6
Las calles de Keszthely estaban vacías a las once de la noche, pero Edge vio por fin a un hombre, quizá un insomne, andando solo y le pidió orientación del único modo que sabía —repitiendo varias veces «¿Festetics?»— y el hombre contestó del único modo que Edge podía comprender: señalando. Edge y Clover Lee tomaron la carretera indicada y, a cinco kilómetros de la ciudad, encontraron el palacio. Era un gran edificio, aunque no tan majestuoso como el de Amelie y más parecido a una enorme mansión de la ciudad trasladada a un entorno de muchas hectáreas de prados y parterres de flores. Un mayordomo abrió la puerta principal cuando Edge llamó con el picaporte dorado. Dijo su nombre y el de Clover Lee, pero era evidente que el mayordomo no lo entendió. Dirigió una mirada altiva y desdeñosa al hombre y a la muchacha vestidos con polvorientos trajes de montar y a los dos caballos cubiertos de sudor con cabezas gachas ante la puerta. Entonces Clover Lee intentó decir con el francés que le había enseñado Rouleau que eran invitados de la condesa Hohenembs.
El mayordomo lo entendió, dijo sólo «Attendez ici» y les cerró la puerta en las narices.
La abrió de nuevo la baronesa Marie Festetics, que les dispensó una cálida bienvenida y pidió perdón por no haber advertido al mayordomo que los esperara, cuando quiera que llegasen al palacio. Ella y el mayordomo, ahora obsequioso y servil, los condujeron al comedor mientras la baronesa decía, más a Clover Lee que a Edge:
—Los demás están en el salón, tomando un coñac antes de acostarse, pero estoy segura de que no desean ser presentados hasta mañana, cuando estén descansados, frescos y vestidos adecuadamente. Ahora deben sentirse hambrientos, así que ordenaré a la cocina que prepare una cena caliente y entretanto la doncella y el ayuda de cámara les llenarán las bañeras. ¿Dónde está su equipaje?
—A lomos de los caballos, baronesa.
—Lo haré subir a sus habitaciones y encargaré que lleven los caballos a las cuadras y los alimenten y atiendan. En cuanto se hayan bañado, Burkhalter les servirá la bebida que deseen.
—Csopaki —dijo Edge y el mayordomo les llenó una gran copa de aquel vino y salió de la estancia saludando y caminando hacia atrás.
La baronesa debió de galvanizar a cocineras y pinches, o quizá eran paradigmas de eficiencia, porque Edge y Clover Lee habían terminado apenas sus copas cuando unos lacayos pusieron la mesa y sirvieron humeantes bandejas de diversas carnes a la parrilla, panecillos calientes y cafeteras y teteras de plata y Burkhalter volvió a llenar sus copas de vino.
—Dios mío —dijo Clover con los ojos brillantes—. Tú lo das todo por sentado, Zack: mayordomo, lacayos, ayuda de cámara, doncella… —Empezó a comer con voracidad—. Bueno, como estamos en el extremo sur del lago, ¿llamarías a esto «hospitalidad sureña?»
—Sólo la natural generosidad húngara y los buenos modales de la gente de alta alcurnia —respondió Edge—. Será mejor advertirte que tu doncella no debe de hablar inglés ni francés. Sin embargo, conocerá su trabajo y no tendrás que levantar ni un dedo ni dar una sola orden.
Cuando hubieron terminado, Burkhalter los acompañó a sus habitaciones, donde esperaban sus sirvientes personales. Edge y Clover Lee no habían llevado su ropa y otros efectos en maletas sino en maletines de grupa corrientes y mantas de caballería, por lo que tanto el ayuda de cámara como la doncella intercambiaron risitas ahogadas al sacar los trajes arrugados. Se los llevaron, indicando por señas que los plancharían durante la noche y estarían listos por la mañana. Edge se bañó sin ayuda, pero Clover Lee dejó hacer, muy feliz, a su doncella, que la enjabonó, la frotó con la esponja, le lavó los dorados cabellos, le puso un camisón e incluso la arropó una vez estuvo en la cama.
Como había prometido a Edge, Amelie prescindió de su habitual actividad matutina, dedicada a la salud y el ejercicio, y como una emperatriz cualquiera bajó a desayunar con los demás. Hubo las presentaciones de rigor, en inglés, que todos los presentes hablaban con fluidez. Por sugerencia de Edge, expresada en un susurro, y para diversión de los otros invitados, la emperatriz Elisabeth se presentó a sí misma como condesa Hohenembs. Edge no quería que Clover Lee, en su desbordante entusiasmo, contara la verdad a todo el Florilegio. Su anfitrión, el conde Festetics, era viudo, un caballero corpulento de avanzada edad, pero vivaz, alegre y propenso a largas parrafadas; dio la bienvenida a sus nuevos invitados con un extravagante discurso, alabando la belleza y la gracia de Clover Lee. El conde Andrássy Gyula, primer jefe de gobierno del flamante reino de Hungría, ministro de la Guerra y ministro de Asuntos Exteriores, era alto, esbelto y guapo pese a sus facciones de halcón, con unas hebras de plata en las patillas. Además de la baronesa Marie. Clover Lee y Edge, no había otros invitados.
Por ser Clover Lee y Edge los últimos en llegar, los otros insistieron en que fueran los primeros en ir al aparador para elegir entre las bandejas de diversas clases de tortillas, huevos duros y escalfados, tocino, jamón, salchichas, arenques, sesos de ternera au beurre noir, tostadas, cuencos de gachas, jarras de diversos zumos, café y té. No se sirvieron ellos mismos sino que se limitaron a señalar y los lacayos llenaron sus platos, vasos y tazas.
Así pues, Clover Lee y Edge fueron los primeros en sentarse a la mesa y, mientras los otros aún estaban ante el aparador, Clover Lee tuvo oportunidad de murmurar:
—Tenías razón, Zack. El parecido entre la condesa Amelie y nuestra querida Autumn es casi estremecedor. ¡Qué hermosa! Es un desengaño que no haya hombres jóvenes, pero no puedo quejarme. No será difícil ser pareja de un hombre tan distinguido como el conde. Es muy guapo para su edad. Y él debe de pensar lo mismo de mí porque cuando me ha besado la mano, prácticamente me ha desnudado con la mirada.
