XVI
La criada preguntó a doña Angustias si tomaría el café, y ella le respondió que no, que iba a comulgar.
Eran las ocho y media de la mañana. Por la ventana abierta llegaban los ruidos del astillero. Un barco, oscuro entre la niebla gris, se acercaba al muelle, pitando, y desde el muelle le respondían a gritos que abriese de proa y que arrojasen el cabo.
Cayetano salió de un cobertizo y corrió hacia el embarcadero. Un capataz se le acercó y le explicó algo relativo al barco que atracaba. Cayetano dio órdenes. Al volverse, vio a su madre y agitó los brazos.
—¡Buenos días, mamá!
Los capataces, los obreros, saludaron también. Lo hacían cada mañana, y a doña Angustias le complacía el acatamiento. Sonrió a un lado y otro, como una reina agasajada, mientras Cayetano se acercaba al pie de la ventana.
—¿Vas a salir?
—Voy a misa.
—¡Que te pongan el coche!
—No, hijo, que está ahí al lado.
—¡Mira que está fría la mañana!
—Voy abrigada.
—¡Mira que como te acatarres…!
Le echó un beso y volvió al astillero. Los capataces, los obreros, habían comprobado una vez más que la madre y el hijo se amaban. Doña Angustias le veía satisfecha. Era el más fuerte, el más poderoso. Aun así, vestido como todos, se destacaba por la figura y el ademán. Era, además, bueno, mejor de lo que decía la gente.
Tenía que rezar, sin embargo, por él. Lo hacía siempre, día y noche. Ofrecía al Señor sacrificios para que Cayetano no se descarriase del todo, y para que nunca le sucediese nada malo. Tenía muchas envidias.
Abandonó la ventana y se puso la mantilla. Metió en el bolso el dinero de la limosna, y algo más, por si lo había menester.
Salió al pasillo. Al pasar frente a la puerta del comedor, vio a don Jaime sentado a la mesa, con el desayuno delante, sin tocarlo. No la miró, ni seguramente miraba a ninguna parte. Empezaba a chochear, o, al menos, a estar un poco ido. Tenía prontos en que quedaba como alelado.
Doña Angustias pensaba que Dios empezaba a castigarle, y que, cuando el Señor lo hacía, tendría sus razones, y no había por qué meterse en las razones de Dios, ni importunarle con simplezas cuando empezaba su justicia.
Se santiguó antes de pisar la calle. La criada esperaba con el paraguas abierto.
—¡Cómo llueve! —dijo doña Angustias, por decir algo.
Seguía pensando en su marido, y en la justicia de Dios. Dios la había escuchado. Nunca le había pedido venganza, sino justicia. Dios era, ante todo, justo.
En el camino emparejó con dos beatas que iban también a misa. Las saludó, les preguntó por los maridos ausentes. Hablaron de que en La Habana iban las cosas mal.
—Si los hombres no mandan ya dinero, ¿de qué vamos a vivir?
Ninguna de ellas tenía hijos que emplear en el astillero, sino hijas.
—Claro que aún son pequeñas —aclaró la más joven de las dos, con retintín; pero doña Angustias no recogió la alusión, ni pensó que lo fuese.
Se despidieron a la puerta de la iglesia. Doña Angustias repartió unas pesetas entre los pobres de pedir. Luego, entró. Las beatas retuvieron a la criada, que sacudía el agua del paraguas.
—¿Sabes si está enterada?
—¿De qué?
—De lo de Rosario la Galana.
—Yo no sé nada.
—¿No sabes que Cayetano le dio una tunda que la dejó baldada? Dicen que no se puede mover, pobriña, y que pasa la noche en un puro grito.
Dieron detalles. No estaban totalmente de acuerdo; más bien había contradicciones, pero la criada los recogió, sin discriminar. El último toque de campana las metió en la iglesia.
Al salir, doña Angustias preguntó a la criada por qué había tardado. Ella respondió de modo que doña Angustias entrase en sospechas, y sólo cuando recibió orden de contar lo que sabía, con amenaza de despido si se callaba, lo contó. No en la calle, sino en el gabinete de doña Angustias, y a puerta cerrada.
—No se lo diga a nadie.
—Por mí, señora, no se ha de saber, pero todo el mundo está enterado.
—A pesar de eso, tú, ni palabra.
—No, señora.
Salió la criada, y doña Angustias apartó el café. Había perdido el apetito y sentía el corazón turbado, y algo que le entenebrecía el alma. Empezó a llorar. No podía pensar; el sentimiento le oscurecía la mente, pero, desde su corazón, se elevaba una plegaria sencilla, reiterada: «¡Dios mío, Dios mío!». Quería decirlo todo. Pedía piedad para su hijo y piedad para ella misma.
Así estuvo mucho tiempo. Fuera seguían los ruidos, y a veces, entre ellos, llegaba la voz de Cayetano, ordenando o riñendo. Doña Angustias se sobresaltaba, intentaba formular un reproche, pero no podía. Era más fácil pedir piedad. Cayetano no la había ofendido, había ofendido a Dios. Ella se ponía de parte de su hijo, y pedía por él.
Se preguntaba, sin embargo, por qué Cayetano habría hecho aquello. Otras veces, muchas otras veces, había tenido queridas. No estaba bien, pero eran cosas de hombres, y lo pagaba con buenos regalos, y ninguna se había quejado. Dios tenía que considerarlo con benevolencia, porque, bien mirado, no hacía mal, sino bien, y sacaba a mucha gente de la pobreza. ¿Por qué, a ésta, le había pegado? Tenía que haber razones, pero, a lo mejor, Dios no estaba conforme con ellas. ¡Si ella, al menos, las conociese! Podía preguntarlo, sí. Pero Cayetano le mentiría para tranquilizarla, y la Galana le mentiría también, para sacarle los cuartos.
De repente, se hizo la luz en su cerebro. Todo un sistema de causas trascendentes se le reveló con su entera, abrumadora evidencia, como si un ángel severo lo dictase al oído.
—Yo había prometido un altar a la Virgen de Lourdes, y no pudo ser, por causa de esa bruja.
Estaba claro. Dios y su Santa Madre la castigaban en lo que más quería, la hacían sufrir con el pecado de su hijo. Había hecho una promesa, se había comprometido ante la Santa Madre de Dios, y luego, ante el primer obstáculo, se había acobardado. La Señora de los Cielos le mostraba su enojo. Estaba claro: no era Cayetano el verdadero pecador, sino ella. ¡Pobre Cayetano! Le había creído capaz de una villanía, cuando, en realidad, no era más que el instrumento del castigo divino. Corrió a su alcoba, y se arrojó de rodillas, delante de la Virgen. Ya no pedía perdón por su hijo, sino por ella misma. «¡A él, no; a mí!», clamaba entre sollozos. «¿Qué debo hacer para que me perdones?». Escrutaba los ojos doloridos de Nuestra Señora de las Angustias, tan bonita y tan triste en su cromo de marco dorado, por si de ellos salía la respuesta. Los ojos no se movían, ni la miraban siquiera. Pero la respuesta le brotó del corazón, con la misma claridad con que antes había comprendido el castigo divino.
Corrió al tocador y se arregló la cara. Llamó a la criada.
—¿Se me nota que he llorado?
—No, señora.
—Busca al señorito, y dile que necesito el coche. Vino Cayetano. Le dio un beso.
—¿Te pasa algo?
—No.
—Tú has tenido algún disgusto. —¡Te digo que no!
—¿Fue papá?
—¡No lo he visto en toda la mañana!
—Pues tú has llorado.
—Sí, pero por nada. Cosas mías.
—¿A dónde vas a ir?
—Al monasterio.
—Te llevaré yo mismo.
—¡Te digo que no es nada importante!
—Sin embargo, te llevaré. Es la primera vez que vas al monasterio.
No preguntó más, y por el camino fueron silenciosos.
—Tú, espérame en el coche.
—¿A quién vas a hablar?
Cayetano se encogió de hombros y abrió la portezuela.
—Como tardes, iré a buscarte dentro.
Doña Angustias ensayó, sin fortuna, una expresión severa.
—Tardaré lo que haga falta, y tú no te moverás.
El ruido del automóvil había atraído a un lego. Condujo a doña Angustias hasta un recibidor oscuro y húmedo como una mazmorra, amueblado de sofá, mecedoras y sillas de rejilla, medio desfondados los asientos. El suelo era de piedra resbaladiza, y la cal de las paredes se abría en grietas negras o caía a pedazos.
—Quiero ver al padre Fulgencio.
Salía el lego. Doña Angustias añadió:
—Que está la señora de Salgado.
