CAPÍTULO IV
EL sonido intermitente de un zumbador hizo sobresaltar a Marek. En el tablero de instrumentos un piloto rojo se encendía y apagaba al ritmo del avisador acústico.
—¡Motor fuera de servicio! —exclamó Marek.
Una por la derecha y otra por la izquierda, tan cerca que casi parecía que iban a tocarse, dos aeronaves adelantaron a la cápsula y empezaron a describir un giro a estribor. Mientras se alejaban, las “asas volantes” arrojaban por sus toberas largos penachos de llamas.
La primera reacción de Marek fue de furor.
—¡Maldita sea, nos han apagado el motor!
El motor lumínico, especie de poderosa lámpara que producía un chorro de taquiones excitados, era la parte más vulnerable de la cápsula “KT” y, por supuesto, la más importante en el sistema de propulsión. La rabia de Marek fue tanto mayor cuanto que no había que culpar a las “asas voladoras” del desastre, sino a su propia y torpe negligencia.
—¡Estúpido de mí! ¿Por qué no se me ocurrió mirar atrás ni una sola vez? —barbotó golpeando con los puños en los pomos de la palanca de dirección.
Al virar a la derecha las aeronaves habían salido del campo visual de las cámaras de proa. Por delante de la cápsula seguía en su tranquilo vuelo la “asa voladora”, pero ya su tripulación debía haber advertido la presencia de la cápsula a su zaga, pues en este momento crecía el volumen de las llamas de su tobera y empezaba a alejarse.
Tranquilamente Adler Ban Aldrik escogió entre los botones del tablero el que conectaba la pantalla con las cámaras de televisión del lado de estribor. La imagen saltó en la pantalla panorámica y en ésta aparecieron las dos aeronaves que se habían alejado mientras viraban.
—Viran para situarse de nuevo a nuestras espaldas —observó el bartpurano.
—¡Maldita sea su estampa!
—¿Pueden causarnos algún otro daño? —preguntó Adler Ban Aldrik.
—No esperaremos a verlo —respondió Marek, y de un empellón puso a tope la palanca del sistema de reacción.
Los astronautas llamaban “reacción” a la fuerza de rechazo de la “dedona” respecto de la fuerza de gravedad. Esta reacción era proporcional a la masa y la distancia.
La cápsula “KT”, que no era un arma de combate, había sido construida para operar en acciones de guerra, especialmente para llevar fuerzas de desembarco a tierra bajo el fuego del enemigo. Su casco de “dedona” tenía un metro de espesor y era en este sentido comparable a la coraza de un blindado.
Después de haberse dejado sorprender estúpidamente, Marek no estaba dispuesto a correr mayores riesgos, ni siguiera contando en el supuesto de que las “asas voladoras” no llevaban proyectiles de carga nuclear. La cápsula estaba desarmada y su motor averiado, por lo tanto sólo le quedaba su mayor capacidad para elevarse, superior sin duda a la de las “asas volantes”, excepto que éstas estuvieran hechas de “dedona”.
En efecto, apenas Marek abrió el regulador la cápsula empezó a subir como impulsada por un motor cohete. Las “asas voladoras” fueron sorprendidas por el brusco salto de la cápsula e intentaron seguirla, para lo cual hicieron girar sus asas de forma que el extremo de éstas apuntaban al suelo.
—Están en el techo de la altura que son capaces de alcanzar. Nunca podrán seguirnos por este sistema, antes agotarán todo el carburante y se irán al suelo —observó Adler Ban Aldrik.
—¡El diablo les lleve! —barbotó Marek—. Ya nos han hecho bastante daño rompiéndonos el motor. Sin motor no podemos ir a ninguna parte.
—No tenemos que ir a ninguna parte, ya hemos llegado al lugar donde queríamos ir —dijo Adler Ban Aldrik.
—Tal vez deberíamos cancelar la operación. No hay dificultad alguna en abrir la cámara, salir al espacio con nuestras armaduras de vacío y desmaterializarnos. Basta con dejar la Karendón en régimen automático para que funcione el tiempo suficiente y luego provoque su autodestrucción.
—¿Y qué me dices de nuestros amigos?
—Todos seremos restituidos en Valera pasados quince días.
