VI

Cuando Carlos se levantó, ya entrada la mañana, la casa estaba llena de gente, y doña Mariana andaba atareada con el reparto del aguinaldo a las mujeres de los marineros; con ruido de zuecas y conversaciones aguardaban en el zaguán y en la acera a que Xirome las llamase. Entraban, recibían de doña Mariana el donativo y salían en seguida murmurando bendiciones; pero, al llegar al zaguán, contaban el dinero y preguntaban a las otras cuánto habían recibido; y alguna, descontenta, se quejaba en voz baja y maldecía de las aduladoras, pelotilleras y cuenteras que recibían, por el oficio, un duro más.

Carlos se ofreció a ayudar en algo; doña Mariana le dijo que no sabría componérselas con aquella gente, y que saliese hasta la hora de comer, si lo quería, puesto que había amanecido bueno, o se metiese en el salón, o donde el ajetreo y las voces no le molestasen. Carlos prefirió salir, y, en la calle, dudó si subir a su casa, o irse a la taberna en busca de Aldán, o a la botica. Vacilaba aún cuando alguien, alborozado, le llamó por su nombre, y en seguida un brazo le golpeó la espalda afablemente.

—¡Carlos! ¡Hombre, Carlos! ¿Ya no me recuerdas? ¡Soy Cayetano!

Se estremeció. Cayetano Salgado, con un impermeable inglés, boina y pipa, le abrazaba.

—Ya supe que habías llegado, pero no fui a verte porque no me llevo bien con la Vieja. Esperaba encontrarte en la calle cualquier día. ¡Qué bien te conservas, caray! Pareces un muchacho, pero debes pasar de los treinta, como yo.

Por lo pronto, había una diferencia entre Cayetano y los demás: emanaba, como si la exudase, sensación de poder, de seguridad, de satisfacción. Alto como Carlos, pero más ancho y fornido, sin nada de aldeano en el aspecto; vestido, sin embargo, como un marinero, con botas de agua y traje azul mahón; botas y traje de calidad excepcional, como el impermeable y los guantes.

—Hace años que no nos vemos, ¿eh? Lo menos quince o dieciséis. ¡Lo que ha pasado desde entonces!

Había dejado de abrazarle, pero no le soltaba, como interesado en que los contempladores —alejados, pero atentos al encuentro— viesen su amistad y su buena voluntad.

—¡Quién nos lo iba a decir! Tú, hecho un sabio; yo…

Hizo con la mano un gesto que señalaba algo que en el aire había.

—¿No oyes? Son las remachadoras de mi astillero. ¿Ibas a alguna parte? Porque, si no, vente conmigo. Verás los barcos que estoy haciendo. ¡De mil toneladas, casco de hierro! Eso, por ahora. Más adelante…

Carlos se dejó llevar; se dejó convidar a cigarrillos Capstan, traídos directamente de Inglaterra. «Tengo también cigarros puros, fabricados para mí en La Habana, con mi retrato; ya te daré un puñado». Se dejó guiar a través del astillero, y escuchó largas explicaciones sobre las remachadoras, sobre las soldaduras, sobre las gradas, sobre los operarios especializados: «Los mando al arsenal de Ferrol durante dos o tres años, pagados de mi bolsillo». Recorrió el interior del barco próximo a botarse, y asistió al diálogo, en inglés, entre Cayetano y un capataz de Southampton, vestido de mono y con sombrero hongo. «Mil quinientas pesetas mensuales le pago. Más que a un ingeniero».

—Vamos, ahora, a casa. Hay que celebrar el encuentro.

Entraron en un edificio grande, antiguo, alzado sobre un promontorio que cerraba, por el sur, la cala donde se habían instalado las gradas.

—Es una casa vieja, pero le tengo cariño, porque aquí empezó mi padre el negocio. Claro que la he arreglado.

Atravesaron las oficinas, donde quince o veinte empleados trabajaban.

Cayetano hizo, al pasar, dos o tres preguntas; le respondieron con respeto. Más allá de una puerta donde estaba escrito: «Director», la fisonomía del edificio cambiaba: calefacción, alfombra rica en el pasillo, muebles de caoba. Una puertecilla recia, casi misteriosa, totalmente inesperada por su traza Tudor, embutida en una pared ancha.

—Entra. Ya verás.