De hecho, cuando todos estaban en la mesa, el interés del conde Gyula por la muchacha le inspiró la arrogancia de interrumpir una interminable anécdota de su anfitrión:
—… aunque culpable a todas luces, el hombre no fue procesado porque era un mágnás, un hacendado aristocrático. Y a propósito, amigo Edge úr, de esta palabra se deriva su término «magnate»…
—Me han dicho —le cortó groseramente Andrássy, dirigiéndose a Clover Lee— que además de su seductora belleza rubia tiene usted un gran talento como équestrienne, Coverley kisasszony.
—¡Oh, llámeme Clover Lee, alteza! —dijo ella, parpadeando.
—Y tú puedes llamarme Gyula. O Julius, si prefieres la versión inglesa. Me gustaría preguntarte… ¿podrías ofrecernos después del desayuno una exhibición de tu baile y tus acrobacias sobre la grupa del caballo?
—Me sentiría muy halagada y honrada de actuar para un público tan ilustre —respondió ella con modestia.
—Mejor que eso —dijo Amelie—. Miss Coverley se ha ofrecido graciosamente a enseñarte, Gyula, algunos matices de la equitación circense que asombrarán a tus amigos de las carreras de obstáculos. Creo que deberías aceptar su ofrecimiento. —Rió—. ¡Imagina lo estupefactos que dejarías a tus colegas ministros si entraras a caballo en la Cámara de Diputados y empezaras a dar saltos y volteretas csikos! Nunca más se atreverían a votar en contra de cualquier medida que quisieras introducir.
—Pompás! —gritó Andrássy, riendo y dando palmadas sobre la mesa—. Muy bien, Clover Lee. Asistiremos todos a tu exhibición y después, cuando los demás se dediquen a otras diversiones, tú y yo ensayaremos en privado.
Tanto Clover Lee como Amelie esbozaron una sonrisa radiante y Edge las habría imitado si Amelie no se lo hubiera prohibido expresamente.
Mientras la mayor parte de los invitados se apoyaban con languidez en la valla que rodeaba el paddock del palacio, Clover Lee fue con un mozo de cuadra a escoger el caballo más indicado; no Trueno ni su Pinzgauer, porque les esperaba un largo viaje al día siguiente. Entretanto, Amelie anunció:
—Yo ya he visto y admirado varias veces las acrobacias de miss Coverley y Zachary debe de estar francamente cansado de verlas, así que me lo llevo para enseñarle algunas vistas locales. —Y envió a otro mozo de cuadra a ensillar sus dos caballos árabes.
Mientras salían del recinto de palacio, el enorme galgo Schatten apareció de improviso y comenzó a andar a su lado. Amelie condujo primero a Edge a Keszthely y a la orilla del lago, donde muchas familias hacían piknikek, se bañaban, nadaban, remaban o navegaban a vela. Detuvieron los caballos en un bosquecillo de arbustos —el olivo de dulce fragancia, que hacía honor a su nombre perfumando fuerte y deliciosamente el entorno— para ver a los niños adentrarse tanto en el agua que sus facciones no podían distinguirse, aunque pisaban el fondo del lago. Los nadadores tenían que alejarse tanto que eran meros puntitos.
Entonces Amelie recorrió con Edge varios kilómetros de la orilla norte y le llevó tierra adentro unos kilómetros más, hasta Szent Gyárgy, para enseñarle la famosa roca de lava que tenía forma de caño de órgano. Era un peñasco hecho de curvas que formaba impresionantes columnas verticales y redondas; se parecía mucho a un órgano de vapor para titanes. Ataron los caballos en la base y Schatten se echó para guardarlos. Edge y Amelie treparon en torno a las columnas hasta que encontraron una coronada por una llanura cómoda, con una alfombra de hierba y musgo. Allí, ante la única presencia de dos cabras montesas, hicieron el amor, y el crescendo ya conocido de risa musical de Amelie, su punto álgido y su diminuendo resonaron entre las rocas como si las columnas fuesen realmente tubos de órgano.
Para cenar aquella noche Edge se puso el frac y Clover Lee declaró con admiración que nunca había estado tan guapo. Los dos condes, naturalmente, también vestían de etiqueta y Andrássy llevaba incluso la banda de ministro sobre el pecho. Clover Lee ofrecía un aspecto angelical con un vestido de tafetán verde pálido y los cabellos dorados sueltos sobre la espalda y Amelie estaba francamente imperial con su traje de seda del mismo color que la diadema de rubíes, collar, anillos y pulsera. Durante toda la cena Amelie y Edge intercambiaron miradas que Andrássy habría tenido que estar ciego para no advertir e interpretar. Sin embargo, estaba temporalmente ciego, porque él y Clover Lee se dirigían la misma clase de miradas, Sólo la baronesa Marie era consciente de las dos comuniones silenciosas y no expresaba consentimiento ni diversión ni desaprobación.
El conde Festetics era ajeno a toda aquella escena muda, así como al hecho de que todos los demás comensales hacían caso omiso de él. Contaba anécdotas y reminiscencias de excepcional prolijidad e falta de interés y no se inmutaba al no recibir ningún comentario o respuesta de sus interlocutores. En los poco frecuentes intervalos en los que debía callar para recobrar el aliento, los invitados decían frases inocuas cargadas de mots à double entente.
—¿Cómo te han ido hoy las clases, Gyula? —preguntó Amelie.
—Oh… ah… muy bien. He aprendido varias cosas nuevas. Formas únicas de detenerse. De cambiar de paso. De adoptar diversas posiciones artísticas.
—Y él también me ha enseñado algunas cosas —dijo Clover Lee Hizo una pausa exquisitamente cronometrada y añadió—: A saltar con más elegancia los obstáculos, por ejemplo.