—Claro, pero ellos querían explorar esta región del hiperplaneta, cosa que nunca harán si cancelamos la operación ahora.
—¿Y qué más da? Una vez nos recuperen en Valera nunca sabremos lo que ocurrió aquí. No podremos retener esas vivencias, puesto que nuestros “vetatoms” no pueden ser transferidos por radio a través de todo el espesor del hiperplaneta.
—En efecto, nada recordaremos si nos restituyen sobre los “vetatoms” que el crucero lleva consigo. Pero puede ocurrir, y seguramente así será, que al tener noticias de que el hiperplaneta está habitado se monte una nueva expedición para que venga a buscarnos. En ese caso sí podremos retener nuestras vivencias, y el recuerdo de los días que vivimos en el hiperplaneta será un tesoro que conservaremos por el resto de nuestra existencia.
Por influencia de su educación Adler Ban Aldrik solía expresarse a veces de un modo retórico, pero por lo general, gracias a sus dotes de psicólogo, sabía acertar en aquellas cuerdas que hacían vibrar la sensibilidad de su interlocutor. Marek Aznar había nacido en el circumplaneta Atolón, lo mismo que su honorable bisabuelo. En ambos la lejana patria era un continuo y nostálgico recuerdo, y sin embargo ninguno de los dos habría cambiado su plaza en el autoplaneta Valera por dos sillas en el más bello paisaje de Atolón. La razón de esto era que en ambos latía la misma curiosidad por conocer nuevos mundos, por explorar remotas galaxias, por investigar las múltiples y sorprendentes formas que la vida podía adoptar en distintas partes, por llenar, en fin, su existencia de vivencias y emociones.
Por seguir a Valera, uno y otro tuvieron que hacer grandes renuncias, quizá mayores en Marek, que dejó en Atolón aquello que más puede amar un hombre; un hijo.
—Me pregunto qué haría Tuanko en mi caso —murmuró Marek.
—Cada hombre es uno en sí mismo —respondió Adler Ban Aldrik sin apartar sus azules ojos de la pantalla—. No tienes que decidir por Tuanko, sino por ti.
—Podemos dejar la piel en esta aventura.
—Sí.
—Claro que sé lo que vas a decir. Es el riesgo lo que da mayor emoción a las cosas.
—Los dos amamos mucho la vida —respondió el bartpurano—. Por eso el arriesgarla supone mayor emoción en nosotros.
—Estamos de acuerdo en eso. Di qué piensas que podemos hacer.
—Esas aeronaves nunca podrán seguirnos hasta la altura que nosotros podemos llegar, o sea, que por ese lado estamos a salvo. Nos movemos todavía a quince mil kilómetros por hora, y conservaremos esa velocidad por mucho tiempo aun con el motor parado. Sólo tenemos que esperar hasta que las “asas voladoras” agoten su combustible y se vean obligadas a aterrizar. Tan pronto las hayamos dejado atrás descenderemos. Al reentrar en las capas de la atmósfera el aire nos frenará. En tal que administremos el impulso que llevamos podemos incluso elegir el lugar de aterrizaje, siempre, claro está, volando en línea recta. Sin motor no podemos dirigir la cápsula, sólo dar vueltas sobre nosotros mismos.
—Muy bien, lo haremos así —decidió Marek.
La cápsula seguía ascendiendo, en tanto que las “asas voladoras” iban quedando cada vez más lejos. Tras unos minutos de inútil persecución las aeronaves renunciaron y se retiraron. Para los tripulantes de la cápsula la tierra confundía de nuevo colores y relieves convirtiéndose en un plato de natillas. Sólo era perceptible el contorno de los continentes rodeados por el océano.
—Han debido volver a tierra. He perdido contacto —anunció el sargento Eced después de seguir los movimientos de las “asas volantes” en el radar por espacio de casi una hora.
—Bien, vamos a bajar —dijo Marek.
La cápsula inició un vertiginoso descenso. Al alcanzar las altas capas de la atmósfera el aire hizo subir rápidamente la temperatura del casco. Continuamente frenada por el aire, la cápsula descendía como un planeador, aunque carecía de alas. El elemento sustentador era el campo de fuerza de la “dedona”, estimulada por la energía eléctrica del reactor nuclear.