Mientras esperaba, se arrimó a la ventana. El aire gris, las nubes revueltas, resultaban más alegres que aquella sala de recibir. Doña Angustias se sentía oprimida, y pensaba: «¡Cómo viven, los pobres!». Había sido buena la idea de venir, había sido mejor la ocurrencia de dar una buena limosna al monasterio. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor Dios había dispuesto las cosas de tal manera que, al final, resultasen los frailes beneficiados. ¡Qué extraños eran los designios de Dios! ¡Y por qué ignorados caminos conseguía su propósito! Había hecho falta el disgusto de la mañana, y, antes, la brutalidad de Cayetano con Rosario, y, aún antes, el orgullo de doña Mariana. ¿También el orgullo de doña Mariana formaba parte de los designios de Dios? Al pensarlo, le dio un vuelco el corazón. No, no. Doña Mariana había obrado contra Dios. Aquél era otro cantar. De su benevolencia, doña Angustias excluía a doña Mariana.
—Buenos días. ¿Contempla usted nuestra pobreza?
El prior sonreía y le tendía la mano. Doña Angustias se inclinó a besarla, pero él no se lo permitió.
—¡Qué frío pasarán ustedes aquí!
—El que hace. Claro está que siempre sobra de un año para otro.
Tenemos frío en el cuerpo para lo que nos queda de vida.
—¡Vaya por Dios!
—Aunque, como es el frío que Él nos envía…
Indicó a doña Angustias el asiento menos averiado, y se sentó también. Había recogido las manos bajo el escapulario.
—De buena gana la llevaría a usted a otro lugar, pero el resto es clausura. ¿Viene usted abrigada? Sí, trae usted abrigo. Bien. Pues usted dirá.
Doña Angustias no sabía cómo empezar. La desasosegaba el rostro agudo del fraile, aquel rostro que parecía humilde y resultaba burlón, la mirada que parecía de vuelta, pero que en el viaje de ida le llegara hasta el alma.
Empezó a contar lo del altar de la Virgen de Lourdes y su fracaso. Cierta señora de la localidad, de no muy buena reputación, había tenido la culpa. En medio del relato hacía pausas, y el prior le respondía: «¡Ah!», o bien: «¡Oh!». Pero las interjecciones, aunque poco variadas, venían cargadas de asombro.
—… de modo que he pensado en levantar ese altarcito en la iglesia del monasterio. Aquí vendrá menos gente, pero Nuestra Señora queda igualmente honrada.
—Aunque lo levantase usted en el desierto.
—Culto no ha de faltarle, porque para eso están ustedes. Yo quería…
Se detuvo. El fraile la, ayudó.
—Que se celebrase una misa diaria en ese altar. A cambio, haré un buen regalo al monasterio. Un regalo importante. ¿Qué es lo que ustedes necesitan?
—¡Todo, señora!
Empezó la enumeración. Ahora, las interjecciones corrían a cargo de doña Angustias, acompañadas de delicados remilgos: «¿Es posible? ¡Y los cristianos sin saberlo!». «¡No nos perdonará Dios por dejarles morir de hambre!».
—Dios lo perdona todo, señora; y a los que ofrecen el remedio, suele premiarles.
Quedaron en que una visita posterior concretaría ofertas y peticiones.
Cayetano había fumado tres cigarrillos, y encendía el cuarto, cuando salió su madre. La acompañaba el prior, que se acercó al coche y saludó a Cayetano. Los bendijo, al arrancar el coche.
—Es un hombre simpático, y están en la miseria —dijo doña Angustias.
Cayetano reprimió un exabrupto anticlerical.
—¿Qué dinero necesitas? —preguntó con sorna.
—Ya hablaremos. Por ahora sólo quise enterarme de sus necesidades.
Bajaba el coche la pendiente, y a ambos lados la mar golpeaba las peñas. Cerca del promontorio, media docena de bous peleaban contra las olas.
Fray Eugenio daba los últimos toques a un san Antonio de Padua muy bonito. Los daba con rabia y burla; toques de carmín, perfiles de sonrisa, reflejos nacarados de azucena, rosados de inocente carne. El prior entró en la celda silenciosamente, se llegó al cuadro, lo contempló. Fray Eugenio seguía con las últimas pinceladas, absorto en ellas.
—Bonito cuadro, ¿no le parece?
Fray Eugenio se volvió, murmuró un saludo y una excusa.
—Ya sé que el ejercicio del arte abstrae casi tanto como el deliquio místico. No se disculpe.
—No, no. Es otra cosa. ¡Dios me libre de compararlos!
—Pero el cuadro es bonito. ¿Cuánto podemos pedir por él? Considerando, claro está, que la República ha abaratado el género.
Fray Eugenio imaginó una cifra alta.
—Pongamos mil pesetas.
—¡Mil pesetas! ¿Cuánto tiempo lleva usted con este san Antonio? ¿Dos meses? Pasará otro antes de que se seque. Después habrá que embalarlo para que no se estropee, y mandarlo a Barcelona. Otro mes más. Y lo que tarden en venderlo… En resumen: que dentro de cuatro meses lo pagarán. ¡Un mal asunto, fray Eugenio! Ya no se estima el arte. Unos cromos con marco y cristal son más baratos y hacen el mismo oficio.
—Lo siento, padre, pero no puedo trabajar más de prisa.
—Yo no se lo pido. Pero se me ocurre que hay otros trabajos…
Empujó al monje hacia el hueco de la ventana, y le dijo en voz baja, de modo casi misterioso:
—Tengo que hablarle. Acaban de hacerme una importante oferta.
Contó la entrevista con doña Angustias.
—¿Qué piensa usted que podré pedirle? ¿Cinco mil duros? ¿Diez mil?
—¡Es mucho dinero! —dijo fray Eugenio, medio asustado.
—Es poco dinero. Por discreción no pienso pasar de los diez, pero necesito justamente el doble. Veinte mil duros. Con veinte mil duros ya podemos empezar.
No se atrevió fray Eugenio a preguntarle qué era lo que podría empezarse con los veinte mil duros. Dejó que la mirada interrogase.
—De eso es de lo que quiero hablarle justamente de eso —respondió el prior, cauteloso.
Bajó la voz todavía más. Bajó la voz y detuvo con una mirada dura los ojos temerosos, huidizos, de fray Eugenio.
—Quiero poner un colegio en el monasterio.
—¡Pero, la Regla! …
—Por encima de la Regla está la necesidad.
—¿Qué quiere usted? ¿Enriquecernos con un colegio de párvulos?
—No sea bobo, padre. Yo sé perfectamente lo que quiero.
Se retiró de la ventana y buscó un taburete en que sentarse.
—Fíjese bien en lo que voy a decirle: hay en Pueblanueva más de cuarenta estudiantes de bachillerato. Unos van a los maristas de Lugo y otros a los jesuitas de Vigo. Si nosotros montamos un internado, vendrán aquí. ¡No pretendo que vengan, de momento, los cuarenta! Con veinte me basta. Veinte somos nosotros. Cobrándoles como el más barato, sacaremos lo suficiente para que cada niño alimente a un monje. ¡Veinte niños, y se acabó el hambre! ¿Se da usted cuenta? ¡Veinte niños, a treinta duros cada niño! Pero necesito veinte camas, material para seis aulas, cuartos de baño, retretes nuevos, y todo eso que ahora quiere la gente para sus hijos. ¡Veinte mil duros de gastos! Si la señora de Salgado nos regala la mitad, hay que sacar los otros de donde sea. Para esto he venido a verle.
—¿Pretende usted que yo…?
—Cálmese.
Se levantó el prior, se acercó parsimoniosamente al monje, le cogió de los brazos.
—Le necesito a usted por dos razones. La primera, para que convenza al padre Ossorio de que no debe oponerse al proyecto. El padre Ossorio puede arrastrar, en el capítulo, a los jóvenes.
—Yo también me opondré.
—No me importa que usted se oponga, y casi me conviene que lo haga.
A usted nadie le hace caso en el monasterio, más que el padre Ossorio. Pero le mando, fíjese bien, le mando que convenza al padre Ossorio de que un colegio sería nuestra salvación.
—El padre Ossorio piensa por su cuenta.
—Ésa es la pena. Pero usted tiene que convencerle.
Sonrió, ensayó un gesto halagüeño.
—Basta que usted le diga, por ejemplo, que, alguna vez, el padre Hugo lo había pensado.
—¡El padre Hugo se hubiera horrorizado de semejante proyecto!
El prior volvió a mirarle con dureza, volvió a sujetarle con fuerza, a acorralarle casi en el rincón de la ventana.
—Tengo razones de sobra para creer que el padre Hugo quiso montar un internado en el monasterio. Yo se lo aseguro, y usted tiene que creerlo. El internado era uno de sus muchos proyectos… Uno de los pocos razonables.