—Espero que volverás pronto para seguir los ensayos —sugirió Andrássy.
—Pero supongo que no habéis montado todo el día —observó, Amelie.
—No, no. Me avergüenza confesarlo, pero he sufrido varias caídas de aficionado y acabado bastante dolorido, así que he paseado con Clover Lee hasta el parque de los ciervos para enseñarle los corzos de este año. Por desgracia ya han perdido las motas, pera han sido sociables y nada tímidos con nosotros.
—Esto se debe a que va muy poca gente al parque de los ciervos —observó Amelie con malicia—. Es un lugar muy privado y acogedor.
El conde Festetics, que ya había recargado su mecanismo para el soliloquio, se lanzó a la anécdota siguiente, que por fin interesó a los invitados y los hizo reaccionar con alborozo. Por lo visto el conde Festetics se contaba entre las muchas personas conscientes de que la emperatriz Elisabeth raramente se ofendía cuando la gente se burlaba de su marido el emperador. Porque esta historia concluía, según el conde:
—Pues bien, Francisco José contestó al pobre solicitante: «Mandaré que lo piensen» y, dirigiéndose a su caballerizo mayor, ordenó: «Piensa en ello, Klaus».
Amelie sumó su risa a la de los demás y exclamó: «O jaj, ¡esto es Megaliotis en persona!», y los otros húngaros de la mesa, aunque le habían oído usar muchas veces esta palabra, se rieron todavía más del retruécano húngaro implicado en el nombre griego.
Después del café y el brandy de Sangre, un licor de cereza, Edge y Clover Lee expresaron su más cálida gratitud y se despidieron de los invitados porque tenían que acostarse temprano para partir al amanecer, antes de que se levantaran los demás.
—Oh, pero no adiós —dijo Amelie, mirando a Edge.
—Espero que no —dijo Andrássy, mirando a Clover Lee.
Edge cabalgaba al estilo de la caballería: corre una milla, anda una milla, así que él y Clover Lee dejaron las cuadras al galope a la mañana siguiente. Cuando, una milla después, cambiaron a un paso más lento y pudieron conversar, Clover Lee observó con descaro:
—Espero que tú y la condesa Amelie os hayáis divertido tanto como el conde Gyula y yo. Cuando me dijiste que ya era maduro, me lo imaginé barrigudo, arrugado y mustio. —Soltó una carcajada—. Mustio no lo está.
—Me sorprendería que lo estuviera. Sólo tiene cinco años más que yo.
—Bueno, espero que la condesa sepa apreciarte como es debido. Gavrila Smodlaka me dijo una vez que las mujeres jóvenes y los hombres maduros son la mejor combinación.
Edge cabalgó en silencio un minuto y entonces observó:
—Tú y yo hemos recorrido un largo trecho desde aquella lastimosa función en el barro de Beaver Creek, ¿verdad?
—Todos lo hemos hecho. Excepto los que hemos perdido por el camino. —Clover Lee titubeó y dijo, con voz casi inaudible—: Me pregunto qué habrá sido de mi madre…
Edge y Clover Lee volvieron a trabajar en la pista por la tarde del día siguiente y Clover Lee ya había obsequiado a todas las mujeres de la compañía con una descripción detallada del palacio Festetics:
—Ciento una habitaciones, una biblioteca alta como dos pisos y cincuenta y dos mil volúmenes en los estantes, que van del suelo al techo. Las cuadras más elegantes que habéis visto en vuestra vida. Un parque con ciervos mansos…
También había ofrecido un relato detallado —tal vez no demasiado detallado— del trato que le había dispensado la nobleza, de que tenía una doncella personal que la vestía, desnudaba y bañaba, y también de los pormenores de cada comida. Las otras mujeres exclamaron «ohs» y «ahs» y aquella vez quizá no fingieron del todo cuando expresaron envidia.
Clover Lee habría vuelto a realizar el pesado viaje al cabo de pocos días y sin duda tenía la energía suficiente para hacerlo, pero Edge se negó rotundamente.
—Tenemos responsabilidades, muchacha. No podemos abandonar cada vez que se nos antoje al director y al resto de la compañía y al público que nos paga.
—Joder. ¿Cuántas ocasiones tiene una chica en toda su vida de…?
—No obstante —interrumpió Edge—, dentro de dos semanas, según me han dicho, habrá un festival de cuatro días con festejos religiosos y ferias callejeras en Siófok, para celebrar el aniversario del nacimiento de un anciano llamado Kossuth, que es una especie de héroe nacional desde hace mucho tiempo; entonces nuestro espectáculo no atraerá a mucho público y será el momento de volver al palacio. Esta vez podremos quedarnos dos días.
Y así lo hicieron, pero, para disgusto de Clover Lee, el conde Andrássy había sido llamado a Budapest por un asunto urgente del gobierno.
—Un aburrido debate sobre acuerdos comerciales —explicó Amelie con indiferencia—, probablemente muy poco importante, pero Gyula se empeñaba en cumplir con su deber. El mensaje llegó por telégrafo y se marchó inmediatamente. También lamento decirte, querida, que este año no volverá a Balaton.
Edge, conociendo la convicción de Amelie de que toda mujer más joven que ella era su «rival», se preguntó en secreto si habría organizado ella misma aquella urgente convocatoria. Pero no dijo nada.
En cualquier caso, el disgusto de Clover Lee no duró mucho. Resultó que en el palacio había ahora un número considerable de nuevos invitados: ocho jóvenes barones, margraves o condes —o por lo menos vizcondes que heredarían dichos títulos más nobles a la muerte de sus padres— y las esposas de seis de ellos. Dos de los jóvenes, el futuro barón Horvát Imre y el futuro conde Puskás Frigyes, no tenían esposa, ni allí ni en otra parte, y sus rostros se iluminaron cuando fueron presentados a Clover Lee a la mañana siguiente.
