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SENTENCIA, RECURSO Y EJECUCIÓN

Eichmann pasó los últimos meses de la guerra dando reposo a sus ánimos, en Berlín, sin nada que hacer, aislado de los otros jefes del departamento de la RSHA, quienes almorzaban juntos todos los días, en el mismo edificio en que Eichmann tenía la oficina, sin invitarle siquiera una vez a comer con ellos. Eichmann se ocupaba de disponer sus «instalaciones defensivas» para estar preparado en el momento de la «última batalla» en defensa de Berlín, y como único deber oficial que le ocupaba visitaba de vez en cuando el campo de Theresienstadt, que mostraba a los delegados de la Cruz Roja. Ante estos, nada menos que ante estos, Eichmann desahogó su alma, hablándoles de la «nueva política humanitaria» de Himmler con respecto a los judíos, en virtud de la cual Himmler estaba plenamente decidido a emplear campos de concentración «al estilo inglés», en la «próxima ocasión». En abril de 1945, Eichmann tuvo la última de sus escasas entrevistas con Himmler, quien le ordenó que seleccionara «entre cien y doscientos judíos destacados de Theresienstadt», los transportara a Austria y los instalara en hoteles, a fin de que Himmler pudiera utilizarlos como «rehenes» en sus inminentes negociaciones con Eisenhower. Parece que Eichmann no se dio cuenta de cuán absurda era la misión a él encomendada. Se puso en camino, «con harto dolor de mi corazón, porque tuve que abandonar mis instalaciones de defensa», pero no pudo llegar a Theresienstadt debido a que las carreteras estaban bloqueadas a causa del avance de los ejércitos rusos. En vez de ir a Theresienstadt, Eichmann se dirigió a Alt-Aussee, donde Kaltenbrunner se había refugiado. A Kaltenbrunner no le interesaban en lo más mínimo los «prominentes judíos» de Himmler, y encargó a Eichmann que organizara un comando para emprender la lucha de guerrillas en las montañas austríacas. Eichmann reaccionó con gran entusiasmo: «Se trataba de algo que valía la pena hacer, de una tarea que me gustaba de veras». Pero apenas hubo Eichmann reclutado a unos cien hombres más o menos aptos, la mayoría de los cuales no habían visto un fusil en su vida, y apenas hubo tomado posesión de un arsenal de heterogéneo armamento abandonado, recibió la última orden de Himmler: «Prohibido abrir fuego contra los ingleses o los norteamericanos». Esto fue el fin. Eichmann dio a sus hombres permiso para que se fuesen a casa, e hizo entrega de un pequeño cofre que con- tenía billetes de banco y monedas de oro a su fiel asesor jurídico, el Regierungsrat Hunsche. «Porque, me dije, Hunsche es un hombre que pertenece a la alta burocracia del Estado, él sabrá administrar correctamente los fondos, y evitará gastos inútiles... Así lo hice porque, en aquel entonces, yo todavía creía que algún día me pedirían cuentas.»

Con estas palabras concluía Eichmann la autobiografía que espontáneamente entregó al policía encargado de interrogarle. Empleó muy pocos días en escribirla, y la biografía ocupaba 315 páginas de las 3.564 que se precisaron para transcribir las cintas magnetofónicas. A Eichmann le hubiera gustado continuar su biografía, y es evidente que contó el resto a la policía, pero, por diversas razones, las autoridades judiciales decidieron no admitir ningún testimonio referente a tiempos posteriores a la terminación de la guerra. Sin embargo, de las declaraciones prestadas en Nuremberg, y de una indiscreción muy comentada cometida por un ex funcionario israelita llamado Moshe Pearlman, cuyo libro The Capture of Adolf Eichmann fue publicado en Londres cuatro semanas antes del inicio del juicio, es posible inferir el resto de la historia de Eichmann. El relato de Pearlman se basaba evidentemente en el material obtenido por la Oficina 06, es decir, la oficina policial encargada de las diligencias previas al juicio. (Según la teoría de Pearlman, como sea que se había retirado del servicio al Estado unas tres semanas antes de que Eichmann fuera raptado, había escrito su libro en calidad de ciudadano privado, lo cual no resulta excesivamente convincente, debido a que la policía israelita seguramente estaba enterada de la inminente captura de Eichmann varios meses antes de que Pearlman se retirara.) El libro causó evidente bochorno en Israel, no solo porque Pearlman había podido divulgar prematuramente información acerca de importantes documentos de la acusación, y porque afirmaba que las autoridades judiciales ya habían decidido que el testimonio de Eichmann no merecía crédito, sino también porque contenía un concienzudo relato del modo en que Eichmann fue capturado en Buenos Aires, lo cual era lo último que el gobierno de Israel deseaba ver publicado en letras de molde.

La historia contada por Pearlman era mucho menos excitante que los diversos relatos anteriores, basados en los más diversos rumores. Eichmann jamás estuvo en el Próximo Oriente ni en el Oriente Medio, jamás volvió de la Argentina a Alemania, nunca estuvo en otro país hispanoamericano, salvo el nombrado, y no tuvo intervención alguna en las actividades u organizaciones nazis de la posguerra. Al término de la guerra, intentó hablar una vez más con Kaltenbrunner, quien todavía se encontraba en Alt-Aussee, solitario, pero el antiguo jefe de Eichmann no estaba de humor para recibirle, ya que, en su opinión, «aquel hombre [Eichmann] no tenía escapatoria». (Las escapatorias de Kaltenbrunner tampoco eran demasiado abundantes; fue ahorcado en Nuremberg.) Casi inmediatamente después, Eichmann fue apresado por los soldados norteamericanos y confinado en un campo de concentración destinado a los miembros de las SS, donde, pese a los numerosos interrogatorios a que fue sometido y a que algunos de sus compañeros de campo le conocían, no se descubrió su identidad. Eichmann fue muy cauteloso, se abstuvo de escribir a sus familiares, y dejó que le creyeran muerto. Su esposa intentó obtener un certificado de defunción de Eichmann, pero no lo consiguió cuando resultó que el único «testigo presencial» de la muerte era el cuñado de la esposa del «difunto». La esposa de Eichmann quedó sin un céntimo, pero la familia de Eichmann en Linz se encargó de mantenerla, así como a sus tres hijos.