—Está bien —intentó que el prior se apartase—. ¡Está bien! —repitió.
—Hay otro asunto más. ¿Sabe usted algo de las pinturas de la iglesia?
—No he vuelto a saber nada.
—Esas pinturas, fray Eugenio, pueden ser su despedida triunfal del arte. Si las hace usted hermosas, grandiosas, como a usted le gusta, ¿qué menos que veinticinco mil pesetas le pagarán por ellas? No alcanzo la cifra del presupuesto, pero ya hay para empezar. Quince mil duros. Habrá algunas deficiencias…
Dio unas palmadas en el hombro del monje.
—Coja en seguida la mula y váyase a casa de don Carlos. Me parece, de momento, mejor hablarle a él que abordar directamente a doña Mariana.
Fray Eugenio cabalgó en la mula y salió del monasterio por la puerta de los corrales. El hermano lego le había dado un enorme paraguas, con el que se cubrió: chorreaba el agua por las varillas, y un hilillo brillante caía sobre la cabeza del animal, justo entre las dos orejas. Venía el viento de la mar, estruendoso; te golpeaba la espalda, empujaba la cabalgadura hacia la orilla de la carretera. Fray Eugenio tuvo miedo de que la mula se despeñase, de que el viento pudiese más que el instinto de la mula, y la arrojase al fondo de la playa, donde las olas dejaban montones de algas.
Pasado el arenal pensó en la comisión que le sacaba del monasterio en tal día, y de aquella facha que imaginaba ridícula. «Debo de parecer un don Quijote con paraguas». Era lo de menos, y, bien considerado, su facha, con paraguas o sin él, cabalgando o a pie, tenía siempre algo de ridículo.
«Querido Carlos, vengo a verle para un asunto desagradable». Buen modo de empezar, valiente y franco, aunque pudiera haberlos mejores. Después le contaría la conversación con el prior. «Necesito que usted me diga si doña Mariana piensa todavía en pintar la iglesia, y cuánto me pagará». ¿Se atrevería a decirlo? Imaginó, otra vez, la escena; y a Carlos escuchándole sorprendido, quizá molesto; repitió las palabras, y sintió que el rostro húmedo se le enrojecía. Tenía que haber palabras más disimuladas, palabras insinuantes que le evitasen la vergüenza. ¿Cuáles? Imaginó otro modo de empezar, otro modo de saludar, incluso otro modo de llegar. «Pasaba casualmente, y se me ocurrió…». Tampoco. Recorridos los circunloquios, se llegaba necesariamente a la declaración vergonzosa, y la casualidad de la visita, con aquel día, no parecía verosímil, aunque Carlos, cortésmente, fingiese aceptarla.
Sin embargo, tenía que seguir adelante, por mandato del prior, presentarse ante Carlos, hablarle de las pinturas. Aquella coacción le empujaba con más fuerza que el viento por la carretera de guijarros descarnados. Así llegó a la cuesta. La mula dejó de trotar y se puso al paso, y aún se detuvo un par de veces antes de coronar el repecho. Llegó ante la verja del pazo.
—A lo mejor, no está.
Deseó ardientemente que Carlos se hubiera ausentado. Podría regresar al monasterio, y decírselo sencillamente al prior. «No estaba en casa, tendré que ir otro día más temprano».
Los yerbajos y las ramas menudas arrancadas por el viento manchaban el sendero; el agua caída de los árboles sacudía la copa del paraguas. Frente al zaguán abierto, el fraile se detuvo, paralizado por la última vacilación. Podía regresar, podía inventar un pretexto, podía…
En el zaguán apareció Paquito. Miraba al fraile y se reía. Saludó; sin dejar de reír. En seguida se ocultó. Fray Eugenio sintió sus pasos en la escalera. Ya no había remedio. Carlos bajó en seguida. Fray Eugenio se había apeado y esperaba en el umbral, con el paraguas abierto, en una mano, y las riendas de la mula, en la otra.
—Paz.
Se dejó arrebatar las riendas y el paraguas; se dejó conducir a la torre. Allí bebió el café preparado por Carlos, se calentó junto a la lumbre y aceptó la invitación de un poco de coñac.
—Estoy verdaderamente helado. ¡Y qué bonita es su celda! Porque es lo que parece: la celda de un monje algo más mundano que nosotros.
Todo había sucedido de manera distinta. Lo difícil, ahora, era llevar la conversación al punto apetecido. Tenía la impresión de haber llegado sin oportunidad, como si su presencia estorbase algo, aunque no fuese más que una soledad apetecida: Carlos se portaba con amabilidad, pero no parecía contento.
—Pasaba, y se me ocurrió venir a verle. Marcho en seguida.
—¿Ahora, con esta lluvia? Me atrevo a invitarle a comer conmigo.5i lo permite el prior, naturalmente.
—El prior…
El prior le había enviado a un negocio: aceptar la invitación podía considerarse como necesario para que el negocio llegase a buen fin.
—Me gustaría quedarme, pero, si no recuerdo mal, usted suele almorzar con doña Mariana.
—Me aterra bajar al pueblo con esta lluvia, pero tengo a quien enviar para que nos manden la comida.
Despachó a Paquito, con el coche y un recado. Al regresar, parecía contento. Fray Eugenio se consideraba comprometido moralmente a plantear la cuestión de las pinturas, sin escapatoria; aunque, aceptada la invitación, le pareciese más indelicado todavía. Hizo un esfuerzo y cantó de plano:
—Verá usted, don Carlos. No estoy aquí por casualidad. Tampoco estoy por mi gusto. Me manda el padre Fulgencio.
Contó la entrevista de aquella mañana. Interpoló, en la narración, comentarios y disculpas. Carlos no dio importancia a la embajada: «Hablaré a doña Mariana, y ya veremos de sacar lo más posible»; pero, en cambio le preocupó lo del colegio y, sobre todo, la situación del padre Ossorio.
—Y el padre Ossorio, ¿por qué se opondrá?
—Pero ¿no comprende usted que nosotros no podemos, según la Regla, dedicarnos a la enseñanza?
Para Carlos, el motivo último de la divergencia escapaba, por la sutileza, a su comprensión, pero escuchó los detalles internos de la oposición sorda planteada entre el prior y el padre Ossorio.
—Un día, esto acabará —concluyó el monje—, pero no acabará bien. El padre Ossorio es la parte más débil.
—¿Cómo no cambia de monasterio?
—No puede. Nuestra Orden no tiene más casas que ésta. Recuerde que somos un ensayo de restauración.
—Esta mañana, si no lloviese, hubiera ido a visitarles. Necesitaba de ustedes.
—¿De mí?
—Quizá también del padre Ossorio, o principalmente de él. Es teólogo, si no recuerdo mal.
—Sí.
—No estoy seguro de necesitar un teólogo, sino más bien un psicólogo que sepa teología. Deseo ciertas explicaciones sobre el sentimiento del pecado.
Añadió en seguida, antes de que fray Eugenio pudiera responderle:
—Explicaciones concretas sobre un caso personal, sobre el mío. Por dos veces he tenido la sensación de hallarme en pecado; la última de ellas, esta noche, ahora mismo. Y no lo entiendo bien, porque no estoy seguro de creer en el pecado. Casi puedo asegurarle que no creo. Se trata de una sensación, fíjese bien, no de una convicción.
Sonrió.
—Claro está que tampoco creo en el diablo, y, sin embargo, tengo también la sensación de que se me ha metido en el alma. No digo tampoco que lo crea, pero sí que lo siento, que lo experimento. Y puedo señalar el día y la hora en que entró y cómo lo hizo, aunque no por qué. Es un demonio apacible, no de los que hacen blasfemar y echar espumarajos por la boca. El demonio que me va bien: tranquilo, analítico, y nada apresurado. En el infierno deben saber lo que conviene a cada cual.
Reía, pero el fraile no. El fraile le escuchaba paralizado, y le miraba con ojos en que temblaba un espanto remoto o disimulado.
—¿Por qué bromea?
—¡Dios me libre de bromear! Pero no voy a rasgarme las vestiduras porque el infierno se haya dignado preocuparse de mí. Soy un hombre de ciencia, y la experiencia es nueva. Mi obligación es observarme. Insisto en que no creo en el diablo, pero es evidente que está dentro de mí. Luego, el sentimiento del pecado…
Recordó que a fray Eugenio le gustaba el tabaco, y le ofreció de fumar.
—Antes le dije que necesitaba un psicólogo que supiera teología. No es eso exactamente. Lo que necesito es un teólogo que tenga experiencia personal del pecado.
Fray Eugenio tembló y bajó los ojos.