Durante el desayuno, después de que el conde Festetics hubiese dedicado un cuarto de hora a relatar que en una ocasión estrechó la mano del héroe Kossuth Lajos, Amelie anunció:
—Zachary y Clover Lee, como en esta visita podéis quedaros dos días con nosotros, os he preparado algo especial. Iremos a Almádi Estos pueblos turísticos de la orilla sur, Siófok y Földvár, donde está acampado vuestro circo, son los más populares del lago. Todo el mundo afluye a ellos. Sin embargo, las personas más enteradas y de mejor gusto van a Almádi, que está en la orilla norte. Es tranquilo, pintoresco, poco frecuentado por la gente vulgar de la ciudad, y posee muchos encantos, como veréis.
—¿Está lejos de aquí? —preguntó Edge.
—Sí, casi tan lejos como de aquí a vuestro circo. Mi plan es salir temprano mañana por la mañana y llegar allí después de anochecer, alojarnos en una posada y pasar el día siguiente recorriendo el lugar.
—Pero ése será nuestro cuarto día, condesa. Debemos estar de vuelta en el circo aquella noche.
—Y estaréis. De Almádi a vuestro circo sólo hay unos quince kilómetros en diagonal. Los grandes transbordadores de remos pueden llevar cada uno un caballo y su jinete. Con cuatro hombres en los remos, hacen la travesía en sólo unas tres horas. Así podréis dejarme y volver al circo tan pronto o tan tarde como queráis. Incluso a la mañana siguiente y aún os sobraría tiempo para la función.
—Oh, muy bien. Parece estupendo.
—Supuse que os parecería bien, así que ya he enviado a la baronesa Marie para que nos reserve habitaciones. La posada que he elegido, por una razón que os diré al llegar allí, es la Torgyöpi. Es una posada muy respetable, no una csárda campesina, pero sólo tiene cinco dormitorios para huéspedes. Para mí, para Clover Lee, para ti, Zachary, para Marie… y sobra una. Quizá Clover Lee desee invitar a un acompañante.
—Um-m… —murmuró la aludida. El joven Horvát y el joven Puskás expresaron inmediatamente un profundo anhelo—. Sí, es probable que lo haga.
—También supuse esto —continuó Amelie— y he mandado a tres doncellas y dos ayudas de cámara junto con Marie. Me molesta ser atendida por desconocidos y ni siquiera los criados de la mejor posada son siempre de fiar. Los nuestros dormirán en las dependencias de la posada o en el granero, si es necesario.
—¿Y qué haremos nosotros si esas cinco habitaciones ya están ocupadas? —preguntó Edge.
Amelie le dirigió una mirada divertida y tolerante.
—Marie sólo tendrá que mencionar mi nombre. Todo arreglado, entonces. Distraigámonos hoy en el palacio y el parque, sin cansarnos mucho a fin de estar en forma mañana para el largo viaje.
Clover Lee desobedeció hasta el punto de ponerse los leotardos y mallas y dar otra exhibición de sus habilidades de équestrienne ante el conjunto de nuevos invitados, en el cual los jóvenes vizcondes Horvát y Puskás aplaudieron y vitorearon más fuerte que los otros. Cuando se hubo vestido de nuevo, Clover Lee pasó el resto del día en actividades más reposadas. Puskás y Horvát solicitaron al unísono el honor de enseñarle las estatuas del parque, el estanque de peces exóticos, el estanque de nenúfares y el parque de ciervos. Clover Lee los aceptó a ambos y con uno a cada lado recorrió la finca, lanzando miradas coquetas a ambos lados con imparcialidad e intercambiando frases de doble intención. De vez en cuando los dos enamorados se dirigían miradas asesinas por encima de la rubia cabeza de Clover Lee, mientras ésta deseaba perversamente —como una verdadera femme fatale— que se batieran en duelo por su causa. Pero aún estaban juntos cuando los invitados se sentaron a cenar aquella noche.
Edge tuvo la cortesía de pasar una parte de la mañana en compañía de su anfitrión, con los otros doce hombres y mujeres, escuchando, con aire de fingido interés, mientras el anciano conde Festetics relataba con tediosa parsimonia —levantándose a veces para gesticular— incidentes de su vida desde la niñez hasta la actualidad.
Tardó media hora en llegar a sus trece años, en 1809, cuando fue iniciado por una institutriz en el gran misterio. No gesticuló para explicar este suceso, pero logró que pareciese tan aburrido y fatigoso como su versión de él; Edge decidió que la institutriz debía de ser una mujer paciente y desesperada.
Las parejas invitadas, una tras otra, empezaron a recordar diligencias que debían hacer en otra parte. Edge se quedó lo suficiente para oír hablar de la frustrada pero heroica revolución de 1848 contra el dominio austríaco de Hungría y esperó que siguiera un relato sobre las estrategias, tácticas y batallas. Pero resultó que el único servicio revolucionario del conde había consistido enteramente la distribución de manifiestos titulados «Abajo el emperador». Entonces Edge dijo que debía comprobar el estado de sus caballos después de la larga cabalgata de la víspera.
—Dios mío, ese hombre es un charlatán —dijo cuando encontró a Amelie cortando rosas de tallo largo en uno de los jardines.
—Por esto casi siempre encontrarás un grupo de invitados diferente cada vez que vengas. —Añadió, con una sonrisa provocativa—: Y hay tantas cosas mejores que hacer que hablar o escuchar. Ven, ayúdame a llevar estas rosas a mi suite.
Y allí, durante casi todo el resto del día, Amelie habló muy poco pero dejó oír muchas veces su risa tan peculiar, de suave a fuerte otra vez a suave, repetidamente, dejando muy claro que le había gustado continuar riendo así de modo indefinido. Sin embargo, tuvieron que hacer una pausa, vestirse para cenar y escuchar un poco más al conde Festetics.
