras…
(En efecto, la estatura de HILARIÓN se ha elevado progresivamente; y ANTONIO, para no verle más, cierra los ojos.)
HILARIÓN.—¡Tranquilízate, buen ermitaño!
Sentémonos allí, en esa gran piedra, como antes, cuando en la primera claridad del día te saludaba, y te llamaba «clara estrella de la mañana»: y empezabas en seguida a darme instrucciones. No han acabado. La luna nos ilumina suficientemente. Te escucho.
(Ha sacado un cálamo de la cintura; y, en el suelo, con las piernas cruzadas, con su rollo de papiro en la mano, levanta la cabeza hacia SAN ANTONIO, que, sentado junto a él, permanece con la frente inclinada.
Tras un momento de silencio, HILARIÓN sigue hablando:)
La palabra de Dios, ¿no es cierto?, nos es confirmada a través de los milagros. Sin embargo, los hechiceros del Faraón los hacen; otros impostores pueden también hacerlos; nos engañamos. ¿Qué es entonces un milagro? Un acontecimiento que nos parece fuera de la naturaleza. ¿Pero conocemos toda su fuerza? Y una cosa que ordinariamente no nos extraña, ¿quiere decir que la comprendemos?
ANTONIO.—¡No importa!, ¡hay que creer en la Escritura!
HILARIÓN.—San Pablo, Orígenes[52] y muchos otros no la entendían literalmente; pero si se explica por medio de alegorías, se convierte en provecho de unos pocos y la evidencia de la verdad desaparece. ¿Qué hacer?
ANTONIO.—¡Remitirse a la Iglesia!
HILARIÓN.—¿Entonces la Escritura es inútil?
ANTONIO.—¡En absoluto!, aunque el Antiguo Testamento, lo reconozco, tenga… ciertas oscuridades… El Nuevo resplandece con una luz pura.
HILARIÓN.—Sin embargo, el ángel anunciador, en Mateo se aparece a José, mientras que, en Lucas, a María. La unción de Jesús por una mujer ocurre, según el primer Evangelio, al comienzo de su vida pública, y, según los otros tres, pocos días antes de su muerte. El brebaje que le ofrecen en la cruz, es, en Mateo, de vinagre y hiel, en Marcos, de vino y mirra. Según Lucas y Mateo, los apóstoles no deben llevar dinero ni bolsa, ni siquiera sandalias y báculo; en Marcos, al contrario, Jesús sólo les permite llevar sandalias y báculo. ¡Yo me pierdo!
ANTONIO.—
(Como embobado:)
En efecto…, en efecto…
HILARIÓN.—Al contacto de la hemorroisa, Jesús se volvió diciendo: «¿Quién me ha tocado?» ¿Acaso no sabía quién le tocaba? Eso contradice la omnisciencia de Jesús. Si la tumba estaba vigilada por guardianes, las mujeres podían contar con su ayuda para levantar la piedra de la tumba. Pero no había guardianes o bien las santas mujeres no estaban allí. En Emaús, come con sus discípulos y les hace tocar sus llagas. Es un cuerpo humano, un objeto material, ponderable, y, sin embargo, que atraviesa las murallas. ¿Cómo es posible?
ANTONIO.—¡Necesitaría mucho tiempo para contestarte!
HILARIÓN.—¿Por qué recibió al Espíritu Santo siendo el Hijo? ¡Qué necesidad tenía de bautismo, si era el Verbo? ¿Cómo podía tentarle el Diablo a él, que era Dios?
¿Es que nunca has tenido estos pensamientos?
ANTONIO.—¡Sí!…, ¡a menudo! Adormecidos o vehementes, siempre están en mi conciencia. Los destruyo, renacen, me ahogan; y a veces creo que estoy maldito.
HILARIÓN.—¿Entonces te basta con servir a Dios?
ANTONIO.—¡Siempre necesito adorarle!
(Después de un largo silencio,)
HILARIÓN.—
(continúa:)
Pero fuera del dogma, toda libertad de búsqueda nos está permitida. ¿Deseas conocer la jerarquía de los ángeles, la virtud de los Números, la razón de los gérmenes y de las metamorfosis?
ANTONIO.—¡Sí!, ¡sí!, mi pensamiento se debate por salir de su prisión. Me parece que si reúno fuerzas lo conseguiré. Algunas veces, mientras dura un relámpago, me encuentro como suspendido; ¡luego vuelvo a caer!
HILARIÓN.—El secreto que quisieras poseer lo guardan unos sabios. Viven en un país lejano, sentados bajo árboles gigantescos, vestidos de blanco y tranquilos como dioses. Un aire caliente les alimenta. A su alrededor los leopardos caminan por el césped. El murmullo de las fuentes y el relincho de los unicornios se mezclan con sus voces. Los escucharás: ¡y el rostro del Desconocido se descubrirá!
ANTONIO.—
(Suspirando:)
¡El camino es largo, y soy viejo!
HILARIÓN.—¡Oh! ¡Oh!, ¡los hombres sabios abundan! ¡Están incluso muy cerca de ti!; ¡aquí! ¡Entremos!