—¿Quién no la tiene?
—No del pecado en general, sino de… —se detuvo y sonrió—. Bueno, la experiencia de la soberbia, por ejemplo, no me sirve. Lo mío es más modesto. Cosa del sexto. Ya sé que, según los teólogos, es el menos grave de los pecados. Sin embargo…
Fray Eugenio le interrumpió…
—Por favor, no hable usted de moral. Si lo llevamos al terreno moral, no aclararíamos nada. La moral pertenece al orden de las consecuencias, y el pecado al de las esencias. El bien y el mal son nociones morales: el Pecado y la Gracia son mucho más hondos, pertenecen a la experiencia religiosa. Usted no se ha referido al mal, sino al pecado.
—Exactamente. ¿Puede usted decirme algo?
Fray Eugenio evitaba mirarle. Había clavado la vista en el cigarrillo recién encendido, y le temblaba la mano. Carlos creyó que le respondería: «Sí. Puedo contarle a usted mi caso», e inmediatamente comprendió que también fray Eugenio tenía una historia, de la que sólo conocía menudos detalles, como balizas de un pasado sumergido y tremendo. Recordó un instante el retrato de la madre de Germaine —sólo un instante—. El fraile alzó la vista, y en el modo triste de mirarle había como un ruego. Carlos sonrió.
—No. Lo que usted pretende, no —le respondió fray Eugenio: y había en su voz una resonancia de falsedad.
—Seguramente tampoco el padre Ossorio podrá responderme. Es difícil hallar el consultor que necesito. Para entendernos, sería menester que, no sólo conociese entera mi intimidad, sino que yo conociese la suya. ¿De qué vale, por ejemplo, que le diga a usted que esta noche una mujer pasó conmigo unas horas, y que acepté su presencia porque en ella encuentro, además de una liberación, una garantía de libertad, y que, sin embargo, cuando marchó, tuve la sensación (la sensación, le repito; no algo intelectual o espiritual, sino físico) de estar en pecado y de tener el demonio dentro? Era de madrugada y ya no pude dormir. Del mismo modo que si usted se clava una espina en una mano la siente ajena y molesta hasta que se la arranca, así me sentía, y me siento, molesto por esa sensación que me parece venida de fuera, clavada desde fuera, como una espina. La siento, y siento que no me pertenece, que está ahí como si alguien la hubiese arrojado dentro de mí. Y yo, querido fray Eugenio, no sólo necesito librarme de esa molestia, sino que necesito explicarme su presencia. Nada de lo que existe dentro de mi alma, ni lo delicado, ni lo más misterioso, me sirve para explicarme que un acto mío lo sienta como pecado.
—¿Y en su niñez? ¿No creyó usted alguna vez en el pecado?
—En mi niñez, yo llamaba pecado a la simple transgresión de la ley. Mis primeras nociones no fueron religiosas, sino morales: el corazón de mi madre, de quien las recibí, era un corazón de juez, y ese modo jurídico de entender el bien y el mal se continuó en el colegio, donde pudo haberse refinado mi conciencia moral, pero donde jamás tuve ninguna experiencia verdaderamente religiosa. Después, mi modo de entender el bien y el mal varió, y, según él, nada se ha conmovido, ni en mi vida, ni en la de ella, ni menos en el universo mundo, porque nos hayamos amado. No lo tengo por malo, aunque quizá no sea bueno; pero siento que es pecado. ¡Lo siento, ¿comprende usted?, lo siento, y perdone mi insistencia en marcar, una vez más, el carácter de sensación! Porque también eso es absurdo. El pecado, lógicamente, debe sentirse en el alma; debe ser el resultado de una comprensión súbita, de una operación intelectual, por rápida que sea, pero no un estado irracional que se siente en los nervios y en la sangre.
Había hablado de pie, sosegadamente, templando con el tono y la sonrisa el calor excesivo de sus palabras. Había un contraste demasiado evidente entre las palabras y el tono en que habían sido dichas. Se dio cuenta, y rió.
—¿Por qué se ríe?
—Porque todo esto es ridículo.
—No.
—¿Va usted a explicarme por qué no lo es? ¿Va usted a decirme que se me insinúa Dios desde fuera, que me tiene cogido, y que su manera de insinuarse, de decirme que está aquí, es esa sensación disparatada? ¿Es eso lo que va usted a hacer?
—No puedo explicárselo; no puedo explicarle nada. Pero que Dios anda en todo esto, me parece evidente.
—El padre Ossorio me dijo el otro día: también Dios ha llegado para usted, o algo parecido. No lo creo. Puesto a creer, más bien me inclinaría por el diablo. Ése, al menos, también lo siento. Lo siento y lo veo. Cuando cierro los ojos, cuando me duermo, si quiero, puedo verlo. Es un tipo fascinador.
—No bromee.
—¿Es ése su consejo, sólo ése?
—No puedo decirle más. Yo no soy…
Carlos le interrumpió.
—Entonces, todo lo hablado está de más. Fíjese en que, el otro día, el padre Ossorio había llegado a un punto semejante a éste. Si no avanzo, si usted no me ayuda a avanzar, esta conversación no viene sino a repetir lo dicho, esta escena es inútil, yo doy vueltas sobre mí mismo sin sacar nada en limpio, y, mientras tanto…
—¿Qué quiere que le diga? ¿Que yo he sentido lo mismo que usted, y que en mi caso no me sirvió de nada? ¿Quiere que le diga que el pecado me trajo al monasterio?
—No. No quiero que me diga nada personal.
—Es que si le sirviera de ayuda, se lo diría.
Evidentemente, esperaba con temor la palabra, el gesto, la mirada de Carlos que le obligase. El temor le temblaba en las manos y en la respiración. Carlos se limitó a decirle:
—¿Piensa usted que una historia pueda servir de ejemplo?
—Antes habló usted de intimidades…
—Intimidades, no historias ejemplares. Contactos esenciales entre dos personas, no parábolas. Su historia, seguramente, no me serviría.
Fray Eugenio se tranquilizó.
—Quisiera recordar —dijo—, con las mismas palabras con que lo oí, algo dicho hace tiempo por el padre Hugo. Pero, ya ve, ni el padre Ossorio ni yo logramos recordar más que ideas vagas, palabras sueltas. ¿Por qué sucede así? No sólo usted, sino nosotros, hallaríamos solución.
—Seguimos sin avanzar un paso. También eso lo dijo el padre Ossorio.
—El padre Hugo se refería a la salvación del hombre por la mujer, y viceversa. Su modo de entender el amor y el matrimonio era sencillo y profundo, pero no puedo recordarlo, no puedo reconstruir ni una sola de sus ideas. Sólo recuerdo eso, vagamente: la salvación mutua, recíproca; una relación entre el hombre y la mujer hecha del mismo amor con que Dios ama a los hombres, o algo así —se interrumpió, como buscando en los recuerdos—; una participación, más bien, en ese amor…; pero, así dicho, sólo es una generalidad tópica. Había algo más.
—¿Y por qué no supone usted que puede servirme? No se trata ahora de salvación, ni hay mujer a la que tener en cuenta.
—Usted ha dicho…
—… que hay mujer, naturalmente; pero insisto en que no cuenta en este asunto. ¡Oh, por favor, no se asombre! Ya le dije antes que ella vino aquí libremente, y que yo la acepté porque garantizaba mi libertad; pero entre su vida y la mía no hay otras relaciones. Ella viene aquí porque le conviene, o, dicho de manera más brutal, se sirve de mí para conseguir algo que le interesa.
Doña Angustias estaba silenciosa y un poco triste. Cayetano le había sorprendido miradas de preocupación, miradas que se posaban sobre él, largas y tiernas, pero inquietas. Le miraba así cada vez que se enteraba de una nueva aventura, o de que una muchacha había sido abandonada, pero nunca con tal insistencia.
En el otro extremo de la mesa, don Jaime masticaba difícilmente una corteza de pan moreno. Estaba viejo, le caían los párpados sobre los ojos casi apagados, sobre los ojos cobardes y temerosos. Hacía treinta años que don Jaime no hablaba en la mesa, y desde que Cayetano era un hombre, no se atrevía a mirar. Cuando doña Angustias hablaba con su hijo, don Jaime parecía olvidado, arrinconado.
—¿No tomas café, mamá? —preguntó Cayetano.
—No, voy a acostarme.
—Espera, que te acompaño.
Rodeó la mesa y ayudó a su madre a levantarse. La cogió del brazo y salieron. Don Jaime levantó la cabeza un momento, hasta que cerraron la puerta; luego siguió masticando su corteza.
Doña Angustias quiso besar a Cayetano, al llegar a la puerta de su habitación.