Temprano a la mañana siguiente las dos parejas —Clover Lee había elegido a Puskás como su pareja; era más guapo que Horvát— partieron en un elegante y ligero clarens tirado por cuatro caballos, el enorme perro Schatten trotaba al lado y de vez en cuando saltaba al pescante para descansar junto al cochero. Seguía al clarens otro carruaje de cuatro caballos que llevaba cestas con el almuerzo y vino, el considerable equipaje de la condesa Amelie y el vizconde Puskás y el equipaje mucho menor de Edge y Clover Lee con sillas. Sujetos al carruaje por las riendas, Trueno y Pinzgauer trotaban con ligereza y facilidad.
No almorzaron hasta bien entrada la tarde porque Amelie insistió en esperar el desvío hacia el sur que conducía a la península Tihany. Allí los cocheros extendieron manteles de lino como un picnic y sacaron la comida y el vino en medio de treinta y cinco hectáreas de espliego. Tihany, explicó Amelie, suministraba esencia de espliego a todas las perfumerías de Europa. Los jardineros cosechaban ahora los capullos y Edge y Clover Lee tuvieron la impresión de que la fragancia debía de percibirse hasta en Budapest.
Llegaron a Almádi hacia las nueve de la noche y la ciudad también estaba perfumada, pero por un aroma cítrico más sutil. El propietario de la posada Torgyöpi, inclinándose con un pie hacia atrás, y la baronesa Marie los recibieron y guiaron por una escalera exterior para que subieran a sus habitaciones sin necesidad de pasar por el bar atestado de borrachines. El posadero habló a Amelie en húngaro, pero ella repitió el mensaje en inglés a Edge y Clover Lee. Dijo que la baronesa y la clientela local ya habían cenado, pero que el personal de la cocina esperaba para preparar una soberbia cena a los recién llegados y ¿qué platos complacerían más a su majestad imperial?
—En esta visita soy la condesa Hohenembs, Juhasz úr. ¿Y qué otra cosa desearía uno comer a la orilla de un lago sino el delicioso fogas en la secreta salsa de alcaparras que usted prepara? Espárragos y patatas guisadas con páprika. Y creo que una sopa fría de perejil para empezar. Y, por supuesto, Somlyó.
—Estará en la mesa, alteza, en cuanto vos y vuestros huéspedes os hayáis refrescado.
Una doncella o un ayuda de cámara esperaba en cada una de las habitaciones donde, con misteriosa puntualidad, habían llenado las bañeras de agua mineral, caliente y gaseosa… y la de Amelie, de caliente leche de Jersey. La baronesa Marie ayudó a la doncella de Amelie a atenderla. Allí nadie se vestía para cenar, pero todos cambiaron su ropa de viaje por prendas limpias.
Se reunieron de nuevo abajo, en la espaciosa taberna. Sus numerosas mesas ya estaban ocupadas a rebosar por hombres y unas cuantas mujeres que bebían, hablaban en voz alta y reían. En un rincón la esposa del posadero Juhasz tocaba un címbalo. No lo hacia tan bien como Elemér Gombocz, pero de todos modos ningún parroquiano parecía escucharla. Juhasz condujo a los nuevos huéspedes a una alcoba contigua a la taberna, pero lo bastante alejada para que el bullicio ambiental no fuera molesto y provista de una cortina para mantener mejor la intimidad. Sin embargo, Amelie le dijo que no corriera la cortina.
—Es para enseñaros algo —explicó a Clover Lee, Edge y Puskás Siempre vengo a esta posada porque es única. Se levanta en los límites entre el megye, condado de Veszprém y el de Fejep. Por lo tanto, lo que se llamaría la línea de demarcación pasa por el centro de esta vasta taberna y por ello la posada es muy frecuentada por salteadores de caminos y otros proscritos y fugitivos. Si, como ocurre a menudo, la policía de un condado viene a echar un vistazo, o sólo a tomar un trago, los forajidos simplemente se trasladan al otro lado de la habitación. Aquella mesa tan larga del centro está justamente a horcajadas sobre la línea del megye. Es posible que los hombres a quienes veis sentados en ella sean detectives de la policía en un lado y bandidos en el otro, todos bebiendo amistosamente.
Mientras comían las delicadas fogas, que se fundían en la boca, Amelie contó otra curiosidad única de Almádi.
—Este vino que estamos bebiendo es el Somlyó local, considerado por las gentes de Almádi como el mejor vino de Hungría, y yo me inclino a darles la razón. Los viñateros dicen que es tan bueno porque los viñedos «ven eternamente su propio reflejo en el Balaton». Es decir, la luz del sol se refracta en las aguas del lago y así las viñas reciben el sol tanto en la parte inferior de las hojas como en la superior.
Cuando acabaron de cenar y fueron a sus habitaciones, resultó evidente que no habría sido necesario reservar todas las habitaciones de la Torgyöpi porque, una vez despedidos los sirvientes, ni Edge ni el joven Puskás pasaron la noche en sus dormitorios. Sin embargo, Edge se levantó temprano y volvió a su habitación para que Amelie pudiese llamar a su camarera y le ordenase preparar su baño de aceite de oliva.
El día los defraudó amaneciendo muy nublado y gris, pero los viñedos del lago ya eran rojos y dorados y parecían irradiar sus propios rayos solares y el aire aún estaba perfumado por aquel aroma cítrico, limpio y picante.
—Limeros agrios —dijo la baronesa Marie—. En Almádi hay plantadas dieciséis variedades de este árbol, que florecen en épocas diferentes, una detrás de otra, de modo que el aire aquí, excepto en invierno, está siempre perfumado.
La ciudad se asentaba dentro de un semicículo de colinas, así que las dos parejas fueron a pasear entre ellas, admirando las ca sitas de los campesinos, modestas viviendas de troncos encalado, o armazones de juncos, pero todas cubiertas de rosas trepadoras y con rosales sobre los tejados de bálago. Amelie señaló la colina más alta, una especie de cono torcido, a la que se estaban aproximando.
—Esta es la Gran Nariz —dijo—. Según una leyenda de Almádi, el último gigante de los cuentos de hadas vivió aquí. La gente lo enterró con respeto, pero no pudo reunir la tierra suficiente para taparle la nariz.