En noviembre de 1945, se iniciaron, en Nuremberg, los juicios de los principales criminales de guerra, y el nombre de Eichmann comenzó a sonar con inquietante regularidad. En enero de 1946, Wisliceny compareció ante el tribunal de Nuremberg, como testigo de cargo, e hizo su acusadora declaración, ante lo cual Eichmann decidió que más le valdría desaparecer. Con la ayuda de otros internados, escapó del campo de concentración, y fue a Lüneburger Heide, lugar en un bosque, unas cincuenta millas al sur de Hamburgo, donde el hermano de uno de sus compañeros de internamiento le proporcionó trabajo como leñador. Allí permaneció durante cuatro años, oculto bajo el nombre de Otto Heninger, y es de suponer que se aburrió mortalmente. A principios de 1950, logró establecer contacto con la ODESSA, organización clandestina de ex miembros de las SS, pasó, a través de Austria, a Italia, donde un franciscano, plenamente conocedor de su identidad, le dio un pasaporte de refugiado, en el que constaba el nombre de Richard Klement, y le embarcó con rumbo a Buenos Aires. Llegó allá a mediados de julio, y obtuvo, sin dificultades, los precisos documentos de identidad y el correspondiente permiso de trabajo, a nombre de Ricardo Klement, católico, soltero, apátrida y de treinta y siete años de edad, siete menos de los que en realidad contaba.

Eichmann no abandonó la cautela, pero escribió a su esposa, en su propia caligrafía, diciéndole que el «tío de sus hijos» vivía. Trabajó en los más diversos empleos ―agente de ventas, obrero de una lavandería, empleado en una granja de conejos―, todos ellos mal pagados, pero en el verano de 1952 consiguió que su esposa e hijos se reunieran con él. (La señora Eichmann obtuvo pasaporte alemán en Zurich ―Suiza―, pese a que a la sazón residía en Austria, y bajo su propio nombre, como «divorciada» de cierto Eichmann. Cómo pudo lograrlo es un misterio que todavía no se ha aclarado, y el archivo en que se guardaba su instancia ha desaparecido del consulado alemán en Zurich.) Cuando su esposa llegó a Argentina, Eichmann obtuvo su primer empleo fijo, en la fábrica de la Mercedes-Benz de Suárez, suburbio de Buenos Aires, primeramente en concepto de mecánico, y, después, como capataz. Cuando le nació el cuarto hijo, Eichmann volvió a contraer matrimonio con su esposa, bajo el nombre de Klement, según sus manifestaciones, aunque esto último quizá no sea cierto, ya que el recién nacido fue inscrito con los nombres Ricardo Francisco (probablemente en recuerdo del fraile italiano) Klement Eichmann, y este fue uno de los muchos indicios de su identidad que Eichmann dejó al paso de los años. Sin embargo, parece ser cierto que dijo a sus hijos que él era el hermano de Adolf Eichmann, pese a que estos, que habían tratado asiduamente a sus abuelos y tíos, en Linz, difícilmente pudieron creerlo. El mayor, por lo menos, que contaba nueve años cuando vio por última vez a su padre en Alemania, tuvo que reconocerlo cuando le volvió a ver, siete años más tarde, en Argentina. Además, el documento de identidad de la señora Eichmann en Argentina no sufrió variación en los nombres, y estaba librado a Veronika Liebl de Eichmann. En 1959, cuando murió la madrastra de Eichmann, y, un año después, cuando murió su padre, las esquelas publicadas en los periódicos de Linz mencionaban entre los familiares de los difuntos a la señora Eichmann, con lo que contradecían todas las historias de divorcio y nuevo matrimonio de esta. A principios de 1960, pocos meses antes de que fuera capturado, Eichmann y sus hijos mayores terminaron la construcción de un primitivo edificio de ladrillos, en uno de los más pobres suburbios de Buenos Aires ―edificio sin agua corriente, ni electricidad―, en el que la familia pasó a vivir. Seguramente, su situación económica era muy deficiente, y Eichmann vivió una vida extraordinariamente desagradable, en la que ni siquiera la presencia de los hijos constituía una compensación suficiente, ya que estos no mostraban «el menor interés en adquirir una educación, y ni siquiera intentaban desarrollar sus hipotéticas facultades mentales».

La única compensación de que Eichmann gozaba consistía en sostener interminables conversaciones con los miembros de la numerosa colonia nazi, ante los cuales manifestó sin ambages su identidad. Esto último condujo, por fin, en 1955, a la entrevista con el periodista holandés Willem S. Sassen, ex miembro de las SS armadas, que renunció a su nacionalidad holandesa para obtener pasaporte alemán durante la guerra, y que, más tarde, fue condenado a muerte, in absentia, en Bélgica, por crímenes de guerra. Eichmann escribió copiosas notas, en vistas a la entrevista en cuestión, que fue grabada en cinta magnetofónica y, después, redactada de nuevo por Sassen con abundantes adiciones favorables a Eichmann. Las notas, manuscritas por este, fueron descubiertas y, posteriormente, admitidas como medio de prueba en el proceso de Jerusalén, pese a que las declaraciones de Eichmann a Sassen, en su conjunto, no lo fueron. La versión de Sassen fue publicada, abreviada, en la revista ilustrada alemana Der Stern, en julio de 1960, y también, en noviembre y diciembre, formando una serie de artículos, en Life. Sin embargo, Sassen, evidentemente con el consentimiento de Eichmann, había ofrecido la historia, cuatro años antes, al corresponsal de Time-Life en Buenos Aires, e incluso en el caso de que fuera cierto que el nombre de Eichmann no se mencionó, el contenido de la entrevista no dejaba lugar a dudas acerca de la identidad de la persona que había suministrado tal información. La verdad es que Eichmann hizo muchos esfuerzos para salir del anonimato, y es sorprendente que el Servicio Secreto Israelita necesitara varios años ―hasta agosto de 1959― para enterarse de que Adolf Eichmann vivía en Argentina bajo el nombre de Ricardo Klement. Israel no ha divulgado el origen de la información que le permitió descubrir a Eichmann, pero «círculos bien informados» europeos aseguran que fue el servicio de espionaje ruso el que divulgó la noticia. Fuese como fuera, el problema no consiste en saber cómo se pudo descubrir el escondrijo de Eichmann, sino cómo no se descubrió más prontamente, caso de que verdaderamente los israelitas se hubieran ocupado de proseguir la búsqueda durante los años que precedieron al de la detención de Eichmann, lo cual, vistos los hechos, parece un tanto dudoso.