—No, mamá; después. Acuéstate, que quiero hablar contigo. —¿Para qué?
—Quiero hablar contigo. Esperaré fumando a que me llames. La doncella había abierto la puerta, y la cerró al entrar doña Angustias.
Cayetano encendió uno de sus cigarrillos ingleses y paseó frente a la puerta, hasta que la criada asomó.
—Ya puede entrar, señorito.
—Está bien. Vete.
La cama de doña Angustias era alta, de tres colchones. Cayetano había dormido en ella, de niño, muchas veces, y recordaba que su madre lloraba. Ahora se había puesto las gafas, y retenía en una mano un libro de oraciones.
Cayetano se acercó y le dio un beso.
—¿Qué te sucede? —dijo ella.
—A mí, nada; pero a ti…
—Estoy perfectamente, ya lo sabes. Ni siquiera siento el reuma.
Cayetano se sentó en el borde de la cama.
—Esta mañana creí que tu visita al monasterio obedecía a algún capricho, o a alguna petición que te hubieran hecho los frailes. Ahora creo que no es eso.
—¿Por qué? —doña Angustias vaciló antes de mentir—. Fue eso. El prior me hizo saber por don Julián…
—No, mamá.
—¡Te lo juro!
—No lo jures, que es pecado.
Rió Cayetano, y cogió la mano de su madre y la besó.
—Mi madre no peca nunca. Mi madre es la mejor mujer del mundo. Pero esta vez quiere engañarme.
Hizo una pausa y la miró a los ojos.
—Dime, ¿qué cuento te han traído?
—¡Ninguno, te lo aseguro!
—No te dejaré dormir si no me lo cuentas. ¿Es algo de doña Mariana?
—¡No, no! Por esta vez, no.
—¿Entonces…?
Dejó de sonreír, y su madre vio trasparecer el rostro duro de su hijo cuando mandaba o cuando castigaba. Le dio miedo.
—No te pongas así. No es nada importante. Es… lo de esa Rosario.
—¿Qué te contaron?
—Que le pegaste. Y eso no está bien. Un hombre como tú no puede hacerlo. Es una cobardía.
Cayetano la miró rápidamente y bajó la cabeza.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó, sombrío.
—Eso no importa.
—Algún mala sangre, que quiere disgustarte.
—¿Por qué lo hiciste?
—No tuve la culpa. Fue…
Hizo un gesto violento y se puso en pie.
—¡No puedo explicártelo! Son cosas de hombres. Pero tú no debes disgustarte. No tiene nada que ver contigo.
—Todo lo tuyo es mío —dijo doña Angustias tristemente—. Y cuando haces daño, parece que Dios me castiga.
Atrajo a Cayetano, le obligó a sentarse de nuevo y le acarició el cabello.
—Ya sé que no tuviste la culpa. La culpa es mía.
—¡No digas estupideces, mamá! ¡No tienes nada que ver con esto!
—¿Qué sabes tú? ¡Cuántas veces son los padres responsables del mal que hacen los hijos! Y siempre, siempre, el mal de los hijos nos castiga.
—Pero ¿por qué hablas de castigo? ¿Quién va a castigarte a ti?
—Dios.
Cayetano se apartó de su madre y la miró duramente.
—Si Dios te castigase, tendría que vérselas conmigo.
—¡No digas blasfemias! —doña Angustias se tapó los ojos, horrorizada.
—Perdona. Pero…
Era difícil explicar con palabras, de modo que doña Angustias lo comprendiera, la razón de su blasfemia: tenía sus ideas, la hacían feliz, y no había por qué quitárselas. Prefirió, a explicar, besarla.
—Perdona, mamá. Es cierto que pegué a Rosario, y si hubiera sabido que iba a disgustarte, no lo habría hecho. Pero ya te dije que no tuve la culpa. Pasó algo, y… ¡en fin!, ella no vale la pena de que te duelas. Es una mala pécora.
—Es una criatura de Dios.
—Pero me hizo daño.
—¿A ti?
Miró a Cayetano con ternura súbita.
—¿Una mujer así? ¿Es que la querías?
—No. No fue esa clase de daño.
—¡Pobre hijo!
Volvió a acariciarle, y, en su corazón, creyó otra vez firmemente que Dios se había valido de Cayetano para advertirla, y como había pensado aquella mañana. ¿Por qué, después de la visita al monasterio, lo había dudado? ¿Por qué había vuelto a creer que Cayetano era culpable?
Estaba claro que había sufrido; todavía sufría. Dios quería, además, castigarla en lo más delicado de su corazón. No podía ver cómo sufría Cayetano.
—Bueno, no te pongas así. Ya no estoy triste. Me basta saber que no has tenido la culpa.
—Pero deberías decirme quién te vino con el cuento.
—Eso no te importa a ti.
Cayetano cerró los puños, airado.
—Un día haré un escarmiento.
No le dolía el recuerdo de la paliza dada a Rosario, ni siquiera la humillación recibida cuando ella había querido echarle, sino el disgusto de su madre. Todavía insistió en preguntarle el nombre del que le había acusado.
—Es que tú no comprendes, mamá, que todos esos cuentos te los traen puras envidiosas para hacerte daño.
Prometió, sin embargo, que no volvería a recordar el asunto, y ella aseguró que la tristeza le había pasado, y sonrió al despedirse. Cayetano bajó a su despacho y se sirvió coñac. Le dieron ganas de romper la botella —cristal de Bohemia— contra la pared, de salir con una fusta a la calle y golpear a quien encontrase. Todos eran igualmente culpables, porque todos le envidiaban por igual. A todos envolvía en el mismo desprecio.
—¡Pueblo de cabrones!
Los había tenido a raya, los había dominado, les había obligado a reconocer su fuerza. Se había permitido el lujo de mantener entre ellos enemigos declarados y disidentes, sólo porque los demás viesen cómo, finalmente, los dominaría también. Aquel equilibrio era obra suya; mantenerlo estaba en su mano. Podía, cuando le apeteciese, arruinar al pueblo o expulsar a los disconformes. Cuando le diese la gana.
Sí. Eso había sido. Pero, indiscutiblemente, algo había cambiado. Lo había pensado alguna vez y había rechazado el pensamiento, por estúpido; el pensamiento volvía ahora, en la soledad opaca y confortable de su despacho, y no podía ni debía rechazarlo otra vez. Algo había cambiado. Y él empezaba a ser víctima del cambio; las cosas y las personas apuntaban una rebelión. ¿Cómo, si no, se hubiera atrevido la Rosario a rechazarle? Indiscutiblemente. Y él había cerrado los ojos a la evidencia. Se había dejado llevar por la pasión momentánea, por un movimiento del orgullo herido. ¿Cómo no habría pensado que su madre se sentiría dolida de que pudieran decir de su hijo que había golpeado a una mujer? —porque eso era—, y no el temor del castigo divino, lo que de verdad entristecía a su madre.
Algo había cambiado. Aparentemente, la única novedad del pueblo era una persona más. Y el resto, visto por encima, permanecía igual. Que unas cuenteras vinieran con chismes a su madre no era nuevo. El cambio estaba por debajo de las apariencias, era un cambio subterráneo. Las chismosas no eran nada nuevo, pero, ahora, añadían insolencia a la envidia. La causa se llamaba Carlos, y era un tipo imbécil y narigudo por quien había tenido que pegar a Rosario, por quien había tenido que vanagloriarse de haberle pegado, por quien doña Angustias había sufrido un día entero, se había atormentado, había llorado quizá. Como en el cuento que su madre le contaba de niño: «… ferreiro a min chaves, chaves a-o hórreo, hórreo a min gra, gra a-a porta…». Todas las cosas tenían su causa, todos los hechos su responsable; se encadenaban unos a otros:
«… vaca a min leite, leite a-o ferreiro, ferreiro a min chaves…», y terminaban en Carlos.
—Voy a darle una buena paliza.
La ocurrencia le hizo saltar del asiento, le alisó la frente ceñuda, le alegró el rostro con una sonrisa. Dejó de razonar y, mientras subía de tres en tres los tramos de la escalera, imaginaba los golpes dados en el rostro de Carlos, aquel rostro de polichinela que parecía hecho para ser pegado. Se cambió rápidamente: traje, camisa, corbata. Se vio en el espejo, complacido: de punta en blanco, como si fuese a cenar con el presidente del Anglo South-American Bank en un hotel de Londres. Le hervía, sin embargo, la sangre en las venas, y golpeaba el aire con los puños científicamente cerrados. Al salir se puso un sombrero, y rechazó la ocurrencia de armarse.