Cuando llegaron allí vieron que era una protuberancia de roca sólida, sin trazas de vegetación excepto algunas manchas de líquenes multicolores. Amelie les enseñó las numerosas pero aisladas celdas que unos monjes ermitaños habían cavado laboriosamente y habitado unos ochocientos años atrás.
—La Nariz siempre ha tenido además otra función —continuó—. Quizá os habéis fijado en el chico sentado en la misma cima. Suele ser el hijo pequeño de una familia de pescadores que desde allí puede ver el fondo del lago a través de la fulgurante superficie del agua. Cuando ve un banco de peces, comunica por señas su situación a los hombres de los botes.
La atmósfera era más cálida, gris y bochornosa cuando volvieron a la orilla del río. Se sentaron en una playa de arena rojiza tal como había dispuesto antes Amelie, los cocheros llegaron de la posada con cestas de comida caliente, vino, cubiertos de plata, manteles y servilletas de hilo y un enorme hueso de buey para Schatten. Los cuatro estaban terminando la última botella de Samlyó cuando se sobresaltaron al oír un fuerte ¡bum! encima de sus cabezas, y mirar hacia arriba vieron una nube de humo blanco flotando bajo el cielo gris. Otra nube surgió cerca de ella y al cabo de un momento oyeron otro ¡bum!
—Deben de ser los fuegos artificiales del festival de Kossuth en Siófok —sugirió Clover Lee.
—No —dijo Amelie, frunciendo el ceño—. Son cohetes que avisan de una tormenta.
Y en efecto, el cielo, que antes era una bóveda uniforme color de plomo, mostraba ahora unos nubarrones hinchados y amoratados.
—¿Es probable que sea fuerte? —preguntó Edge mientras más cohetes estallaban por todo el lago.
—Las tormentas son siempre fuertes en Balaton.
—Entonces lo siento, Amelie, pero tendré que dejarte. Esto podría ser una catástrofe para las tiendas del circo. Tengo que cruzar el lago antes de que descargue, si puedo. ¿Dónde atracan los transbordadores?
Amelie llevó hasta allí a Edge y Clover Lee mientras los cocheros corrían a la Torgyöpi a buscar su equipaje, sillas y caballos. Amelie habló a uno de los barqueros —que, al reconocerla, se llevó la mano a la frente e inclinó repetidas veces—, pero cuando contestó, incluso Edge pudo comprender que se disculpaba porque su respuesta era negativa.
—Dice —tradujo Amelie— que casi todos los barcos vienen a atracar y que serías un loco, y él también, de zarpar ahora para una travesía de tres horas. También dice que no se arriesgaría en modo alguno a cruzar con un caballo a bordo. Incluso con buen tiempo, un caballo está siempre nervioso en la superficie oscilante de un barco, y si descarga una tormenta, el caballo siente pánico y puede destrozar la embarcación a coces. Ahora, si lo deseas, puedo ordenárselo y no se atreverá a desobedecer…
—No. No hagas traer los hierros candentes. Intenta persuadirle para que me lleve sólo a mí. Clover Lee puede quedarse aquí esta noche, para entonces la tormenta ya habrá pasado, y encargarse de llevar los caballos y el equipaje por la mañana.
Amelie volvió a hablar, y en tono bastante imperativo. El barquero aún parecía reacio, pero intimidado. Llamó a sus tres remeros y les dio instrucciones. Escucharon con expresiones francamente temerosas, pero también se tocaron la frente ante la emperatriz y fueron a amontonar los remos del barco y soltar las amarras. Mientras estaban ocupados, Edge dio a Amelie un rápido abrazo y un beso y dijo:
Atesoraré estos dos días entre los mejores recuerdos de toda mi vida. Si esa barca no zozobra aquí, intentaré verte por lo menos una vez más antes de que el circo se marche. O quizá, si todo el Florilegio vuela por los aires, tenga que quedarme aquí para siempre.
—Isten vele —murmuró ella, sonriendo con tristeza—. Que Dios te guarde.
Con los cuatro remeros esforzándose al máximo, incluso el grande y torpe transbordador se movía hacia el sur a buena velocidad. Los barqueros que volvían para amarrar les gritaban en tonos de asombro, advertencia o burla, pero los remeros de Edge ahorraron el aliento y no replicaron nada. La tormenta se mantuvo alejada durante dos horas, hasta que estuvieron a sólo cuatro millas de su destino. Entonces descargó con un furioso viento del sur contra el que los remeros tuvieron que luchar. En realidad era menos viento que agua, pues la lluvia caía como un diluvio. La superficie del lago cambió sus ondulaciones por olas y luego por grandes oleadas que no tardaron en convertirse en olas encrespadas que el viento decapitaba al instante, formando inmensas rociadas.
En pocos minutos Edge y los hombres estuvieron metidos en agua hasta los tobillos. Uno de ellos le gritó y señaló con un dedo. Edge miró hacia donde le indicaba y vio un cubo debajo de un banco; empezó pues a achicar el agua rápidamente. Ninguna tormenta habría podido inundar aquel gran bote, pero los remeros no querían el peso extra del agua además de luchar como lo hacían contra el oleaje y el viento enfurecido. Aunque Edge achicaba agua tan de prisa y eficazmente como podía, apenas lograba bajar el nivel porque la lluvia torrencial y la espuma entraban en el barco con la misma rapidez con que él las devolvía al lago.
El transbordador se balanceaba, cabeceaba y guiñaba de tal modo y el aire estaba tan cargado de agua que Edge se preguntaba si los hombres podrían mantener el rumbo o si ya lo habían perdido. No podía verse nada en un radio de cuatro o cinco metros alrededor del bote, excepto los zigzags de los rayos blanquiazules que iluminaban el denso aire cada pocos segundos, de modo que el estruendo ensordecedor de los truenos era como un continuo cañoneo.
