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Cartagena

25 de agosto de 2011

TRES meses después de su nombramiento oficial como directora del proyecto Menkaura, Patricia ya se encontraba en Cartagena dispuesta a comenzar su trabajo. Ella y su equipo llevaban dos semanas con todos los preparativos, y aquella misma mañana había atracado en el puerto el Mercy, un novísimo barco de rescate equipado con los más modernos equipos de rastreo que ANEX había puesto a su servicio. Según los informes de que disponía Patricia, el barco hundido debía encontrarse cerca del Faro de Escombreras, ubicado en el islote del mismo nombre, en la parte más meridional del puerto. En aquella zona Patricia pudo constatar por sí misma la presencia de una patrullera de la Armada Española, tal y como ya le había comentado Ronald. Afortunadamente en esta ocasión su misión era la de colaborar en la excavación, manteniendo a raya a cualquier curioso que pudiera entorpecer el trabajo de rescate. Si todo iba bien el pecio debería encontrarse a poca profundidad. A menos de treinta metros las tareas de excavación serían relativamente fáciles, pero si se hallara a cincuenta o más metros de profundidad harían falta equipos altamente especializados, sobre todo un tipo particular de bombonas de aire que en ese momento, y a la espera de localizar el barco, aún no tenían. La zona que Patricia tenía pensado rastrear abarcaba, además de los alrededores del faro de Escombreras, toda la parte de mar comprendida entre tierra firme y una línea imaginaria que diagonalmente unía dicho faro con el de Navidad, emplazado este último en la bocana del puerto. Para ello había dividido la zona en cuadrantes, tal y como ya había hecho Howard Carter hacía más de 80 años en su búsqueda de la tumba de Tutankhamón, aunque ella esperaba tener más suerte que el ilustre arqueólogo, que tuvo que esperar casi hasta el último de sus cuadrantes para encontrar la entrada de la tumba. Las prioridades de Patricia estaban claras, primero empezaría con el islote de Escombreras, con un radio aproximado de unos 500 metros alrededor del mismo. Si aquella búsqueda no daba frutos empezaría a desplazarse hacia el noroeste en dirección al Faro de Navidad.

Durante todos aquellos días su rutina era siempre la misma; se levantaba temprano, a las siete de la mañana, desayunaba y se dirigía al puesto de mando y control que había montado en un almacén en el mismo puerto de Cartagena, que el Museo Nacional de Arqueología Subacuática amablemente les había dejado. Allí permanecía toda la mañana salvo en los momentos en que debía salir para realizar alguna gestión o comprar material. Después de comer volvía a acudir al despacho que le habían habilitado en aquel almacén, y aprovechaba las tardes para reunirse con su equipo con el fin de que todos le informaran de los progresos en las distintas tareas que les encomendaba. Fue allí donde el día anterior se reunió con Ronald Greenwood y le expuso su plan de búsqueda, que éste escuchó impresionado por la profesionalidad y el alto grado de detalle del mismo. A eso de las seis de la tarde Patricia se volvía a La Cumbre, su hotel en el Puerto de Mazarrón, a unos 40 kilómetros, donde aprovechaba para irse a la playa a darse un baño y relajarse. Eligió ese lugar relativamente apartado precisamente para eso, poder relajarse y abstraerse de todo durante unas pocas horas lejos de la zona de operaciones. Patricia era una persona muy comprometida con su trabajo, estaba pendiente de todo y no dejaba nada al azar, y menos en aquella ocasión, la oportunidad de su vida. Era consciente del defecto que suponía el no saber delegar, pero prefería no arriesgarse, ya habría tiempo de mejorar ese aspecto. Pero para ello tenía que desconectar aunque fuera unas pocas horas al día, y qué mejor manera que alejándose 45 minutos en coche para conseguirlo.