Le empujó hacia el interior deslumbrante. Un despacho inmenso, de techos altos de dos pisos, cubierto de roble antiguo; al fondo, un ventanal gótico inglés. Chimenea a un lado. Buenos muebles, buenos cuadros. ¡Ah! Sobre la chimenea, un óleo representando a Cayetano con traje de montar y fusta: la mano se apretaba sobre ella con vigor excesivo.

—¿Qué tal? ¿Te gusta?

Carlos tardó en responder.

—Confieso que me sorprende. Aquí en este pueblo…

Cayetano le palmoteó la espalda.

—Este pueblo ya no es lo que recuerdas, y será mucho más. Pero te doy la razón: el despacho es sorprendente.

Miró alrededor, contento de sí mismo y del despacho.

Chippendale. Lo compré, entero, a un lord arruinado; lo mandé desmontar, y, pieza a pieza, fue reconstruido en mi casa. Está igual que en el castillo. La única diferencia es mi retrato. Había el de un viejo con peluca, pero, como comprenderás…

El gesto lo explicó todo.

—Los demás los conservo. Son de mérito. Hay un Reynolds.

Carlos, remotamente molesto, respondió:

—Sí. Aquél.

—¿Entiendes de cuadros?

—Un poco.

—Claro. Es natural. Eres un sabio.

Le llevó, dulcemente empujado, hacia el cuadro.

—¿Quieres verlo más de cerca? Mando en seguida que lo descuelguen.

—Lo veo perfectamente. Es hermoso.

Por compensar con una cortesía la respuesta brusca, se demoró en la contemplación e hizo algunas observaciones. Cayetano le escuchaba sonriendo.

—No entiendo de eso, pero me gusta tener buenas cosas. Soy un hombre de negocios, y, en cualquier caso, un cuadro de firma es una inversión, ya lo creo, una inversión segura.

Como si ya el capítulo se hubiese concluido, fue hacia un sofá.

—Tomaremos una copa. ¿Sherry? ¿Whisky?

Tocó un timbre. Entró un criado, que recibió órdenes y volvió en seguida con el sherry. Cristal de Bohemia, claro. Antes de servir, Cayetano hizo sonar las copas, para que Carlos comprobase, por el sonido, la calidad.

—A tu salud, y que estés contento con nosotros. Pues, como te decía…

Bebió de un sorbo y encendió un pitillo.

—… soy un hombre de negocios. Lo que me interesa es impulsar la industria, añadir cada año una nueva grada al astillero y meter cincuenta obreros nuevos al trabajo. Pueblanueva tiene un gran porvenir.

Carlos aseguró que desconocía la potencialidad económica del pueblo, y que más bien le había parecido siempre un lugar pobre y bello.

—Atraso. Nada más que atraso. La gente, aquí, vivía del campo y de la pesca. Hasta que a mi padre se le ocurrió montar un pequeño astillero, nadie pensó que pudiera ganarse un duro como no fuese arando y pescando. Pero lo de mi padre no fue más que el principio, y esto de ahora todavía no es nada. Dentro de diez años, Pueblanueva entera vivirá de mi factoría. Tengo grandes proyectos y dinero para realizarlos.

Explicó: explotación de minas abandonadas, un taller de carrocerías, quizá —si lograba interesar a un grupo financiero— altos hornos: «Porque hay carbón muy cerca; carbón de excelente calidad». La construcción de altos hornos sería la coronación de su obra.

—Pero antes hay mucho que hacer. Mientras ciento cincuenta hombres pierden el tiempo en la pesca… Así no se puede. Son un mal ejemplo. El pescador es vago y va a la taberna; piensa que andar por la mar con peligro de su vida le da derecho a ser borracho y anarquista. Por otra parte, la multiplicidad de empresas les lleva a sentirse independientes; ellos cobran de doña Mariana, y eso les hace mantenerse en rebeldía. El pueblo entero tiene que constituir una unidad económica industrial. La pesca es un negocio ruinoso, y el campo no da más que maíz y berzas, con un esfuerzo desproporcionado. ¿Para qué gastar las energías de una sola persona en un trabajo antieconómico? Yo daré sueldos suficientes para que pueda traerse todo de fuera. Organizaré un economato, en el que cada trabajador encontrará lo que le haga falta sin necesidad de sostener un comercio miserable. Yo…

Concebía a Pueblanueva como una gran fábrica, dirigida por él desde el despacho comprado a un lord.

—No necesito decirte que también para ti hay un puesto.

—¿Para mí? No soy ingeniero, ni siquiera capataz.

Antes de responderle, Cayetano sirvió nuevas copas.