Se lanzó por la calle desierta y mojada; el motor rugiente del coche alborotó el sosiego nocturno y sacó varias cabezas a las ventanas. «¿A dónde irá a estas horas Cayetano?». «Ahora que no tiene querida, se irá de niñas». Llegó frente a la verja del pazo, descendió para abrirla —el terno azul se mojó un poco—. Se sentía sereno, dueño de sí: capaz de discutir y de reírse antes de golpear. Detuvo, por fin, el coche frente al zaguán, y encendió la cachimba. Hizo sonar el claxon, después de unas chupadas. Paquito entreabrió la puerta y asomó la cabeza.
—¡Hombre, Paquito! —le dio un cachete—. ¡El tiempo que hace que no te echo la vista encima!
—Buenas noches.
—Vengo a ver a tu amo.
Empujó la puerta y entró. Los ojos asustados del loco parpadeaban.
—Yo no tengo amo —respondió con brío y un punto de enojo en la voz.
—¡Ah! ¿No? ¿Qué haces aquí entonces? ¿Curarte?
—Vivo aquí, pero no soy criado. Hago lo que me da la gana. Él puso sus condiciones y yo las mías. Eso es. Somos dos hombres libres.
Cayetano se echó a reír.
—¡Eso me gusta, mira! ¡Viva la libertad! —y añadió con seriedad irónica—: Si no eres criado, ¿quién le dirá a don Carlos que estoy aquí?
—Yo.
—Entonces, eres criado.
—¡No lo soy, leñe! ¿Es que usted no distingue entre una obligación y un favor a un amigo?
—¿A mí?
—No. A él.
A mí no me hacías favores, me obedecías. Y cuando no lo hacías, te zurraba. De manera que ahora…
Se acercó unos pasos fingiendo amenaza. Paquito huyó a la escalera.
—Sin tocarme, ¿eh? Las palizas se acabaron. Yo no obedezco a nadie.
—Anda. Dile a tu amo que quiero verle. ¡Corriendo!
Paquito desapareció en lo alto de la escalera. Cayetano pensó que aquél todavía le tenía miedo, y que quizá su amo se lo tuviera también.
Se sentó a esperar en el último escalón, de espaldas a la puerta de la escalera, y echó al aire bocanadas de humo, indiferente.
—Está aquí —dijo Paquito, asustado, sin entrar en el cuarto de la torre.
—¿Quién?
—Él, Cayetano. Está abajo.
—¿Qué quiere?
—Dice que verle, pero yo pienso…
Entró y se acercó a Carlos.
—Le diré que está acostado. Es una mala persona, y a lo mejor viene a matarle.
Carlos sonrió.
—¿Qué pensarían de mí si no lo recibiera? Dímelo: ¿qué pensarían de mí en el casino? Y tú mismo, ¿qué pensarías?
Paquito bajó la cabeza.
—Bueno. Que entre, entonces; pero yo estaré detrás de la puerta con una tranca.
—No.
—¡Don Carlos, usted no le conoce! Hay que tenerle miedo.
—¿Y quién te dice que no lo tenga? Sin embargo, hablaré con él.
El loco se encogió de hombros.
—Allá usted, pero después no diga que no fue avisado.
—Si me mata, difícilmente podré decir nada.
Le empujó hacia la salida.
—Ve adelante. Yo saldré a recibirle.
Mientras recorría el pasillo, calmosamente, pensó Carlos que sólo disponía de un arma para defenderse, y que acaso no fuese eficaz contra Cayetano.
—Sin embargo, tanto como para venir a matarme…
Se irguió al llegar a la puerta de la escalera.
—Hola, Cayetano.
—Buenas noches, Carlos.
Seguía con la pipa en los dientes. Subió, y repitió el saludo al cruzar la puerta:
—Buenas noches.
Carlos cerró y echó la llave. Cayetano se volvió bruscamente.
—¿Por qué cierras?
—Desconozco todavía los hábitos del Relojero. Puede ser de los que escuchan.
Añadió:
—Iré delante para mostrarte el camino.
Al llegar a la torre se hizo a un lado y dejó pasar a Cayetano.
—Éste es mi estudio. No tan lujoso como el tuyo, pero caliente. Siéntate.
Se acercó a un armario y sacó de beber.
—Tiene que ser coñac o nada. También hay café.
Cayetano aceptó. Mientras Carlos servía, examinó la habitación. Mientras bebía el coñac, la elogió. Carlos se había sentado también, frente a él, junto a la chimenea. Le escuchaba sonriente y se refería a los arreglos hechos y al estado de la habitación a su llegada. Empezó a contar cómo su madre la había mandado tapiar.
—Ya ves. Esta habitación tiene la culpa de que yo haya vuelto a Pueblanueva.
No parecía amedrentado. Hablaba de tonterías como la cosa más natural del mundo, y, sin embargo, nada a su alrededor podría valerle si él se levantaba y le decía: «Carlos, voy a romperte la cara». El asiento de Carlos quedaba más abajo que el suyo: bastaba con echarse encima y golpear. Pero así no tenía gracia, y, en el fondo, no estaba bien. Ni era tampoco lo que él pretendía, golpearle solamente, sin mediar palabra, sin que Carlos viese venir la agresión, sin que él se regocijase viéndole perder pie, titubear las palabras y —acaso disculparse y pedir perdón—. Porque Carlos no podría responderle, ni casi defenderse. Todas las ventajas estaban de parte de Cayetano: era más fuerte, traía un propósito y podía elegir el momento, en tanto que Carlos sólo podía sentir un miedo vago, o quizá ni eso. ¿Cómo seguía hablando con aquella tranquilidad, con aquella naturalidad, como si nada hubiese pasado entre ellos? —Dos o tres momentos difíciles, a punto de armar bronca, y lo de Rosario—. ¿Y si lo de Rosario no fuese más que una sospecha suya?
—Bien. Supongo que esta visita es de pura cortesía. Había olvidado, hasta que oí tu nombre, que me la debías.
—¿Debértela?
—Recuerda que estuve en el astillero. ¡Aquélla sí que es una bonita habitación!
—También quería hablarte.
Cayetano dejó el coñac sobre la mesa. No sabía cómo empezar. ¡Con lo sencillo que le había parecido un cuarto de hora antes! Pero todo sucedía de manera distinta de lo previsto; sobre todo, aquella tranquilidad inocente de Carlos, aquel suponer que había venido a devolverle la visita. ¿Si sería imbécil, o sólo farsante?
—Hay algo que quiero preguntarte, algo muy serio.
—Di.
Cayetano tardó unos instantes, y, hecha la pregunta, se arrepintió de cómo la había hecho.
—¿Te has acostado con Rosario?
Carlos rió, no ofensivamente, no galleando, no con esa risa que provoca el puñetazo, sino de cierto modo ingenuo y sorprendido.
—Pero, hombre, ¡qué pregunta! ¿No comprendes que no puedo contestada?
—He venido a saber la verdad, y no marcharé hasta saberla. Te lo pregunto de hombre a hombre. Si tú lo eres…
Carlos permanecía sentado, y el tono de Cayetano no parecía inquietarle. Quizá no se hubiera dado cuenta de que las palabras amenazaban con toda claridad…
—¡La verdad! —Carlos le miró con fijeza, no con ira ni con miedo, sólo con algo que parecía curiosidad—. ¡La verdad! Si no te la digo, no soy un hombre: ése es tu punto de vista. ¡Es curioso! El mío es justamente el contrario.
—Puedo convencerte…
—¡Ahí está la dificultad! Convencerme. Tendríamos que discutir toda la noche, tendrías que echar abajo mis principios de conducta; en una palabra, tendrías que cambiarme en otro hombre, para que yo aceptase tu punto de vista. Tendrías que transformarme en alguien semejante a ti, y eso es imposible. Me temo que no te diré nunca la verdad.
Cayetano se adelantó un poco en su asiento. Reiteró el tono duro.
—Yo le llamo a eso cobardía.
—¿Y qué? Para mí, lo cobarde sería decirte la verdad. Sería como el que confiesa un delito por temor a una amenaza. O quizá fuera algo más complicado todavía. Por ejemplo: si yo fuese uno cualquiera de Pueblanueva, te diría: «No, don Cayetano, no me acosté con ella. ¿Cómo pudo ocurrírsele?»; y lo diría para congratularme contigo. O bien: «Sí, señor, me acosté con ella. ¿Y qué?». Y lo diría para presumir de haberte puesto los cuernos, lo cual, para un habitante de Pueblanueva, debe tener cierta importancia. Ahora bien, yo no me considero capaz de sentir como uno de ésos, yo no necesito congratularme contigo ni presumir de haberte engañado. Para mí, la cuestión se plantea de otra manera; la cuestión consiste, ante todo, en que tú has pegado a Rosario creyendo que se había acostado conmigo, y después te has alabado de haberlo hecho. En estas condiciones, yo tengo que decirte que no; sea cual sea la verdad. Necesito hacerlo sólo para que te quede el remordimiento de haber sido injusto.