Tardaron dos horas largas para cubrir la tercera parte restante de la travesía, pero lo consiguieron y con precisión casi perfecta. Algo golpeó de improviso el cuello de Edge, que levantó la vista del cubo y vio que entraban en la franja de juncos de la orilla. Aunque se inclinaban y agitaban de un lado a otro, golpeando a los remeros que estaban a barlovento del bote, paliaban hasta cierto punto la fuerza del viento y del oleaje. Unos minutos más y el transbordador rascó los guijarros. Todos los hombres, incluido Edge, saltaron a tierra y empujaron la embarcación hasta vararla con seguridad en la playa. Entonces los cuatro remeros se desplomaron sobre los guijarros, tan exhaustos y empapados que no hacían el menor caso de la lluvia que los azotaba. Edge los dejó, conviniendo que le seguirían para cobrar el pasaje cuando se hubieran repuesto y empezó a caminar tierra adentro contra el viento y la lluvia.
Se acercaba el crepúsculo, pero allí, donde el agua encrespada del lago no contribuía a oscurecerlo todo, Edge podía ver más lejos. Pronto vislumbró el Florilegio a cierta distancia a su izquierda, pero su silueta había cambiado desde la última vez que la viera. Se acercó y vio por qué la lona, los postes y el contenido de la carpa estaban en el suelo. Y el suelo, nivelado durante las últimas semanas por miles de pies, era ahora una ciénaga pegajosa. Casi todos los paneles laterales y del techo habían sido arrancados y las piezas dispersadas por el viento. Los peones y la mayoría de hombres del circo corrían tras ellas e intentaban enrollarlas o doblarlas para evitar que desaparecieran.
Los dos postes centrales yacían en el suelo, apuntando a direcciones opuestas. Los numerosos postes laterales, las sillas de respaldo, las graderías, sus largueros y gatos yacían dispersos por todo el recinto del circo. El estrado de la banda era un desordenado montón de tablas y el címbalo se mantenía sobre sus patas, pero éstas se hundían lentamente en el barro. El revoltijo que antes fueran los trapecios lanzaba destellos en medio de un charco. Rollos, nudos y trozos de cuerda estaban diseminados por doquier. De toda la carpa, sólo las estacas permanecían clavadas en la tierra, dibujando el inmenso óvalo donde había estado la tienda, y el bordillo de la pista no se había movido del centro de este óvalo.
—¡Barridos! —gritó Florian, yendo al encuentro de Edge. Tenía los ojos enrojecidos, los cabellos y la pequeña barba despeinados y la levita y los pantalones de montar manchados de lodo, pero no parecía abatido en exceso—. Podría haber sido peor. Diablos, he conocido desastres peores.
—¿Algún herido? —gritó Edge para hacerse oír sobre el fragor del viento y las explosiones de los truenos.
—Nada importante. Un eslovaco se ha roto la clavícula. Juntaron las cabezas para no tener que continuar gritando.
—¿No se ha hecho daño ningún espectador? —preguntó Edge—. ¿Nadie que pudiera acusarnos?
—No. El público era escaso, a causa del festival, ya sabes. Cuando lanzaron los cohetes, justo después del intermedio, ordené la evacuación de la carpa (la gente, muy sensata, ya se iba de todos modos) y Maggie les devolvió el importe de las entradas. Entretanto colocamos todos los vehículos en el lado expuesto al viento de todas las tiendas, empezando por la ménagerie, y tendimos cables de refuerzo entre ellas y los postes laterales. Atamos en el bosque a los animales más asustadizos, el camello y las cebras. Carl guardó todos los instrumentos dentro de los carromatos, excepto el címbalo porque no teníamos hombres de sobra para moverlo.
—Parece que se hizo todo lo posible.
—Bueno, la ménagerie, las tiendas vestidores y el anexo han aguantado bastante bien… sólo se les han desatado algunas cuerdas. Pero a pesar de todas las precauciones, la carpa no ha podido resistir una tormenta de este calibre y las barracas y tiendas más frágiles han volado por los aires.
—¿Puede repararse la carpa?
—Oh, sí. Se ha de secar y limpiar de barro. Se han desprendido algunos ojales y una escarpia del chanclo. La abrazadera de la botavara ha sido arrancada. Pero no hay nada que Stitches no pueda reparar. Y necesitaremos varios kilómetros de cuerda nueva.
Justo entonces aparecieron los cuatro remeros de Edge, agotados y sucios, pero todos orgullosos de haber vencido a la tormenta.
—Estos son los hombres que me han traído —dijo Edge—. Pregúnteles cuánto les debo.
Así lo hizo Florian y ellos dijeron un precio que Edge consideró tan ridículamente bajo, después de todo lo que habían pasado, que lo triplicó. Florian volvió a hablarles, señaló y ellos se fueron hacia el furgón que les había indicado.
—Mag ha hecho unos bocadillos y preparado una olla de sopa en la estufa del carromato de la cocina para que los trabajadores puedan comer algo sin entretenerse. He invitado a tus remeros a participar.
—Bueno, ¿qué puedo hacer para ayudar? —preguntó Edge—. Estoy aquí mirando como un idiota.
—Descansa, soldado. Los otros chicos son suficientes. Más estorbarían. Además, cuando hayamos recobrado y reunido todos los fragmentos, necesitaremos un jefe descansado y con la cabeza clara para operaciones ulteriores.
—¿Qué operaciones? Estaremos inactivos durante bastante tiempo. Incluso aunque levantáramos la carpa mañana, este mar de barro tardará una semana en secarse. Nadie vadearía esto ni para ver el mejor espectáculo del planeta.
—Estoy hablando de desmontar. Como siempre, Zachary, hemos de improvisar sobre la marcha y ahora el Dios de las Tormentas o la Madre Naturaleza o quien sea nos ha dicho que ya es hora de despedirnos. Tú acabas de pasar por entre los juncos de la orilla; eran verdes cuando llegamos y ahora son amarillos. El otoño se nos echa encima. Como ya se ha desmontado una buena parte del circo, aprovechémonos de ello. Desmontaremos el resto, empaquetaremos y pondremos rumbo al este. Esperaremos a que Stitches y sus hombres hayan hecho las reparaciones importantes; luego podrán hacer las menores por el camino, cuando nos detengamos a pasar la noche.