—Mira, Carlos: como puedes comprender, conozco la situación económica de todo el mundo, y sé que la tuya no es muy boyante. Lo más que puedes sacarle a tus tierras y a tus bosques, preocupándote de ellos, quiero decir, viviendo para ellos, son quinientas pesetas mensuales el año que venga bueno. Una miseria. Pero tú no querrás dedicarte a eso. Un hombre no se pasa quince años estudiando para pelear después con jornaleros y caseros.

—Nunca he pensado hacerlo.

—Lo suponía. Pero, en este caso, tus tierras no rentarán ni la mitad.

Aquí todo el mundo roba lo que puede, como en todas partes. ¿Qué vas a hacer con cincuenta duros? Digo, a no ser que dispongas ya de un empleo.

—Todavía no. Llevo en España muy pocos días.

—Yo te lo ofrezco. Médico del astillero.

Carlos sonrió.

—Te aseguro que no sé entablillar una pierna rota. Soy médico de locos.

—¿Y qué? Me es igual. Aquí, entre el viento y el vino, todo dios está loco. Cabalmente, un médico de locos es lo que nos está haciendo falta; pero nadie puede ofrecerlo al pueblo más que yo.

Se levantó, dio unos pasos, se apoyó contra la chimenea.

—Te hago una oferta seria, en el caso de que quieras quedarte. Mil pesetas de sueldo para empezar, y veinte mil duros a tu disposición para organizar la clínica, la biblioteca y todo lo necesario; cada año un viaje al extranjero por cuenta de la casa, y un presupuesto extraordinario para material. Entera libertad en tu cometido. Yo, ni entiendo de locos, ni me importan. Aquí, en el pueblo, tenemos a uno muy divertido, Paquito el Relojero, que vive en mi casa y que me sirve de bufón; pero éste no creo que tenga cura. Pero no es el único. Si la gente no estuviera loca, no haría tantas estupideces. Tendrás clientela a porrillo.

Sacó la pipa del bolsillo y la cargó mientras hablaba.

—Claro que puedes establecerte por tu cuenta, si es eso lo que prefieres; pero ni tienes dinero para poner la clínica, a no ser que vendas tus bienes, ni ganarás una peseta, porque aquí la gente paga al médico un duro al mes de iguala, y como ya tenemos a don José, nadie estará dispuesto a pagar dos cuotas. Además, la gente no entiende de psiquiatría. Cuando alguien se vuelve loco, lo llevan al manicomio de Conjo.

—Nunca he pensado establecerme aquí.

—¡Ah! Eso es otra cosa. Ya la discutiremos, pero no deja de ser razonable. Ahora bien, ¿tienes dinero para montar un sanatorio en otra parte? ¿Piensas vender tus bienes? En ese caso, te los compro. Quince por ciento más que el que más te pague. Te advierto que esta oferta también te conviene, porque si saben que los deseo, nadie se atreverá a comprarlos.

—Lo tendré en cuenta. Es lo más que puedo responderte ahora.

—No tengo prisa. Pero ya que hablamos de esto, ¿por qué vas a marcharte? En Pueblanueva se vive bien, y las condiciones que te ofrezco son inmejorables. Yo que tú me tomaría la molestia de estudiarlas bien, antes de rechazarlas. Aunque comprendo que así, de pronto…

Arrugó la frente; miró a Carlos con hosquedad.

—… hasta ahora no has hablado más que con mis enemigos. La vieja, y ese desgraciado de Aldán, y el boceras del boticario, y el Cubano, y la gente de la taberna. Estoy bien enterado. Envidiosos, fracasados, mendigos. Lo que te han dicho te hará desconfiar de mí. Pero tú eres inteligente, y comprenderás en seguida que un hombre como yo tiene enemigos necesariamente.

Volvió a sentarse junto a Carlos. Éste había encendido un cigarrillo, y no perdía un solo gesto, una sola palabra de Cayetano. Todo su ser receptivo, como cien mil antenas, permanecía alerta.

—Aldán era nuestro amigo. Envidioso ya, a los quince años, ¿te acuerdas?, ¡envidioso de tus trajes bonitos y de mis balandros!; pero eso se olvida cuando se es hombre, y yo lo olvidé. Llegaron por aquí los Aldán, hace dos o tres años, derrotados, hambrientos. Su padre no les había dejado más que deudas. Se metieron en ese pazo, donde llueve dentro como fuera, y no comen más que maíz y pescado. Llamé a Aldán y le ofrecí trabajo. Es listo, lo sé, y tiene estudios. No me hacía puñetera falta un tipo como él en mi oficina, discutidor y vago, pero le ofrecí un sueldo decente. ¿Sabes lo que me respondió? Que prefería morir de hambre con su familia antes que comer mi pan. Eso, en primer lugar, es una grosería…

Pegó un puñetazo en la mesa.

