EPÍLOGO

Las irregularidades y anomalías del proceso de Jerusalén fueron tantas, tan diversas y de tal complejidad jurídica, que oscurecieron durante el procedimiento, al igual que han hecho en los textos, sorprendentemente escasos, publicados tras el juicio, los centrales problemas morales, políticos e incluso legales, que el proceso inevitablemente tenía que plantear. El propio Estado de Israel, a través de las declaraciones formuladas antes del juicio por el primer ministro Ben Gurión, y también mediante el modo en que el fiscal formuló la acusación, creó una mayor confusión al formar una larga lista de las finalidades que el proceso debía alcanzar, todas las cuales se hallaban más allá de las finalidades propias de la aplicación de la ley mediante el procedimiento legal. La finalidad de todo proceso es hacer justicia, y nada más. Incluso los más nobles propósitos ulteriores ―«registrar un testimonio del régimen de Hitler que pueda resistir el análisis histórico en el futuro», que Robert G. Storey, asesor procesal en Nuremberg, dijo que era la supuesta finalidad superior de los juicios de Nuremberg―únicamente pueden servir para obstaculizar la finalidad jurídica principal, a saber, sopesar las acusaciones dirigidas contra el procesado, juzgar y aplicar el castigo conmensurado.

La sentencia dictada en el caso de Eichmann, cuyas dos primeras secciones fueron redactadas para dar respuesta a la teoría de la finalidad superior, tal como se expuso dentro y fuera de la sala de justicia, no pudo ser más clara y más ajustada a la realidad: era preciso resistir todo intento de ampliar el alcance del juicio, ya que el tribunal no podía «permitir ser arrastrado a terrenos que caen fuera de la esfera que le es propia... El procedimiento judicial está dotado de medios específicamente suyos, establecidos por la ley, e invariables sea cual fuere el objeto del juicio». Además, el tribunal no podía rebasar estos límites sin exponerse a «un fracaso total». El tribunal no solo no tenía a su disposición «los instrumentos precisos para investigar las cuestiones de orden general», sino que se pronuncia basándose en una autoridad cuya fuerza está en función de sus limitaciones. «Nadie nos ha nombrado jueces» en materias que se encuentran fuera de la esfera del derecho, y «a nuestra opinión en tales materias no se le puede conceder más autoridad que a la de cualquier persona que haya dedicado su pensamiento y sus tareas de investigación» a ellas. De ahí que la pregunta más comúnmente formulada acerca del proceso de Eichmann ―¿para qué sirvió?― tan solo tiene una respuesta: para hacer justicia.

Las objeciones formuladas contra el proceso de Eichmann eran de tres distintas clases. En primer lugar, estaban aquellas que fueron formuladas con respecto a los procesos de Nuremberg, y que fueron repetidas con referencia al de Eichmann. Eichmann era juzgado según una ley de carácter retroactivo, y sus juzgadores eran los vencedores. En segundo lugar, estaban las objeciones que únicamente cabía aplicar al tribunal de Jerusalén, por cuanto ponían en tela de juicio su competencia, así como el que no tomara en cuenta el hecho del rapto de Eichmann. Finalmente, y estas eran las más importantes, estaban las objeciones contra la acusación en sí misma, según las cuales Eichmann había cometido crímenes «contra la humanidad», antes que «crímenes contra los judíos», por lo que dichas objeciones quedaban a fin de cuentas dirigidas contra la ley que se aplicó a Eichmann. Como es natural, de esta argumentación resulta que el único tribunal competente para juzgar estos delitos era un tribunal internacional.

La réplica del tribunal al primer grupo de objeciones fue muy sencilla. El proceso de Nuremberg fue citado en Jerusalén como precedente válido, y, en la aplicación de la ley interna de Israel, los magistrados de Jerusalén difícilmente podían haber dejado de hacerlo, ya que la Ley (de Castigo) de Nazis y Colaboradores Nazis de 1950 estaba basada en dicho precedente. La sentencia afirmaba: «Estas normas jurídicas especiales son distintas de las contenidas en los códigos penales comunes», y la razón diferencial radica en la naturaleza de los delitos de que trata. Podemos añadir que su carácter retroactivo quebranta únicamente desde el punto de vista formal, pero no material, el principio nullum crimen, nulla poena sine lege, ya que este se proyecta tan solo sobre actos conocidos por el legislador. Si un delito desconocido hasta el momento, tal como el genocidio, hace súbitamente su aparición, la justicia exige que sea juzgado de acuerdo con una ley nueva. En el caso de Nuremberg, esta nueva ley era la Carta (Acuerdo de Londres, de 1945), en el caso de Jerusalén, la nueva ley era la de 1950. El problema no consiste en que dichas leyes fueran retroactivas, que forzosamente tenían que serlo, sino en determinar si eran pertinentes, es decir, si únicamente trataban de delitos anteriormente desconocidos. Este requisito previo, necesario para la retroactividad, fue gravemente incumplido en la Carta que previó la formación de un Tribunal Internacional Militar, en Nuremberg, y quizá a ello se deba que las discusiones sobre estas materias sigan siendo un tanto confusas.

La Carta acordó competencia de jurisdicción sobre tres clases de delitos: los «delitos contra la paz», que el tribunal calificó de «supremo delito internacional... por cuanto contiene en sí el mal acumulado en todos los demás»; los «delitos de guerra», y los «delitos contra la humanidad». De estos, únicamente los últimos, los delitos contra la humanidad, eran nuevos y sin precedentes. La guerra de agresión es tan vieja como la historia y, si bien había sido denunciada como guerra «criminal» infinidad de veces, jamás fue calificada de tal modo con los debidos formalismos. (Todas las actuales justificaciones de la jurisdicción del tribunal de Nuremberg sobre tal materia carecen de adecuada base. Cierto es que Guillermo II fue citado ante un tribunal formado por los aliados al término de la Primera Guerra Mundial, pero el delito de que se acusaba al káiser no era el de haber emprendido la guerra, sino el de haber incumplido los tratados por él firmados, y, especialmente, el de haber violado la neutralidad de Bélgica. También es cierto que el pacto Brian-Kellogg, de agosto de 1928, había prohibido la guerra como instrumento de política nacional, pero este pacto no contenía un criterio definitorio de la agresión, ni tampoco hacía mención de las correspondientes sanciones. Tampoco debemos olvidar que el sistema de seguridad que el pacto en cuestión pretendía amparar se había desmoronado antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.) Además, uno de los países juzgadores, a saber, Rusia, podía muy bien ser el sujeto pasivo de la argumentación tu-quoque. ¿Acaso no habían los rusos, en 1939, atacado Finlandia y dividido Polonia, con absoluta impunidad? Por otra parte, los «crímenes de guerra», que tenían tantos precedentes como los «crímenes contra la paz», estaban previstos por las normas del Derecho Internacional de Guerra. Las convenciones de La Haya y de Ginebra habían definido ya estas «violaciones de las leyes y costumbres de guerra»,que consistían principalmente en los malos tratos dados a los prisioneros, o en la comisión de actos bélicos contra la población civil. En este aspecto, no hacía falta una nueva ley con fuerza retroactiva, y la principal dificultad surgida en Nuremberg radicaba en el hecho indiscutible de que también en este caso se podía emplear el argumento tu-quoque: Rusia, que no había firmado la Convención de La Haya (Italia no lo ratificó), había despertado fuertes sospechas, por lo menos, de infligir malos tratos a sus prisioneros, y, según recientes investigaciones, los rusos parecen también haber sido responsables del asesinato de quince mil oficiales del ejército polaco, cuyos cuerpos fueron descubiertos en el bosque de Katín, situado en las cercanías de Smoliensk (Rusia). Pero, además, el bombardeo intensivo de ciudades abiertas, y, sobre todo, el lanzamiento de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, constituyeron crímenes de guerra, según las definiciones de la Convención de La Haya. Y si bien es cierto que el bombardeo de ciudades alemanas había sido provocado por los bombardeos de Londres, Coventry y Rotterdam, también es cierto que no cabe decir lo mismo con respecto al empleo de un arma enteramente nueva y de avasalladora potencia, cuya existencia hubiera debido ser anunciada y demostrada por otros medios. Evidentemente, la más clara razón en cuya virtud las violaciones de la Convención de La Haya cometidas por los aliados no fueron ni siquiera estudiadas desde un punto de vista jurídico estribaba en que los tribunales internacionales militares solo eran internacionales en su denominación, y que, en realidad, fueron tribunales formados por los poderes vencedores. Y la autoridad de sus sentencias, siempre dudosa, no quedó precisamente reforzada cuando la coalición de los poderes que habían ganado la guerra, y que, luego, emprendieron conjuntamente la tarea de hacer justicia, se rompió, dicho sea en las palabras de Otto Kirchheimer, «antes de que se secara la tinta de la sentencia de Nuremberg». Pero esta tan clara razón no es la única, ni tampoco, quizá, la más poderosa, de que no se hablara, ni se iniciara procedimiento, acerca de crímenes de guerra de los aliados, en el sentido en que dichos quedaron delitos formulados en la Convención de La Haya. En aras de la equidad, debemos añadir que el tribunal de Nuremberg fue, por lo menos, extremadamente cauteloso en el momento de condenar a los acusados alemanes de delitos que pudieran suscitar el empleo del argumento tu-quoque. La verdad es que, al término de la Segunda Guerra Mundial, era de dominio público que los avances técnicos en materia de instrumentos de violencia habían hecho inevitable la adopción de las guerras «criminales». Las distinciones entre soldados y civiles, ejército y población civil, objetivos militares y ciudades abiertas, en las que la Convención de La Haya basaba las definiciones de crímenes de guerra, habían quedado anticuadas por causa de aquellos adelantos. En consecuencia, se consideró que, en las presentes circunstancias, crímenes de guerra eran solamente aquellos ajenos a todo género de necesidades militares, en los que cabía demostrar la existencia de un deliberado ánimo de actuación inhumana.

