CAPÍTULO CUATRO


Martín Guerrero dejó la Escuela de Antropología hace ya mucho tiempo. Salió decepcionado de lo lejos que estaban las ideas y las prácticas de lo que esperaba: deseaba conocer y entender la realidad de los pueblos indígenas en el país, y terminó conociendo las teorías viejas de algunos extranjeros que se fascinaron con el país en su momento y que los “académicos” locales adoptaron como dogma.

Tras dejar la escuela, decidió que no requería grados ni diplomas para hacer lo que le gustaba. Acumuló uno tras otros trabajos en restaurantes de comida rápida, como chofer repartidor en motocicleta, mil usos apoyando el mantenimiento de un edificio; incluso fue uno de los Reyes Magos en los puestos de la Alameda Central y otros trabajos de temporada.

Disfrutaba mucho presentar números de tipo circense. No lo hacía en los altos, no; eso era demasiado poco para él. Procuraba más bien hacer sus ejercicios de acrobacia, malabarismo y clown en plazas públicas, particularmente en sábados y domingos. No se ganaba mucho, pero era más que suficiente para ir cubriendo los gastos.

Por supuesto, una de sus ambiciones era tener una computadora propia que pudiera usar desde su casa. A falta de la misma, acudía lo mismo a cafés internet que a la biblioteca pública. El problema con esta última es que, si bien era gratis, tenía un límite de uso de 30 minutos.

Al paso del tiempo consiguió un teléfono celular inteligente, usado, con acceso a Internet gratis en sitios públicos. O, más bien, el dueño anterior olvidó borrar su contraseña, por lo que al menos por un par de años pudo conectarse desde parques y afuera de ciertos restaurantes de cadena. Más que suficiente para descargar documentos, videos u otros materiales.

Para quien tiene hambre de conocimiento, el cómo y el dónde es lo de menos. Martín estudiaba por su cuenta, lo que quería, como podía. Y sí, a fuerza de ir sumando cursos aquí y allá acumuló un conocimiento enciclopédico de lo más variado. Ciertamente, sin certificaciones ni grados; pero más vigente, actual y a su gusto que si lo hubiera hecho de manera escolarizada.


 Pero lo mejor de su elección de vida era que, si bien de manera austera, podía viajar mucho. No tenía obligaciones ni contratos de largo plazo: podía acumular dinero —particularmente con las propinas— durante un par de meses y lanzarse a viajar. Alguna tarea esporádica en su destino, que le daba a ganar algo de dinero, le permitía alargar sus recorridos. 

¿Qué lo impulsaba? Una idea muy clara: el conocimiento sobre el pasado indígena “está allí”. Piénsenlo así: las bibliotecas y escritos, que de por sí eran limitados, fueron destruidos o escondidos durante la Conquista y la Colonia. Al final, quedaron sólo cuatro códices mixtecos, tres códices mayas y los siete códices del Grupo Borgia, de origen mixteco Puebla. Todos ellos quedaron resguardados en bibliotecas y museos europeos, con excepción del Códice Colombino, que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia.

Existen también menos de 10 códices de la época colonial temprana. Es decir, para una civilización tan grande y un imperio tan importante, su obra documental está prácticamente perdida. Para darnos una idea, nada más de Aristóteles se conservan más de 20 textos de las materias más variadas: ética, política, retórica, historia, naturaleza… y, por supuesto, filosofía como tal. De todos los pueblos mesoamericanos quedaron menos obras, y con menos influencia. Es una pena.

Pero el conocimiento no se perdió. Se mantuvo en la tradición oral. En el conocimiento pasado de padres a hijos. No todos lo tienen, también es cierto. Y un juego de “teléfono descompuesto” de 20 generaciones, seguro ha deformado parte de las ideas. Pero aún existe.

Adicionalmente, hay por lo menos cuatro “Guardianes de la Tradición”, auténticos maestros del conocimiento indígena que lo viven y lo desarrollan de manera profunda. Se conocen entre sí, aunque no se traten. Según algunos, hay Guardianes de la Tradición Azteca, Maya, Mixteca y Olmeca. Tal vez también existan de algunas otras tradiciones.

Pero como ocurre con otras cosas “secretas”, si se sabe que existen es porque no son secretas. Y eso es lo peor que les puede pasar ya que ponen en riesgo su permanencia y supervivencia.