Aquel domingo, después de inspeccionar el barco de rastreo recién llegado, decidió tomarse la tarde libre y volverse pronto al hotel. Después de comer en él se bajó a la playa para descansar y relajarse bajo los siempre reparadores rayos del sol. A pesar de ser agosto no había muchos problemas de espacio en aquel rincón de la denominada Costa Cálida, y pronto encontró un lugar apropiado para poner su toalla y marcar lo que iba a ser su territorio las próximas horas. Con su bikini modelo Honolulu recién comprado en una tienda por Internet lucía un cuerpo espléndido, que cuidaba esmerada y diariamente a base de cremas y algo de ejercicio. Después de dos semanas había conseguido un moreno que resaltaba aún más sus hermosos ojos verdes, y que protegía y potenciaba con el correspondiente protector solar. Lo que para muchos es un fastidio, para Patricia el tener que proteger su cuerpo con una crema solar suponía un momento agradable, todo un ritual a base de suaves pero intensos masajes con los que tonificaba su cuerpo. La cara, el cuello, los brazos, y así en sentido descendente hasta acabar por los pies, a los que prestaba especial dedicación. A pesar de ser consciente de que para quizás la gran mayoría de personas los pies son la parte del cuerpo menos interesante, repulsivos incluso, para ella unos pies bien cuidados no sólo eran atractivos, sino que además constituían unos verdaderos elementos de seducción. Los suyos eran un buen ejemplo de ello; en el izquierdo lucía un tatuaje en el empeine con motivos florales, y en el derecho llevaba una cadenita y un anillo en el dedo más largo. Todas las noches se aplicaba al acostarse una crema específica de pies que, al igual que con la crema solar, le permitían masajeárselos y alcanzar con ello un alto grado de placer. El remate final lo conseguía con un pintauñas color rojo oscuro, que les daba a sus pies, a su juicio, un aspecto más que interesante. No compartía por tanto el significado negativo, enfermizo incluso, que la mayoría aplicaba a la palabra fetichismo, asociado en este caso a los pies. El que a un hombre o una mujer le resulten atractivos o le atraigan los pies del sexo contrario, no le parecía en absoluto anormal ni, menos aún, malsano. Patricia siempre argumentaba esta afirmación con el hecho de que a nadie le extraña que, por ejemplo, un hombre se sienta atraído o se excite con unos pechos o unas piernas. No entendía en definitiva que hubiera diferencia entre unas partes del cuerpo que, a priori, no tenían ninguna de ellas que ver con el sexo. A ella misma le atraían bastante las manos de los hombres, era algo en lo que primero se fijaba cuando conocía a alguien. Las tenía clasificadas en muchas clases; largas, huesudas, gordas, con uñas pequeñas, de dedos gordos y muchas formas más, siendo las musculosas con venas bien notorias sus preferidas. Seguramente esa pasión por las manos no fuera compartida por la mayoría, al igual que la de los pies, pero cada uno es como es, pensaba ella.

Se encontraba precisamente dándole crema solar a sus pies cuando reparó en el hombre que había sentado a unos pocos metros a su izquierda. Tendría poco más de treinta años, era atractivo y destacaba por el portátil que tenía sobre sus rodillas. Pero lo que a ella le llamó la atención no fue nada de eso; o mucho se equivocaba o aquel hombre le miraba ensimismado los pies. Eso era algo que a Patricia le gustaba, o mejor dicho, le excitaba. No en vano en gran parte de sus fantasías sexuales sus pies eran protagonistas, y por ello decidió salir de dudas. No es que le gustara provocar a los hombres, al menos no más de lo justo y necesario, sino que encontrar a un hombre al que le gustaran los pies no era muy habitual, o eso pensaba ella, y aquello había que aprovecharlo. Así es que empezó a darse la crema solar más lentamente, masajeándose delicadamente los pies con ambas manos, recorriendo todos los recovecos, el empeine, los dedos, el talón, la planta de cada pie. Todo muy pausadamente. Y funcionó. Aquel hombre apenas podía quitarle los ojos de sus pies, por mucho que intentara disimularlo haciendo como que miraba hacia el mar. Patricia se sintió halagada por ello, como cuando le echaban un piropo que no fuera grosero o notaba que alguien le miraba furtivamente. Pero su cara cambió cuando de repente aquel hombre empezó a hablarle.

—Perdona que te moleste, me ha parecido verte en el hotel La Cumbre, y quería preguntarte si estás allí alojada. Es que llevo varios días escuchando unos ruidos extraños en mi habitación y no sé si sólo me pasa a mí o le pasa a alguien más.

Patricia por un momento pensó que igual había sido demasiado descarada en su provocación, y prefirió hacerse la dura para salir de dudas y comprobar las intenciones de aquel hombre.

—Pues sí, estoy allí alojada y no he escuchado nada anormal ¿Es así como entras a todas las chicas en la playa?

La cara del joven se ruborizó de inmediato, pero no se amilanó y medio tartamudeando se apresuró a contestarla.