A treinta mil metros de altura ya tomaba su carácter propio la naturaleza del terreno. Los astronautas vieron un caudaloso río cruzando majestuosamente una enorme llanura cubierta de selva. Poco después sobrevolaron un macizo montañoso cuyas cumbres, cubiertas de nieves perpetuas, se elevaban a doce mil metros de altura. Tras los montes volaron a todo lo ancho de una región desértica, tan amplia como la selva, pero de una aridez extremada.
La fuerte resistencia que el aire oponía al avance de la cápsula frenaba a ésta de forma continua. Al desierto sucedió un terreno sumamente accidentado, al parecer de naturaleza volcánica. Una segunda cadena de montañas se elevaba en la lejanía. Cuando alcanzaron la cordillera el aparato volaba a velocidad subsónica. Las montañas eran tan altas que Marek se vio obligado a elevar de nuevo la máquina para evitar las cumbres. Salvado el obstáculo Marek echó una mirada a la pantalla de televisión y dijo:
—Se nos acaba el gas. Tendremos que dejarnos caer en alguna parte por aquí cerca.
—¡Atención, contacto de radar! —anunció el sargento Eced.
—¿A qué distancia?
—Unos mil doscientos kilómetros. En las once.
—¿Una aeronave?
—Tendría que ser una flota en ese caso. Hay muchas resonancias, yo diría más bien que se trata de una ciudad.
Marek clavó los ojos en la pantalla. El espacio estaba despejado hasta unos ochocientos kilómetros, pero el resto se veía cubierto de nubes.
Con los últimos restos del impulso que llevaba, la cápsula descendía ceñida a la abrupta ladera de la montaña. A la cordillera y como contrafuertes de ésta, seguía una serie de sierras orientadas en la misma dirección que seguía la cápsula.
—Nos paramos, no hay más remedio que descender —advirtió Marek.
Estaba sobre una profunda quebrada de paredes casi verticales, con un arroyo corriendo por el fondo. Poco después la cápsula quedaba prácticamente inmóvil, suspendida como un globo en el aire sobre la quebrada. El viento la movió lentamente poniéndola de través.
Todavía les quedaba el recurso de utilizar los pequeños proyectores de “luz sólida” de la proa, que servían para dirigir el vuelo de la cápsula. Marek encendió el proyector de babor para situar la máquina en línea, y a continuación empujó la palanca hacia adelante.
La cápsula descendió velozmente trescientos o cuatrocientos metros, se detuvo casi en seco, y a continuación bajó suavemente hasta que el casco descansó sobre las rocas.
—¡Uf! —respiró Marek abandonando los mandos.
—Muy buen aterrizaje —dijo Adler Ban Aldrik desabrochando su cinturón de seguridad.
—¿Te burlas de mí? —preguntó Marek mirándole de través. El bartpurano no contestó y Marek dijo—: Bajaré para ver si estamos en posición de abatir el portón. Ve calentando la Karendón.
Marek abrió la escotilla y saltó a tierra. Comprobó que la cápsula descansaba directamente sobre los redondeados guijarros del lecho del arroyo. La quebrada tendría quizá quinientos metros de anchura y unos ochocientos hasta los más altos farallones. Enormes peñascos se habrían desprendido en tiempo pasado de las cuarteadas paredes rodando hasta el fondo. El arroyo se abría paso entre estas rocas formando pequeñas y cantarinas cascadas.
Con agua hasta las pantorrillas de su sólida armadura, Marek llegó hasta la proa de la cápsula y vio que quedaba espacio más que suficiente para el portón.
—¡Vale, podéis abrir!
La voz de Marek fue repetida por el eco en las roqueñas paredes de la selvática garganta.
En la cabina de mando Adler Ban Aldrik puso en marcha la Karendón. El “vetatom” metálico se deslizó por la ranura del lector fotoeléctrico y luego se detuvo. La máquina dejó oír su profundo zumbido característico, a continuación se escuchó una apagada descarga.
En el interior de la cápsula los viajeros debían haber sido restituidos a su condición física.
