Seis

Se lo dije a la mañana siguiente, durante el desayuno. A medida que le contaba la conversación con Mac Neal murmuraba para sí Oh, my God, oh, my God, y cuando terminé se tapó la cara con las manos. Fue mi culpa, me dijo, nunca debí enviarte ese e-mail desde la biblioteca. Claro que no, protesté, ¿cómo podía pensar eso? Vi que se le formaba lentamente una lágrima. ¿Te irás entonces, como él quiere? ¿No hay nada que puedas hacer?, me preguntó. Negué con la cabeza y rompió a llorar. Ya ves lo que te decía, todo lo bueno se acaba enseguida para mí. Bajó los ojos hacia la taza por un momento, como si se concentrara en cauterizar las lágrimas, y luego alzó otra vez valerosamente la cara. Me di cuenta de que era la primera vez que la veía triste. ¿Y cuándo quieren que te vayas?, me preguntó. Se lo dije. El martes, gimió, sólo nos quedan dos días. Y ni siquiera podré llevarte al aeropuerto: tengo que hacerme los estudios para la internación. ¿Te das cuenta? No estarás para acompañarme el día que me operen. Y yo quería tanto que estuvieras a mi lado. Le dije que la llamaría desde Buenos Aires. No. No quería que la llamara ni que le escribiera nunca. Si había algo que odiaba era el modo en que de a poco se espaciaban las llamadas y los e-mails cada vez más cortos y vacíos. Le había ocurrido con el último chico que había dejado en México y no quería volver a pasar por eso. Pero nunca, protesté, era una palabra demasiado larga. En un año más ella terminaría la carrera, quizá yo podría conseguirle una beca en Buenos Aires. Lo rechazó con un gesto triste. Ella ya había pensado cosas así, pero sabía que no resultarían. ¿Lo decía acaso por...? No era sólo eso, me dijo. Es que ella engordaría. Lo sabía, y no podía evitarlo. Sería gorda sin remedio en no mucho tiempo, y yo no podría tolerarlo. No podía estar hablando en serio, le dije. Claro que sí. Sería gorda y renga y nadie la querría. Pero basta ya, no quería hablar más de esto, porque se estaba poniendo más y más triste.

Volvimos en silencio a Redground. Le pregunté si se quedaría conmigo durante la tarde para hacerme compañía mientras escribía los informes de mitad de término y preparaba las notas. Pareció animarse un poco. Claro que sí, y leería mientras tanto mi novela, si yo la dejaba: quería ver cuánto más había escrito. Fui hasta el escritorio, arranqué sin que me viera las páginas del final, con las anotaciones del diario, y las guardé en un sobre interno de la valija. Sólo después le alcancé el cuaderno. ¿Podría leer mi letra manuscrita? Porque cada vez se ponía peor y había más y más tachaduras. No debía preocuparme, me dijo, ya estaba acostumbrada.

Leyó durante dos horas en silencio, tendida boca abajo sobre la cama. Por fin apareció detrás de mí. Estaba asombrada. ¿Cuándo había escrito todo esto? La novela ya estaba casi terminada, ¿o no? No podía creer que yo estuviera por irme y que ella se quedaría para siempre sin conocer el final. Yo tendría que decírselo. Decirle... ¿qué? Bueno, lo único importante: con quién se quedaría él entre las dos chicas. Con ninguna de las dos. Con ninguna de las dos, repitió, anonadada. Pero entonces, ¿no sería un final feliz? Claro que no, dije, los finales felices estaban terminantemente prohibidos en las actas de la novela contemporánea. ¿Cómo terminaría todo entonces? El se iría, y nada más. Ya veo, dijo entristecida, él siempre se va. Es verdad, tuve que reconocer, Amar, Temer, Partir. Creyó quizá que era parte de un poema y pareció esperar a que yo dijera un segundo verso. Nos quedamos en silencio por un instante, y volvió a mirar la última página del cuaderno, como si no pudiera resignarse. ¿Y no podía escribir yo, por una vez, sólo para ella, un final feliz? ¿Por favor? Lo pensaría, le prometí, pero si ella no dejaba que yo le escribiera, ¿cómo haría para enviárselo? Yo tenía razón, concedió y se quedó pensando por un instante, como si reconsiderara un caso difícil. Podía escribirle, pero sólo una vez y ella me respondería también: sólo una vez. Y eso sería todo.

Se asomó por detrás de mi hombro y espió su nota en mis planillas. Miré su cara, en la que se abría paso una sonrisa. Y aun así, parecía haber una mínima decepción que le costaba disimular. ¿A qué podía deberse? Una A era la nota máxima absoluta que podía ponerse, ¿no es cierto?, le pregunté. En esa universidad, me dijo, también existía el A+. Entonces, le agregaría el más ya mismo. No todavía, me dijo, y me quitó la lapicera de la mano. Yo tenía que entregar las notas al día siguiente, así que ella tenía toda la noche para ganárselo.