Este factor de gratuita brutalidad fue útil y válido criterio para determinar, vistas las circunstancias, la existencia de delitos de guerra. Desgraciadamente, y pese a no ser válido al respecto, este mismo criterio se empleó en las vacilantes definiciones del único delito totalmente nuevo, es decir, del «delito contra la humanidad», que la Carta (en su artículo 6-c) definiría como «acto inhumano», como si también este delito constituyera un exceso criminal en la lucha bélica en pos de la victoria. Sin embargo, no fue este tipo de conocido delito lo que impulsó a los aliados a declarar, por voz de Churchill, que «el castigo de los criminales de guerra fue una de las principales finalidades de nuestra guerra», sino, al contrario, el hecho de que a su conocimiento llegaran noticias de inauditas atrocidades, de aniquilamiento de pueblos enteros, de «eliminación» de la población nativa en extensas regiones, es decir, no solo de delitos que «las necesidades militares en modo alguno pueden justificar», sino de delitos materialmente independientes de la guerra, que indicaban la existencia de una política de sistemático asesinato que continuaría en tiempo de paz.

Este tipo de delito no estaba previsto por las normas internacionales ni tampoco por las leyes internas, y, además, era el único delito que no podía suscitar el empleo de la réplica tu-quoque. Pese a ello, no hubo ningún otro delito ante el que los jueces de Nuremberg se sintieran tan inseguros, y que dejaran en una mayor y más tentadora ambigüedad conceptual. Es totalmente cierto que ―en las palabras del juez francés de Nuremberg, Donnedieu de Vabres, a quien debemos uno de los mejores estudios analíticos del proceso, titulado Le Procés de Nuremberg (1947)― «la categoría de delitos contra la humanidad, que la Carta dejó entrar en sus disposiciones por una puerta harto estrecha, se evaporó en virtud de la sentencia dictada por el tribunal». Sin embargo, los juzgadores fueron tan poco coherentes como la propia Carta, por cuanto si bien prefirieron condenar, como dice Kirchheimer, «por la acusación de delito de guerra, que abarcaba todos los tradicionales tipos de delitos comunes, y quitaron cuanta importancia pudieron a las acusaciones de delitos contra la humanidad», también es cierto que a la hora de dictar sentencia revelaron su verdadera forma de pensar al imponer el más severo castigo, la pena de muerte, únicamente a aquellos que resultaron culpables de atrocidades absolutamente anormales que, en realidad, constituían crímenes contra la humanidad, o, como el fiscal francés, François de Menthon, los calificó, con mayor precisión, «crímenes contra la condición humana». La idea de que la guerra de agresión era «el supremo delito internacional» fue tácitamente abandonada cuando unos cuantos hombres, que no fueron declarados culpables de «conspiración contra la paz», quedaron condenados a muerte.

Para justificar el proceso de Eichmann, se ha sostenido a menudo que, pese a que el mayor delito cometido durante la guerra fue aquel del que resultaron víctimas los judíos, estos representaron simplemente el papel de espectadores en el juicio de Nuremberg, y, en cambio, en el proceso de Jerusalén, tal como decía la sentencia, la catástrofe judía, por primera vez «ocupó el lugar central de un procedimiento judicial, y este hecho es el que distingue el presente procedimiento de cuantos le han precedido», en Nuremberg o en cualquier otro lugar. Pero esto es, en el mejor de los casos, tan solo una media verdad o una verdad a medias. Fue precisamente la catástrofe judía la que impulsó a los aliados a pensar, por vez primera, en el tipo de «delito contra la humanidad», debido a que, tal como Julius Stone escribió en Legal Controls of International Conflict (1954), «el asesinato masivo de los judíos, caso de que fueran de nacionalidad alemana, únicamente podía ser perseguido bajo la acusación de lesa humanidad». Y lo que impidió al tribunal de Nuremberg hacer plena justicia, en referencia a dicho delito, no fue el que las víctimas pertenecieran a la raza judía, sino el que la Carta exigía que este delito, cuya comisión tan poca relación guardaba con la guerra que incluso llegó a obstaculizarla, estuviera relacionado con otros delitos. La profunda percepción que los jueces de Nuremberg tuvieron del bárbaro atentado perpetrado contra los judíos quizá pueda calibrarse del modo más justo considerando que el único acusado que fue condenado a muerte solamente bajo la acusación de delito contra la humanidad, fue Julius Streicher, especializado en las obscenidades antijudías. En este caso, los jueces prescindieron de toda otra consideración.

Lo que distinguió al proceso de Jerusalén de cuantos le precedieron no fue el hecho de que el pueblo judío ocupara en él el lugar central. Contrariamente, en este aspecto, el proceso de Jerusalén se asemejaba a los juicios de posguerra celebrados en Polonia, Hungría, Yugoslavia, Grecia, la Unión Soviética y Francia; en resumen, a los de todos los países anteriormente ocupados por los alemanes. El Tribunal Internacional Militar de Nuremberg fue constituido para juzgar a los criminales de guerra cuyos delitos no podían ser localizados en un determinado territorio, y los demás presuntos delincuentes fueron entregados a los países en que habían cometido sus delitos. Únicamente los «principales criminales de guerra» habían actuado sin delimitaciones territoriales, y Eichmann no era uno de ellos. (Esto ―y no, como se ha sostenido a menudo, su desaparición― constituyó la causa de que no fuera acusado en Nuremberg; por ejemplo, Martin Bormann fue acusado, juzgado y condenado a muerte, in absentia.) Si las actividades de Eichmann abarcaron la totalidad de la Europa ocupada ello no se debió a que fuese un hombre tan importante que pudiera prescindir de los límites territoriales, sino a que iba anejo a la naturaleza de su trabajo, es decir, la detención y deportación de todos los judíos, por lo que él y sus hombres se veían obligados a viajar por todo el continente. La dispersión territorial de los judíos hizo que el delito contra ellos dirigido tuviera carácter «internacional», en el sentido formalista y técnico de la Carta. Cuando los judíos tuvieron su propio territorio, el del Estado de Israel, adquirieron, a todas luces, tanto derecho a juzgar los delitos contra su pueblo cometidos, como los polacos tenían para juzgar los delitos cometidos en Polonia. Todas las objeciones al proceso de Jerusalén basadas en el principio de competencia de jurisdicción territorial fueron extremadamente legalistas, y pese a que el tribunal dedicó bastantes sesiones a estudiar estas objeciones, la verdad es que carecían de trascendencia. No cabía la menor duda de que los judíos habían sido asesinados qua judíos, abstracción hecha de la nacionalidad que tuvieran en el momento de decretarse su muerte, y aun cuando es cierto que los nazis mataron a muchos judíos que decidieron negar su origen étnico, y que quizá hubieran preferido ser asesinados en calidad de franceses o de alemanes, en estos casos bastaba para poder hacer justicia tomar en cuenta la intencionalidad y el ánimo de los criminales.