La punta cónica de la cápsula se separó en dos secciones que quedaron pegadas a ambos lados del cilindro. Luego se abatió el portón, especie de plataforma articulada en la base como un puente levadizo. En el amplio hueco, enfundados en sus armaduras y con la escafandra puesta, aparecieron los viajeros. El portón, revestido interiormente de cristal, formaba una ligera rampa de superficie resbaladiza.
—Vayan con cuidado, pueden resbalar —advirtió Marek.
Apenas acababa de decirlo cuando Alejandro Aznar tiró las piernas por alto, cayó sobre las posaderas y se deslizó como por un tobogán yendo a sumergirse en un hoyo que allí formaba el riachuelo.
Marek fue a ayudarle cogiéndole por un brazo. No pudo evitar la risa.
—Caramba, tío. Si tu hijo llega a venir te desmaterializa “ipso facto” enviándote de regreso a casa.
Alejandro Aznar le rechazó con un ademán enojado. Marek trató de establecer contacto telepático con él, pero no obtuvo respuesta. Lo que vio fue una mente asustada, alguien que pensaba y razonaba de forma distinta a como lo habría hecho Alejandro en estas circunstancias. ¡No era Alejandro!
Aunque en la parte posterior de la escafandra aparecía grabado el nombre de Alejandro Aznar, no era éste quien ocupaba la oscura armadura. El suplantador estaba en dificultades para salir del hoyo, debido tanto al engorro de la armadura, que dificultaba sus movimientos, como al fusil que llevaba en bandolera, la bolsa, la cámara de “video” y los demás trebejos del equipo. Marek le asió por la abultada escafandra, y al mismo tiempo que tiraba hacia arriba la hizo girar.
La escafandra quedó en las manos de Marek y de ésta salió la roja cabeza de Nuria Ross. Los azules y bellos ojos de la muchacha miraron a Marek entre asustados y coléricos. La sorpresa fue total para Gerardo Castillo, Mario Valera y el doctor Ferrer.
—¡¡¡Nuria Ross!!!
La joven estaba todavía inmersa en el hoyo, con agua hasta el pecho, y de pronto rompió a llorar. Castillo, Valera y Ferrer cambiaron entre sí una mirada de estupor. Marek se sintió en la obligación de mostrarse severo.
—Deje de lloriquear y salga de ahí —dijo tendiéndole la mano.
Ella aceptó la ayuda. Ferrer fue el primero en reaccionar y acudió rápidamente para colaborar en la labor de salvamento. Nuria Ross salió del hoyo con cara compungida, pero Marek sabía que todo formaba parte de una ingenua comedia. Nuria iba a tener que explicar unas cuantas cosas y se preparaba a defenderse soltando por delante un lloro que debería ablandar a los hombres y templar el enojo que en justicia iban a exteriorizar.
—Nuria, justifícate —dijo el profesor Castillo severamente—. Dinos cómo estás aquí en lugar de Alejandro.
En este momento Adler Ban Aldrik salía por la escotilla de la cápsula y se acercaba al grupo reunido junto a la proa del aparato.
—Nada puedo decir en mi disculpa —dijo Nuria mirando al bartpurano, como si esperara de éste una comprensión que no confiaba conseguir de los demás—. Sólo que deseaba como ninguna otra cosa venir en esta expedición. Incluso pensé que lo merecía más que otros, como por ejemplo Alejandro, que es un buen ingeniero y matemático, pero sólo es un aficionado como exobiólogo. De todos modos no suplanté a Alejandro porque creyera reunir más méritos que él. Si le escogí a él fue sencillamente porque las medidas de su equipo de vacío eran las que más se parecían a las mías.
—¿Qué hiciste de Alejandro? —preguntó Adler Ban Aldrik.
—Me colé en su camarote cuando se disponía a vestirse la armadura de vacío… y le inyecté por sorpresa en la espalda.
—¡Válgame Dios! —exclamó Castillo aterrado—. ¿Qué fue lo que le inyectaste?
—Una dosis de la droga que solemos utilizar para dormir a los animales salvajes mediante el disparo de dardos.
—No morirá por eso —dijo Adler Ban Aldrik, que se anticipaba a las palabras de Nuria leyendo directamente en su cerebro—. Nuria puso especial cuidado en la elección de la dosis. De todos modos, Nuria, no está bien lo que has hecho. Supongo que al llegar el momento de desmaterializar a la tripulación, al no aparecer, Tuanko enviaría en tu busca y encontrarían a Alejandro.