—Bueno a todas no, sólo a las guapas.

—¿Y ligas mucho con ese portátil entre las piernas?

—Me temo que no, aunque no creo que sea culpa del ordenador. No tengo más remedio que traerlo si quiero disfrutar de unas vacaciones, es lo que tiene el trabajo de informático, es muy esclavo. A propósito, me llamo Gustavo —le dijo extendiéndole la mano.

Patricia se sorprendió de la facilidad con la que aquel hombre le había entrado. No estaba acostumbrada a aquel tipo de situaciones, no al menos en una playa sin un par de copas en el cuerpo, por lo que pensó que lo mejor era dejarle hacer para ver en qué acababa la cosa. Al menos parecía simpático y le resultaba bastante atractivo.

—Yo soy Patricia —le dijo mientras le estrechaba la mano.

—Encantado Patricia, te aseguro que es cierto lo de los ruidos de la habitación. Es que en mi casa, en Madrid, tengo unos vecinos muy ruidosos, y quizás me he vuelto un poco susceptible. Por eso te preguntaba, pero igual he sido un poco brusco.

—No pasa nada.

—¿Puedo compensarte invitándote a un granizado en aquel chiringuito? Hay que aprovechar antes de que el gobierno los quite todos.

Estaba claro que aquel hombre estaba decidido a entablar conversación, pensó Patricia, y sin saber muy bien por qué se sintió muy animada y decidió aceptar la invitación. Al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer esa tarde.

—Si no me hablas de informática…

—¿Cómo?

—Era una broma —le contestó Patricia con una sonrisa—, es que tengo un amigo informático y siempre nos metemos con él diciéndole que los informáticos son unos plomos que no saben hablar más que de su trabajo.

—Te prometo que lo intentaré.

Patricia cogió su pareo, se levantó y se lo colocó alrededor de la cintura mientras se ponía las chanclas. Al verla Gustavo se apresuró a cerrar su portátil y coger su cartera. El chiringuito estaba apenas a 40 metros, pero aún así cogió bajo el brazo el ordenador para llevarlo consigo mientras comenzaban a andar.

—No irás a trabajar mientras tomamos el granizado ¿no?

—Qué va, lo traigo para enseñarte en qué estoy trabajando.

Patricia se paró en seco unos segundos, los suficientes para darse cuenta por la cara de Gustavo que le estaba tomando el pelo. No tuvo más remedio que esbozar una sonrisa y proseguir la andadura. Juntos se dirigieron al chiringuito y se sentaron en una mesa. Con la bebida ya servida Gustavo le preguntó por su estancia allí, y Patricia le contó someramente su proyecto de excavación.

—Caramba, he ido a topar con toda una eminencia —intervino Gustavo.

—No es para tanto ¿Y tú que, sueles venir por aquí de vacaciones? —preguntó Patricia con la intención de dejar de hablar de ella y no vanagloriarse.

—No, ésta es mi primera vez. Además, últimamente no tengo muchas vacaciones, y cuando las tengo… ya ves —dijo señalando su ordenador—. Quería una playa tranquila donde tumbarme a descansar, sin aglomeraciones, y no hacer nada.

—Nada salvo trabajar, claro —puntualizó Patricia.

—Bueno, tampoco te creas que estoy todo el día liado. Llevo aquí sólo cinco días, y estoy intentando quitarme de en medio cuanto antes un temita para poder disfrutar plácidamente del resto de mis vacaciones.

—¿Y no puedes decirle a tu jefe que se espere a que vuelvas? Todo el mundo tiene derecho a unas vacaciones.

—No es tan sencillo. Luego no me digas que sólo sé hablar de trabajo, ¿eh? —Comentó Gustavo provocando una sonrisa socarrona de Patricia mientras le sacaba la punta de la lengua—. En informática las prisas y la presión están siempre a la orden del día. Todo es para ayer. Las empresas se gastan mucho dinero en programas informáticos que a veces ni necesitan, y exigen a cambio unas prisas que ellos mismos no aplican a sus respectivos negocios. La competencia entre las empresas de servicios informáticos por hacerse con los servicios de los potenciales clientes es feroz, y suelen ofrecer unos plazos de realización inverosímiles que dichos clientes aprovechan para abaratar sus costes. Los perjudicados son dos, la calidad del producto elaborado y los informáticos, que como yo nos vemos obligados a trabajar en vacaciones y muchos fines de semana.