A mi parecer, igualmente infundado era el todavía más difundido argumento basado en la posible parcialidad de los juzgadores judíos, según el cual estos, especialmente cuando tenían la ciudadanía de Israel, eran jueces y parte al mismo tiempo. Resulta difícil advertir en qué se diferenciaban, desde este punto de vista, los juzgadores judíos de sus colegas que actuaron en los otros juicios nacionales, en que jueces polacos dictaron sentencia sobre delitos cometidos contra el pueblo polaco, o en que jueces checos juzgaron hechos delictuosos cometidos en Praga o Bratislava. (En el último de sus artículos publicados en el Saturday Evening Post, el fiscal Hausner echó, sin querer, más leña al fuego de este argumento; dijo que la acusación comprendió enseguida que Eichmann no podía ser defendido por un abogado israelita, porque si así fuera se produciría un conflicto entre los «deberes profesionales» y las «emociones patrióticas» del defensor. Pues bien, tal conflicto constituía la mismísima esencia de las objeciones en contra de los juzgadores judíos, y el argumento de Hausner en defensa de estos, según el cual el juzgador puede odiar el delito y, al mismo tiempo, ser justo con el delincuente, es también de aplicar al abogado defensor, ya que el jurista que defiende a un asesino no defiende el asesinato. La verdad es que ciertas presiones ejercidas en el ámbito externo a la sala de justicia no hicieron aconsejable, valga el eufemismo, que un ciudadano israelita asumiera la defensa de Eichmann.) Finalmente, el argumento basado en el hecho de que no existía un Estado judío en el momento en que el delito fue cometido es tan formalista, tan discordante con la realidad y con la exigencia de hacer justicia, que bien podemos dejar que de él se ocupen los técnicos en la materia, en el curso de eruditos debates. En interés de la justicia (que debemos distinguir del interés por ciertos procedimientos que, aun cuando importantes en sí mismos, jamás deben ser objeto de una atención tal que supere la que la justicia merece, ya que esta es el fin hacia el que la ley va dirigida), el tribunal de Jerusalén no tenía necesidad alguna, en orden a justificar la competencia de su jurisdicción, de invocar el principio de la personalidad pasiva ―es decir, que las víctimas eran judías, y que solamente Israel podía representarlas―, ni tampoco el principio de la universal competencia de jurisdicción, aplicable al caso de Eichmann por ser este hostis generis humanis, principio este de aplicación a los acusados de actos de piratería. Ambas teorías, extensamente discutidas dentro y fuera de la sala de justicia de Jerusalén, no sirvieron más que para oscurecer los verdaderos problemas que el juicio planteaba, y desdibujar las evidentes semejanzas existentes entre el proceso de Jerusalén y aquellos que le precedieron en otros países en los que se había promulgado igualmente una legislación de carácter especial para el castigo de los nazis y sus colaboradores.

El principio de la personalidad pasiva, que en Jerusalén se basó en la ilustrada opinión de P. N. Drost, expuesta en Crime of State (1959), según el cual, en ciertas circunstancias, «el forum patriae victimae puede ser el competente para juzgar los hechos», comporta, desgraciadamente, que el procedimiento penal sea promovido por el Estado en representación de las víctimas, a las que se concede un presunto derecho de venganza. Esta fue la tesitura adoptada por el fiscal Hausner, quien comenzó su discurso inicial con las siguientes palabras: «Ante vosotros comparezco, jueces de Israel que formáis esta sala, para acusar a Adolf Eichmann, pero no comparezco solo. Aquí, en este momento, a mi lado, hay seis millones de acusadores. Pero no, no pueden levantarse e indicar con el dedo de la acusación esta cabina de cristal, ni gritar un J'accuse dirigido al hombre que la ocupa... Su sangre dama justicia al cielo, pero sus voces no pueden hacerse oír. Por esto, en mi persona recae el deber de ser su portavoz, y de pronunciar la terrible acusación en su nombre». Con tal vestimenta retórica expresó la acusación el principal argumento que se esgrimía en contra de la celebración del juicio, es decir, que se había iniciado, no para satisfacer las exigencias de la justicia, sino para colmar el deseo de venganza de las víctimas, deseo quizá legítimo. Por lo general, los procedimientos penales que son iniciados de oficio, es decir, obligatoriamente, incluso cuando la víctima prefiere perdonar y olvidar, se basan en disposiciones legales que, dicho sea con las palabras empleadas por Telford Taylor en el New York Times Magazine, están inspiradas en el principio de que «el delito no se comete solamente contra la víctima, sino primordialmente contra la comunidad cuya ley viola». El delincuente es sometido a la acción de la justicia porque sus actos han constituido una perturbación de la vida comunitaria globalmente considerada, poniéndola en grave peligro, y no porque, como ocurre en los procedimientos civiles, los haya cometido contra individuos que tienen derecho a la pertinente reparación. La reparación, en el ámbito de la legislación penal, tiene distinta naturaleza; es el mismísimo cuerpo político quien necesita la «reparación», y es el orden público general lo que ha sido perturbado y debe ser restablecido. En otras palabras, debe prevalecer la ley antes que el individuo perjudicado.

Todavía menos justificada que los intentos de la acusación de basarse en el principio de la personalidad pasiva, fue la tendencia del tribunal a reclamar la competencia en nombre de la jurisdicción universal, por cuanto esto estaba en flagrante contradicción con la ley que se aplicó a Eichmann, así como con los motivos del juicio. Se dijo que cabía aplicar el principio de jurisdicción universal debido a que los delitos contra la humanidad eran semejantes al viejo delito de piratería, ya que quienes cometen aquellos pasan a ser, cual el pirata en el tradicional derecho de gentes, hostis humani generis. Sin embargo, Eichmann fue principalmente acusado de delitos contra el pueblo judío, y su captura, que el principio de la jurisdicción universal debía justificar, no fue motivada por el hecho de que también hubiera cometido delitos contra la humanidad, sino, exclusivamente, por su papel en la Solución Final del problema judío.

Sin embargo, incluso en el caso de que Israel hubiera raptado a Eichmann única y exclusivamente porque era hostis humani generis, y no porque era hostis Judaeorum, hubiera sido difícil justificar jurídicamente su detención. La suspensión de la aplicación del principio territorial en el caso del pirata ―lo cual, a falta de un código penal internacional, constituye el único principio válido― se aplica no porque aquel sea un enemigo común y, en consecuencia, pueda ser juzgado por cuantos forman la comunidad de las naciones, es decir, por todos, sino porque comete su delito en alta mar, y esta no está sometida a particulares jurisdicciones. Además, el pirata, «que desafía toda ley, y no obedece a bandera alguna» (H. Zeisel, Britannica Book of the Year, 1962), hace, por definición, la guerra por su propia cuenta; es un forajido porque ha querido situarse fuera de toda organización política, y, por esta razón, se convierte en el «enemigo de todos, por igual». Sin duda alguna no habrá quien sostenga que Eichmann trabajaba por su propia cuenta, ni que no reconocía bandera alguna. En este aspecto, la teoría de la piratería solamente sirvió para soslayar uno de los problemas fundamentales planteados por los delitos como el de Eichmann, a saber, que fueron cometidos, y únicamente podían ser cometidos, bajo el imperio de un ordenamiento jurídico criminal y por un Estado criminal.