—Dejé una nota a Tuanko sobre mi cama, diciéndole que fueran a buscar a su padre en el camarote de al lado.
Adler Ban Aldrik contempló a la muchacha con una ligera sonrisa curvándole la comisura de los labios.
—Tuanko puso mucho empeño en impedir que su padre formara parte de esta expedición —dijo con acento irónico—. Imagino que debió alegrarse de encontrarle a bordo. Para Tuanko ahí terminaron sus preocupaciones, puede que incluso celebrara tu jugarreta. Ahora el dolor de cabeza es para nosotros.
—Soy una chica fuerte —aseguró Nuria elevándose sobre la puntilla de los pies, como queriendo aparentar mayor estatura—. Les prometo no crearles problemas.
—Sólo hay una forma segura de que no pueda crearnos problemas, desmaterializándola en Karendón —respondió Marek.
Los hombres se sacaban las escafandras y acurrucaban los ojos lastimados por la intensidad de la luz solar. Todos se volvieron hacia Marek, siendo particularmente maligna la mirada que le dirigió la propia implicada. Marek sabía que en este momento era intensamente odiado por Nuria Ross, pero no le importó. Como responsable de la seguridad de todo el grupo no podía hacer concesiones por razón de sus inclinaciones personales. Nada tenía contra Nuria, al contrario, el concepto que tenía formado de ella era inmejorable. Era una mujer competente en su oficio, seria, responsable y rabiosamente bonita. Pero tal como se presentaban las cosas, incluso los hombres más fuertes podían verse en situaciones que superaran las condiciones psíquicas, su aguante y su valor.
Aunque la sociedad valerana decía haber abolido el machismo, todavía subyacía en la conciencia del hombre cierto instinto protector con respecto a la mujer. Así, no tardó en surgir la voz complaciente que venía en apoyo de la “débil” hembra. Fue el ingeniero José Ferrer:
—Hombre, yo digo que ya que la tenemos aquí y no podemos hacer que Alejandro venga a ocupar su puesto… ¿por qué no dejamos las cosas como están?
—Las cosas ya estaban bastante mal incluso antes de que viniera la señorita Ross a complicarlas más —respondió Marek—. Obrando juiciosamente, pienso que deberíamos cancelar la operación.
Ferrer, Castillo y Valera protestaron acaloradamente.
—¡Hombre, Marek! —exclamó Ferrer—. Yo esperaba que estando tú aquí en lugar de Tuanko iban a ir mejor las cosas. ¡Tanto jaleo por una chica!
—No es sólo por ella. Ustedes ignoran que mientras volábamos hacia acá fuimos atacados por aeronaves desconocidas que nos averiaron el motor. O sea, que no podemos contar con la cápsula para que acuda a nuestra llamada dondequiera que nos encontremos. Solamente nos quedan los dorsales de levitación, con los cuales no se pueden alcanzar velocidades superiores a ochocientos o novecientos kilómetros por hora. Y lo que es peor, no podremos alejarnos mucho de este lugar, pues cuanto más lejos vayamos mayor será la distancia que tengamos que recorrer para regresar en caso de apuro.
—Tal vez no tengamos que alejarnos demasiado —apuntó Adler Ban Aldrik—. A unos mil kilómetros, como quien dice un paseo, tenemos una ciudad.
—No sabemos qué es lo que hay allí, no lo hemos visto —respondió Marek.
—Bueno, tal vez nos estemos preocupando sin motivo —sugirió el doctor Ferrer—. Lo primero es echarle un vistazo a ese motor, seguro que se puede reparar.
Marek y el sargento Eced acompañaron al ingeniero hasta la popa de la cápsula portadora. La tobera estaba a cuatro metros de altura sobre el suelo y para asomarse a ella tuvieron que elevarse mediante los dorsales de levitación (backs).
Considerando su potencia el motor era relativamente pequeño. El proyectil que lo averió tuvo que penetrar por una abertura de apenas ochenta centímetros de diámetro, estallando en su interior.
