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En algún lugar sobre el mar Mediterráneo
Al día siguiente
PATRICIA esperó hasta estar en el avión con destino a El Cairo para contarle a Gustavo con todo detalle el porqué de aquel viaje. El vuelo de Iberia IB3734 debería tardar poco más de cuatro horas y media desde Madrid, a donde debieron llegar por la mañana en otro vuelo desde el aeropuerto de Murcia, y mientras tanto tendrían tiempo suficiente para hablar del asunto. La noche anterior Patricia llamó a Ronald y le comentó que necesitaba unos días de relax para desconectar de todo. El Beatrice parecía ya dar poco más de sí, y había llegado un experto restaurador que se estaba encargando de las piezas importantes. No había por tanto razón para que Ronald pusiera ninguna pega, como así fue. Es más, éste lo comprendió perfectamente y le deseo que disfrutara todo lo que pudiera de aquellos días, de modo que cogiera fuerzas para darle el último empujón a la búsqueda y, sobre todo, de cara a todo el trabajo que les esperaba para organizar las exposiciones del auténtico protagonista de la excavación, el sarcófago. Así pues, no perdieron el tiempo y Patricia compró dos billetes en el primer vuelo para El Cairo, donde ella estaba segura que la inscripción encontrada en el sarcófago les invitaba a ir. Gustavo, que seguía de vacaciones, y a pesar de que no se sentía nada cómodo con el hecho de que Patricia no hubiera querido contarle aún de qué iba todo aquello, no tuvo problema en acompañarla, aunque necesitó hacer una breve parada en su casa para coger el pasaporte. No entendía nada, y menos que hubiera sido él el que al parecer diera con la clave que les estaba llevando a Egipto, pero al menos consiguió el compromiso de Patricia de no hacerle esperar más y contárselo todo en el avión. Apenas llevaban una hora volando cuando Patricia, por fin, le puso al corriente de todo.
—Bueno Gustavo, ante todo quiero darte de nuevo las gracias por venir conmigo, y puesto que ya estamos en el aire y no te puedes arrepentir de haberme acompañado, ya es el momento de que te cuente lo que estamos haciendo aquí.
—¡Ya era hora guapa!
—Es posible que pienses que estoy loca —prosiguió Patricia, haciendo caso omiso de la expresión de Gustavo, por otra parte merecida—, pero de verdad que estoy convencida de lo que te voy a contar, aunque no estoy muy segura de qué es lo que debemos buscar.
—¿Ah, no? —le interrumpió Gustavo.
—Sí y no. Sé que hay algo, sé más o menos donde está, pero de lo que no tengo ni la menor idea es de lo que es.
—¡Joder, pues empezamos bien! ¿Te han costado mucho los billetes de avión?
—Por eso no te preocupes. Además, en última instancia siempre podemos hacer turismo. Yo he estado muchas veces en El Cairo y puedo ser tu guía. Además, te llevo a un hotel muy bueno. Para que te hagas una idea tiene más de diez restaurantes distintos.
—Hombre, visto así la cosa ya pinta mejor.
—Y te puedo llevar a cenar a un restaurante a bordo de un barco sobre el Nilo donde tienen un espectáculo de danza del vientre. O mejor aún, puedo ser yo quien te haga el espectáculo esta noche.
—Bueno, en ese caso puede que no haya sido tan mala idea haber venido. Anda, cuéntame todo lo que tengas que contarme.
—¡Este es mi chico! Veamos por donde empiezo. Antes de nada creo que es mejor que te ponga en antecedentes. Supongo que recordarás que te he hablado de Ronald Greenwood, que es el mecenas que patrocina en gran medida la excavación de rescate del sarcófago de Micerinos, y el que se lo curró de lo lindo para convencer y poner de acuerdo a todas las autoridades implicadas en la operación. A saber, Egipto por tratarse de un sarcófago expoliado de su país, Inglaterra por tratarse de un barco inglés, y por supuesto España, por estar ese barco en aguas españolas. Todo parecía claro, me refiero al objetivo de la excavación, dado que además Ronald contaba con una carta comprada en una subasta en la que el propio Vyse le hablaba a su mujer del sarcófago que llevaban en su bodega.
—¡Ah, no sabía nada de eso! —le interrumpió Gustavo.
—Ya, bueno, es que tampoco tenía necesidad de contarte todos los detalles de la excavación, ya me entiendes.
—Por supuesto, continúa.
—El caso es que hace unos pocos días, poco antes de que halláramos el barco, Ronald me contó que tenía en su poder una segunda carta de Vyse a su mujer, mucho más enigmática que la primera.
—¿Por qué enigmática?
—Porque habla de algo que iba en el interior del sarcófago de manera oculta, un tesoro. Pero no un tesoro material, era algo distinto, algo por lo que tenía miedo de la Iglesia si ésta se enteraba. Recuerdo las palabras exactas de aquella carta: Él va en el interior del sarcófago de Micerinos.
—¡Él! ¿Se refiere a una momia?
—Eso creía yo. Cuando abrimos el sarcófago por primera vez y vimos que no había ninguna momia me quedé un poco fuera de juego, la verdad. Pero ahora, y gracias a ti, ya sé que en realidad el sarcófago no estaba vacío.
—¿Cómo qué no? Creo que me estoy liando.
—No, no te estás liando. En el interior del sarcófago sí que había algo, lo que ocurre es que al principio no supe verlo.
—¿Te refieres a la inscripción?
—No, me refiero a alguien que el propio Vyse metió en el sarcófago con la intención de enviarlo en secreto a Londres. Alguien peligroso, que por alguna razón se vio obligado a volver a sacar y por el que hasta puede que el propio Vyse fuera asesinado, pero de cuya existencia nos está hablando con esa inscripción.