La analogía entre piratería y genocidio no es nueva. Por ello resulta importante señalar que la Convención sobre Genocidio, cuyas resoluciones fueron adoptadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 9 de diciembre de 1948, rechaza expresamente el principio de jurisdicción universal, y en su lugar establece que «las personas acusadas de genocidio... serán juzgadas por los tribunales competentes de los estados en cuyos territorios hubiesen sido cometidos los actos, o por el tribunal penal internacional que sobre ellos tenga competencia de jurisdicción». Según esta Convención, de la que el Estado de Israel es signatario, el tribunal de Jerusalén hubiera debido procurar la formación de un tribunal internacional o bien volver a formular el principio territorial de tal manera que la competencia recayera en Israel. Ambas alternativas se hallaban dentro de la esfera de lo posible y en el ámbito de la competencia del tribunal. La posibilidad de establecer un tribunal internacional fue perentoriamente rechazada por los juzgadores, en méritos de razones que estudiaremos más adelante, pero la razón por la que no se intentó hallar una pertinente nueva formulación del principio territorial ―y al final los juzgadores se atribuyeron la competencia de jurisdicción en virtud de los tres principios, a saber, el territorial, el de la personalidad pasiva y el de la jurisdicción universal, como si por el hecho de sumar tres principios jurídicos enteramente distintos pudieran obtener un resultado nuevo y valedero― estaba estrechamente relacionada con la extremada renuencia de todas las partes interesadas a actuar sin el amparo de los precedentes y a abrir nuevos caminos. Israel hubiera podido fácilmente reclamar la jurisdicción en virtud del principio territorial, con solo explicar que el concepto de «territorio», en el contexto legal, es de carácter político y jurídico, y no meramente geográfico. Primordialmente, no está tan relacionado con una porción de tierra como con un cierto espacio que media entre los individuos que forman un grupo cuyos miembros están unidos entre sí, y al mismo tiempo recíprocamente separados y amparados, por relaciones de todo género, basadas en la comunidad de idioma, religión, historia, costumbres y leyes. Tales relaciones se manifiestan especialmente en tanto en cuanto, en sí mismas, constituyen el espacio en el que los miembros del grupo se tratan y establecen vínculos. El Estado de Israel jamás hubiera nacido si los judíos no hubieran creado y mantenido su propio espacio específico «intermedio», en el decurso de muchos siglos de dispersión, es decir, antes de que regresaran a su antigua tierra. Sin embargo, el tribunal no se enfrentó con la necesidad de actuar sin precedentes, ni siquiera ante la naturaleza sin precedentes del origen del Estado de Israel, que ciertamente podían comprender muy bien, intelectualmente y afectivamente. Por el contrario, los juzgadores enterraron el procedimiento jurídico bajo un alud de precedentes ―durante las sesiones de la primera semana, es decir, las primeras cincuenta y tres secciones―, muchos de los cuales parecían, por lo menos al lego, complicados sofismas.

En realidad, el proceso de Eichmann fue, ni más ni menos, el último de los procesos secuela de los de Nuremberg. Y el auto de procesamiento contenía, muy pertinentemente, en un apéndice, la interpretación oficial de la ley de 1950, efectuada por Pinhas Rosen, a la sazón ministro de Justicia, que no podía ser más clara e inequívoca: «Mientras otros pueblos promulgaran la legislación pertinente para el castigo de los nazis y sus colaboradores, poco después de la guerra, y algunos incluso antes, el pueblo judío... careció de autoridad política para someter a la acción de la justicia a los criminales nazis y a quienes con ellos colaboraron, hasta la constitución del Estado de Israel». De ahí que el proceso de Eichmann se diferenciara de los restantes procesos secuela en tan solo un aspecto: el acusado no fue legalmente detenido y trasladado, en méritos de extradición, al Estado de Israel, sino que, al contrario, se cometió una flagrante transgresión de la ley internacional, a fin de someterle a la acción de la justicia. Ya hemos dicho anteriormente que solo la apatridia de facto de Eichmann permitió a Israel efectuar un rapto con los resultados apetecidos, y no es difícil comprender que, pese a los innumerables precedentes citados en Jerusalén a fin de justificar dicho rapto, el único que verdaderamente era de aplicar al caso, a saber, el de la captura de Berthold Jakob, periodista alemán judío, de izquierdas, efectuada en Suiza por agentes de la Gestapo, en 1935, no fue mencionado. (Los restantes precedentes carecían de pertinencia, debido a que invariablemente hacían referencia a fugitivos de la justicia que fueron transportados al lugar de sus delitos y puestos a disposición de una autoridad judicial que había dictado una orden de arresto, o que, por lo menos, podía dictarla, circunstancias estas que no se daban en Israel.) En lo referente a la detención de Eichmann, Israel violó el principio de territorialidad, cuya vigencia deriva del hecho de que la tierra está habitada por muchos pueblos y que estos pueblos viven regidos por leyes muy distintas, de tal manera que la aplicación de la ley imperante en un territorio más allá de los límites de dicho territorio y de los de la validez de dicha ley, provocará automáticamente el conflicto con la ley de otro territorio.

Desgraciadamente, este fue casi el único rasgo sin precedentes en el proceso de Eichmann, y es bien cierto que también fue el que menos podía llegar a constituir un precedente aceptable en el futuro. (¿Qué diríamos si mañana un Estado africano mandara agentes a Mississippi y raptara a uno de los dirigentes segregacionistas de allí? ¿Y qué diríamos si un tribunal de Ghana o del Congo citara el caso de Eichmann a modo de precedente?) La justificación del rapto se hallaba en que el delito carecía de precedentes, así como en la nueva aparición del Estado soberano de Israel. Además, se daba la muy calificada circunstancia atenuante de que no había ninguna alternativa, salvo el rapto, si se quería someter a Eichmann a la acción de la justicia. Argentina tenía un impresionante historial, en cuanto a no conceder la extradición de criminales nazis; incluso si hubiera habido un tratado de extradición entre Argentina e Israel, difícilmente se hubiera concedido esta. Tampoco hubiera sido de gran utilidad entregar a Eichmann a la policía argentina, a fin de que se acordara la extradición a Alemania Occidental, ya que el gobierno de Bonn había solicitado a Argentina, anteriormente, la extradición de criminales nazis tan notorios como Karl Klingenfuss y el doctor Josef Mengele (este último implicado en los más horrorosos experimentos médicos en Auschwitz, y encargado de efectuar las «selecciones» de internados) sin obtener el resultado apetecido. En el caso de Eichmann la solicitud de extradición hubiera tenido todavía menos probabilidades de éxito, debido a que según la legislación argentina todos los delitos relacionados con la última guerra habían prescrito el día 7 de mayo de 1960, en virtud del plazo de quince años establecido al efecto, por lo que ni siquiera en estricto cumplimiento de la ley se hubiese podido conceder la extradición de Eichmann. En resumen, la legislación vigente no ofrecía ninguna salida, por lo que se impuso el rapto.

Quienes tienen el convencimiento de que hacer justicia, y solamente eso, es la finalidad de la ley, seguramente se mostrarán propicios a aceptar el acto del rapto, no en méritos de precedentes, sino, al contrario, por constituir un acto desesperado, sin precedentes y sin posibilidad de sentar precedentes, exigido por las deficiencias de las leyes internacionales. Desde este punto de vista, existía una verdadera y real alternativa al rapto: en vez de capturar a Eichmann y transportarle en avión a Israel, los agentes de este país hubieran podido darle muerte, allí y entonces, en las calles de Buenos Aires. Esta solución se mencionó a menudo en las discusiones del caso, y, lo cual no deja de resultar un tanto extraño, fue fervientemente preconizada por aquellos que más abochornados se mostraron por el rapto. La idea no carecía de cierta base, ya que los hechos del caso Eichmann estaban fuera de duda, pero quienes la proponían olvidaron que quien se toma la ley por su propia mano únicamente prestará un servicio a la justicia si está dispuesto a transformar la situación de tal manera que la ley pueda de nuevo entrar en acción a fin de convalidar, aunque sea a título póstumo, los actos cometidos por el justiciero privado. Dos recientes precedentes acuden a la memoria, a este respecto. En primer lugar está el caso de Shalom Schwartzbard, quien, el 25 de mayo de 1926, en París, mató a tiros a Simón Petliuta, antiguo jefe de los ejércitos ucranianos, responsable de los pogromos efectuados durante la guerra civil rusa, que alardeaba de haber dado muerte a cien mil seres humanos entre 1917 y 1920. Y también estaba el caso del armenio Tehlirian, quien, en 1921, en pleno Berlín, disparó, matándole, contra Talaat Bey, el gran asesino de los pogromos de 1915 en Armenia, en los que, según las actuales estimaciones, fue asesinada una tercera parte (seiscientos mil individuos) de la población armenia de Turquía. Lo importante es que ninguno de estos dos vengadores quedó satisfecho con matar a «su» criminal, sino que los dos se entregaron inmediatamente a la policía y solicitaron ser juzgados. Los dos se sirvieron del juicio para demostrar al mundo, a través del procedimiento judicial, los crímenes que se habían cometido contra su pueblo, y que habían quedado impunes. Especialmente en el juicio de Schwartzbard se emplearon métodos muy parecidos a los usados en el juicio de Eichmann. Se hizo idéntico esfuerzo para presentar abundante documentación demostrativa de los asesinatos, pero en aquel caso fue presentada por la defensa (por el Comité des Délégations Juives, presidido por el ya fallecido doctor Leo Motzkin, que requirió un año y medio para recopilar los documentos, y, luego, los publicó bajo el título Les Pogromes en Ukraine sous les gouvernements ukrainiens 1917-1920, 1927), y el acusado y su abogado fueron los portavoces de las víctimas, y ya entonces ―dicho sea incidentalmente― se refirieron a aquellos judíos que «nunca se defendieron». (Véase el informe de Henri Torrés, en su libro Le Procès des Pogromes, 1928.) Los dos acusados fueron absueltos, y en ambos casos, se estimó que «su gesto indicaba que su raza había al fin decidido defenderse, olvidar su abdicación moral y superar la resignación ante las injurias», tal como dijo con admiración Georges Suárez, en el caso de Shalom Schwartzbard.