—¿Y si no te creo?
—¡Ah, entonces la cosa se complica! Entonces sucede que no puedes soportar el remordimiento, que tienes conciencia de haber sido culpable, y que, para justificarte, atribuyes a Rosario un delito inexistente.
—¡Yo no he pensado nada de eso! —respondió Cayetano con brío.
—No se trata de lo que piensas, ni de lo que tu voluntad acepte conscientemente de tu pensamiento, sino de algo más oscuro, más profundo, más difícil de averiguar.
—No me interesa. ¿No comprendes que mi único deseo es que me respondas que te has acostado con Rosario para romperte la cabeza?
Carlos, sin dejar de sonreír, cogió el atizador de la chimenea y se lo ofreció.
—Toma. Rómpemela cabeza, pero no esperes la respuesta que deseas.
Se levantó de un brinco sin soltar el atizador. Quedaba, de pronto, en situación ventajosa sobre Cayetano, y armado. Cayetano intentó reprimir un movimiento defensivo, un movimiento que quizá fuese sólo un parpadeo. Pero Carlos no alzaba el hierro sobre su cabeza, ni parecía dispuesto a la agresión, sino que continuaba ofreciéndolo, tranquilo.
—Tendrás que matarme, si ése es tu propósito, sin saber la verdad. Y después, para justificarte ante ti mismo, tendrás que inventarme un delito en el que cada vez creerás menos. Y todavía después…
—¿Después, qué?
—Después no sabrías responder a derechas ante el tribunal que te juzgase.
Cayetano se levantó también, y rió.
—¿Un tribunal? ¿Juzgarme a mí un tribunal? ¡No sabes quién soy ni lo que puedo!
Todavía Carlos mantenía en la mano el atizador; pero ya no lo sujetaba, sino que lo dejaba colgar. Se había arrimado a la repisa de la chimenea, y su mano libre había recobrado el coñac. Tomó un sorbo.
—¡Es curioso! —dijo luego—. Empiezo a creer que me he equivocado contigo.
Levantó la vista y miró a Cayetano como se mira a un bicho raro.
—Mi profesión consiste, entre otras cosas, en clasificar a las personas después de haberlas estudiado. Después de hablar contigo, pensé: «Cayetano es un gentleman a la inglesa; ha estado en Inglaterra, se ha educado allí, se porta como un perfecto inglés». No podía extrañarme: los ingleses poseen algo que atrae a cualquiera, la elegancia y el dominio de sí mismos. Un inglés es incapaz de llevar zapatos claros con chaqueta oscura y de permitir que nadie averigüe sus sentimientos por lo que él deje traslucir de ellos. Un inglés da siempre la cara…
—¡Yo estoy dando la cara! —le interrumpió Cayetano.
—Sí, pero le has pegado a Rosario y has presumido luego, delante de media docena de imbéciles, de haberlo hecho. Fue entonces cuando temí haberme equivocado. Era un hecho extraño, algo que desentonaba en el conjunto. Entiéndeme: todos los actos de una persona responden a su carácter. El modo de ser de cada cual determina lo que puede hacer y lo que no podrá hacer jamás. Yo, por ejemplo, que soy un sabio, no puedo creer en ciertas cosas. Si de pronto te dijesen: «Don Carlos Deza ha soñado con el diablo y piensa que lo tiene metido en el cuerpo», ¿lo creerías? ¿No lo hallarías absurdo? Porque, razonablemente, un hombre como yo no puede creer en el diablo, ni menos tenerlo aposentado en la mitad del alma como en su propia casa. Yo tenía que creer que habías pegado a Rosario, porque era evidente, pero lo encontraba absurdo. Y, entonces, me hice un razonamiento: O no es un verdadero gentleman, o sufre una peligrosa duplicidad personal. En cualquiera de los casos, mi primer juicio era equivocado. Suponerte paciente de una doble personalidad no se me había ocurrido. ¡Sería divertidísimo! Es algo enormemente destructor e implacable. Actúa desde dentro, desintegra, separa, convierte al enfermo en un pelele. Bastaría que tus enemigos se sentasen a la puerta de sus casas y esperasen a que tú mismo te destruyeses poco a poco.
Había dejado de hablar sencillamente, y daba a sus palabras un tono de convicción profunda, un tono de seguridad cuyas razones Cayetano no lograba entender, pero que empezaban a afectarle.
—No creo que nada de eso sea cierto, ni tampoco de lo que me dijiste el otro día de un complejo. Consulté con un médico y es un disparate.
—Aún no he terminado —respondió Carlos.
Arrojó el atizador sobre los morillos, y encendió un pitillo.
—Me han dicho varias veces que intentarías matarme. Me lo han dicho varias personas: que me matarías de noche, o que mandarías a alguien que me matase. Yo, por orgullo, no podía creerlo. Cuanto más me lo decían, menos precauciones tomaba para defenderme. Regreso solo a mi casa y mi puerta está siempre abierta. Una sola preocupación sería confesarme que me había equivocado en mi diagnóstico. Porque, a pesar de lo que acabo de decirte, y de esas dudas que tengo sobre ti…
Dejó el coñac sobre la repisa y miró a Cayetano sonriendo.
—… te tengo por tan capaz de matarme como a mí mismo de creer en el diablo. A traición, quiero decir, o por medio de un esbirro —añadió mientras se sentaba.
—¿Y cara a cara, como estamos ahora?
—Hace unos minutos te he ofrecido el atizador…
Espió, con mirada rápida, el rostro de Cayetano, y añadió en el mismo tono:
—… y ahora te ofrezco más coñac. Tienes la copa vacía.
—¡Eres un tío desesperante! —respondió Cayetano.
Carlos se había levantado y servía coñac en ambas copas.
—Distinto de ti, solamente. Me dedico a analizar a los demás. Es muy entretenido.
Le tendió la copa llena de coñac.
—Pero, como entretenimiento, no está al alcance de cualquiera. Tú, por ejemplo, no podrías hacerlo. Para ti los hombres son como bloques que se conducen de una manera fija y que te permiten obrar. Si, de pronto, uno de ellos cambia de conducta, te molestas, porque tu conducta tiene que cambiar también. Concibes a las gentes como máquinas bien engrasadas, pero si una de ellas responde de manera inesperada, te sobresaltas y haces tonterías, pegas a Rosario y vienes a mi casa con la pretensión de que te confiese que me he acostado con ella. Yo, en cambio, prefiero averiguar las causas… Ahora, por ejemplo, intento saber por qué has venido a mi casa. ¡No espero que me lo digas, porque tú mismo lo ignoras! Pero esta noche la pasaré dándole vueltas a la cabeza, a ver si logro reconstruir el proceso que te ha traído aquí. No es muy fácil, palabra. Por lo pronto, necesito explicarme satisfactoriamente varias contradicciones en tu conducta. El motivo que te trajo no parece revelar una gran seguridad, y, sin embargo, desde tu llegada aquí, te has dominado como un gentleman lo haría. No lo entiendo.
Se echó atrás en el sillón y respiró fuerte.
—¡Qué felices son los hombres como tú! Si una mujer se porta de manera inesperada, con una paliza se resuelve. Yo, en cambio, me pasaría horas y horas intentando averiguar por qué Rosario…
—¡No hablemos más de Rosario! —replicó, exasperado, Cayetano.
—¡Como quieras! Creí que podría ayudarte a que la comprendieses.
Sobrevino el silencio. Cayetano daba vueltas a la copa; Carlos fumaba.
—Eres un tipo raro —dijo por fin Cayetano—. No tienes más que labia, pero sabes valerte de ella. Estoy convencido de que no tienes razón, de que no has hecho más que envolverme con palabrería, pero la verdad es que me has envuelto. Ya ves que lo confieso. Tienes lo que a mí me falta.
—Bien poco, ¿no? Si tú tienes lo demás…
—Lo tengo, pero todo es necesario. Y un tipo como tú puede ser muy útil. Hay gente muy marrullera, lo mismo en la política que en los negocios, y para defenderme de esa gente, o para convencerla, me veo en la necesidad de romper por la calle del medio, y muchas veces, por eso mismo, no saco todo el partido posible. Me hacía falta un tipo como tú. Te sacaría diputado.
Carlos se echó a reír.
—¿Yo? ¿Diputado yo? Lo fue mi padre, y lo mandó a paseo.
—El otro día, cuando te ofrecí un puesto de médico, cometí un error. Ya ves que sigo confesando mis equivocaciones. Lo que ahora te ofrezco es una alianza. Los dos juntos haríamos grandes cosas.