—Se me están poniendo los vellos de punta —acertó a decir Gustavo—. ¿De dónde sacas todas esas conclusiones? El barco se hundió, ¿no?
—Sí, pero todos se salvaron menos precisamente él.
—Bueno, sí que es casualidad, pero de todos modos me sigue pareciendo un tanto fantasiosa tu teoría.
—Puede, pero no olvides esa segunda carta. La primera se ha demostrado que era totalmente cierta. ¿Por qué dudar de la segunda?
—Ya pero…
—Pero aún falta lo mejor —le interrumpió Patricia—, lo que tú mismo descubriste.
—Ah bueno claro, ¡a ver si me lo cuentas de una vez!
—Ya voy, paciencia. Cuando digo lo mejor me refiero a la inscripción en sí. Una forma muy sibilina de Vyse de decirnos que se vio obligado a sacar del sarcófago lo que poco antes había metido, y de indicarnos a la vez dónde lo ocultó. Lo primero lo sabemos por la premura con la que fue hecha la inscripción. Y lo segundo por la pista que nos dejó, y que tú descubriste.
—El jeroglífico inventado —intervino Gustavo.
—No, no es un jeroglífico, es un mapa. Un mapa del tesoro en forma de jeroglífico.
Gustavo puso cara de circunstancias mientras Patricia abría su bolsa de viaje en busca de algo. Ella parecía tan convencida y tan segura de todo lo que le decía que no se atrevía a dudar de ella, a pesar de que todo lo que le estaba contando le parecía digno de una novela de misterio más que de la vida real. Se consideraba a sí mismo como alguien especialmente preparado para resolver acertijos y descifrar códigos.
Era muy aficionado a los números y a las matemáticas. Su proyecto fin de carrera versaba sobre métodos de encriptación, y entre sus aficiones estaba la de resolver toda clase de enigmas y pasatiempos. Sin embargo no fue capaz de ver nada que se pareciera a un mapa en aquel insignificante dibujo, y se preguntó si no estaba perdiendo facultades.
Todos esos pensamientos se vieron interrumpidos cuando Patricia acertó a encontrar un libro sobre el Antiguo Egipto en el interior de su maleta.
—¿Recuerdas Gustavo lo que me dijiste cuando me describiste el jeroglífico que yo no era capaz de identificar?
Patricia abrió el libro que sostenía entre sus piernas por la página que marcaba un pequeño papel, el mismo que le enseñara el día anterior con el dibujo de aquel extraño jeroglífico.
—Sí claro, te dije que parecía estar formado por tres casillas de verificación…
—¡Check boxes!
—¿Qué?
—Dijiste check boxes.
—Sí bueno eso, tres check boxes y dos líneas sinuosas como imitando un río.
—¿Y qué más me dijiste?
—Pues que había cierto desorden en la forma en la que estaban esos check boxes.
—Una anomalía dijiste.
—Exactamente, eso dije.
—Mira.
Patricia le acercó el libro y le mostró con el dedo una fotografía aérea de Gizéh. Allí estaban las tres famosas pirámides, tres check boxes colosales. Primero la pirámide de Keops, la más grande de las tres. Debajo y a la izquierda de ésta, perfectamente alineada en la diagonal, la de Kefrén, algo más pequeña. Y debajo de esta última, pero mal alineada, la de Micerinos, la más pequeña de las tres. Y a la derecha de las tres el remate final, el río Nilo. Gustavo se quedó sin habla durante unos instantes, totalmente sobrecogido.
—Y todo esto lo has descubierto tú solito —le dijo Patricia acariciándole la mandíbula inferior con una mano, como si fuera un niño pequeño.
—¡Santo cielo, tenías razón, es un mapa! Eres increíble. De todas formas —prosiguió Gustavo mientras comparaba la foto con el jeroglífico dibujado en el trozo de papel— hay un error. La pirámide de Micerinos es la más pequeña de las tres, no la más grande como sugiere el jeroglífico.
—Ahí tienes tu anomalía. Ya sabes a dónde nos dirigimos.
Gustavo permaneció pensativo durante casi todo el resto del vuelo, mientras Patricia aprovechaba para echarse un sueño. No paró de darle vueltas a todo aquello. Parecía una locura, pero tenía sentido. No había más que esperar unas horas para averiguarlo. Miró su reloj y comprobó que ya eran cerca de las nueve de la noche. En teoría faltaba sólo media hora para aterrizar, por lo que consideró que era el momento de ir despertando a Patricia. La besó cariñosamente en la mejilla y esperó a que ésta se espabilara.
—No me dijiste qué pasó al final con Apenatón.
—¿Con quién?
—Apenatón, el faraón que inventó el monoteísmo.
Patricia no pudo evitar una carcajada, que Gustavo no entendió.
—Supongo que te refieres a Akhenaton. A su muerte todo volvió a la normalidad. Los dioses de siempre fueron restaurados y él fue considerado un hereje. Hasta tal punto que fue borrado su nombre de todos los monumentos, que era lo peor que podían hacer con un faraón. Era como borrar su historia, como negar su existencia. Afortunadamente algo se salvó. La capital del Imperio fue llevada de nuevo a Tebas, la actual Luxor, en el alto Egipto. Él la había trasladado a Tell-el-Amarna, que mandó construir por entero más al norte, en el curso medio del Nilo. Actualmente no hay más que ruinas allí. ¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada. Me pareció interesante la historia de aquel hombre. Todo un adelantado de su época.
—No, si al final voy a conseguir hacer de ti un hombre de provecho.