—Un tiro de suerte —comentó Ferrer.
—De mala suerte diría yo.
—Si no es más que eso se puede reparar.
—¿Y cómo? El proyector de taquiones está totalmente destrozado.
—Lo reemplazaremos. Si nadie ha cometido una negligencia la cápsula debe llevar algunos “vetatom” para restituir aquellos elementos considerados vitales para el funcionamiento de la máquina. Vamos a verlo.
Hacía un enorme calor allí en el fondo de la quebrada, donde no corría el menor soplo de viento. Los expedicionarios estaban despojándose de sus armaduras de cristal, cosa que hicieron también Marek y Ferrer antes de entrar en la cabina de mando. En efecto, en el baúl de herramientas de la cabina encontraron algunos metros de cintas perforadas cuidadosamente guardadas en tambores. Cada tambor estaba clasificado con una etiqueta.
—¿Ves? —dijo Ferrer mostrando uno de los tambores—. Se acabaron nuestros problemas. Con este “vetatom” podrías fabricar hasta mil proyectores uno tras otro.
—Hay gente que piensa en todo —murmuró Marek admirado—. Demos las gracias al genio previsor que puso aquí estos “vetatoms”.
—Entonces agradécemelo a mí —dijo Ferrer riéndose.
Ferrer era el creador de la cápsula portadora “KT”, por lo tanto no debía haber dificultades para repararla, ahora que contaban con los elementos indispensables. Inmediatamente Marek saltó a tierra para dar la buena noticia al grupo. Hubo como un relajamiento general y las sonrisas volvieron a brillar, a pesar del enorme calor.
Nuria Ross anunció que iba a bañarse en el arroyo, lo cual hizo en calzoncillos. Éstos, formando una sola pieza con la camiseta de algodón, era el equipo que todos los astronautas llevaban debajo de la armadura, tanto para ayudar a la transpiración como para preservar la piel de posibles irritaciones.
Mientras tanto, Ferrer cerraba el gran portón abatible de proa para restituir en el interior de la cámara el motor de taquiones. El motor quedó en la cámara de restitución. Se vio que era necesario mover la cápsula llevándola a otro lugar en el cual fuera accesible el alojamiento del motor. La cápsula fue elevada a un metro de altura y los hombres la empujaron sin esfuerzo situando la popa contra una roca, de modo que ésta sirviera para que los mecánicos alcanzaran la tobera.
Se sacaron las herramientas y todos se dispusieron a ayudar, con lo cual lo único que se consiguió fue que unos se estorbaran a otros.
—Miren, dejen que seamos Marek, Eced y yo quienes manejen esto. Se agradece su interés, pero váyanse —dijo José Ferrer.
Castillo y Valera se fueron a reunirse con Nuria Ross, que había encontrado un hoyo bastante profundo al pie de una pequeña cascada. Adler Ban Aldrik le hablaba telepáticamente a Beg Hon. El tuma no se había enterado de nada, sencillamente porque no hablaba el idioma de los valeranos.
Apenas habían pasado veinte minutos cuando Castillo y Valera regresaron, esta vez acompañados de Nuria. Parecían muy excitados y mostraron a Adler Ban Aldrik un objeto. Era un cuenco de madera toscamente labrado con una herramienta igualmente rudimentaria.
—¿Dónde lo encontraron? —preguntó el bartpurano con interés.
Marek dejó a Ferrer hurgando en el motor y fue a enterarse de lo que ocurría.
—Flotaba en el charco donde nos estábamos bañando —dijo el profesor Castillo.
Marek miró hacia el lugar que señalaba Castillo, e inmediatamente sus sentidos se pusieron en estado de alerta. No hacía mucho tiempo Marek se encontraba todavía en el circumplaneta Atolón, luchando por sobrevivir del acoso de los “thorbod” y el todavía más feroz acoso de los insectos gigantes, las temibles “mantis”. De sus muchos años de lucha en la selva y las montañas le venía al tapo su fino instinto para adivinar el peligro y su habilidad en la interpretación de los más pequeños indicios.
—Ese pedazo de madera debió venir arrastrado de arriba por la corriente —murmuró como hablando consigo mismo.
Se apartó del grupo andando hacia el sitio donde Nuria y los dos profesores estuvieran bañándose. Estaba de cuclillas en la orilla, observando atentamente las claras aguas del arroyo, cuando Nuria Ross y los demás llegaron a su lado.
Marek se puso en pie y señaló con la mano.
—Volé sobre toda la extensión de la quebrada y no vimos nada anormal. Sin embargo debe haber un campamento nativo río arriba. Un campamento con mujeres y niños.
—¿Cómo sabes que hay niños y mujeres? —le preguntó Castillo.
—Hay pequeñas briznas de hierba y algún pétalo flotando en el agua. Una mujer se acercó con su niño al arroyo para lavar sus enseres y se le escapó la escudilla.
Valera, Castillo y Adler Ban Aldrik cruzaron una mirada.
—En un lugar tan apartado y escondido sólo puede tratarse de una tribu salvaje. Tal vez trogloditas —murmuró el bartpurano. De pronto arrebató el cuenco de la mano de Castillo, lo palpó con sus largos y nervudos dedos y cerró los ojos.
Adler Ban Aldrik era un paragnóstico extraordinario. En parapsicología, el experimento que estaba realizando se conocía por metagnomía. Ésta era una facultad afín a la clarividencia y consistía en reconocer cosas, carácter, estados y todo lo ocurrido con determinada persona a través de un objeto suyo. El “bundo” permaneció un par de minutos con los ojos cerrados. Luego los abrió y devolvió la escudilla a Castillo diciendo:
—En efecto, se trata de un poblado troglodita. Hay como medio centenar de individuos entre hombres, hembras y niños. Son homínidas como los que vimos en el País de los Monos y habitan en cuevas excavadas en las paredes roqueñas de la quebrada.
La mirada de Gerardo Castillo se iluminó. Su especialidad era la antropología.
—¿Qué les parece si vamos a echar un vistazo?
—Eso puede estar lejos —apuntó Marek.
—¿Cuánto lejos? La quebrada no puede tener más de cien kilómetros de longitud. Con los “backs” llegaríamos en cuestión de minutos. Después de todo aquí no hacemos nada mientras ustedes reparan el motor.
Precisamente el argumento que iba a exponer Marek era que esperasen hasta que estuviese reparado el motor de la cápsula. Pero quizá Castillo tuviera razón; en las cuatro o cinco horas que tardarían en cambiar el motor había tiempo sobrado para que los científicos fueran a echar una mirada al poblado troglodita.
—¿Cómo están armados? —preguntó.
Naturalmente se refería a los homínidas. Cuando dos telépatas hablaban aprisa, generalmente lo hacían con medias palabras. El interlocutor entendía el resto.
—Sólo vi hachas de sílex y alguna azagaya —respondió Adler Ban Aldrik.
—Está bien, ¿cuántos van a ir?
Todos querían ir. Castillo, Valera, Fidel y, por supuesto, también Nuria. Beg Hon, el gigantesco tuma, guardaba silencio. Seguía sin enterarse de nada.
—El sargento Eced les acompañará para darles protección.
El grupo se dirigió con gran animación en busca de sus armaduras de “diamantina”. Marek habló telepáticamente a Beg Hon.
—Ellos van a explorar un poblado de monos no lejos de aquí. Tú no sabes manejar el dorsal de levitación, de modo que no podrías seguirles. Ponte de nuevo la armadura y te daré algunas lecciones. Si necesitamos que nos eches una mano en la reparación te llamaré.
El tuma se mostró de acuerdo. Mientras los demás se equipaban Marek instruyó a Beg Hon sobre la forma de armar las diversas piezas del equipo. El tuma era muy inteligente y pronto le cogió el aire al asunto. Castillo, Valera, Ross, Fidel y el sargento Eced estaban listos para la marcha. Solamente iban a llevar consigo las armas, los prismáticos, las cámaras y una grabadora. Adler Ban Aldrik ni siquiera llevaba arma.
Los cuatro hombres y la muchacha se elevaron con sus “backs”, abrieron el regulador y se alejaron volando a la altura de los farallones. Apenas se perdieron de vista, Marek instruyó a Beg Hon en el manejo del “back”.