Así que Martín Guerrero usó buena parte de sus viajes para tratar de reunir esos testimonios y, ¿por qué no? buscar a los Guardianes de la Tradición. Tarea que no es fácil: encontrar a una persona en una nación de 120 millones de personas, cuando se está escondiendo y no tienes elementos ni para saber quién es.

Pero a Martín eso no lo detiene: tiene la combinación de la curiosidad científica con la pasión por su país, su población y su verdadera historia. Porque sabe que no es como la cuentan. Y también sabe que no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo de surgir.

Así que ha pasado más de una década recorriendo el país a pie, en burro, en camión de redilas, en camión de pasajeros… No se ha subido nunca a un avión y parte de sus recorridos se alejan de la visión turística e idílica de las cosas.

Por ejemplo, sabe que todos los turistas extranjeros visitan Teotihuacán para conocer la Pirámide del Sol, subirla y acaso caminar unos pocos metros por la Calzada de los Muertos. Les atrae una de las maravillas del mundo antiguo. Pero a pocos metros, fuera de la zona arqueológica principal, hay pequeños sitios de interés, apenas cruzando la carretera de circunvalación a la Zona Arqueológica. Casi nadie va allí. Aunque, por ejemplo, en Tepantila hay notables murales que nos hacen pensar que se trataba de lo que hoy llamamos un SPA: Salute Per Acqua. Un baño público tipo clínica. Porque sus majestuosos murales presentan lo mismo médicos sacando muelas, masajistas, y personas jugando en albercas, con pelotas y bastones —en algo parecido al beisbol—, o con balones grandes —en una variante de futbol—, que representaciones de plantas, fuentes, ríos y lluvia. Una maravilla de murales que casi nadie ha visto, a pesar de que sólo tienen que cruzar la carretera.

Martín no sólo los conoce: ha pasado días enteros observando, tratando de entender quién los pintó y qué querían decir con sus trabajos. Quiere hacerse uno con esas mentes de hace tanto tiempo.

Y como Tepantitla, ha encontrado pequeñas joyas perdidas en prácticamente todos los sitios arqueológicos famosos y en algunos no tanto: en Mitla y Tajín, en Chichén Itzá y Cacaxtla, en Tlatelolco o en Cuicuilco… 

Lo logra con una gran ventaja, tal vez la misma que en su momento encumbró a Leonardo Da Vinci: no parte de una teoría o de un conocimiento previo, sino de la observación directa. Leonardo, en principio, era despreciado por muchos de sus contemporáneos: no sabía latín o griego, no podía citar a los clásicos. Pero desde muy joven entró al taller de Verrocchio y luego consiguió el patrocinio del Conde Sforza. Su indisciplina e inconstancia dejaron múltiples obras abandonadas; sus experimentos fallidos con nuevas técnicas e ideas también cobraron su cuota a sus trabajos. Pero… en lo que hizo fue genial, porque su mayor maestro era la propia naturaleza: observaba, copiaba, abstraía y desde allí creaba. Por eso “La última cena” o “La Gioconda” tuvieron tal impacto: nuevas perspectivas, colores y alcances revolucionaron el arte —aunque le tomaran más de diez años cada uno en su elaboración—.


En uno de esos viajes, Martín Guerrero fue al Popocatépetl. Ese gran volcán que flanquea el Valle de México al poniente y en el que la expedición de Hernán Cortés pudo conseguir azufre para hacer pólvora y abastecer sus armas sin el apoyo de Cuba. Además de que, según la tradición, pasó en medio del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, el volcán contiguo, en lo que hoy se llama “Paso de Cortés”. La vista desde ese punto tan alto —3,600 metros sobre el nivel del mar— debió haber sido majestuosa… al tiempo que permitiría planear sus siguientes acciones.

En su caminata por la montaña se encontró una ofrenda. Unas piezas cortadas con forma de espada flamígera —según la iconografía cristiana, la que usa San Miguel para someter al dragón luciferino— o de rayo de Tláloc, según la tradición prehispánica. Lo más notable es que entre ellas había algunas que eran de madera de pino, pero había otras de madera de triplay, un producto industrial que compacta el aserrín para hacer maderas baratas. Es decir, esta ofrenda tendría un par de años, no un par de siglos. La tradición de pedir las lluvias seguía viva.