Las ventajas de este modo de solucionar el problema de los legalismos que obstaculizan el ejercicio de la justicia son evidentes. Cierto es que el juicio adquiere el carácter de juicio-exhibición, e incluso de simple exhibición, pero su «héroe», el que interpreta el papel principal del drama, aquel en quien se centran todas las miradas, es el verdadero héroe, y, al mismo tiempo, la naturaleza de verdadero juicio, propia del procedimiento jurídico, queda a salvo por cuanto no es «un espectáculo con el final previsto de antemano», ya que en él había un elemento de «irreductible riesgo» que, según Kirchheimer, es factor indispensable en los procesos penales. Asimismo, el J'accuse, tan indispensable desde el punto de vista de la víctima, suena de un modo mucho más convincente en labios de un hombre que se ha visto obligado a tomar la justicia por su mano, que en los de un hombre designado por el gobierno, que nada arriesga. Pero, prescindiendo de consideraciones de orden práctico, tales como el hecho de que Buenos Aires, en los años sesenta, difícilmente podía ofrecer las mismas garantías y la misma publicidad que el París o el Berlín de los años veinte, es más que dudoso que esta solución hubiera quedado justificada en el caso de Eichmann, y es evidente que hubiera sido totalmente injustificable si los ejecutores hubieran sido agentes del gobierno israelita. Lo que más favorecía a Schwartzbard y a Tehlirian era que cada uno de ellos pertenecía a un grupo étnico que carecía de un Estado constituido y del consecuente ordenamiento legal, y que no había ni un tribunal en todo el mundo ante el que pudieran llevar a los hombres a quienes dieron muerte. Schwartzbard, que murió en 1938, más de diez años antes de la formación del Estado de Israel, no era un sionista, ni tampoco nacionalista; pero no cabe duda de que habría saludado con entusiasmo la creación del Estado de Israel, aunque solo fuera porque ello habría dado lugar al establecimiento de tribunales que juzgaran aquellos delitos que él había visto, tan a menudo, quedar en la impunidad. Su sentido de la justicia habría quedado satisfecho. Y, ahora, cuando leemos la carta que dirigió, desde la cárcel de París, a sus hermanos y hermanas, en Odessa ―Faites savoir dans les villes et dans les villages de Balta, Proskouro, Tzcherkass, Ouman, Jitomir portez-y le message édifiant: la colère juive a tiré sa vengeance! Le sang de l'assassin Petlioura, qui a jailli dans la ville mondiale, á Paris... rappellera le crime féroce commis envers le pauvre et abandonné peuple juif―, reconocemos inmediatamente, ya que no, quizá, el lenguaje con que habló el fiscal Hausner durante el proceso de Eichmann (las palabras de Shalom Schwartzbard son infinitamente más dignas y conmovedoras), sí algunos de los sentimientos y pensamientos de los judíos de todo el mundo a quienes el proceso de Eichmann forzosamente tuvo que interesar. He hecho hincapié en las semejanzas existentes entre el proceso de Schwartzbard, en 1927, en París, y el proceso de Eichmann, en 1961, en Jerusalén, para demostrar cuán poco dispuesto estaba el pueblo de Israel, como todo pueblo judío en general, a considerar que los delitos de que Eichmann fue acusado carecían de precedentes, cuán difícil era que el pueblo judío reconociera esta ausencia de precedentes. Desde el punto de vista de los judíos que pensaran exclusivamente mediante los criterios deducidos de la historia de su pueblo, la catástrofe de que fueron víctimas bajo el imperio de Hitler, en la que pereció una tercera parte del pueblo judío, no constituía el más nuevo de todos los delitos, el delito sin precedentes del genocidio, sino, al contrario, el más antiguo delito del que tenían memoria. Esta errónea interpretación, casi inevitable si tenemos en consideración los hechos de la historia de los judíos, así como el modo en que los judíos interpretan actualmente su propia historia, lo cual tiene mayor importancia, es la verdadera base de las frustraciones y deficiencias del proceso de Eichmann en Jerusalén. Ninguna de las personas que en él participaron llegó a alcanzar una clara comprensión de los horrores de Auschwitz, que eran de una naturaleza muy distinta a la de todos los horrores del pasado, debido a que tanto el fiscal como los juzgadores no los estimaron más que como el más horrible pogromo de la historia de los judíos. En consecuencia, creían en la existencia de una vinculación directa entre el primerizo antisemitismo del Partido Nazi y las leyes raciales de Nuremberg, y entre estas y la expulsión de los judíos del territorio del Reich, y entre esta, finalmente, y las cámaras de gas. Sin embargo, política y jurídicamente, se trataba de delitos distintos, no solo en cuanto a su gravedad, sino también en cuanto a su naturaleza.

Las leyes de Nuremberg de 1935 legalizaron la discriminación anteriormente practicada por la mayoría alemana contra la minoría judía. Según el derecho internacional, era privilegio de la soberana nación alemana declarar minoría nacional a aquella parte de su población que como tal considerase, siempre y cuando las leyes rectoras de tal minoría respetaran los derechos y garantías establecidas internacionalmente por los tratados sobre minorías. En consecuencia, las organizaciones judías internacionales intentaron inmediatamente obtener para su moderna minoría en Alemania los mismos derechos y garantías de que gozaban, en virtud de lo acordado en Ginebra, las minorías del este y sudeste de Europa. Pero, aun cuando dicha protección no fue acordada, las leyes de Nuremberg fueron generalmente consideradas por las restantes naciones como parte del derecho interno alemán, por esto un ciudadano alemán no podía contraer «matrimonio mixto» en Holanda, por ejemplo. El delito implícito en las leyes de Nuremberg era un delito internacional; estas leyes violaban los derechos y libertades nacionales, constitucionales, pero ello no importaba a la comunidad de las naciones. Sin embargo, «la emigración forzosa» o la expulsión, que pasó a ser instrumento de política nacional a partir de 1938, sí importó a la comunidad internacional, por cuanto aquellos que habían sido expulsados aparecían en las fronteras de otros países, que o bien quedaban obligados a aceptarlos como huéspedes no invitados, o bien a pasarlos de contrabando a otros países igualmente renuentes a aceptarlos. En otras palabras, la expulsión de nacionales constituye ya un delito contra la humanidad, si es que por «humanidad» entendemos la comunidad de naciones únicamente. Tanto el delito nacional de la discriminación legalizada como el delito internacional de la expulsión no carecían de precedentes, incluso en la época contemporánea. La discriminación legal había sido practicada en todos los países balcánicos, y la expulsión masiva había ocurrido al término de muchas revoluciones. Entonces fue cuando el régimen nazi declaró que el pueblo alemán no quería judíos en Alemania, y que, además, deseaba que la totalidad del pueblo judío desapareciera de la faz de la tierra, con lo que un nuevo crimen, un crimen contra la humanidad ―en el sentido de crimen «contra la condición humana» o contra la naturaleza de la humanidad―, hizo su aparición en la historia. La expulsión y el genocidio, ambos delitos internacionales, deben considerarse aparte. La primera es un delito contra las otras naciones, y el segundo es un ataque a la diversidad humana como tal, es decir, a una de las características de la «condición humana», sin la cual los términos «humanidad» y «género humano» carecerían de sentido.