—¡Es un vulgar sinvergüenza! Prefiere comer de lo que cosen sus hermanas, y lo mismo comería de su trabajo si fuesen prostitutas; a él lo que le importa es andar por las tabernas hablando de revolución y justicia social, es decir, hablando mal de mí, que he sacado al pueblo de la miseria. Hasta que me canse y le dé una paliza delante de sus camaradas, a ver si hay uno solo que salga por él. Te habrá dicho pestes de mí —agregó, cambiando el tono de irritado en despectivo.

—Te aseguro que no. No hemos hablado de ti para nada.

—Ya te las dirá. Ninguno de ellos puede desear que seamos amigos.

—Concédeme discreción suficiente para saber elegir los míos.

—Yo, desde luego. Sé lo que vales, y respeto la inteligencia. La prueba acabas de tenerla. Pero a ellos no les preocupa eso.

—¿Y a ti te preocupan ellos?

Cayetano vaciló un instante.

—¿Qué quieres decir?

—Nada más que eso: si te preocupan.

—Como una pulga. El tiempo que tardas en matarla. Pero… ¿por qué ha salido a relucir esa gente? Hablemos de otra cosa.

—Me decías, por ejemplo, que en Pueblanueva se vive bien.

—¡Ya lo creo! Aquí me tienes a mí. Podría vivir en La Coruña, o en Madrid, o donde me diese la gana. Pero aquí lo encuentro todo. Incluso mujeres.

Golpeó la rodilla de Carlos con la mano abierta.

—¡Mujeres estupendas, chico! Y fáciles. No tienes idea… Un hombre como tú puede acostarse con quien le dé la gana. Aldeanas y de las otras. Las bañas, les pones ropa limpia, y como cualquiera de Madrid.

Bajó la voz, en tono confidencial, con picardía en la sonrisa y en los ojos.

—Mira. A ese imbécil de Aldán quizá no llegue a pegarle, pero un día cualquiera me acostaré con su hermana Inés, que es muy guapa, por cierto, y que lo está esperando a pesar de su aparente beatería; y al boticario le pondré los cuernos cuando me apetezca, no porque su mujer valga un pito, que no lo vale y está medio tísica, sino para que se calle de una vez.

Y añadió, como resumiendo:

—En Pueblanueva del Conde no hay más mujeres decentes que mi madre.

Cogido de repente, Carlos no pudo disimular su asombro; y puso la misma cara que si un relámpago le hubiera alumbrado en las tinieblas.

Pero a Cayetano le engañó el gesto.

—No he querido ofenderte —dijo.

—¿A mí?

—Tu madre fue una verdadera dama; lo sabe todo el mundo. No pensaba en ella, como es natural; que en paz descanse. Me refiero a las otras, y lo que dije, dicho está.

Se puso de pie otra vez, de pie y erguido; y habló con voz tajante:

—No excluyo a ninguna. Y como lo que voy a decirte lo oirás un día de éstos, contado por cualquiera, quiero ser yo quien te lo diga. La primera de todas, la más zorra, la Vieja. Fue querida de mi padre durante veinte años, y tiene en América un hijo que es medio hermano mío.

Había orgullo en su voz. Comprendió Carlos que, para Cayetano, en aquello se coronaba la conversación; que para decírselo le había traído, le había convidado, le había hecho ofertas.

—Sólo por eso, ¿comprendes?, sólo por eso tolero que bastantes acciones del astillero estén en manos de la Vieja. Irán a parar a las de mi hermano cuando ella muera. Pero el daño que hizo a mi madre no se lo perdonaré jamás.

Hablaba con énfasis dramático, aunque sincero. Sin embargo, a Carlos le parecía que lo verdaderamente importante y revelador de cuanto había dicho fueran sus palabras anteriores. «No hay más mujeres decentes que mi madre». Carlos se agarraba a ellas, las retenía, se hubiera desentendido de todo lo demás para quedarse a solas y contemplarlas, analizarlas, destriparlas, ver a su luz el alma de Cayetano.

—Son cuestiones distintas. Él es mi hermano, al fin y al cabo, y no quiere nada con su madre. Esto me lo hace simpático.

Sonó, con voz aguda y prolongada, una sirena, y, al mismo tiempo, el reloj de la chimenea —inglés auténtico y antiguo, por supuesto— dio las doce.

—Perdóname. Tengo que ir…

Pero no continuó la frase.

—Ven tú también. Ahora, todos los obreros que viven lejos, en vez de ir a sus casas y perder el tiempo, disponen de comedores limpios. Les traen el yantar, tienen una cantina barata por si quieren vino, y les queda luego media hora larga de descanso. Pronto les haré un casinillo para que jueguen a la brisca o al dominó. Ven. Yo me doy todos los días una vuelta, para que sepan que los cuido.

Salieron del despacho a un césped reluciente y, por una veredita, llegaron a una especie de barracón encalado, con grandes ventanales, por una de cuyas puertas iban entrando los obreros. Una larga cola de mujeres y mozas con cestos y fiambreras esperaba fuera.

—Para que no se arme barullo, primero entran ellos y se acomodan: después las mujeres, que, sabiendo cada una el sitio, van directamente. Todo bien organizado.

En la cola de mujeres había, al menos, rumor de voces, apagado súbitamente al paso de Cayetano y Carlos. Entraron, por una tercera puerta, a la cantina, desde cuyo mostrador se veía la nave ancha y fría, con grandes mesas de pino, muy blancas y limpias. Los obreros entraban en silencio e iban cada uno a su mesa, después de coger un vaso de aluminio y llenarlo de agua. Algunos, pocos, se acercaban a la cantina y pedían medio cuartillo de tinto que les servía una moza en tazas blancas. Cayetano explicaba menudencias orgánicas, mientras Carlos, asintiendo sin saber lo que oía, examinaba a los trabajadores, se detenía en tal o cual rostro especialmente espabilado, o rencoroso, o triste. Luego, con algarabía de voces, aunque en orden, entraron las mujeres. Sacaban el contenido de los cestos o de las fiambreras, y esperaban, de pie, a que los hombres comiesen.

—Hay una de éstas que quiero que conozcas. Ven adentro.

Le llevó a una habitación desnuda detrás de la cantina, y encargó a la cantinera que llamase a alguien.

—Ya verás qué bombón. ¡Veintitrés añitos como veintitrés soles, estrenados por mí!

Rió sensualmente.

—Ya te dije. Eso es muy fácil aquí.

No sorprendió a Carlos la voz de Rosario, que preguntaba, desde la puerta:

—¿Hay permiso?

Pero sí el tono desenvuelto, con un punto de desvergüenza. Carlos se volvió a mirarla; tardíamente, porque al entrar, Rosario le había visto y su actitud había cambiado.

—Buenos días —dijo, y se detuvo.

—Ven acá, buena pieza. —Cayetano la tomó de un brazo y la acercó hasta Carlos—. Este señor es el doctor Deza. Dale la mano.

—¿La mano? ¿Darle la mano yo al señor?

Instintivamente escondió los brazos; en su mirada había algo de angustia, pero en la de Cayetano brilló un relámpago de ira. Carlos corrió al quite:

—La conocía ya. Hemos venido juntos en el autobús, hace unos días.

Y le tendió la mano. Rosario, dubitante, la tomó.

—Tienes que perdonarle. No está todavía al tanto de las buenas costumbres. Pero es bonita, ¿verdad?

Dio una palmada a Rosario en el trasero, una palmada sonora; y Rosario se revolvió como pisada.

—¡Vaya! Podía guardar las bromas.

—¡Anda! Vete junto a tu padre, y aprende a dar la mano como una señorita.

Camino de la puerta, sin volverse, Rosario respondió:

—¡Vaya a paseo!

Cayetano afectaba diversión, pero en sus ojos persistía la dureza.

—Arisca en público, pero en la cama es una gloria.

Y luego, como sin dar importancia:

—Si no me equivoco, vive en una casa de tu propiedad.

—¡Ah! ¿Sí?

—Una casa vieja, con unos ferrados de tierra: la Granja de Freanes. Pero por poco tiempo. El mes que viene habré terminado el nuevo grupo de casas para obreros, y ocupará una con su familia. Me conviene sacar a mi gente de la tierra y tenerla cerca de mí. A éstos, por doble motivo.

Volvió a reír con la misma risa sensual y ruidosa mientras empujaba a Carlos hacia la salida.

—Ya lo sabes. Piensa lo que te ofrecí, si decides quedarte. No tengo prisa por la respuesta. ¡Ah! Y no cuentes nada a la Vieja; después, ella se lo dice a mi padre, y tenemos líos. No es por mi padre, sino por mi madre.

Añadió con unción respetuosa, sincera:

—Es una santa.

Carlos permaneció silencioso durante la comida. Tomaban café cuando doña Mariana le preguntó:

—¿Te pasa algo?

—No, pero estoy preocupado. ¿Sabe usted que esta mañana encontré a Cayetano? Me llevó al astillero, me lo enseñó, me invitó a una copa.

Contó lo sucedido.

—¿Y eso te preocupa? ¿Piensas aceptar su oferta?

—¡Oh, no, de ninguna manera!… No es por ese lado. Es…

Hizo con la mano un gesto vago.

—Mire usted: empiezan a fallarme los presupuestos. Claro que me sucede por la manía de imaginar la realidad desconocida en vez de esperarla. Pueblanueva no es como suponía; usted, tampoco. Pero si todo se redujese a Pueblanueva y usted, no habría problema. Ahora bien: ayer, un hombre disparatado y borracho me hace confidencias, y hoy, Cayetano Salgado exhibe ante mí su poder, pero, al mismo tiempo, su debilidad, aunque sin saberlo. Entre don Baldomero y Cayetano apenas si hay relación; no la hay entre lo dicho por uno y por otro. Sin embargo, los dos me interesan, lo cual tampoco es extraño, porque mi oficio empieza por ahí: interesándome por las gentes.

—Aunque así sea, ¿qué hay en ellos para preocuparte?

—No son ellos; soy yo mismo quien me preocupa. Más bien es mi relación con ellos y con usted. He vivido durante muchos años ignorándolos. De pronto, descubro que mi vida, y mi existencia, tiene una plaza en la de todos ellos; una plaza tan grande como la que tengo en la de usted. Por razones distintas, que no hubiera podido imaginar, todos me esperaban. Y no me extrañaría ya ir conociendo cada día nuevas gentes y encontrarme con que también significo algo para ellas. Gentes desconocidas ¿Por qué es así? ¿Tiene que ver esto conmigo, con mi vida? Vuelvo a hacerme la misma pregunta que el otro día: ¿es esto mi destino? Y si lo es, ¿por qué lo he ignorado, por qué he preparado mi vida para un destino distinto?

Doña Mariana le había escuchado atenta, con la cafetera en la mano, sin servir el café. No respondió a la pregunta de Carlos, pero algo en sus ojos le invitaba a continuar.

—Ahora necesito hablar con usted de mi padre. He respetado su silencio de ayer. Pensaba respetarlo hasta que usted quisiera, pero ya no lo considero necesario. He leído las cartas.

—¿Y qué?

—Está claro que mi padre la quiso a usted toda su vida, y que no se lo dijo nunca por razones que ignoro, acaso por timidez. Y está claro también que usted ni comprendió su amor ni le amó. Esto es una novedad. Juzgándola por sus propias palabras, yo hubiera creído que usted no sólo le había amado, sino que le amaba todavía.

Doña Mariana había servido el café y ofrecía la taza a Carlos. Él la tomó y la dejó sobre la mesa, sin probarla.

—Hay, sin embargo, muchas cosas que ignoro. Espero que me las cuente.

—He querido mucho a tu padre, aunque a mi modo. Nunca fui sentimental ni enamorada. Sentí por él una gran amistad; si lo prefieres, una amistad de hombre a hombre.

—Sin embargo, usted tuvo un amor, o, al menos, una aventura amorosa.

—Ésa es otra cuestión, de la que ya hablaremos. Quise a tu padre, y sobre todo, le admiré. Era admirable, porque era entero y bueno. Jamás se me hubiera pasado por la cabeza que me amase; me hubiera parecido ridículo que él, admirable, se fijase en mí, que tenía de mí misma muy mala opinión. Yo era una cabeza loca. Entiéndeme bien: no hice, por aquellos años, nada indecoroso, y lo que hice después tampoco lo fue. Quería y respetaba a mi padre, y por nada en el mundo le hubiese disgustado. Mis hazañas y mis locuras fueron demasiado atrevidas en una sociedad que poco a poco se libraba de la mojigatería. Montar a caballo, jugar al tenis y salir a la calle en bicicleta con falda-pantalón. Ésas fueron mis faltas más graves.

Carlos rió.

—Ahora te hace reír, y a mí también. Pero en mil ochocientos noventa y tantos, la cosa no era para tomarla a broma. Tuve mala reputación, aunque infundada. Tu padre, como sabes ya, se batió una vez por mí; pero me temo, además, que haya creído la calumnia, y que al creerla, todo se le hubiese desmoronado. Porque si no, ¿a qué vino su fuga, su renuncia a una carrera de extraordinario porvenir? Hubiera llegado a Presidente del Consejo. Valía más que todos los jóvenes de su tiempo juntos.

—Esto aclara una parte de la cuestión.

—Todavía no. No sabes que mi padre me dijo: «Ese chico te quiere», y que yo no lo creí; y, sin embargo, di vueltas a la idea muchas noches, y tuve escritas varias cartas preguntándoselo y no me atreví a enviárselas. No me cabía en la cabeza. Me parecía que si tu padre me quería, era menos admirable de lo que yo pensaba; y yo no era capaz de renunciar a admirarlo. Fue una estupidez.

—¿Por qué?

—Porque si tu padre me hubiese dicho que me quería, me habría casado con él; y lo mismo diez años después, cuando murió mi padre y vine a Pueblanueva. Entonces estaba convencida de que, si me había querido alguna vez, el amor le había pasado. Lo encontré solo, melancólico, entregado a trabajos inútiles, o que me lo parecieron. Yo tenía treinta años. Le dije: «Fernando, tienes que casarte»; y él no me respondió. Pero cuando le busqué una buena novia, una muchacha digna y con algún dinero, aceptó. Mía es la culpa de que se haya casado con tu madre.

Hizo una pausa. Algo en sus ojos mostraba su alma conmovida.

—He sabido siempre cuándo un hombre me deseaba, no cuándo me amaba. Quizá fuese por temor. No me importaba nada, más que la libertad, y sabía que al casarme con quien fuese, la perdería.

Carlos sonrió.

—Veo que, a los treinta años, se parecía usted bastante a mí.

—Sí. Pero algo sucedió entonces qué me cambió, aunque no me diese cuenta sino más tarde.

—¿La aventura?

—¡No! —respondió ella con desdén—. La aventura fue un error. Yo misma, cuando la recuerdo, no la entiendo bien.

Se levantó a medias y atizó los leños de la chimenea.

—La testamentaría de mi padre me retuvo casi un año en Pueblanueva.

Yo pensaba, en un principio, vender mis bienes y no volver más por aquí, y así se lo dije a tu padre. Él no me respondió. Venía todas las tardes a verme, con el pretexto de estudiar los papeles viejos de nuestra casa. ¡Cuántas veces le dije: «¿Por qué no te los llevas? Yo no los quiero para nada»! Un día me pidió que le ayudase, y lo hice. Trabajábamos juntos dos o tres horas, merendábamos y comentábamos después, alegremente, lo que habíamos descubierto; de modo que, en pocos meses, supe de vidas y de hechos que había ignorado, y sin darme cuenta, fui teniendo amor a los muertos, a lo que habían hecho y a lo que habían dejado como recuerdo. Cuando un día vinieron a proponerme la venta de esta casa, y de mis fincas, y de todo lo que había heredado de mi padre, me pregunté con asombro si alguna vez había pensado en deshacerme de ellas. Y tu padre me dijo: «¿No lo recuerdas ya? Querías venderlo todo». Comprendí que él había cambiado mis sentimientos sólo con hacerme conocer lo que desconocía.

—Hizo con usted lo que usted quiere ahora hacer conmigo.

—Quizá. En cualquier caso, no pretendo más que devolver lo que he recibido, o, si lo prefieres, restituirlo. Es, para mí, una cuestión de la mayor importancia. Debo a tu padre, a su paciencia, a su amor silencioso, lo que hoy más estimo de mí misma.

—¿Y no sería que mi padre pretendía no perderla, atarla a estas cosas y a estas tierras para tenerla a mano, aunque hubiera de casarse con otra mujer?

—Y si fuera así, ¿qué? No se me había ocurrido nunca, y acaso haya sido así.

Cerró los ojos, como recordando, y continuó:

—Pero no, no. No fue por eso. Cuando marché de Pueblanueva, tu padre, ya casado, recibió la noticia como cosa natural y esperada. Yo pensaba volver, no sabía cuándo, pero pronto. Me sentía, efectivamente, un poco atada por las cosas. La herencia de mi padre requería cuidado, y él lo había dejado todo de modo que me obligase a vigilar mi patrimonio si quería conservarlo. Sin embargo, mi vida anterior tiraba todavía de mí. Me ilusionaba ir a París, a la Exposición Universal, y allá me fui. Un día conocí a un hombre…

Otra pausa; un rictus ligeramente triste endureció sus labios.