—Esta bien —dijo Edge, con un suspiro inaudible en la tormenta—. No negaré que me he encariñado con el Balaton, pero usted tiene razón. En este caso, director, desearía su permiso para seguir holgazaneando unas horas más. Me gustaría despedirme una vez más de la condesa. Está en la otra orilla del lago, en Almádi. Puedo ir en cuanto amaine la tormenta y volver en unas siete horas. Estaré aquí antes de que nuestros hombres hayan descansado lo bastante para desmontar o para necesitar a un jefe con la cabeza clara.
—Claro, muchacho. Permiso concedido.
La lluvia cesó poco antes del amanecer, tan de repente como si se hubiera cerrado una válvula. El viento remitió hasta recuperar su velocidad habitual. El lago recobró su superficie rizada y las últimas nubes se deslizaron hacia el norte a tiempo para que hubiera un verdadero amanecer. El sol salió e hizo destellar a todo un mundo mojado, encendiendo pequeños arcos iris en cada gota de lluvia en cada hoja de árbol y en cada superficie del maltrecho Florilegio. Edge volvía a estar a bordo cuando los remeros cruzaron de nuevo el Balaton, muy fortalecidos por el descanso de la noche y la comida de Magpie Maggie Hag. Remaban con energía y charlaban entre sí… probablemente, pensó Edge, acerca de la devastación que habían visto en el recinto del circo.
Hacia la mitad del lago, el barco de Edge encontró a otros dos. En uno se balanceaba el Pinzgauer moteado, moviendo con inquietud las patas y poniendo los ojos en blanco. En el otro viajaba Trueno, más serenamente, y Clover Lee iba con él. Tanto ella como Edge lograron decir a los remeros que se detuvieran y los hombres acercaron los dos barcos lo suficiente para que Edge y Clover Lee pudiesen hablar.
—¿Por qué vuelves? —gritó ella, acongojada—. Dios mío, ¿se lo ha llevado todo el viento?
—No, no. La carpa se desmoronó, esto es todo. Nadie ha sufrido ningún daño. Me ha parecido bastante caótico, pero Florian lo tiene todo controlado. ¿Sigue aún la condesa en la posada?
—Sí. Se quedará hasta que los caminos se hayan secado un poco.
—Florian quiere desmontar y partir, así que voy a despedirme de ella. Continúa; yo volveré pronto. Y gracias, Clover Lee, por traer los caballos y nuestro equipaje. Sólo me sorprende que no traigas al vizconde.
—No se ha decidido a pedirme en matrimonio —sonrió ella—. De todos modos, aunque lo hubiese hecho, no me veo capaz de soportar un nombre como señora de Frigyes Puskás. Ni siquiera con el título de condesa.
Amelie, desde su ventana del piso superior, vio a Edge subir por el camino de la posada y adivinó al instante por qué volvía. Bajó a la taberna, donde sólo estaba el posadero Juhasz y su mujer arreglando las botellas detrás de la barra. Todos los demás habitantes de Almádi se hallaban inspeccionando los daños de la tormenta en sus barcos, redes o viñas. Amelie preguntó a Juhasz úr si querían ausentarse un rato y ellos obedecieron justo cuando entraba Edge.
Él y Amelie se abrazaron con fuerza y en silencio durante unos momentos. Edge no amaba a aquella mujer ni había abrigado nunca esperanzas de ser para ella más que una diversión ocasional, pero sentía afecto por ella y admitía en secreto que le satisfacía y halagaba mucho haber sido amante de una emperatriz. Y había además, cada vez que estaban juntos, la ilusión de que por lo menos las facciones de Autumn vivían de nuevo. Era difícil separarse de ella.
—No ha de ser para siempre —dijo Amelie cuando él le hubo explicado la situación—. Tu circo es ambulante y yo viajo mucho. Este continente entero sólo es una fracción mayor que tu nación de los Estados Unidos, así que existen muchas posibilidades de que nos volvamos a ver. En Hungría, Austria, Grecia, Inglaterra…
—Lo espero fervientemente.
—O quizá me olvidarás en seguida —dijo ella, con un mohín travieso—. Hay muchas mujeres hermosas entre las clases altas de San Petersburgo.
—Estoy dispuesto a jugarme el brazo derecho a que jamás te olvidaré.
—Aun así, no quiero que te ordenes sacerdote y hagas voto de castidad. Incluso te ayudaré a conocer algunas de esas mujeres de alta alcurnia. ¿Sabías que la zarina María Alexandrovna es alemana de nacimiento? Antes de casarse con el zar Alejandro era princesa Maximilienne de Hesse. Su familia y la mía siempre han sido íntimas. Yo iba aún en pañales cuando ella se casó y desapareció en las tinieblas de Rusia. Pero hemos tenido razones dinásticas para mantener una correspondencia esporádica. Te escribiré una carta de presentación para la zarina y la enviaré por un barquero antes de que tu circo se ponga en marcha.
—Es muy amable por tu parte. Complacerá especialmente a Florian. Siempre está deseando oportunidades para mezclarse con la élite.
—Y tú y yo no nos diremos adiós, Zachary, sino viszontlátásra, Auf Wiedersehen, hasta la vista. Ahora… bésame otra vez. Entonces me iré y no me volveré a mirarte porque tendré lágrimas en los ojos.
Los propios ojos de Edge estaban un poco empañados cuando se quedó solo en la taberna. Cogió una botella de brandy, se sirvió y bebió una copa llena, dejó una moneda sobre la barra y se volvió para irse. Entonces se detuvo, sorprendido. En el címbalo del rincón, una cuerda por lo visto demasiado tensa eligió aquel momento para ceder a la larga tirantez y se rompió: ¡cling! Edge esperó a que el leve y triste sonido dejara de enviar ecos en torno a la gran habitación y entonces salió.