Además, por la posición en que las encontró, era probable que se hubieran enterrado en la nieve del glaciar un par de años antes, y que la mezcla de falta de nevadas, calentamiento global y el calor emanado de las ciudades de Puebla y México, contiguas a los volcanes y cada vez con más edificios de vidrio con acabado espejo, las hubieran dejado expuestas. 

Martín llegó a una conclusión: eran de un granicero moderno, un chamán encomendado de pedir las lluvias para las poblaciones colindantes a las montañas.

Sí, porque si bien hoy podemos usar los satélites para predecir el clima y los elaborados modelos de computadoras, aún hay quienes creen que pueden influenciar el clima con sus oraciones, ofrendas y sacrificios.

Paradójicamente, investigaciones científicas en torno a la oración, la meditación y otras prácticas similares han demostrado que sí hay una posible influencia. Y lo mismo en las tasas de crimen en Washington, que en la incidencia de epidemias en Kansas City. Así que ¿por qué no? en las lluvias en las poblaciones establecidas en torno a los volcanes.

Martín trató aquellos artefactos con la reverencia que se le debe a las cosas sagradas. Él no creía en ellos, ni en las entidades o deidades a quienes se les dedican; pero sabía que representaban algo importante para quien las dejó y, por tanto, le merecían respeto a él también.

Esperó un par de horas, deseando ver si alguien le reclamaba o le decía algo. No pasó persona alguna en aquel paraje. Eventualmente se hartó y decidió irse. Puso la ofrenda en el lugar en que la había encontrado, de forma ordenada como le pareció que debía ir. La cubrió con un poco de tierra, de manera que no quedara al descubierto. Hizo una pequeña oración y se alejó de allí.

El bosque soltaba su peculiar aroma a pino y resinas. La tarde tibia empezaba a caer y con ella suaves vientos agitaban la punta de aquellos altos árboles. Había dejado la tundra y el arenal hacía poco tiempo y empezaba a caminar por el bosque. Sabía que debía apurarse si quería alcanzar el último autobús a la ciudad. Solo los fines de semana como éste subía un autobús público un par de veces hasta esa zona, y montañistas y paseantes debían apurarse si querían alcanzar lugar. Era eso o conseguir un viaje “de aventón” con alguna familia que concluyera su paseo. La alternativa era una caminata de unas cinco o seis horas hasta la carretera más cercana.

Ni siquiera había dado la vuelta en el primer recodo del camino que ya quedaba en la penumbra de los árboles, cuando una figura más baja que él, con sombrero de palma y huaraches le saludó.

—“Muy buenas tardes, Don Martín”.

—“Buenas tardes, don… ¿Lo conozco?”.

—“Tal vez sí, tal vez no. No sé si me conoce, pero sí sé que usted es Martín y que me anda buscando.”

—“¿Yo? ¿A Usted? Pues… no lo creo”.

—“Y como no lo cree, no lo ve. Pero le agradezco lo que hizo con mis truenos. Es importante no moverlos, o la lluvia no llega”.

—“¿Así que Usted es…?”.

—“Digamos que soy un mero compañero de Don Goyo”.

Don Goyo es la forma coloquial con que muchos habitantes se refieren al espíritu del Popocatépetl. Para unos, es la montaña misma. Para otros, es la energía que en ella radica. Para ambos grupos es algo real, una presencia que tiene nombre y esencia propia.

—“Ya entiendo. Pues entonces sí, tal vez le estaba buscando”.

—“Pero no nada más me busca a mí. Su búsqueda es mucho mayor que la de un mero Teopixque.”

Martín vio al señor que tenía enfrente. Recordó que Teopixque era “el guardador del Dios”, algo parecido a un sacristán en la Iglesia Católica: no es un sacerdote capaz de oficiar misa, sino alguien que puede ayudarle a prepararla, cuidar los vasos sagrados, las formas del pan y otros aditamentos del culto. Y entonces lo vio realmente: no era una persona cualquiera.

—“Aunque así sea, encontrar un Teopixque verdadero en estos tiempos sería un gran logro”.

—“Juan Hernández, a su servicio”.