Como solía ocurrir la primera vez que uno tomaba un “back” el tuma abrió excesivamente el reóstato y se fue a gran altura. A continuación lo cerró demasiado y empezó a descender a gran velocidad, a riesgo de romperse una pierna en el aterrizaje. Marek le habló telepáticamente a distancia.
—¡Que te estrellas! ¡Abre el reóstato!
El tuma dio muestras de gran serenidad girando el botón de levitación en el sentido contrario, pero de nuevo se fue excesivamente alto. Así, subiendo y bajando, estuvo un rato hasta que le cogió el punto y pudo aterrizar sin más consecuencia que una voltereta entre un espeso matorral.
—Muy bien, estupendo —le dijo Marek—. Ahora intentarás dirigirte. Pero hazlo alto, no vayas a romperte la cabeza contra uno de esos riscos.
Enormemente emocionado con aquella nueva experiencia, el tuma se elevó otra vez por encima de los riscos, abrió el regulador y se perdió de vista.
“Ya te las arreglarás para volver tú solo” —dijo Marek. Y fue a reunirse con Ferrer, que trabajaba sobre la roca empapado de sudor bajo un sol de plomo.
La estrechez de la tobera sólo permitía trabajar a uno. Marek le envió a refrescarse al arroyo y tomó el relevo. La tarea, de momento, no exigía grandes conocimientos de mecánica; simplemente se trataba de sacar los tornillos que sujetaban la carcasa de la tobera a los soportes interiores. Todo el problema residía en el enorme peso de estos tornillos. El metal de que estaban hechos era tan sumamente pesado que para levantar un pequeño tornillo del suelo se necesitaba la fuerza de dos hombres.
Sin embargo, en tanto que estaban en contacto con el resto del aparato, no pesaban nada. Sólo cuando uno los cogía y lo levantaba recobraba todo su peso y se escapaba de los dedos. No había forma de separarlos del otro metal. Para moverlos había que empujarlos de modo que nunca se perdiera el contacto. La razón era que, en este momento, toda la masa de “dedona” del casco de la cápsula estaba electrificada.
En quince minutos Marek había sacado todos los tornillos que faltaban. Ahora bien, siendo la carcasa del motor de “dedona”, ésta no podía moverse sin ayuda de una grúa o algún otro ingenio parecido. La solución estaba en el interior de la cámara de restitución. Allí el nuevo motor flotaba en el aire suspendido de un levitador, restituido al mismo tiempo que el proyector de taquiones.
Desde la roca donde estaba encaramado Marek podía ver al doctor Ferrer bañándose en el mismo lugar donde Valera y Castillo rescataron la escudilla de madera. No queriendo interrumpir su placentero baño, puesto que había terminado antes de lo previsto, Marek fue a recoger las dispersas piezas de su armadura que estaban calentándose al sol. Metió todas las piezas en la cabina de la cápsula y estaba haciendo lo mismo con la armadura de Ferrer cuando éste regresó con las ropas empapadas pegadas al cuerpo.
—¿Está listo eso, Marek? —preguntó Ferrer sacudiéndose el agua de las manos.
—Sí, ya he sacado todos los tornillos. Espero que el nuevo motor venga con un levitador.
—Naturalmente. De no ser así el gran peso del motor estropearía el piso de la cámara, que como sabes es de cristal. Entra en la cabina y abre el portón.
Cuando se dirigía a la cabina Marek vio a Beg Hon que aterrizaba al otro lado del arroyo y agitaba los brazos como en señal de alborozo. Marek le contestó con la mano y se introdujo en la cabina por la redonda escotilla. Ya en la cabina tuvo que apartar con el pie algunas de las piezas de su armadura para alcanzar los mandos.
Pulsó el botón de apertura de la cámara de restitución y casi en el mismo momento vio el brillo intermitente de una lucecita ámbar en el tablero de instrumentos. Al parecer alguien intentaba comunicar por la radio.
Se corrió hasta el asiento contiguo y movió un interruptor.
—¡… inmóvil sobre vuestra vertical! ¿Me escuchas, Marek? Hay una aeronave sobre vosotros… ha soltado un objeto. ¡Es una bomba! ¿Me escuchas, Marek? —era la voz angustiada de Adler Ban Aldrik.