—Quieres decir, más exactamente, que tú, con mi ayuda, harías grandes cosas.
—Sabría compensarte.
—¿Con qué?
—Dinero, poder.
—¿Es eso lo que quieres para ti?
—Ya lo tengo, pero necesito más. Ahora mando en Pueblanueva. Un día mandaré en toda la industria gallega, y otro día…
—No me interesa.
—Un día seré ministro. No tardará muchos años. Las próximas elecciones las ganaremos nosotros, y el país cambiará. Vamos hacia un estado socialista, y en él yo seré algo muy importante. Tendré más poder todavía y seré agradecido con los que me sirven.
—Pero ¿es de veras el poder lo que te interesa?
—Claro.
—¿Para qué?
—¿Para qué? ¿Me lo preguntas? Para lo que lo quiere todo el mundo. El poder es lo único que vale la pena.
—¿Más que el placer?
—¡Desde luego! —le brillaron los ojos y sonrió desde muy arriba—. El verdadero gusto que se saca de las mujeres es dominarlas, poder con ellas. Para lo demás, no hacen puñetera falta.
Carlos se levantó, metió las manos en los bolsillos y fue hacia el fondo de la habitación. Se volvió de pronto. Había en su rostro una fingida expresión de asombro.
—¿Me permites que hable durante un rato? Sin interrumpirme, quiero decir, por raro que te parezca lo que diga. Y, sobre todo, sin tomarlo a mal. Yo soy médico, y al médico se le escucha siempre, aunque desagrade su diagnóstico.
Cayetano frunció los labios delgados, parpadeó.
—Di lo que quieras.
—No voy a diagnosticar, sin embargo, sino a describir. El poder es distinto para el que lo ejerce, para el que lo sufre y para el que lo contempla. Yo estoy en el último caso, y lo que veo del tuyo difiere de lo que ves, tanto, al menos, como difiere para tus queridas o para tus lacayos. Para mí, lo que llamas poder, tu poder, es un juego de ilusión y picardía entre el que manda y los que obedecen. Hay una especie de pacto tácito entre tus súbditos, en virtud del cual se dejan dominar para aprovecharse. No pongo en duda que te acuestes con la mujer que te dé la gana, pero tampoco creo que ella sea víctima de una seducción, sino, simplemente, una mujer que se entrega voluntariamente para sacarte algún beneficio. Todas ellas lo han sacado, y los hombres que te obedecen, lo mismo. Pero en cuanto una, o un grupo de ellas, se propone lo contrario, lo consigue. Ahí tienes las beatas que van al monasterio. No puedes nada contra ellas.
—¿Las beatas? ¿Esas cursis que van a misa con la boticaria? —reía Cayetano otra vez con risa altiva, ofensiva y segura—. ¡No me acuesto con ellas porque no quiero… —hizo una pausa, cambió de tono— y mientras no quiera!
—Eso hay que probarlo. Mientras tanto, existe el hecho evidente de que, ellas al menos, escapan a tu poder. Pero no es esto solo. Aun en el caso del hombre o la mujer a ti sumisos, ¿hasta dónde alcanza tu voluntad? ¿Qué es el número de actos sobre los que tú mandas, comparado con el de sus actos libres? Cuenta entre ellos el odio, la burla interior, el resentimiento contra ti por el solo hecho de obedecerte. Asomarse a la conciencia de un esclavo es aterrador, y asombra cómo la esclavitud favorece el ejercicio libre de la maldad.
—Todo eso me regocija y me hace sentirme más poderoso. ¿Eres capaz de comprender la satisfacción que siento cuando uno que me mataría de buena gana me besa la mano? Lo prefiero a una buena hembra.
—Lo que no comprendo es que eso cause satisfacción.
—En el fondo no eres más que un moralista. Tú te pones ahora de parte de los esclavos, pero no olvides que tus abuelos mandaron aquí más o menos como mando yo. Hicieron lo que yo hago, y habrán sentido lo que siento. Condenándome a mí, los condenas a ellos.
—Es distinto. Ellos habían heredado el poder, era casi su obligación. Tú, en cambio, lo has ganado a pulso.
—Por eso me siento superior. ¿Qué mérito hay en el poder heredado?
—No me preocupa el mérito, sino otra cuestión. ¿Por qué un hombre siente necesidad del poder?
Miró interrogativamente a Cayetano, como brindándole la ocasión de responderle, y Cayetano se sintió empujado por la mirada.
—Todos los hombres desean mandar, pero unos lo consiguen y otros no.
—Pero ¿por qué? ¿Qué hay en el alma de un hombre que necesita mandar? ¿Qué pasa en el alma de esos seres que son felices si mandan, y que sólo así pueden ser felices? ¿Lo has pensado alguna vez?
—Es como si me preguntaras por qué, cuando pasa una mujer estupenda, tiene uno ganas de llevársela a la cama. Es lo natural.
Carlos meneó la cabeza negativamente.
—No es precisamente eso. Puede ser natural en ciertos hombres, pero del mismo modo que lo son las enfermedades. El apetito de mando es una enfermedad.
A Cayetano le dio la risa.
—Entonces todos estamos contagiados de ella.
—Es posible, pero no por eso deja de ser enfermedad.
Cayetano no respondió. Paseó un rato en silencio. Un par de veces pareció que iba a decir algo. Por fin volvió a la chimenea.
—No creo una palabra de lo que dices.
—No puedes creerlo, porque te obligaría a cambiar los fundamentos de tu vida.
—¿Estás, pues, convencido de que soy un hombre débil?
—Lo somos todos. La raza de los hombres fuertes desapareció hace mucho tiempo, para serlo, es necesario que un sentimiento superior haga de todas las partes del alma un bloque compacto sin una sola grieta, y, sobre todo, que la conciencia no se autoanalice, que halle al mal una justificación o, al menos, que acepte una forma de perdón. La conciencia de culpa es destructora. El que carece de ella, o el que admite la realidad del perdón objetivo se libra de sus efectos. Pero, en nuestro tiempo, esas formas de alma son escasas, o se dan sólo en hombres primitivos e insignificantes. Sabemos demasiado, y no podemos escapar al saber de nosotros mismos, por mínimo que sea. En cualquier periódico halla el hombre vulgar la denuncia de sus defectos. Por otra parte, hemos perdido defensas contra el mal. Difícilmente un hombre puede hoy creer que sus manos sólo hacen bien, porque el mal es evidente. Entonces, se acude a las justificaciones sonoras, en que no creen más que los imbéciles. Se hace mal en nombre de cosas sublimes, en nombre de la humanidad futura, en nombre del bienestar, de lo que sea; pero el que lo hace, cuanto más grande y poderoso sea, más necesita engañarse a sí mismo, convencerse de que cree en aquello que le sirve de justificación, porque en el momento en que deje de creer le comerán los monstruos de su propia alma. Quítales la acción, déjalos a solas consigo mismos, y verás cómo se destruyen.
Dejó caer los brazos, que habían acompañado, con sus movimientos, las palabras, y añadió:
—No hay opción: o engañarse, como tú, o hacer cara a la realidad y perder toda posibilidad de acción, que es lo que yo hago. Por eso no podemos aliarnos. No lograrías arrastrarme, y yo, en cambio, te predicaría a cada paso sermones como éste, que acabarían contigo.
—No creo una palabra de lo que dices —repitió sordamente Cayetano—. Y no puedo discutírtelo, lo comprendo, porque me falta tu labia. Pero…
Se aproximó a Carlos, erguido, con un comienzo de sonrisa en los rincones de los labios, con un brillo nuevo en los ojos. Le puso la mano sobre el hombro y sonrió francamente hasta acabar en risa.
—… ¡Ya verás! Antes dijiste que soy un hombre de acción. Es cierto. No puedo demostrarte que estás equivocado más que así…, ¡y te lo demostraré!
Carlos inclinó levemente la cabeza.
—Equivocarse es lo peor que puede pasarle a un intelectual, pero, mi palabra, amo tanto la verdad, que la reconozco aunque haya de confesarme vencido. Sólo pongo una condición: ¡que no me defraudes otra vez! Nada de palizas a Rosario. Juego limpio…
—Pero con mis armas.
Todavía bebieron la última copa. Volvió Carlos a alumbrarle el camino, le acompañó hasta la puerta, y esperó a que el coche arrancase.
Entonces, Paquito se acercó a Carlos, por detrás, y le preguntó algo.
—¿Se han pegado?
Repitió la pregunta, una, dos veces. Carlos no le respondió. Con el quinqué en la mano, miraba al fondo de la vereda.
Madrid, mayo-octubre de 1956