Si el tribunal de Jerusalén hubiera comprendido que existen ciertas diferencias entre expulsión, genocidio y discriminación, hubiera quedado inmediatamente aclarado que el mayor crimen que ante sí tenía, a saber, el exterminio físico del pueblo judío, era un delito contra la humanidad, perpetrado en el cuerpo del pueblo judío, y que únicamente la elección de las víctimas, no la naturaleza del delito, podía ser consecuencia de la larga historia de antisemitismo y odio hacia los judíos. En tanto en cuanto las víctimas eran judíos, resultaba justo y pertinente que los jueces fueran judíos; pero, en tanto en cuanto el delito era un delito contra la humanidad, exigía que fuera un tribunal internacional el que asumiera la función de hacer justicia. (Que el tribunal de Jerusalén no efectuara esta distinción resultó sorprendente, por cuanto había sido hecha ya anteriormente por el ministro de Justicia de Israel, el señor Rosen, quien, en 1950, había insistido en «la distinción entre esta ley [la de delitos contra el pueblo judío] y la Ley para la Prevención y Castigo del Genocidio», que fue debatida pero no votada por el Parlamento israelita. Evidentemente, el tribunal de Jerusalén consideró que no tenía derecho alguno a rebasar los límites fijados por la ley interna del Estado, de manera que, al no estar el genocidio tipificado por las leyes de Israel, tampoco podía el tribunal tomar este delito en consideración.) Entre las numerosas y muy autorizadas voces que formularon objeciones a la competencia de jurisdicción del tribunal de Jerusalén, y se mostraron favorables a la constitución de un tribunal internacional, tan solo una, la de Karl Jaspers, declaró clara e inequívocamente, en una entrevista radiada celebrada antes del inicio del juicio, y posteriormente publicada en Der Monat, que «el delito contra los judíos era también un delito contra el género humano», y que, «en consecuencia, únicamente un tribunal que represente al género humano puede dictar sentencia». Jaspers propuso que el tribunal de Jerusalén, tras haber visto la práctica de las pruebas, se inhibiera de dictar sentencia, declarándose incompetente al efecto, debido a que la naturaleza jurídica del delito en cuestión podía todavía ser objeto de controversias, del mismo modo que podía serlo el problema de aquella derivada, referente a cuál era la autoridad judicial competente para dictar sentencia en un delito que había sido cometido en cumplimiento de las órdenes del gobierno. Además, Jaspers dejó sentado que una sola cosa era cierta: «Este delito es, al mismo tiempo, más y menos, que un asesinato común», y, aun cuando tampoco era un «crimen de guerra», no cabía la menor duda de que «el género humano sería destruido si se permitía que los estados cometieran tales delitos».

La propuesta de Jaspers, que en Israel nadie se tomó la molestia de estudiar, hubiera sido de imposible práctica, desde el punto de vista técnico, tal cual estaba formulada. La competencia de jurisdicción es un incidente que debe ser resuelto antes del comienzo del juicio. Y una vez una autoridad judicial se ha declarado competente, debe proseguir su actividad hasta dictar sentencia. Sin embargo, estas objeciones puramente formalistas hubieran podido ser contrarrestadas si Jaspers no se hubiera referido al tribunal de justicia de Jerusalén, sino al Estado de Israel, el cual se hubiera podido inhibir de ejecutar la sentencia, vista la naturaleza sin precedentes de los delitos apreciados en esta. Entonces, Israel hubiera podido recurrir a las Naciones Unidas, y demostrar con las pruebas ya practicadas, la imperativa necesidad de establecer un tribunal internacional que entendiera en aquellos nuevos delitos cometidos contra el género humano. E Israel hubiera podido «crear una saludable inquietud» por el medio de preguntar una y otra vez qué debía hacer con aquel hombre al que tenía prisionero en su territorio. La constante repetición hubiera hecho comprender a la opinión pública mundial la necesidad de crear un permanente tribunal internacional de lo penal. Solamente así, creando una «situación tensa», preocupando a los representantes de todas las naciones, hubiera sido posible evitar que los «pueblos del mundo quedaran con la conciencia tranquila», y que «la matanza de judíos se convirtiera en el tipo de delito modelo de otros futuros delitos, un pálido ejemplo, a escala reducida, del genocidio del futuro». La monstruosidad de los hechos ocurridos queda «minimizada» ante un tribunal que únicamente representa a un Estado.

Este argumento en favor de un tribunal internacional fue lamentablemente confundido con otras propuestas basadas en consideraciones muy distintas y de mucho menos peso. Abundaron los amigos de Israel, judíos y no judíos, que temieron que el proceso de Eichmann dañara el prestigio del Estado israelita, y provocara una reacción antijudía en todo el mundo. Se creyó que los judíos no tenían derecho a asumir el papel de jueces y parte al mismo tiempo, y que tan solo podían ejercer la función de acusadores. Según esta opinión, Israel debía retener a Eichmann en custodia hasta que las Naciones Unidas nombraran un tribunal para que lo juzgara. Prescindiendo del hecho de que Israel, en el proceso de Eichmann, se limitó a hacer lo que ya habían hecho todos los países anteriormente ocupados por los alemanes, y que se trataba de un problema de justicia y no de prestigio del Estado de Israel o del pueblo judío, todas estas propuestas tenían un mismo defecto, consistente en que podían ser fácilmente impugnadas por los israelitas. Todas carecían de sentido de la realidad, habida cuenta de que la Asamblea General de las Naciones Unidas había ya «rechazado dos veces las propuestas encaminadas a estudiar la posible formación de un tribunal internacional permanente de lo penal» (A.D.L. Bulletin). Pero el doctor Nahum Goldmann, presidente del Congreso Mundial Judío, hizo otra propuesta de carácter más práctico, que, precisamente por ser factible, ni siquiera fue mencionada. Goldmann invitó a Ben Gurión a establecer un tribunal internacional en Jerusalén, formado por magistrados procedentes de todos los países en que los judíos hubieran sufrido persecución bajo los ocupantes nazis. Evidentemente, esto no hubiera sido suficiente, ya que habría significado tan solo una ampliación de aquellos tribunales que dictaron sentencia en los juicios secuela del de Nuremberg, y, por otra parte, la principal objeción que se formulaba al tribunal de Jerusalén, es decir, que se trataba de un tribunal formado por los vencedores, no hubiese quedado contrarrestada. Sin embargo, la propuesta de Goldmann significaba un paso adelante en el camino hacia la solución correcta del problema.

Como se recordará, ante todas esas propuestas Israel reaccionó con gran violencia. Y si bien es cierto, tal como señaló Yosal Rogat (en The Eichmann Trial and the Rule of Law, publicado por el Centro de Estudio de Instituciones Democráticas, Santa Barbara, California, 1962), que Ben Gurión siempre fue «incapaz, al parecer, de comprender debidamente la pregunta ¿Por qué no es juzgado Eichmann por un tribunal internacional?», también lo es que quienes formulaban tal interrogante no comprendían que, para Israel, la única nota carente de precedentes que presentaba el proceso de Eichmann consistía en que por primera vez desde el año setenta de nuestra era, en que Jerusalén fue destruida por los romanos, podían los judíos juzgar crímenes cometidos contra su pueblo, que, por primera vez, no necesitaban recurrir a otros para pedir protección y justicia, y que, por primera vez, no tenían que ampararse en la dudosa fraseología de los Derechos Humanos, derechos que, como los judíos sabían mejor que cualquier otro pueblo, únicamente son invocados por aquellos que son demasiado débiles para defender sus «derechos de ingleses» y para aplicar sus propias leyes. (El mero hecho de que Israel tuviera unas leyes propias cuyo articulado permitiera la celebración del proceso que nos ocupa fue considerado, mucho antes de que se abriera el procedimiento contra Eichmann, como expresión de «la revolucionaria transformación que ha tenido lugar en lo que se refiere a la posición política del pueblo judío», según dijo el señor Rosen, en ocasión de la lectura de la ley de 1950 ante el Knesset.) Ben Gurión tenía muy presentes estas vívidas experiencias y aspiraciones cuando dijo: «Israel no necesita la protección de un tribunal internacional».