Sin embargo, la identidad de quienes capturaron a Eichmann parece fuera de toda duda. El propio Ben Gurión desmintió todos los rumores que corrían sobre «vengadores privados». El 23 de mayo de 1960, Ben Gurión anunció ante la Knesset, que acogió la noticia con delirante entusiasmo, que Eichmann había sido «descubierto por el Servicio Secreto Israelita». El doctor Servatius, quien intentó con todas sus fuerzas, y sin éxito, tanto ante el tribunal de distrito como ante el tribunal de apelación, que fuesen citados, como testigos de descargo, Zvi Tohar, comandante del avión de la compañía El-Al que transportó a Eichmann a Israel, y Yad Shimoni, empleado de la misma compañía con destino en Argentina, se refirió a las manifestaciones hechas por Ben Gurión ante la Knesset. El fiscal general replicó al defensor, diciendo que el primer ministro «únicamente había declarado que Eichmann había sido descubierto por el servicio secreto», y no que también hubiera sido raptado por agentes del gobierno. En realidad, parece que ocurrió lo contrario, es decir, que se limitaron a apresarle, después de haber efectuado unas comprobaciones preliminares para tener la certeza de que la información recibida se ajustaba a la verdad. Y ni siquiera esto se efectuó con demasiada habilidad, por cuanto Eichmann pudo darse cuenta de que era objeto de vigilancia: «Creo que ya lo dije hace meses, cuando me preguntaron si sabía que había sido descubierto, y les di razones concretas que abonaban que sí [en la parte del interrogatorio policial que no fue entregada a la prensa]. Me enteré de que había venido gente al barrio para hacer preguntas sobre compra de terrenos y demás, con el propósito de edificar una fábrica de máquinas de coser, lo cual era totalmente imposible ya que en aquella zona no había agua ni electricidad. Además, me dijeron que aquellas personas eran judíos norteamericanos. Hubiera podido desaparecer fácilmente, pero no lo hice, seguí mi vida normal, y dejé que los acontecimientos se desarrollaran sin obstáculos. Con mis documentos y referencias, hubiera podido encontrar otro empleo, pero no quise hacerlo».

De este deseo de ser conducido a Israel y afrontar el proceso hay más pruebas de las que se revelaron en Jerusalén. Como es natural, el defensor tuvo que hacer hincapié en el hecho de que Eichmann fue, al fin y al cabo, raptado y «transportado a Israel, contraviniendo las normas de derecho internacional», ya que con ello el doctor Servatius podía poner en tela de juicio la competencia del tribunal, y, aun cuando el fiscal y la sala jamás reconocieron que el «rapto» fue un «acto de Estado», tampoco lo negaron. Tanto el uno como la otra arguyeron que la infracción de las normas internacionales era asunto que tan solo concernía a los estados de Argentina e Israel, no a los derechos del acusado, y que dicha infracción quedaba «subsanada» por la declaración conjunta de los dos gobiernos, dada el 3 de agosto de 1960, según la cual «resolvían considerar zanjado el incidente provocado a raíz de los actos de unos ciudadanos israelitas que violaron los derechos fundamentales del Estado de la República Argentina». La sala decidió que carecía de trascendencia el que dichos ciudadanos israelitas fuesen agentes del gobierno o ciudadanos privados. La defensa y el tribunal no dijeron que Argentina no hubiera renunciado tan cortésmente al ejercicio de sus derechos, en el caso de que Eichmann hubiera sido ciudadano argentino. Eichmann vivió en este país bajo nombre supuesto, con lo que se cerró el camino a la posible protección del gobierno de Argentina, por lo menos en su calidad de Ricardo Klement (nacido el 23 de mayo de 1913, en Bolzano ―Tirol meridional―, como constaba en su documento de identidad argentino), aun cuando había declarado que era de «nacionalidad alemana». Eichmann jamás pretendió ampararse en el dudoso derecho de asilo, lo cual de poco le hubiera servido, pese a que Argentina ha ofrecido, de hecho, asilo a muchos notorios criminales nazis, por cuanto dicho Estado ha suscrito un convenio internacional, en el que se establece que los autores de crímenes contra la humanidad «no serán considerados delincuentes políticos». Todo lo anterior no convirtió a Eichmann en apátrida, no le privó de su ciudadanía alemana, pero dio a la Alemania Occidental un cómodo pretexto para no ofrecer la tradicional protección que debe dar a sus ciudadanos en países extranjeros. En otras palabras, pese a las páginas y más páginas de argumentos legales, basadas en tantos y tantos precedentes que el lector terminaba convencido de que el rapto constituye uno de los más frecuentes modos de efectuar una detención, la verdad es que únicamente la apatridia de facto de Eichmann, la apatridia y solo la apatridia, permitió que el tribunal de Jerusalén llegara a juzgarle. Eichmann, aun cuando no fuese un experto jurista, estaba en situación de comprender muy bien lo anterior, ya que, en méritos de su propia carrera, sabía que tan solo con los apátridas puede uno hacer lo que quiera; antes de exterminar a los judíos fue preciso hacerles perder su nacionalidad. Pero Eichmann no podía prestar gran atención a estas sutiles distinciones por cuanto, si bien era una ficción el que hubiera acudido voluntariamente a Israel para someterse a juicio, tampoco cabía negar que había dado más facilidades de las que nadie pudo prever. En realidad, no opuso la menor resistencia.

El día 11 de mayo de 1960, a las seis y media de la tarde, cuando, como solía, bajó del autobús que le conducía desde su lugar de trabajo hasta casa, Eichmann fue detenido por tres hombres, quienes, en menos de un minuto, le metieron en un automóvil previamente dispuesto y le llevaron a una casa alquilada al efecto, situada en un lejano suburbio de Buenos Aires. No emplearon drogas, ni cuerdas, ni esposas, por lo que Eichmann pudo darse cuenta inmediatamente de que se trataba de un trabajo llevado a cabo por especialistas que no necesitaron emplear la violencia, ni infligirle daño. Cuando le preguntaron quién era, respondió inmediatamente: Ich bin Adolf Eichmann. Y, sorprendentemente, añadió: «Ya sé que estoy en manos de los israelitas». (Más tarde explicaría que había leído en los periódicos que Ben Gurión había ordenado su busca y captura.) Durante ocho días, mientras los israelitas esperaban que llegara el avión de El-Al que debía transportarles, así como a su prisionero, a Israel, Eichmann permaneció amarrado a una cama, única circunstancia de su rapto que motivó sus quejas, y en el segundo día de su cautiverio le pidieron que escribiera una declaración diciendo que no formulaba objeción alguna a ser juzgado por un tribunal de Israel. Como es de suponer, esta declaración estaba preparada de antemano, y lo único que Eichmann tenía que hacer era copiarla. Pero, ante la sorpresa general, Eichmann insistió en escribir su propio texto, en el que, tal como se verá en las líneas siguientes, probablemente empleó las primeras frases que constaban en la declaración ya preparada: «Yo, el abajo firmante, Adolf Eichmann, por el presente documento declaro por propia y libre voluntad que, tras haberse descubierto mi verdadera identidad, comprendo sin lugar a dudas que es inútil que intente evitar por más tiempo el ser sometido a juicio. Y aquí hago constar mi conformidad con ir a Israel y comparecer ante un tribunal de justicia, un tribunal legalmente constituido. Es evidente, y quede de ello constancia, que deberé ser asistido por consejeros jurídicos [probablemente todo lo anterior es copiado], y, por mi parte, procuraré hacer constar por escrito las actividades que desarrollé durante los últimos años en Alemania, sin atenuantes improcedentes, a fin de que las futuras generaciones sepan lo verdaderamente ocurrido. Hago la presente declaración por mi propia y libre voluntad, sin que hayan mediado promesas ni amenazas. Quiero, por fin, quedar en paz conmigo mismo. Como sea que no puedo recordar todos los detalles, y que, al parecer, confundo algunos hechos con otros, solicito la pertinente ayuda, consistente en que se pongan a mi disposición documentos y declaraciones a los efectos de coadyuvar a mis esfuerzos para hallar la verdad». Firmado: «Adolf Eichmann, Buenos Aires, mayo de 1960». (Este documento, sin duda auténtico, tiene una particularidad, consistente en que en él se omite el día en que fue firmado. Dicha omisión induce a sospechar que no fue escrito en Argentina, sino en Jerusalén, adonde Eichmann llegó el día 22 de mayo. El escrito no era tan necesario a los efectos del proceso, en el curso del cual la acusación lo presentó como prueba documental, cuanto a los efectos de la primera nota oficial de explicaciones que Israel entregó al gobierno de Argentina, a la cual fue unido. Servatius, que interrogó a Eichmann, ante el tribunal, sobre el documento en cuestión, no mencionó la peculiaridad que se observa en la fecha, y Eichmann mal podía referirse a ella, ya que, cuando su defensor le formuló una pregunta que sugería claramente la contestación debida, confirmó con cierta renuencia que el documento había sido presentado a su firma mientras se hallaba amarrado a una cama, en un suburbio de Buenos Aires, es decir, bajo coacción. El acusador, que sin duda estaba mejor informado que el defensor, no interrogó al acusado a este respecto; evidentemente, desde su punto de vista, cuanto menos se hablara de ello, mejor.) La esposa de Eichmann notificó a la policía argentina la desaparición de su marido, aunque lo hizo sin revelar su verdadera identidad, por lo que no se montó servicio de vigilancia alguno en las estaciones de ferrocarril, carreteras y aeropuertos. Los israelitas tuvieron suerte, ya que difícilmente hubieran podido sacar a Eichmann del país, diez días después de apresarle, si la policía hubiera sido debidamente avisada.

Eichmann dio dos razones explicativas de su pasmosa colaboración con las autoridades de Israel. (Incluso los jueces, que insistían en afirmar que Eichmann era simplemente un embustero, fueron incapaces de contestar la pregunta: ¿por qué el acusado confesó al superintendente Less una serie de detalles acusatorios de los cuales no podía haber otra prueba que la de su propia confesión, en especial los referentes a sus viajes a las zonas del Este, donde tuvo ocasión de ver con sus propios ojos las atrocidades allí cometidas?) En Argentina, años antes de su captura, Eichmann escribió que estaba ya cansado de su anonimato, y cuanto más leía acerca de sí mismo más cansado debía de sentirse. La segunda explicación, dada en Israel, fue más dramática: «Hace aproximadamente un año y medio [es decir, en primavera de 1959], un conocido que acababa de regresar de un viaje a Alemania dijo que cierto sector de la juventud alemana vivía dominada por sentimientos de culpabilidad. Saber la existencia de este complejo de culpabilidad constituyó en mi vida un hito tan importante como, digamos, la llegada de la primera astronave pilotada a la Luna. Pasó a ser un punto esencial de mi vida interior, a cuyo alrededor cristalizaban mis pensamientos. Por eso no huí cuando supe que el comando que me buscaba se iba acercando más y más a mí. Tras estas conversaciones sobre el sentimiento de culpabilidad de la juventud alemana, que tan profunda impresión causaron en mí, consideré que ya no tenía derecho a intentar desaparecer. Esto también explica por qué ofrecí en un documento escrito, al principio de este interrogatorio... ahorcarme, yo mismo, en público. Quería contribuir a aliviar la carga de culpabilidad que pesa sobre la juventud alemana, por cuanto estos jóvenes son, al fin y al cabo, inocentes de los acontecimientos en que intervinieron sus padres, inocentes de los actos de sus padres, en el curso de la pasada guerra». Guerra que, dicho sea incidentalmente, Eichmann seguía calificando, en otro contexto, de «guerra impuesta al Tercer Reich». Naturalmente, todo lo anterior no eran más que banalidades. ¿Qué impedía a Eichmann regresar a Alemania por propia voluntad, y, allí, entregarse? Se le formuló esta pregunta, y contestó que, en su opinión, los tribunales alemanes todavía carecían de la «objetividad» precisa para juzgar a gente como él. Además, si prefería ser juzgado por un tribunal israelita ―como parecía decir implícitamente con sus palabras, lo cual resulta un tanto increíble―, podía haber evitado muchas molestias y el empleo de mucho tiempo al gobierno de Israel. Anteriormente hemos visto que el empleo de frases del tenor de las anteriores, producía a Eichmann una sensación de estímulo, y, verdaderamente, expresarse de este modo mantuvo a Eichmann en un estado cercano al buen humor, durante su estancia en la prisión israelita. Le permitió contemplar con notable ecuanimidad la perspectiva de la muerte, y así vemos que al principio del interrogatorio policial, Eichmann declaró: «Ya sé que me espera la pena de muerte».

Tras sus palabras vacías había algo de verdad, y esta verdad salió a la superficie muy claramente cuando se le planteó el problema de elegir defensor. Por razones patentes, el gobierno de Israel decidió aceptar la presencia de un defensor extranjero. El 14 de julio de 1960, seis semanas después de que se iniciara el interrogatorio policial, con el expreso consentimiento de Eichmann, este fue informado de que había tres posibles defensores, entre los que podía escoger el que quisiera. Estos eran: el doctor Servatius, recomendado por la familia de Eichmann (Servatius había ofrecido sus servicios, por conferencia telefónica, a un hermanastro de Eichmann residente en Linz), otro abogado alemán, a la sazón residente en Chile, y una firma jurídica norteamericana, con sede en Nueva York. (Únicamente se divulgó el nombre del doctor Servatius.) Como es lógico, había también otras posibilidades que Eichmann tenía derecho a explorar, y le dijeron repetidas veces que no tenía por qué apresurarse en su decisión. Pero Eichmann no quiso perder tiempo, al instante manifestó que quería ser defendido por el doctor Servatius, ya que parecía ser conocido de su hermanastro, y, por otra parte, había defendido a otros criminales de guerra. Eichmann insistió en firmar inmediatamente los correspondientes documentos de designación. Media hora después de hacerlo, se le ocurrió que el proceso podía muy bien adquirir «dimensiones globales», convertirse en un «proceso monstruoso», que la acusación estaba integrada por varios juristas, y que si Servatius actuaba solo difícilmente podría «digerir» todo el material. Se le recordó que Servatius, en una carta en la que solicitaba la designación, dijo que estaría «al frente de un grupo de abogados» (lo que no fue así), y el oficial de la policía añadió: «Debemos presumir que el doctor Servatius no comparecerá solo. Sería físicamente imposible». Pero, en realidad, Servatius actuó casi siempre solo. El resultado de todo lo anterior fue que Eichmann se convertiría en el principal ayudante de su defensor, y que, además de escribir libros «para las futuras generaciones», trabajó muy intensamente durante todo el proceso.


El 29 de junio de 1961, diez semanas después del inicio de la vista ―11 de abril―, el fiscal dio por terminada su tarea, y el doctor Servatius comenzó la suya. El día 14 de agosto, tras ciento catorce sesiones, la vista se terminó. El tribunal deliberó durante cuatro meses, y el día 11 de diciembre dictó sentencia. Durante dos días, divididos en cinco sesiones, los tres magistrados leyeron las doscientas cuarenta y cuatro secciones de la sentencia. Sin apreciar la acusación de «conspiración», formulada por el fiscal, lo que hubiera dado a Eichmann el carácter de «principal criminal de guerra», atribuyéndole automáticamente la responsabilidad de cuanto estuviera relacionado con la Solución Final, le condenaron por la totalidad de los delitos, quince en total, de que fue acusado, aunque le absolvieron con respecto a ciertos actos concretos. «Juntamente con otros», Eichmann había cometido delitos «contra el pueblo judío», es decir, delitos contra los judíos, con ánimo de destruir su pueblo, de cuatro maneras: 1) «siendo causa de la muerte de millones de judíos»; 2) situando a «millones de judíos en circunstancias propicias a conducir a su destrucción física»; 3) causándoles «grave daño corporal y mental», y 4) «dando órdenes de interrumpir la gestación de las mujeres judías e impedir que dieran a luz», en Theresienstadt. Pero le absolvieron de las acusaciones referentes al período anterior a agosto de 1941, mes en que fue informado de la orden dada por el Führer. En sus anteriores actividades, desarrolladas en Berlín, Viena y Praga, Eichmann no tenía ánimo de «destruir al pueblo judío». Estos fueron los cuatro primeros cargos de la acusación. Los cargos del 5 al 12, ambos incluidos, trataban de «delitos contra la humanidad», concepto extraño a la ley israelita, en cuanto en él se englobaban tanto el genocidio, si se practicaba contra pueblos no judíos (como el pueblo gitano o el polaco), como otros delitos, el asesinato incluido, cometidos en las personas de judíos y no judíos, siempre y cuando estos delitos no hubieran sido cometidos con el ánimo de destruir un pueblo en su totalidad. En consecuencia, cuanto Eichmann hizo antes de la orden del Führer, así como todos sus actos contra no judíos fue reunido bajo la etiqueta de delitos contra la humanidad, a los cuales se añadieron, una vez más, todos sus posteriores delitos contra los judíos, ya que también eran delitos ordinarios. El resultado fue que a resultas del cargo 5 se condenó a Eichmann por los mismos delitos comprendidos en los cargos 1 y 2, y que en virtud del cargo 6 se le condenó por haber «perseguido judíos por motivos religiosos, raciales y políticos». El cargo 7 se refería a «expolio de bienes... vinculado con el asesinato... de estos judíos», y el cargo 8 resumía de nuevo todos estos delitos, en cuanto «crímenes de guerra», ya que la mayoría de ellos habían sido cometidos durante la guerra. Los cargos del 9 al 12, ambos incluidos, trataban de los delitos contra no judíos. Por el cargo 9 se le condenó por «la expulsión de cientos de miles de polacos de sus hogares». Por el cargo 10 se le condenó por «la expulsión de catorce mil eslovacos de Yugoslavia». En virtud del 11, por la deportación de «miles de gitanos» a Auschwitz. Pero la sentencia afirmaba que «no ha quedado demostrado que el acusado supiera que los gitanos eran enviados a su destrucción», lo cual venía a significar que no le condenaron por genocidio salvo en lo referente al «delito contra el pueblo judío». Resultaba difícil comprender esto último, ya que, aparte de que el hecho del exterminio de los gitanos era público y notorio, Eichmann había reconocido en el curso del interrogatorio policial que sí estaba enterado de ello. Recordaba vagamente que fue una orden dada por Himmler, aun cuando no había directrices escritas con respecto a los gitanos, contrariamente a lo que ocurría con referencia a los judíos, y que no se habían efectuado «investigaciones» sobre el «problema gitano», es decir, sobre «orígenes, costumbres, hábitos, organización, folclore, economía...». El departamento de Eichmann recibió el encargo de proceder a la «evacuación» de treinta mil gitanos del territorio del Reich, pero Eichmann no podía recordar con precisión los detalles, debido a que ninguna oficina exterior intervino en el asunto. Sin embargo, los gitanos, al igual que los judíos, fueron embarcados camino de su exterminio, y de eso Eichmann no dudaba en absoluto. Era culpable del exterminio de los gitanos exactamente por las mismas razones que lo era del de los judíos. El cargo 12 se refería a la deportación de noventa y tres niños de Lidice, el pueblo checo cuyos habitantes fueron objeto de general matanza tras el asesinato de Heydrich; sin embargo, Eichmann fue justamente absuelto del asesinato de estos niños. Los tres últimos cargos le acusaban de ser miembro de tres de las cuatro organizaciones que en los juicios de Nuremberg fueron clasificadas como «criminales», a saber, las SS, el Servicio de Seguridad o SD, y la Policía Secreta del Estado o Gestapo. (La cuarta organización criminal, el cuerpo directivo del Partido Nacionalsocialista, no aparecía en la sentencia de Jerusalén, debido a que era evidente que Eichmann no fue uno de los dirigentes del partido.) El hecho de que Eichmann perteneciera a estas organizaciones desde fecha anterior al mes de mayo de 1940 daba lugar a la aplicación del plazo de prescripción (20 años) asignado a los delitos menores. (La ley de 1950, que fue la que se aplicó a Eichmann, especifica que los delitos graves no están sujetos a prescripción, y que la excepción de res judicata no procede con respecto a ellos. En Israel se puede juzgar a una persona «incluso si ha sido ya juzgada en el extranjero por el mismo delito, sea por un tribunal internacional, sea por el de un Estado extranjero».) Todos los delitos enumerados en los cargos del 1 al 12, ambos incluidos, comportaban la pena de muerte.

Como se recordará, Eichmann había insistido invariablemente en que él solamente era culpable de «ayudar y tolerar» la comisión de los delitos de los que se le acusaba, y que nunca cometió un acto directamente encaminado a su consumación. Ante nuestro gran alivio, la sentencia reconocía, en cierto modo, que la acusación no había logrado desmentir a Eichmann en este aspecto. Y se trataba de un importante aspecto; estaba relacionado con la mismísima esencia del delito de Eichmann, que no era un delito ordinario, y con la mismísima condición del delincuente, que tampoco era un delincuente ordinario. En consecuencia, la sentencia también recogió el triste hecho de que en los campos de exterminio fueron, por lo general, los propios internados, las propias víctimas, quienes materialmente manejaban «con sus propias manos los fatales instrumentos». Lo que la sentencia decía a este respecto era la pura verdad: «Describiendo las actividades del acusado en los términos contenidos en la Sección 23 de nuestro Código Penal, debemos decir que aquellas eran, principalmente, las propias de la persona que instiga, mediante su consejo o asesoramiento, a otros a cometer el acto criminal, o que capacita o ayuda a otros a cometer el acto criminal». Pero, «en un delito tan enorme y complicado como el que nos ocupa, en el que participan muchos individuos, situados a distintos niveles, y en actividades de muy diversa naturaleza ―planificadores, organizadores y ejecutores, cada cual según su rango―, de poco sirve emplear los conceptos comunes de instigación y consejo en la comisión de un delito. Estos delitos fueron cometidos en masa, no solo en cuanto se refiere a las víctimas, sino también en lo concerniente al número de quienes perpetraron el delito, y la situación más o menos remota de muchos criminales en relación al que materialmente da muerte a la víctima nada significa, en cuanto a medida de su responsabilidad. Por el contrario, en general, el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal».{2}

Lo que ocurrió después de la lectura de esta sentencia fue puro trámite. Una vez más, el fiscal se levantó para pronunciar un discurso un tanto largo en solicitud de la pena de muerte, la cual, no dándose circunstancias atenuantes, era de obligatoria aplicación. El doctor Servatius le replicó con más brevedad que en cualquier otra ocasión, diciendo que el acusado había llevado a cabo «actos de Estado», lo que a él le había ocurrido podía ocurrir a cualquier otra persona en el futuro, la totalidad del mundo civilizado podía encontrarse ante este mismo problema, Eichmann era el «chivo expiatorio», al que el actual gobierno de Alemania había abandonado en manos de la jurisdicción israelita, en contra de lo dispuesto por el derecho internacional, para soslayar sus responsabilidades. La competencia del tribunal de Jerusalén, que el doctor Servatius no reconoció en momento alguno, tan solo podía explicarse en el caso de que juzgara al acusado «por representación, como en el ejercicio de los derechos de que están investidos los tribunales alemanes»; y esta fue la manera en que un fiscal alemán interpretó el ejercicio de la autoridad judicial del tribunal de Jerusalén. Antes, el doctor Servatius había argüido que la sala debía absolver a Eichmann debido a que, según los plazos de prescripción vigentes en Argentina, no cabía emprender procedimiento criminal alguno en contra de él, a partir del día 7 de mayo de 1960, es decir, «muy poco antes de que fuera raptado». Ahora, el defensor, siguiendo parecida línea lógica, argüía que no cabía aplicar la pena de muerte al acusado, por cuanto esta había sido abolida incondicionalmente en Alemania.

Entonces, se produjo la última declaración de Eichmann: sus esperanzas de justicia habían quedado defraudadas; el tribunal no había creído sus palabras, pese a que él siempre hizo cuanto estuvo en su mano para decir la verdad. El tribunal no le había comprendido. Él jamás odió a los judíos, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Su culpa provenía de la obediencia, y la obediencia es una virtud harto alabada. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. Él no formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima, y únicamente los dirigentes merecían el castigo. (Eichmann no llegó tan lejos como otros criminales de guerra de menor importancia, que se quejaron amargamente de que les habían dicho que no se preocuparan de las «responsabilidades», y de que, después, no pudieron obligar a los responsables a rendir cuentas, debido a que les «habían abandonado», por la vía del suicidio o del ahorcamiento.) Eichmann dijo: «No soy el monstruo en que pretendéis transformarme... soy la víctima de un engaño». Eichmann no empleó las palabras «chivo expiatorio», pero confirmó lo dicho por Servatius: albergaba la «profunda convicción de que tenía que pagar las culpas de otros». Dos días después, el 15 de diciembre de 1961, viernes, a las nueve de la mañana, se dictó el fallo de pena de muerte.


Tres meses más tarde, el 22 de marzo de 1962, el tribunal de apelación, es decir, el Tribunal Supremo de Israel, inició el procedimiento de revisión, que estuvo a cargo de cinco magistrados, presididos por Itzhak Olshan. El fiscal Hausner, asistido por cuatro ayudantes, volvió a comparecer en representación de la acusación, y el doctor Servatius, solo, en la de la defensa. El defensor repitió todos los viejos argumentos contra la competencia de jurisdicción de los tribunales israelitas, y como fuere que todos sus esfuerzos encaminados a persuadir al gobierno de Alemania Occidental de que iniciara los trámites para solicitar la extradición resultaron vanos, pidió que Israel ofreciera la extradición. Servatius aportó una nueva lista de testigos, pero entre ellos no había ni uno que pudiera aportar, ni por asomo, algo parecido a «nuevas pruebas». Servatius había incorporado a esta lista al doctor Hans Globke, a quien Eichmann no había visto en su vida, y de quien probablemente oyó hablar por vez primera en Jerusalén. También incluyó el defensor, lo cual es más sorprendente, al doctor Chaim Weizmann, quien había muerto diez años atrás. El informe del defensor estuvo constituido por una increíble mezcolanza de argumentos, lleno de errores (en una ocasión, la defensa ofreció a título de nueva prueba la traducción al francés de un documento que ya había sido presentado por la acusación, en dos ocasiones leyó erróneamente los documentos en que se basaba, etcétera), y la falta de atención que demostraba contrastó muy vivamente con el hecho de que intercalara, cuidadosamente, observaciones que forzosamente tenían que ofender al tribunal: la muerte por gas era un «asunto médico»; un tribunal judío no podía juzgar sobre el destino de los niños de Lidice, ya que no eran judíos; las normas procesales israelitas infringían lo dispuesto en las europeas ―a las que Eichmann tenía derecho, debido a su origen nacional―, por cuanto exigían que el acusado proporcionara sus propios medios de prueba, lo cual este no pudo hacer porque en Israel carecía de medios para conseguir testigos ni documentos en su descargo. En resumen, el proceso había sido injusto, y la sentencia también.

El procedimiento de apelación duró una semana; después, el tribunal deliberó durante dos meses. El día 29 de mayo de 1962, se leyó la sentencia, que fue algo menos voluminosa que la anterior, ya que constaba de cincuenta y una páginas, tamaño folio, escritas a un solo espacio. Confirmaba tajantemente la sentencia recurrida, en todos sus extremos, y para tal confirmación parece que los magistrados no hubieran debido necesitar dos meses y cincuenta y una páginas. La sentencia del tribunal de apelación era, en realidad, una revisión del juicio celebrado por el tribunal inferior, aun cuando no se manifestaba con tales palabras. En evidente contraste con la sentencia recurrida, se estimaba que el recurrente no había recibido «órdenes superiores» en manera alguna. El recurrente no tenía superior, y él era quien daba todas las órdenes en cuanto concernía a los asuntos judíos. Además, había «eclipsado en importancia a todos sus superiores, incluso a Müller». En contestación al obvio argumento de la defensa, según el cual la situación de los judíos no hubiera sido mejor en el caso de que Eichmann no hubiera existido, los magistrados afirmaron ahora que «la idea de la Solución Final jamás hubiera revestido las infernales formas de la piel desgarrada y la carne torturada de los judíos, si no hubiera existido el fanático celo y la insaciable sed de sangre del recurrente y sus cómplices». El Tribunal Supremo de Israel no solo aceptó los argumentos de la acusación, sino que incluso adoptó sus expresiones.

El mismo día 29 de mayo, Itzhak Ben-Zvi, presidente de Israel, recibió la petición de clemencia de Eichmann, que constaba de cuatro páginas manuscritas, formulada «siguiendo instrucciones de mi abogado», junto con cartas de la esposa del condenado y de sus familiares residentes en Linz. El presidente de Israel también recibió centenares de cartas y telegramas procedentes de todos los rincones del mundo, en solicitud de clemencia. Entre los más destacados remitentes se contaba la Conferencia Central de Rabís de América, los representantes del Judaísmo Reformado de dicho país, y un grupo de profesores de la Universidad Hebrea de Jerusalén, encabezados por Martin Buber, quien desde un principio se había opuesto a la celebración del juicio, y ahora intentaba persuadir a Ben Gurión de que interviniera para solicitar asimismo clemencia. Ben-Zvi denegó todas las peticiones de clemencia, el día 31 de mayo, es decir, dos días después de que el Tribunal Supremo dictara sentencia. Pocas horas después, el mismo día ―jueves―, cuando faltaba poco para la medianoche, Eichmann fue ahorcado, su cuerpo incinerado y sus cenizas arrojadas al Mediterráneo, fuera de las aguas jurisdiccionales israelitas.

La celeridad con que se ejecutó la pena de muerte fue extraordinaria, incluso si se tiene en cuenta que el jueves por la noche era la única ocasión en que podía ejecutarse ―en el curso de aquella semana―, ya que el viernes, el sábado y el domingo eran fiestas religiosas para una u otra de las tres confesiones existentes en Israel. La ejecución se realizó poco menos de dos horas después de que Eichmann fuese informado de que su petición de clemencia había sido denegada; el condenado ni siquiera tuvo tiempo de ingerir una última comida. La explicación de tal celeridad quizá se en-cuentre en dos intentos de última hora que el doctor Servatius hizo en orden a salvar la vida de su cliente. Se trataba de una solicitud dirigida a un tribunal alemán, a fin de que obligara al gobierno a solicitar la extradición de Eichmann, y de una amenaza de invocar el artículo 25 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales. Tanto el doctor Servatius como su ayudante no se hallaban en Israel cuando la petición de clemencia fue denegada, y el gobierno israelita probablemente quería terminar el caso, que había durado dos años, antes de que la defensa pudiera siquiera solicitar un aplazamiento de la ejecución.

La sentencia de muerte no fue inesperada, y casi nadie estaba en desacuerdo con ella; pero la situación cambió cuando se supo que los israelitas la habían ejecutado. Las protestas duraron poco, pero procedían de orígenes muy diversos y fueron formuladas por personas de prestigio e influencia. El argumento más comúnmente empleado fue que los hechos de Eichmann difícilmente podían ser objeto de castigo humano, y que carecía de sentido imponer la pena de muerte por delitos de tal magnitud, lo cual era desde luego verdad, en cierto sentido, salvo en cuanto no podía implicar que aquel que había asesinado a millones de seres humanos debiera escapar al castigo precisamente por esto. En esferas de importancia considerablemente inferior, se dijo que la pena de muerte demostraba «falta de imaginación», y se propusieron alternativas muy imaginativas. Así vemos que se propuso que Eichmann «pasara el resto de sus días dedicado a trabajos forzados en las áridas extensiones del Néguev, contribuyendo con su sudor a dar vida a las tierras de la patria de los judíos», castigo este al que Eichmann posiblemente no hubiera podido sobrevivir más de un día, sin olvidar que Israel no considera que el desierto del sur pueda convertirse en una colonia penitenciaria. En un estilo muy a lo Madison Avenue, se dijo que Israel se hubiera elevado a «cimas divinas», superiores a «comprensibles consideraciones humanas, políticas y jurídicas», si hubiera reunido «a todos los que habían intervenido en la captura, juicio y sentencia de Eichmann, para que en el curso de una ceremonia pública ante las cámaras de la televisión y los micrófonos de las emisoras de radio, Eichmann, encadenado, les condecorase por ser los más destacados héroes del presente siglo».

Martin Buber calificó la ejecución de «error de dimensiones históricas», ya que «serviría para que muchos jóvenes alemanes expíen sus sentimientos de culpabilidad». Argumento este que, rara circunstancia, constituía un eco de las ideas que el propio Eichmann tenía sobre el asunto, aunque Buber probablemente ignoraba que Eichmann había querido ahorcarse públicamente, a fin de quitar la carga de culpabilidad que pesaba sobre los hombros de los jóvenes alemanes. (Es raro que Buber, hombre eminente y de gran inteligencia, no viera cuán falsos eran, forzosamente, estos tan pregonados sentimientos de culpabilidad. Es muy agradable sentirse culpable cuando uno sabe que no ha hecho nada malo. Sí, es muy noble... Sin embargo, es muy duro, y ciertamente deprimente, reconocer la propia culpa y arrepentirse. La juventud alemana vive rodeada, por todas partes, de hombres investidos de autoridad y en el desempeño de cargos públicos que son, en verdad, muy culpables, pero que no sienten que lo sean. La reacción normal ante dicha situación debiera ser la de la indignación, pero la indignación comporta riesgos, no riesgos de perder la vida o de quedar mutilado, pero sí de crearse obstáculos en el desarrollo de una carrera cualquiera. Esos jóvenes alemanes, hombres y mujeres, que de vez en cuando ―en ocasiones tales como la publicación del Diario de Ana Frank o el proceso de Eichmann― nos dan el espectáculo de histéricos ataques de sentimientos de culpabilidad, llevan sin inmutarse la carga del pasado, la carga de la culpa de sus padres. En realidad, parece que no pretendan más que huir de las presiones de los problemas absolutamente presentes y actuales, y refugiarse en un sentimentalismo barato.) El profesor Buber prosiguió diciendo que «en modo alguno sentía piedad hacia Eichmann», ya que únicamente podía sentir piedad hacia «aquellos cuyos actos comprendo, en el fondo de mi corazón», y subrayó que había dicho, muchos años atrás, en Alemania, que él «tan solo desde un punto de vista formal tenía sentimiento de comunidad humana con quienes tomaron parte en las actividades del Tercer Reich». Esta altanera actitud constituía un lujo que los encargados de juzgar a Eichmann no podían permitirse, puesto que la ley presupone precisamente que existe una comunidad en lo humano con aquellos a quienes acusamos, juzgamos y condenamos. Que yo sepa, Buber fue el único filósofo que manifestó públicamente sus opiniones sobre la cuestión de la ejecución de Eichmann (poco antes de que se iniciara el procedimiento judicial para juzgar a Eichmann, Karl Jaspers concedió una entrevista a la radio de Basilea que más tarde fue publicada en Der Monat, en la cual dio argumentos en apoyo la pretensión de que Eichmann fuera juzgado por un tribunal internacional). Fue lamentable comprobar cómo Buber intentaba soslayar, siempre en el más alto nivel posible, el problema esencial planteado por Eichmann y los actos por él ejecutados.

Menos aún se oyeron las voces de aquellos que son adversarios de la pena de muerte, por principio, de un modo incondicional. Sus argumentos no hubieran perdido validez, ya que no hubieran tenido que modificarlos a fin de adaptarlos al caso particular de Eichmann. Sin embargo, parece que consideraron ―probablemente con razón― que el caso de Eichmann no era el más adecuado para proseguir la lucha contra la pena de muerte.

Adolf Eichmann se dirigió al patíbulo con gran dignidad. Antes, había solicitado una botella de vino tinto, de la que se bebió la mitad. Rechazó los auxilios que le ofreció un ministro protestante, el reverendo William Hull, quien le propuso leer la Biblia, los dos juntos. A Eichmann le quedaban únicamente dos horas de vida, por lo que no podía «perder el tiempo». Calmo y erguido, con las manos atadas a la espalda, anduvo los cincuenta metros que mediaban entre su celda y la cámara de ejecución. Cuando los celadores le ataron las piernas a la altura de los tobillos y las rodillas, Eichmann les pidió que aflojaran la presión de las ataduras, a fin de poder mantener el cuerpo erguido. Cuando le ofrecieron la negra caperuza, la rechazó diciendo: «Yo no necesito eso». En aquellos instantes, Eichmann era totalmente dueño de sí mismo, más que eso, estaba perfectamente centrado en su verdadera personalidad. Nada puede demostrar de modo más convincente esta última afirmación cual la grotesca estupidez de sus últimas palabras. Comenzó sentando con énfasis que él era un Gottgläubiger, término usual entre los nazis indicativo de que no era cristiano y de que no creía en la vida sobrenatural tras la muerte. Luego, prosiguió: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Nunca las olvidaré». Incluso ante la muerte, Eichmann encontró el cliché propio de la oratoria fúnebre. En el patíbulo, su memoria le jugó una última mala pasada; Eichmann se sintió «estimulado», y olvidó que se trataba de su propio entierro.

Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.