—Ruso, militar. ¿Qué quieres? Por primera vez jugué al amor. Él era casado. De regreso a Madrid me sentí embarazada. Si viviese mi padre, hubiera sido una catástrofe. Muerto él, hice lo posible por tomar a broma mi situación. Tenía dinero suficiente y una idea de mí misma lo bastante elevada para no dejarme abatir. Mi posición y mi dinero me permitían guardar el secreto de mi estado sin asomo de escándalo. Fingí un mal de hígado y me dediqué a la cura de aguas en balnearios extranjeros. Llegó, sin embargo, el momento en que necesitaba la ayuda y la confianza de alguien. Escribí a tu padre desde Burdeos; le dije que me encontraba en un grave apuro y que le necesitaba a mi lado. Vino en seguida, me escuchó y sólo me respondió: «Si no me hubieras empujado al matrimonio, podría ahora casarme contigo». Nada más, pero con una voz tal, con una pena en la mirada, como si algo se hubiera destrozado para siempre en su corazón: una ilusión o una esperanza. Permaneció, silencioso siempre, junto a mí; me acompañó cuando nació mi hijo, buscó quien lo tomase a su cargo, quien le diese nombre, y cuando todo estuvo arreglado, marchó a Pueblanueva. También yo volví a Madrid, aunque harto cambiada en mis aficiones y en mi humor, no por haber tenido un hijo bastardo, sino por la pena que había causado a tu padre. Me acusaba a mí misma de estúpida por no haber comprendido los sentimientos del mejor hombre del mundo. ¡Qué claros veía entonces los indicios de su amor, acumulados año tras año en cartas, en actos, en palabras! Llegué a desesperarme, y un día decidí volver a Pueblanueva, y, si él lo quería, a ser su amante. ¡No te asombres, no pongas esa cara! Me importaba un bledo lo demás, si todavía él podía hallar en mí un poco de felicidad. Le escribí una carta. No le decía mi propósito, pero mis palabras eran lo bastante claras para que él supiera a qué atenerse. Malbaraté todo lo que en mi casa madrileña me resultaba odioso o inútil; envié lo demás a Pueblanueva, y poco después me trasladé aquí definitivamente; pero cuando llegué supe que tu padre había desaparecido. Nadie sabía por qué causa. Tu madre adivinaba que yo era la más importante de ellas, y así me lo dijo. Me culpó con razón. Sin embargo, ella ignoraba que su marido había huido para evitarle la humillación y el dolor de verle enamorado de mí.

Se oyeron en la calle ruido de músicas y voces infantiles que cantaban un villancico. Los ojos de doña Mariana se habían humedecido, y su rostro, habitualmente altivo, se dulcificaba y parecía implorar. Entró la Rucha y anunció que los niños de la Catequesis pedían el aguinaldo.

—Perdóname, Carlos. Tengo la costumbre de convidarlos personalmente.

Se levantó y salió. Carlos se acercó a la ventana y miró a la mar, indiferente al jolgorio de los niños, que entraban, atropellándose, en el zaguán. Había clareado la tarde, pero el viento salpicaba de blanco las crestas de las olas meneaba los bous anclados frente a la casa. Con la frente pegada al cristal frío, se esforzaba en pensar, sin conseguirlo; un sentimiento confuso y fuerte ascendía de su corazón y le oscurecía la cabeza, como si durante largos años hubiera estado escondido y ahora se derramase por todo su ser y lo llenase. Fue como una de aquellas olas en que la rasar se hinchaba, se levantaba, se rompía en la espuma. Abandonó la ventana, bebió rápidamente una taza de café y una copa de coñac. Se sentó, volvió a levantarse, buscó distracción en los cacharros guardados en la vitrina, hasta que, poco a poco, el oleaje sentimental se calmó y pudo pensar. Pensó sobre sí mismo, y halló que algo nuevo habían dejado las olas al retirarse: algo así como la evidencia abrumadora de que jamás podría desligarse de los que le habían traído al mundo; de que un sentimiento nuevo le hacía solidario de sus pecados, y de que en esta solidaridad hallaba algo así como un descanso o una escapatoria.