—Bueno, presión tenemos todos, yo misma tengo unos plazos para realizar la excavación.

—Ya, pero la diferencia es que en tu caso prima por encima de todo la calidad de tu trabajo. De nada serviría que todo lo que sacaras del barco ese lo destrozaras en el proceso. Sin embargo para las empresas de servicios informáticos la calidad no es lo principal; lo que interesa es facturar y facturar, y si las cosas no funcionan a la primera ya se arreglarán, pero eso sí, después de cumplir en la entrega con los plazos establecidos. Te puedo contar por ejemplo como a mí me obligaron a hacer una aplicación con las fechas de dos dígitos, apenas un año antes del año 2000. Si recuerdas en aquella época fue muy sonado el llamado efecto 2000 o virus del milenio, por el que toda aplicación que usara fechas de dos dígitos, por ejemplo introduciendo 97 para hacer referencia al año 1997, dejaría de funcionar. Yo avisé que la aplicación dejaría de ser válida al año siguiente, a lo que me respondieron que mejor, así nos volverán a llamar para hacerles otra nueva. Como podrás comprobar eso no es muy motivador que digamos.

—Bueno visto así… algo de razón sí que tienes.

—De todas formas —intervino Gustavo para zanjar ese asunto y no aburrir a Patricia, tal y como ésta le había pedido— yo ya me empiezo a tomar las cosas con más filosofía. Tengo claro que no voy a trabajar de informático toda la vida, así que no te vayas a creer que no valoro ni tengo vida privada.

—¿Y qué tienes pensado hacer?

Gustavo dio un trago largo a su granizado mientras pensaba qué contestarle. No tenía ganas de hablar de su futuro, y menos con una chica a la que acababa de conocer apenas veinte minutos antes. Prefirió por tanto darle un giro a la conversación no entrando al trapo y haciéndose el loco.

—Lo único que tengo claro ahora mismo es que me gustaría tomarme otro granizado contigo.

—¿No vas tú muy rápido? No suelo tomar dos granizados seguidos con un desconocido.

—Bueno eso tiene solución. Me llamo Gustavo Gollhofer, aunque mis amigos me llaman Guso. Tengo 44 años, soy de Madrid, vivo sólo, no tengo hermanos, me gusta la música heavy y adoro la cerveza. Me encantan la naturaleza y los animales, y colaboro en una ONG que intenta protegerlos de la barbarie humana. Me gustan las películas de Stallone y de Star Wars, pero no por ello soy un freaky, aunque sí que es cierto que me apasionan los números. Soy más de cenas tranquilas con amigos que de discotecas, y prefiero lo salado a lo dulce. No leo mucho, aunque soy un apasionado de la historia. Ah, y me gustan las chicas pelirrojas con ojos verdes —finalizó Gustavo con una notoria mueca.

—No está mal para empezar, pero dime una cosa, ¿qué es eso de que tienes 44 años? Aparentas 35 como mucho.

—Eso es por mi padre, que por cierto es alemán, de ahí mi apellido. Tiene 80 años y parece que tiene 70. Lo debo llevar en los genes.

—De todas formas no sé si debo tomarme otro granizado con un fan de las películas de Stallone. Me da a mí que un poco freaky sí que eres.

—Perdona, pero las películas de Rambo tienen un trasfondo moral que más querrían para sí otras muchas películas más respetables —bromeo Gustavo haciendo el gesto de las comillas con los dedos al decir la palabra respetables.

—¿A ver, aclárame eso? —le preguntó Patricia.

—Me temo que es demasiado largo para un solo granizado. Vas a tener que cenar conmigo esta noche si quieres que te lo explique bien.

—Qué morro tienes. Bueno, acepto porque has dicho que te gusta la música heavy, como a mí. Eso sí, antes me tienes que aclarar cómo permites que te llamen Guso, es horrible.

—Pues a mí me gusta, tengo ese mote desde pequeñito…

Allí permanecieron un buen rato antes de que Gustavo se volviera al hotel para intentar acabar lo que tenía pendiente antes de esa noche. Patricia sin embargo se quedó en la playa hasta bien entrada la tarde, repasando el momento tan agradable del que había disfrutado con Gustavo. Había algo en aquel hombre que le fascinaba, y sin duda estaba dispuesta a adivinar de qué se trataba.