Además, la argumentación que afirmaba que el delito contra los judíos era ante todo un delito contra la humanidad, en la que se basaban las propuestas de la formación de un tribunal internacional, contradecía flagrantemente la ley que se aplicó a Eichmann. En consecuencia, aquellos que proponían que Israel hiciera entrega de su prisionero, hubieran debido dar un paso más y declarar: la Ley (de Castigo) de Nazis y Colaboradores Nazis de 1950, mal formulada, se halla en desacuerdo con lo que verdaderamente ocurrió, y no abarca los hechos que debiera abarcar. Y esta afirmación hubiera sido absolutamente correcta, debido a que del mismo modo que el asesinato es objeto de persecución debido a que conculca la ley de la comunidad, y no porque haya privado a tal o cual familia de aquel miembro que con su trabajo ganaba el pan de todos, del esposo y padre, igualmente podemos decir que los modernos asesinos masivos, funcionarlos del Estado, deben ser perseguidos debido a que han transgredido el orden imperante en el género humano, y no porque hayan dado muerte a millones de seres. Nada hay más pernicioso para la correcta comprensión de estos nuevos delitos, o nada hay que obstaculice mayormente la formación de un código penal internacional que sea de aplicación a aquellos, que la difundida falsa creencia en que el delito de asesinato y el delitode genocidio son esencialmente iguales, y que, en consecuencia, el segundo «no es un delito nuevo, en puridad». La esencia del segundamente nombrado delito consiste en que quebranta un orden distinto y perjudica a una comunidad distinta. Y precisamente debido a que Ben Gurión sabía muy bien que la discusión a que acabamos de referirnos afectaba a la validez de la ley de Israel, el primer ministro terminó por reaccionar amargamente, ya que no con violencia, contra los críticos de los procedimientos judiciales israelitas: fuese lo que fuese lo que los «llamados especialistas» dijeron, sus argumentos no eran más que «sofismas» inspirados por el antisemitismo, o, caso de que pertenecieran a la raza judía, por los complejos de inferioridad. «Que el mundo lo sepa: no entregaremos a nuestro prisionero.»

En honor a la verdad, debemos decir que el espíritu inspirador de estas palabras fue el que imperó en el curso del proceso de Eichmann. Pero creo que podemos afirmar, sin temor a errar, que este último juicio, entre los que fueron secuela del de Nuremberg, no tendrá un valor de precedente superior, y quizá lo tenga inferior, al propio de los que le precedieron. Lo dicho poca importancia tendría, habida cuenta de que la principal finalidad del proceso de Eichmann ―acusar y defender, juzgar y condenar al procesado― fue conseguida, si no fuera por la un tanto inquietante, pero prácticamente innegable, posibilidad de que en el futuro se cometan otros delitos de esta misma naturaleza. Las razones de esta siniestra posibilidad son tanto de carácter general como de carácter específico. Es propio de la historia de la naturaleza humana que todo acto ejecutado una vez e inscrito en los anales de la humanidad siga siendo una posibilidad mucho después de que su actualización haya pasado a formar parte de la historia. Jamás ha habido castigo dotado del suficiente poder de ejemplaridad para impedir la comisión de delitos. Contrariamente, sea cual fuere el castigo, tan pronto un delito ha hecho su primera aparición en la historia, su repetición se convierte en una posibilidad mucho más probable que su primera aparición. Las razones específicas que abonan la posibilidad de la repetición de los delitos cometidos por los nazis son todavía más plausibles que las que abonan aquella genérica repetición. La temible coincidencia del moderno y explosivo incremento de la población mundial con el descubrimiento de medios técnicos que, a través de la automación, darán a amplios sectores de la población el carácter de «superfluos», incluso desde el punto de vista laboral, y que, por medio de la energía nuclear, permiten hacer frente a esta doble amenaza, con instrumentos en comparación con los cuales las instalaciones de gaseamiento de Hitler parecen un juguete para el uso de niños con malas inclinaciones, debiera ser suficiente para inducirnos a temblar.

Se debe esencialmente a esta razón ―la de que el hecho sin precedentes puede, al parecer, convertirse en un precedente que se repita en el futuro― que todos los procesos concernientes a «delitos contra la humanidad» hayan de ser considerados y estudiados aplicándoles unos criterios que, en nuestros días, son todavía «teóricos». Si en la actualidad el genocidio es una posibilidad de futura realización, ningún pueblo del mundo ―y en especial el pueblo judío, tanto si es el de Israel, como si no― puede tener una razonable certeza de supervivencia, sin contar con la ayuda y la protección del derecho internacional. El éxito o el fracaso en el tratamiento de aquello que hasta el momento carecía de precedentes puede depender únicamente de las mayores o menores posibilidades de que dicho tratamiento pueda servir de precedente en los avances conducentes a la consecución de un derecho penal internacional. Exigir que los juzgadores en los procesos de esta índoleprocuren actuar de modo que sienten tal precedente no constituye una petición excesiva, no implica solicitar más de lo que cabe esperar. Tal como el magistrado Jackson puso de relieve en Nuremberg, el derecho internacional es «producto de los acuerdos y tratados entre las naciones, así como de las costumbres generalmente observadas. Sin embargo, toda costumbre tiene su origen en un solo acto... Los hombres de nuestro tiempo tienen el derecho de iniciar costumbres y de concluir tratados que devengan fuentes de nuevas y más fuertes normas de derecho internacional». Pero el magistrado Jackson olvidó decir que, como consecuencia del carácter de derecho inconcluso, que es propio del derecho internacional, compete a los jueces en los procedimientos ordinarios la tarea de hacer justicia sin la ayuda del derecho positivo, o más allá de los límites que este les impone. Quizá, desde el punto de vista del juez, lo anterior comporte graves dificultades, y es muy probable que se sienta inclinado a protestar, en el sentido de que aquel «solo acto» cuya ejecución se le pide debe ser realizado por el legislador, no por él.

En verdad, antes de que formulemos conclusión alguna acerca del éxito o el fracaso del tribunal de Jerusalén en el cumplimiento de su misión, debemos resaltar que los magistrados que lo formaban tenían la firme convicción de que carecían de todo derecho a convertirse en legisladores, de que debían actuar dentro de los límites señalados por la ley israelita, por una parte, y por la doctrina jurídica generalmente aceptada, por otra. Además, debemos reconocer que sus fracasos no fueron superiores, por su naturaleza o por su alcance, a los del juicio de Nuremberg o a los de los juicios secuela de este, celebrados en los países europeos. Contrariamente, los fracasos del tribunal de Jerusalén se debieron, en parte, al deseo de seguir con excesiva fidelidad el precedente de Nuremberg.

En resumen, el fracaso del tribunal de Jerusalén consistió en no abordar tres problemas fundamentales harto conocidos y suficientemente estudiados, a partir de la formación del tribunal de Nuremberg: el problema de la parcialidad propia de un tribunal formado por los vencedores, el de una justa definición de «delito contra la humanidad», y el de establecer claramente el perfil del nuevo tipo de delincuente que comete este tipo de delito.

En cuanto al primero de estos problemas, debemos decir que en Jerusalén los intereses de la justicia quedaron todavía más perjudicados de lo que lo fueron en Nuremberg, debido a que el tribunal no admitió la presencia de testigos de la defensa. Desde el punto de vista de las exigencias tradicionales en orden a la celebración de un juicio justo y legal, lo anterior fue el más grave defecto del proceso de Jerusalén. Además, si bien al término de la guerra resultaba inevitable que fuesen los vencedores quienes dictaran sentencia ―al argumento dado por el magistrado Jackson, «o bien los vencedores juzgan a los vencidos, o bien estos se juzgan a sí mismos», debemos añadir la comprensible creencia de los aliados, según la cual «quienes lo han arriesgado todo no pueden admitir la actuación de los neutrales» (Vabres)―, no cabe decir lo mismo dieciséis años más tarde, y en circunstancias bajo las cuales la argumentación contra la actuación de los neutrales había dejado de tener sentido.

En cuanto al segundo problema, los considerandos del tribunal de Jerusalén fueron infinitamente más justos y razonados que los del tribunal de Nuremberg. Me he referido anteriormente a aquella definición que de los «crímenes contra la humanidad» da la Carta de Nuremberg, considerándolos como «actos inhumanos», lo cual fue traducido al alemán como Verbrechen gegen die Menschlichkeit, como si los nazis solamente hubieran carecido de bondad humana,traducción a la que bien podemos llamar el mayor eufemismo del presente siglo. Cierto es que si la dirección del juicio de Jerusalén hubiera estado únicamente en manos del fiscal, los errores básicos hubieran sido mucho peores que los de Nuremberg. Pero no se permitió que el carácter básico del delito juzgado quedara oculto sumergido bajo un mar de atrocidades, y los jueces no cayeron en la trampa de equiparar el delito juzgado con los ordinarios crímenes de guerra. Lo que en Nuremberg se mencionó ocasionalmente, como si de un asunto marginal se tratara ―«las pruebas demuestran que los asesinatos y crueldades masivas no fueron cometidos solamente con el fin de reprimir la oposición al régimen», sino que constituían «parte de un plan encaminado a eliminar por entero poblaciones nativas»―, en Jerusalén constituyó el mismísimo objeto central del procedimiento, debido a la evidente razón de que Eichmann fue acusado de delitos contra el pueblo judío, de delitos que no podían ser aplicados en méritos de un propósito utilitario. Los judíos fueron asesinados a lo largo y ancho de Europa, no solo en el Este, y su aniquilamiento no se debió al deseo de conseguir territorio «para su posterior colonización por parte de los alemanes». La gran ventaja propia de un juicio centrado en los delitos contra el pueblo judío radicaba, no solo en que sentaba con la claridad suficiente para permitir que pasara a formar parte del futuro derecho internacional aquella diferencia que mediaba entre los delitos de guerra, tales como el fusilamiento de guerrilleros y la matanza de rehenes, por una parte, y los «actos inhumanos», tales como la «expulsión y aniquilamiento» de poblaciones nativas, a fin de permitir que los invasores colonizaran el territorio, por otra, sino que también sentaba la diferencia entre los «actos inhumanos» (cometidos con propósitos conocidos, y criminales, cual la expansión colonial) y los «delitos contra la humanidad», cuyo propósito carecía de precedentes. Sin embargo, tanto en el curso del proceso como en el contenido de la sentencia no se mencionó, en el juicio de Jerusalén, siquiera la posibilidad de que el exterminio de grupos étnicos, en su totalidad ―judíos, polacos o gitanos―, pudiera constituir algo más que un delito contra los judíos, los polacos o los gitanos, y que tales delitos ponían en peligro y lesionaban gravemente el orden internacional y el género humano en general.

En estrecha relación con esta deficiencia se hallaba la conspicua impotencia que los juzgadores demostraron cuando se enfrentaron con la más ineludible de sus tareas, con la tarea de llegar a conocer al delincuente al que debían juzgar. Evidentemente, no bastaba con que los jueces no aceptaran la descripción, evidentemente errónea, que la acusación hizo del procesado, al que calificó de «sádico pervertido», ni tampoco hubiera bastado con que los jueces hubiesen dado un paso más y hubieran puesto de relieve la incoherencia del alegato acusatorio, en el que el fiscal Hausner solicitaba el castigo del monstruo más anormal que jamás vieran los humanos, y, al mismo tiempo, pretendía que al castigar al procesado se castigara, en su persona, a «muchos que fueron igual que él», e incluso «al movimiento nazi y al antisemitismo globalmente considerados». Los jueces sabían que hubiera sido muy confortante poder creer que Eichmann era un monstruo, incluso teniendo en cuenta que llegar a tal convicción significaba la frustración de los deseos de Israel, o, por lo menos, que el caso perdiera todo interés. Evidentemente, no hubiera valido la pena convocar a los corresponsales de prensa de todos los rincones del mundo con el fin de exhibir ante ellos a un nuevo Barba Azul. Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente ―tal como los acusados y sus defensores dijeron hasta la saciedad en Nuremberg―, que en realidad merece la calificación de hostis humani generis, comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad. En este aspecto, las pruebas practicadas en el caso de Eichmann fueron todavía más convincentes que las pruebas efectuadas en los juicios de los principales criminales de guerra, cuyas protestas de inocencia y de conciencia limpia podían ser más fácilmente ignoradas por cuanto estaban sustentadas en el argumento de la obediencia de «órdenes superiores», combinado con diversos alardes de ocasionales desobediencias. Pero, aun cuando la mala fe de los acusados era manifiesta, la única base que permitía demostrar materialmente que su conciencia no estaba limpia estaba constituida por el hecho de que los nazis, y en especial los miembros de las organizaciones criminales a que Eichmann había pertenecido, se dedicaron con gran ardor a destruir las pruebas de sus delitos, en el curso de los últimos meses de la guerra. E incluso esta base era un tanto débil, por cuanto solamente demostraba el reconocimiento de que las leyes que preceptuaban el asesinato masivo no habían sido todavía aceptadas, debido a su novedad, por las restantes naciones; o, dicho sea en el lenguaje de los nazis, que estos habían perdido la batalla iniciada con el fin de «liberar» al género humano del «yugo de los subhumanos», especialmente del dominio de los Ancianos de Sión; o, dicho sea en lenguaje común, solamente demostraba el reconocimiento de su derrota. ¿Alguno de los acusados habría sentido remordimientos de conciencia, en caso de ganar la guerra?

Entre los grandes problemas planteados en el proceso de Eichmann, tenía principal importancia el planteado por la premisa, común a todos los modernos ordenamientos jurídicos, de que para la comisión de un delito es imprescindible que concurra el ánimo de causar daño. La jurisprudencia de los países civilizados quizá de ninguna otra nota se haya enorgullecido tanto como de la consistente en tener en cuenta el llamado factor subjetivo. Cuando dicho ánimo no concurre, cuando, por las razones que sea, incluso las de la locura moral, el sujeto activo no puede distinguir debidamente entre el bien y el mal, consideramos que no puede haber delito. Rechazamos, y las consideramos bárbaras, las afirmaciones de que «los grandes delitos ofenden de tal modo a la naturaleza, que incluso la tierra dama venganza; que el mal viola la natural armonía de tal manera que tan solo la retribución puede restablecerla; que las comunidades ofendidas por el delito tienen el deber moral de castigar al delincuente» (Yosal Rogat). Pese a ello, estimo innegable que precisamente en virtud de estas olvidadas afirmaciones Eichmann fue sometido a la acción de la justicia, y que tales afirmaciones fueron, en verdad, la justificación suprema de la pena de muerte. Debido a que Eichmann había intervenido, cumpliendo una función central, en una empresa cuya finalidad era la de eliminar para siempre a ciertas «razas» de la faz de la tierra, tenía que ser eliminado. Y si admitimos que «no solo es necesario hacer justicia, sino también mostrar públicamente que se hace justicia», también deberemos admitir que la justicia hecha en Israel hubiera sido públicamente mostrada a todos, si los juzgadores se hubieran atrevido a dirigir al acusado las siguientes, o parecidas palabras:


«Has reconocido que el delito cometido contra el pueblo judío en el curso de la guerra es el más grave delito que consta en la historia, y también has reconocido tu participación en él. Pero has dicho que nunca actuaste impulsado por bajos motivos, que nunca tuviste inclinación a matar, que nunca odiaste a los judíos, y pese a esto, no pudiste comportarte de manera distinta y no te sientes culpable. Nos es muy dificil, aunque no imposible, creerte; existen pruebas, aunque escasas, que demuestran sin dejar lugar a dudas razonables lo contrario de cuanto afirmas, en lo referente a tus motivos y tu conciencia. También has dicho que tu papel en la Solución Final fue de carácter accesorio, y que cualquier otra persona hubiera podido desempeñarlo, por lo que todos los alemanes son potencialmente culpables por igual. Con esto quisiste decir que, cuando todos, o casi todos, son culpables, nadie lo es. Esta es una conclusión muy generalizada, pero nosotros no la aceptamos. Y si no comprendes las razones por las que nos negamos a aceptarla, te recomendamos que recuerdes la historia de Sodoma y Gomorra, dos vecinas ciudades bíblicas que fueron destruidas por fuego bajado del cielo porque todos sus habitantes eran culpables. Esto, dicho sea incidentalmente, ninguna relación guarda con la recién inventada teoría de la “culpabilidad colectiva”, según la cual hay gente que es culpable, o se cree culpable, de hechos realizados en su nombre, pero que dicha gente no ha realizado, es decir, de hechos en los que no participaron y de los que no se beneficiaron. En otras palabras, ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de responsabilidad.

»Afortunadamente no se llegó tan lejos. Tú mismo has hablado de una culpabilidad por igual, en potencia, no en acto, de todos aquellos que vivieron en un Estado cuya principal finalidad política fue la comisión de inauditos delitos. Poco importan las accidentales circunstancias interiores o exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que los otros hubiesen podido hacer. Aquí nos ocupamos únicamente de lo que hiciste, no de la posible naturaleza inocua de tu vida interior y de tus motivos, ni tampoco de la criminalidad en potencia de quienes te rodeaban. Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que si estas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal de lo penal. Si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan solo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento de una organización de asesinato masivo, todavía queda el hecho de haber, tú, cumplimentado y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa.

Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación ―como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo―, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado».