CAPÍTULO TRES - LAS RATAS GIGANTES

Dos noches después de la desaparición de Skinner, el médico de Podbourne se hallaba, cerca de Hankey, conduciendo su calesa. Había estado toda la noche ayudando a venir a este mundo tan curioso en que vivimos, a otro ciudadano muy poco distinguido, y una vez cumplida su tarea se dirigía a su casa, muy cansado y soñoliento. Serían las dos de la madrugada y acababa de salir la luna en menguante. La noche estival había refrescado y se había formado una tenue niebla baja que indiferenciaba a los objetos. El médico iba completamente solo —su cochero estaba enfermo en cama— y nada se podía divisar ni a derecha ni a izquierda, fuera del movedizo misterio de los setos interponiéndose al resplandor amarillento de las lámparas del coche en continua sucesión, ni nada podía oírse sino el trote pausado del caballo y el rechinar y el chirriar de las ruedas. Tenía tanta confianza en su caballo como en sí mismo, y no es, por lo tanto, de extrañar que el doctor dormitara...

Ya conocéis esa intermitente modorra del que está sentado: la cabeza inclinada, moviéndose al ritmo de las ruedas, el mentón pegado al pecho, y, de pronto, la incorporación súbita con un sobresalto.

Pit, pat, pat.

¿Qué es eso?

Le pareció al doctor haber oído un ligero y agudísimo chillido cercano. Durante unos instantes permaneció despierto. Profirió dos o tres palabras de inmerecida recriminación a su caballo, y miró alrededor de sí. Intentó persuadirse de que lo que había oído era el distante chillido de una zorra...

Suich, suich, suich, pit, pat, suich...

¿Qué había sido aquello?

Imaginó que se estaba volviendo asustadizo. Se encogió de hombros y gruñó a su caballo que siguiera adelante. Escuchó y no oyó nada.

¿Nada?

Tuvo la impresión de que un bicho le estaba acechando por encima del seto, pues le pareció ver una extraña cabezota. ¡Y con orejas redondas! Revisó cuidadosamente el lugar, pero no pudo ver nada.

—¡Tonterías! —murmuró.

Se incorporó con la idea de haber sido objeto de una pesadilla, dio al caballo un suave latigazo, le dijo unas palabras y volvió a escrutar por encima del seto. Sin embargo, el fulgor de la lámpara combinado con la niebla daba un aspecto borroso a todas las cosas, y no le fue posible distinguir nada. Se le ocurrió, según dijo, que no podía haber nada, porque si hubiese algo su caballo se habría espantado. No obstante, permaneció con los sentidos nerviosamente despiertos.

Luego oyó muy claramente un blando ruido de pisadas rápidas, que perseguían algo por la carretera.

No quiso dar crédito a sus oídos. No pudo mirar alrededor de sí porque la carretera hacía una curva muy sinuosa precisamente allí. Fustigó al caballo y volvió a mirar a uno y otro lado. Y entonces vio muy distintamente, allí donde un rayo de luz de la lámpara saltó por encima de un trecho bajo del seto, el lomo curvo de algún gran animal, no habría podido decir cuál, que lo iba siguiendo junto al carruaje en rápidos saltos convulsivos.

Dice el doctor que pensó entonces en los viejos cuentos de brujería. Aquello era completamente distinto a cualquier animal conocido, y el médico aseguró firmemente las riendas por miedo al sobresalto de su caballo. A pesar de ser una persona muy instruida, confiesa que llegó a preguntarse si aquello podía ser algo que su caballo no podía ver.

Frente a él, y acercando cada vez más su silueta a la luz de la naciente luna, se destacaba el pequeño villorrio de Hankey, muy reconfortante, a pesar de no tener ni una luz encendida. El médico restalló el látigo y volvió a hablar al caballo, y entonces, con la rapidez de un relámpago, lo atacaron las ratas.

Había pasado ya un portal, y en el momento de hacerlo, la rata que iba en cabeza saltó en medio de la calle por encima de él, saliendo de la oscuridad para destacarse bajo la mayor claridad posible, la cara vivaz y afilada, las orejas redondeadas, el largo cuerpo exagerado por sus movimientos, y lo que más le impresionó; las patas rosadas, con los dedos unidos por las membranas características de la bestia. Lo que debió ser más horrible en aquel momento fue el hecho de no tener la menor idea de que aquel bicho fuese ninguno de los animales de la creación que él conocía. No lo reconoció como rata a causa del tamaño. El caballo dio un brinco al saltar la rata a su lado. La aldea despertó en medio de un tumulto, al percibir el chasquido del látigo y los gritos que daba el médico. Los acontecimientos se precipitaron.

Rat, clat, clat, clat.

—El doctor —uno se imagina— se puso de pie, gritó a su caballo y se puso a dar latigazos con toda su fuerza. La rata dio un respingo y retrocedió, muy tranquilizadoramente, al recibir el trallazo —al resplandor de su lámpara, el doctor pudo ver cómo una estría surcaba la piel del animal bajo el impacto del látigo— y el médico siguió propinando latigazos sin parar, sin advertir al segundo perseguidor, que iba ganando terreno a su derecha.

Soltó las riendas y miró hacia atrás para descubrir a la tercera rata que lo perseguía...

El caballo se arrojó hacia delante. La calesa saltó al pasar por un bache. Durante un minuto frenético todo pareció revolverse en saltos y brincos.

Fue una gran suerte que el caballo se cayera en Hankey, y no antes o después de pasar por delante de las casas.

Nadie sabe cómo cayó el caballo: si tropezó o si la rata de la derecha consiguió hincar sus cortantes dientes en su flanco (cargándole el peso entero de su corpachón); el médico no descubrió que a él también lo habían mordido hasta que se encontró dentro de la casa del ladrillero, y mucho menos pudo descubrir cuándo recibió la mordedura, a pesar de que ésta era francamente mala: una larga herida cortante, como producida por un tomahawk doble que le hubiese cortado dos tiras paralelas de carne a partir del hombro izquierdo.

En un momento el doctor saltó de la calesa al suelo, torciéndose con fuerza el tobillo, aunque él lo ignoró, y se puso a dar latigazos furiosamente a una tercera rata que se lanzaba directamente contra él. Casi ni recuerda el salto que tuvo que dar por encima de la rueda, al volcarse la calesa, tan borrosas fueron las raudas y candentes impresiones que le acometieron. Yo creo que el caballo se encabritó al sentir que la rata se mordía el cuello, cayendo entonces de lado y arrastrando el carruaje en su caída; el doctor saltó, como si dijéramos, de modo instintivo. Al volcarse la calesa, el depósito de la lámpara se rompió y de repente surgió una gran llamarada de aceite ardiente, una explosión de luz blanca.

Esto fue lo primero que vio el ladrillero.

Había oído el trote que indicaba la proximidad del doctor, y, aunque éste no recuerde nada, unos gritos desaforados. Había saltado apresuradamente de la cama, y al hacerlo oyó un estruendo terrorífico, con la erupción de la llamarada tras la persiana que levantaba.

—Era más claro que el día —dijo después el ladrillero.

Se quedó como petrificado, con la cuerda de la persiana en la mano contemplando estupefacto por la ventana la pesadillezca transformación de la familiar carretera que se extendía ante él. La negra silueta del doctor, haciendo molinetes con el látigo, resaltaba sobre el fondo de las llamas. El caballo coceó indistintamente, medio oculto por el resplandor, con una rata agarrada al cuello. En la oscuridad, contra la pared del cementerio parroquial, los ojos de un segundo monstruo brillaban con malignidad. Otro —simple masa de espantosa negrura con luminosos ojos rojos y las patas delanteras de color de carne— se agarraba en equilibrio inestable sobre la albardilla del muro adonde había trepado al producirse la explosión de la lámpara.

Ya conocéis la astuta cara de una rata, sus dientes afilados y los ojos vivos. Vista con una ampliación séxtuple de sus dimensiones lineales y aun más amplificadas por las tinieblas, el asombro y los danzantes brincos fantásticos de las llamas, debió de ser un pésimo espectáculo para el ladrillero, aun medio dormido.

Entonces el doctor se dio cuenta de la oportunidad que se le ofrecía, de la tregua momentánea que suministraba el fuego, y desapareció de la vista del ladrillero, aporreando la puerta con el mango del látigo...

El ladrillero no lo dejó entrar hasta que fue en busca de una luz.

Algunos le han hecho reproches al pobre hombre; pero, por mi parte, hasta que conozca mejor lo que puede dar de sí mi propio valor, vacilo en unirme a los que lo censuran.

El doctor aulló y golpeó la puerta...

El ladrillero dice que el hombre lloraba de terror cuando, por fin, se abrió la puerta.

—¡Cierre! —musitó el médico—. ¡Cierre...!

No pudo terminar la frase: «Cierre la puerta y eche el cerrojo.»

Intentó ayudar al ladrillero a cerrar, pero no hizo otra cosa que estorbar, tuvo que sentarse en una silla junto al reloj, mientras el dueño de casa aseguraba la puerta.

—¡No sé lo que son —repitió varias veces— ¡No sé lo que son! —con un «son» de tono muy agudo.

El ladrillero le ofreció whisky, pero el médico no permitió que lo dejara sólo con aquella luz vacilante en aquellos momentos.

Pasó un buen rato antes de que pudiera convencerle que lo dejase ir arriba.

Y cuando el fuego en la carretera se apagó, las ratas volvieron, se echaron sobre el caballo muerto, lo arrastraron a través del cementerio parroquial hasta el horno de ladrillos y lo devoraron hasta el amanecer, sin que nadie se atreviera a estorbarlas...

II

Redwood fue a ver a Bensington a eso de las once de la mañana del día siguiente, con la «segunda edición» de tres periódicos en las manos.

Bensington levantó la vista de su desalentada meditación sobre las páginas de la novela más distraída que el bibliotecario de Brompton Road había sido capaz de encontrarle.

—¿Algo nuevo? —preguntó.

—Dos hombres picados cerca de Chartham.

—Debieron de habernos dejado quemar aquel nido. Realmente, la culpa es suya.

—Claro que es suya la culpa! —exclamó Redwood.

—¿Sabe usted algo de la compra de la granja?

—El corredor de fincas —dijo Redwood— es un sujeto de una boca muy grande y madera compacta. Pretende que hay alguien, otra persona, que también quiere comprar la finca. Siempre dicen lo mismo, ¿sabe usted? Y no quiere comprender la prisa. «Es cuestión de vida o muerte», le dije. «¿No lo comprende usted?» Entornó los ojos, y contestó: «Entonces, ¿por qué no se decide usted a pagar doscientas libras más?» Prefiero vivir en un mundo invadido de avispas a ceder ante la inquebrantable estupidez de ese asqueroso sujeto. Yo...

Se calló, pensando que una declaración como ésta podría estropearse fácilmente según cuál fuera su conclusión.

—¿Sería mucho esperar —preguntó Bensington— que una de las avispas...?

—La avispa no tiene más idea de la utilidad pública que la que pueda tener... que la que pueda tener un corredor de fincas —repuso Redwood.

Siguió hablando, durante un buen rato, de corredores de fincas, procuradores y otra gente de la misma calaña, del modo injusto y poco razonable que acostumbra a hablar mucha gente cuando se trata de hacer cálculos sobre proyectados negocios. (De todas las estupideces de este estúpido mundo, la más estúpida de todas, a mi entender, consiste en que mientras se da por sentado, como la cosa más natural, que un médico o un soldado deben tener un alto sentido del honor, del valor y de la eficiencia, a un procurador o a un corredor de fincas no sólo se le permite, sino que ya se acepta de antemano, que no debe mostrar otra cosa que una especie de codiciosa, untuosa y marrullera imbecilidad.) Y luego, sintiéndose bastante aliviado, se dirigió a la ventana y permaneció allí, contemplando el tránsito de Sloane Street.

Bensington había dejado su novela, la más emocionante que concebirse pudiera, sobre la mesa. Entrelazó los dedos de las manos con mucho cuidado y se puso a contemplarlos.

—Redwood, ¿hablan mucho de nosotros? —preguntó.

—No tanto como esperaba.

—¿No irán a denunciarnos?

—En absoluto. Pero, por otro lado, no apoyan lo que yo les indico que debe hacerse. He escrito a The Times, ¿sabe usted?, explicándolo todo...

—Aquí tenemos el Daily Chronicle—dijo Bensington.

—Y The Times ha publicado un largo editorial sobre el tema, un editorial de primera, muy bien escrito, con tres latinajos al estilo The Times (uno de ellos es statu quo), y se lee como si fuera directamente la voz de Alguien Impersonal de la Mayor Importancia, enfermo de Cefalea Gripal, hablando a través de páginas y más páginas de fieltro, sin que mejorara en nada su dolencia. Al leer entre líneas, ¿sabe usted?, queda claro que The Times considera, inútil paliar los hechos, y que algo (indefinido, naturalmente) tiene que hacerse de inmediato. De otro modo habrá indudablemente consecuencias más indeseables... The Times es inglés ¿sabe usted?, porque aumentarán las avispas y las picaduras. ¡Un artículo digno de un gran hombre de gobierno!

—Y mientras tanto nuestra obra se desparrama por todas partes en forma desagradable.

—Así es.

—Me pregunto si Skinner tendría razón en lo de esas ratas gigantes...!

—¡Oh, no! Eso sería demasiado —dijo Redwood.

Se acercó a Bensington y se quedó de pie junto a su silla.

—Y a propósito —dijo bajando imperceptiblemente el tono de la voz—, ¿sabe ella...?

E indicó la cerrada puerta.

—¿Quién? ¿Mi prima Jane? Pues, sencillamente, no sabe nada de todo eso. No nos relaciona con ese asunto y no quiere leer los artículos. «¡Avispas gigantes! —dice—. ¡No tengo suficiente paciencia para leer los periódicos!»

—Tenemos suerte —murmuró Redwood.

—Supongo que la señora Redwood...

—No —dijo Redwood—, ahora precisamente da la casualidad de que... se halla muy preocupada por el niño. Y es que, ya sabe, el niño sigue adelante.

—¿Creciendo?

—Sí. Ha aumentado un kilo doscientos treinta gramos en diez días. Ya pesa cerca de veintiocho kilos. Y tiene sólo seis meses. Naturalmente, la cosa es alarmante...

—¿Con buena salud?

—Muy vigoroso. La niñera nos deja porque el niño patalea con demasiada fuerza. Y todo le queda chico, claro está. Todo, absolutamente todo tiene que rehacérsele, la ropa y todo lo demás. Al cochecillo —un asunto sin importancia— se le rompió una rueda, y tuvimos que llevar al chico a casa en la carretilla del lechero. Toda la gente mirando... Y hemos tenido que volver a poner a Georgina Phyllis en la cuna del chico para poderle poner a él en la cama de Georgina Phyllis. Su madre está, como es natural, muy alarmada. Al principio se sentía muy orgullosa e inclinada a elogiar a Winkles. Pero ahora ya no. Tiene la sensación de que aquello no puede ser sano. Usted ya sabe.

—Creí que intentaba usted disminuir las dosis progresivamente.

—Lo intenté, desde luego.

—¿Y no dio resultado?

—Rugidos, dio. Lo corriente es que el grito de un niño sea fuerte y desesperante, y tiene que ser así por el bien de la especie... Pero desde que ha estado sometido al tratamiento con Heracleoforbia...

—¡Mmm! —murmuró Bensington mirándose los dedos con más resignación de la que había demostrado hasta entonces.

—Prácticamente el asunto acabará por saltar. La gente oirá hablar de este niño, lo relacionará con las gallinas y lo demás, y todo lo que ocurre llegará a oídos de mi mujer... Saber cómo se lo tomará es algo de lo que no tengo la más remota idea.

—Es muy difícil —dijo Bensington— establecer un plan... ciertamente.

Se quitó los lentes y los limpió con cuidado.

—Ese es otro caso de lo que está ocurriendo continuamente. Nosotros —si es que puedo aspirar al adjetivo— los científicos, trabajamos siempre, como es natural, para obtener un resultado teórico, un resultado puramente teórico. Pero, incidentalmente, ponemos en marcha una serie de fuerzas... que son unas fuerzas nuevas. No podemos dominarlas... y no hay nadie que pueda hacerlo. Prácticamente, Redwood, el asunto se nos ha escapado de las manos. Nosotros proporcionamos el material...

—Y ellos —dijo Redwood volviéndose hacia la ventana— adquieren la experiencia.

—Mientras persista el jaleo de Kent, no estoy dispuesto a ocuparme más del problema.

—A menos de que sea éste el que se ocupe de nosotros.

—Exacto. Y si les gusta importunarnos con procuradores y picapleitos y obstrucciones legales y poderosísimas consideraciones del orden de la tontera, hasta que se haya obtenido una gran diversidad de especies gigantes de sabandijas ya bien establecidas... Las cosas siempre han sido embrolladas, Redwood. ¿No le parece?

Redwood trazó en el aire una línea retorcida y complicada.

—Y nuestro interés radica en este momento en su hijo.

Redwood dio media vuelta y se acercó a su colaborador mirándolo fijamente.

—¿Qué piensa usted de él, Bensington? Usted puede mirar esta cuestión con más imparcialidad que yo. ¿Qué voy a hacer con él?

—Pues seguir alimentándolo.

—¿Con Heracleoforbia?

—Con Heracleoforbia.

—Pero así crecerá mucho...

—Crecerá, según lo que yo puedo calcular de las gallinas y avispas, hasta alcanzar la altura de diez metros y medio... con todo lo demás en proporción...

—¿Y qué hará entonces?

—Eso es precisamente —repuso Bensington— lo que hace que el experimento sea tan interesante.

—¡Pero, hombre! ¡Piense en su ropa! —exclamó Redwood—. Y cuando haya crecido del todo será como un Gulliver solitario en un mundo de pigmeos.

La mirada de Bensington, por encima de la montura de oro de sus lentes, estaba preñada de intención.

—¿Por qué solitario? —preguntó con voz opaca—. ¿Por qué solitario?

—¿Pero usted no va a proponer...?

—He dicho —explicó Bensington con la complacencia propia del hombre que acaba de pronunciar una buena frase, llena de significado—: ¿Por qué solitario?

—¿Quiere decir que se podría criar a otros niños?

—No quiero decir nada más allá de mi pregunta.

Redwood empezó a andar de un lado para otro.

—¡Por supuesto! —dijo—. Se podría... ¡Pero así y todo! ¿A dónde vamos a llegar?

Evidentemente, Bensington disfrutaba con su actitud de elevada indiferencia intelectual.

—Lo que más me interesa de todo, Redwood, es pensar que su cerebro, en la cúspide de su persona, también se encontrará, según la línea de mi raciocinio, a unos diez metros y medio por encima de nuestro nivel... ¿Qué ocurre?

Redwood estaba de pie, apoyado en la ventana, mirando el anuncio del carruaje distribuidor de periódicos que iba traqueteando calle arriba.

—¿Qué ocurre? —repitió Bensington levantándose.

Redwood profirió una violenta interjección.

—¿Qué pasa? —preguntó de nuevo Bensington.

—Voy a buscar el periódico —dijo Redwood yendo hacia la puerta.

—¿Por qué?

—Voy a buscar el periódico. Algo que no acabo de entender... ¡Ratas gigantes...!

—¿Ratas?

—Sí, ratas. ¡Skinner tenía razón, después de todo!

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Cómo diablos voy a saberlo hasta que no vea el periódico?

¡Grandes ratas! ¡Buen Dios! ¡Me pregunto si se lo habrán comido! —miró alrededor de sí, buscando el sombrero y se decidió a salir sin él.

Al ir bajando los peldaños de dos en dos, pudo oír el tronar de los potentes gritos de los vendedores de periódicos que estaban haciendo su agosto:

—¡Horrible suceso en Kent...! ¡Horrible suceso en Kent! ¡Un médico devorado por las ratas...! ¡Horrible suceso...! ¡Horrible suceso...! ¡Ratas...! ¡Devorado por unas ratas enormes...! ¡Con todos los detalles...! ¡Horrible suceso!

III

Cossar, el bien conocido ingeniero, los encontró en la gran entrada del bloque de pisos. Redwood tenía abierto el húmedo periódico rosado, y Bensington, de puntillas, leía por encima del hombro del otro. Cossar era un gran hombretón, de brazos y piernas flacas y poco elegantes que parecían colocados por casualidad en los ángulos más convenientes de su cuerpo, y un rostro como una talla de madera abandonada en su realización y demasiado poco prometedora para merecer el acabado. La nariz había sido dejada cuadrada y la mandíbula se proyectaba más allá de la línea del maxilar superior. Resollaba más que respiraba. Pocas personas podrían considerarlo guapo. Tenía el pelo enteramente tangencial y su voz, que emitía con muy poca frecuencia, tenía un tono alto y generalmente una calidad de amarga protesta. Siempre llevaba traje gris y sombrero de copa. Cossar metió su enorme mano rojiza en el abismal bolsillo de su pantalón, pagó al cochero y subió los peldaños jadeando con resolución, un ejemplar del periódico cogido por la mitad como el rayo de Júpiter.

—¿Skinner? —decía Bensington sin darse cuenta de la llegada de Cossar.

—No queda nada de él —dijo Redwood—. Seguramente los habrán devorado a los dos. Es demasiado terrible... ¡Hola, Cossar!

—¿Es cosa de ustedes? —preguntó Cossar mostrando el periódico—. Bueno, ¿por qué no acaban de una vez? ¡Por favor!

Y añadió, gritando:

—¿Quieren comprar la finca? ¡Qué tontería! ¡Quemarla es lo que hay que hacer! Ya sabía yo que ustedes lo enredarían todo, ¿qué van a hacer ahora? Pues... lo que yo les diga.

«¿Usted? Eche usted calle arriba hasta el armero, claro. ¿Para qué? A buscar armas. Sí... sólo hay una tienda. ¡Compre ocho fusiles! Rifles. ¡No! ¡Rifles para elefantes, no...! Demasiado grandes. Ni fusiles de los que usa el ejército... demasiado pequeños. Diga que es para matar... un toro. ¡Diga que es para ir a cazar búfalos! ¿Ve usted? ¿Eh? ¿Ratas? ¡No! ¿Cómo diablos podrían comprenderlo...? Porque necesitamos ocho. ¡Y compre gran cantidad de municiones...! ¡No! Póngalo todo en un coche y vaya... ¿dónde está eso? ¿Urshot? A la estación de Charing Cross, entonces. Hay un tren... Coja el primero que salga después de las dos. ¿Cree usted que podrá hacerlo? Perfectamente. ¿Licencia? Claro, vaya a buscar ocho a la oficina de Correos. Licencias para fusil, ¿comprende usted? No para escopeta. ¿Por qué? ¡Porque son ratas, hombre...! Y usted, Bensington, ¿tiene teléfono? ¿Sí? Llamaré a cinco de mis amigos de Ealing. ¿Por qué cinco? ¡Porque es el número apropiado...!

«¿A dónde va usted, Redwood? ¡A coger su sombrero! ¡Tonterías! Aquí tiene el mío. ¡Lo que usted necesita son fusiles... no sombreros, hombre! ¿Tiene usted dinero? ¿Suficiente? Muy bien. Hasta la vista.

«¿Dónde está el teléfono, Bensington?

Bensingon giró obedientemente sobre sus talones y despejó el camino.

Cossar utilizó el aparato y luego colgó el auricular.

—Luego hay las avispas —dijo—. Azufre y nitrato son la solución. Evidentemente. Sulfato de cal. Usted es químico. ¿Dónde puedo adquirir azufre a toneladas en sacos portables? ¿Para qué? ¡Pero, hombre! ¡Válgame Dios...! ¡Para ahumar el nido, qué caray! Supongo que debe hacerse con azufre, ¿eh? Usted que es químico, dígame... El azufre es lo mejor, ¿eh?

—Sí, creo que lo mejor será el azufre.

—¿No hay nada mejor...?

«Bien. Eso es cosa de usted. Perfectamente. Coja tanto azufre como pueda... y nitrato para que arda bien. ¿A dónde hay que enviarlo? A Charing Cross. Adelante. Ocúpese de que se haga. En seguida. ¿Algo más?

Se quedó pensando un momento.

—Sulfato de cal... o cualquier clase de yeso... para taponar el nido... los agujeros, ¿entiende? De eso será mejor que me ocupe yo mismo.

—¿Cuánto?

—¿Cuánto qué?

—Azufre.

—Una tonelada. ¿De acuerdo?

Bensington se afianzó los lentes con mano trémula de determinación.

—Bien —murmuró muy secamente.

—¿Lleva dinero en el bolsillo? —preguntó Cossar.

—Cheques.

—¡Al cuerno los cheques! Es posible que no lo conozcan. Pague al contado. Es obvio. ¿Dónde está su banco? Bien. Entre al pasar por allí y saque cuarenta libras... en billetes y en oro.

Otra meditación.

—Si dejamos esta tarea a los funcionarios públicos dejarán todo Kent hecho un guiñapo —dijo Cossar—. Bueno, ¿hay algo más? ¡No! ¡¡Eh!!

Alargó una enorme mano hacia un cabriolé que se detuvo convulsivamente ansioso de servirlo

—¿Coche, señor? —preguntó el cochero.

—Evidentemente —dijo Cossar; y Bensington, aún sin sombrero, bajó desmañadamente los peldaños y se preparó a subir en el coche.

—Me parece —dijo con una mano puesta en la manta de cuero del cabriolé y echando una repentina mirada a las ventanas de su piso— que debería decírselo a mi prima jane...

—Ya se lo explicará usted cuando vuelva —repuso Cossar empujándolo con la manaza extendida sobre su espalda...

—Son unos muchachos muy inteligentes —subrayó Cossar—, pero desprovistos de toda iniciativa. ¡Vaya con la prima Jane! La conozco. ¡Al cuerno todas las primas Janes! El país se halla infestado de ellas. Supongo que tendré que pasarme toda la maldita noche vigilando que hagan lo que ellos saben muy bien que tienen que hacer. No sé si serán los trabajos de investigación lo que los hace ser de este modo, o la prima Jane, o qué.

Apartó de su mente este oscuro problema, meditó unos momentos mirando su reloj y decidió que tenía el tiempo justo para dejarse caer en un restaurante a comer antes de salir en busca de yeso y de transportarlo a Charing Cross.

El tren salía a las tres y cinco, y Cossar llegó a Charing Cross a las tres menos cuarto para encontrar a Bensington en acalorada discusión con los policías y su cochero, y con Redwood en la oficina de embalajes, enredado en alguna complicación técnica sobre sus municiones. Todo el mundo pretendía hacer ver que no sabía nada o que no tenía autoridad para resolver nada, de aquel modo tan peculiar en los empleados de la Compañía del Sudeste cuando se dan cuenta de que uno lleva mucha prisa, porque no saben nada, o porque no tienen autoridad.

—¡Es una pena que no se pueda fusilar a todos estos empleados y poner aquí un lote nuevo! —remarcó Cossar exhalando un suspiro.

Pero el tiempo era demasiado limitado para ejecutar nada fundamental, y así Cossar, sin hacer caso de esas controversias menores, logró desenterrar en algún oscuro escondrijo lo que puede que fuera y puede que no el jefe de estación, fue de un lado a otro de la estación, llevándolo agarrado del brazo y dando órdenes en su nombre, y salió de la estación con todo el mundo antes de que aquel digno funcionario se hubiese dado cuenta cabal de las infracciones a los reglamentos y de las costumbres más sagradas que se estaban cometiendo.

—¿Quién era ése? —preguntó el supuesto jefe de estación, acariciándose el brazo al que Cossar se había agarrado y sonriendo cejijunto.

—Era un caballero, señor —dijo un mozo de cuerda—. El y sus amigos viajan en primera.

—Bien, hemos arreglado sus cosas con rapidez... sean quien fueren —dijo el supuesto jefe frotándose el brazo con algo aproximado a la satisfacción.

Y al volverse lentamente, pestañeando bajo la desacostumbrada luz del día, hacia aquel digno retiro donde los altos empleados de Charing Cross se refugian de las inoportunidades del vulgo, sonrió aún al recordar su poca acostumbrada energía. Era una revelación gratificante de sus propias posibilidades, a pesar del calambre del brazo. En aquel momento deseaba que hubiera sido posible que algunas de esas personas comodonas que critican la dirección de los ferrocarriles le hubiesen podido ver.

IV

A las cinco de la tarde aquel asombroso Cossar, sin ninguna apariencia de prisa, había sacado de la estación de Urshot todo su material de lucha contra el Engrandecimiento insurgente y lo había puesto en ruta para Hickleybrow. En Urshot había comprado dos barriles de parafina y una carga de ramalla seca; abundantes sacos de azufre, ocho fusiles para caza mayor con su correspondiente munición, tres armas ligeras de retrocarga, con perdigones, para las avispas, un hacha pequeña, dos hoces, un pico y tres palas, dos rollos de cuerda, algunas botellas de cerveza, soda y whisky. Una gruesa de paquetes de polvos raticidas y provisiones de boca para tres días que habían venido de Londres. Todas estas cosas las había mandado en un vagón de heno y otro de carbón, del modo más natural del mundo, excepto los fusiles y municiones que había acondicionado debajo de un asiento del birlocho del Red Lion, destinado a transportar a Rewood y a los cinco hombres escogidos que habían llegado a Ealing a requerimiento de Cossar.

Cossar condujo todas aquellas transacciones con un aire de naturalidad invencible, a pesar de que Urshot estaba presa de pánico a causa de las ratas y todos los carreteros tuvieron que ser pagados con tarifas especiales. Todas las tiendas del lugar estaban cerradas, apenas se veía un alma por la calle, y al llamar a una puerta lo que se abría era una ventana. Cossar pareció que consideraba que la transacción de los negocios desde las ventanas fuese un método enteramente legítimo y justificado. Finalmente, él y Bensington se acomodaron en el carro del Red Lion y se pusieron en marcha con el birlocho para alcanzar el equipaje, cosa que consiguieron pasado el cruce de carreteras, y así llegaron los primeros a Hickleybrow.

Bensington, con un fusil entre las piernas, sentado al lado de Cossar en el carro, fue desarrollando un asombro largamente germinado. Todo lo que estaban haciendo era, sin duda, tal como insistía en decirlo Cossar, lo único que evidentemente debía hacer, sólo que... ¡Es tan raro que en Inglaterra se haga lo único que evidentemente debe hacerse! Recorrió con la mirada a su vecino, desde los pies hasta las audaces manos que sostenían las riendas. Al parecer, Cossar no había conducido nunca hasta entonces, y estaba guardando la línea de menor resistencia por el mismo centro de la carretera, inducido sin duda por alguna idea propia seguramente práctica, pero ciertamente poco usual.

«¿Por qué no hacemos todos lo que es práctico? —pensó Bensington—. ¡Cómo andaría el mundo si todos lo hicieran!

Vamos a ver, por ejemplo, ¿por qué no hago yo un montón de cosas que me consta que estarían muy bien hechas, cosas que yo precisamente quiero hacer? ¿Será que todo el mundo es así, o es algo peculiar de mí mismo?» Y se enfrascó en complicadas especulaciones sobre la Voluntad. Pensó en las complejas futilidades de la vida cotidiana, y en contraste con ellas las sencillas y manifiestas cosas que uno debiera hacer, las agradables y espléndidas cosas que habría que hacer, y que ciertas influencias increíbles no nos permitirán hacerlas nunca. ¿La prima Jane? Percibió que la prima Jane era un factor muy importante en aquella cuestión, por alguna razón sutilísima y difícil de aclarar. ¿Por qué motivo, después de todo, tenemos que comer, beber, dormir, permanecer solteros, ir a tal sitio, abstenernos de ir a tal otro, por deferencia a la prima Jane? Ella se volvía simbólica sin dejar de ser incomprensible...

Un portillo y un sendero a campo traviesa le llamaron la atención y le trajo a la memoria aquel otro día feliz, tan reciente en el tiempo y tan remoto en sus emociones, cuando había ido caminando desde Urshot a la Granja Experimental para ver los pollos gigantes...

El destino juega con nosotros.

—¡Arre, arre! —dijo Cossar—. Prepárense.

Era avanzada la tarde, sin un soplo de aire, y el polvo formaba una capa espesa en la carretera. Había muy poca gente visible, pero los ciervos, al otro lado de la empalizada del parque, pacían en completa tranquilidad. Vieron un par de grandes avispas despojando un grosellero silvestre en las afueras de Hickleybrow, y otra que se estaba paseando arriba y abajo sobre el cristal del escaparate de una pequeña tienda de comestibles en la calle del pueblo, buscando entrar. El tendero era vagamente visible en el interior; llevaba una escopeta en la mano, y vigilaba atentamente los esfuerzos del insecto. El conductor del carricoche se detuvo frente al local de los Jolly Drovers, informando a Redwood de que su parte del contrato quedaba cumplida.

En esta cuestión fue inmediatamente apoyado por los conductores del coche y del carro. No sólo sostuvieron todo lo dicho, sino que se negaron a que los caballos siguieran hasta más lejos.

—Esas ratas grandes se enloquecen por los caballos —iba repitiendo el carretero.

Cossar examinó el alcance de la controversia durante un momento.

—Saquen todo fuera del carricoche —dijo, y uno de sus hombres, un mecánico alto, rubio y sucio, obedeció.

—Déme ese fusil —dijo Cossar.

Y a continuación se colocó entre los carreteros.

—No necesitamos más de ustedes —concedió—, pero necesitamos los caballos. Pueden protestar lo que les venga en gana.

Ellos empezaron a discutir, pero Cossar siguió hablando.

—Si intentan atacarnos, les dispararé contra las piernas en defensa propia. Los caballos continuarán su camino.

Y dio el incidente por terminado.

—Súbase al coche, Flack —ordenó a un hombrecillo tieso como un alambre. Y a otro—: Boon, encárguese del carro.

Los dos carreteros estallaron de indignación.

—Han cumplido ustedes con su deber para con sus patrones —dijo Redwood—. Quédense en este villorio hasta nuestro regreso. Nadie se los echará en cara, puesto que nosotros estamos armados. No queremos hacer nada que sea injusto ni violento, pero la ocasión no admite demoras. Si algo ocurriera a los caballos, los indemnizaré enteramente.

—Ya está bien —dijo Cossar, que raras veces hacía promesas.

Dejaron el carricoche, y los hombres que no conducían siguieron a pie. Cada hombre con su fusil. Era la más rara expedición que pudiera contemplarse en una carretera provincial inglesa, más parecida a una expedición yanki en pos del viejo Oeste de los indios.

Siguieron carretera arriba, hasta llegar al portillo que había en la cumbre de la colina, desde donde se divisaba la Granja Experimental. Allí se encontraron con un pequeño grupo de hombres con un fusil o dos —los dos Fulcher estaban entre ellos—, y uno del grupo, un forastero de Maidstone, permanecía algo destacado de los demás observando el panorama con unos prismáticos de teatro.

Estos hombres se volvieron y contemplaron al grupo capitaneado por Redwood.

—¿Algo nuevo? —preguntó Cossar.

—Las avispas van y vienen —contestó el viejo Fulcher—, pero no puedo ver si llevan algo.

—La enredadera amarilla ya se ha metido entre los pinos —dijo el hombre de los prismáticos—, y esta mañana aún no había llegado allá. Se la puede ver crecer mientras se la observa.

Se quitó un pañuelo del bolsillo y limpió los lentes de los prismáticos con cuidadosa deliberación.

—Supongo que irán ustedes allí —aventuró Skelmersdale.

—¿Quiere venir con nosotros...? —dijo Cossar.

Skelmersdate pareció vacilar.

—La faena durará toda la noche.

Skelmersdale decidió no ir.

—¿Hay ratas por ahí? —preguntó Cossar.

—Había una en los pinos esta mañana... cazando conejos, eso creemos.

Cossar se inclinó un poco, y aceleró el paso para alcanzar a los demás.

Bensington, al volver a ver la Granja Experimental, pudo calibrar el vigor del Alimento. Su primera impresión consistió en ver la casa más pequeña de lo que creía, mucho más pequeña; su segunda impresión fue la de tener que constatar que toda la vegetación situada entre la casa y el pinar se había desarrollado extraordinariamente. El tejadillo sobre el pozo sobresalía un poco en medio de matorrales de hierba de una altura de dos metros y medio, y la enredadera amarilla se enroscaba alrededor de la chimenea y gesticulaba con sus tiesos zarcillos en dirección al cielo. Sus flores eran unas vividas manchas amarillas, distintas y perfectamente visibles como motas separadas a casi una milla de distancia. Un gran cable verde se había enroscado alrededor y a través de los grandes cercados de alambre del gallinero, echando retorcidos tallos cubiertos de hojas alrededor de los majestuosos pinos. A mitad de la altura de éstos llegaba el seto de ortigas que daba la vuelta por detrás de la cochera. Al irse acercando, todo iba tomando el aspecto, cada vez más acentuado, de una incursión de pigmeos a una casa de muñecas olvidada en el rincón de un gran jardín.

Vieron que había un gran tráfico de idas y venidas en el avispero. Un enjambre de formas negras se entrelazaba en el aire, por encima del rojizo cerro más allá del pinar, y de vez en cuando una de las avispas partía hacia el firmamento a una velocidad increíble, elevándose hacia cierto objeto lejano. Su zumbido podía oírse a un kilómetro de distancia de la Granja Experimental. En una ocasión uno de los monstruos listados de amarillo descendió hacia ellos, quedando suspendido en el espacio durante unos momentos y mirándolos con sus grandes ojos, pero ante un disparo poco efectivo de Cossar, salió disparado como una flecha. En un rincón del campo, a la derecha y a bastante distancia, algunas avispas arrastraban algo por el suelo, y por la roída osamenta de lo que constituía probablemente los restos del cordero que las ratas llevaron a rastras desde la granja de Huxter. Los caballos se fueron impacientando a medida que se acercaban a aquellas bestias. Ninguno de los que formaban parte del grupo era experto en la conducción de caballerías, y tuvieron que destinar a un hombre para cada caballo, con la misión de llevarlo del ronzal y atentarlo de viva voz.

Nada pudieron ver de las ratas al aproximarse a la casa, y todo parecía estar perfectamente quieto excepto el creciente y decreciente «juzzzzzzZZZ, juuuuzuuuu» del avispero.

Llevaron los caballos hasta el patio, y uno de los hombres de Cossar, al ver la puerta abierta —la parte central de la puerta había sido roída por completo—, se metió en la casa. Nadie lo echó de menos por el momento, ya que los demás se hallaban ocupados con los barriles de parafina, y la primera noticia que tuvieron de su separación del grupo fue la detonación de su fusil y el zumbido de un proyectil. «Bang, bang», dispararon los dos cañones, y la primera bala, a lo que parece, traspasó el barril de azufre destrozando una duela en el punto de salida y llenando la atmósfera de polvo amarillo. Redwood, que no había soltado su fusil, disparó contra algo grisáceo que pasó brincando por su lado. Le quedó la imagen de los anchos cuartos traseros, el largo rabo escamoso, y las alargadas plantas de las patas traseras de una rata, y disparó otra vez. Vio como Bensington caía, mientras el animal desaparecía a la vuelta de la esquina.

Entonces, durante un buen rato, todo el mundo estuvo ocupado disparando. Durante tres minutos las vidas se vendieron baratas en la Granja Experimental, y las detonaciones de los fusiles llenaron la atmósfera. Redwood, excitado y sin prestar atención a Bensington, salió en persecución de lo que fuere, y fue derribado por una masa de fragmentos de ladrillos, mortero, yeso y listones podridos que le cayeron encima volando al atravesar una bala la pared.

Se encontró sentado en el suelo, con sangre en las manos y en los labios, y una quietud que se extendía a su alrededor.

Entonces, una voz sin ningún matiz exclamó desde dentro de la casa:

—¡Ehhh!

—¡Hola! —exclamó Redwood.

—¡Hola! ¿Qué tal? —contestó la voz, y añadió—: ¿La han cogido?

El deber de la amistad resucitó en Redwood.

—¿Está herido el señor Bensington? —preguntó.

El hombre del interior no lo oyó bien.

—Nadie tiene la culpa si no lo estoy —dijo la voz desde adentro.

Redwood advirtió con claridad que era posible que hubiera herido a Bensington. Se olvidó de los cortes en la cara, y levantándose penetró en el edificio para encontrarse con Bensington sentado en el suelo y frotándose el hombro. El científico lo miró por encima de los lentes.

—La hemos acribillado, Redwood —explicó—. Intentó saltar por encima de mí y me derribó. Pero yo le di con ambos cañones, y ¡caramba! ¡por la forma que me duele estoy seguro de que me ha herido en el hombro! Un individuo apareció en el umbral. —Le he metido una bala en el pecho y otra en el costado —dijo.

—¿Dónde están los carruajes? —preguntó Cossar apareciendo en medio de una espesura de hojas gigantes de la enredadera amarilla.

Se hizo evidente, ante la estupefacción de Redwood, primero, que nadie había resultado herido, y que, segundo, el birlocho y el carro se habían desviado unos cincuenta metros y se hallaban, con las ruedas atascadas, entre las enredadas distorsiones del huerto de Skinner. Los caballos habían cesado de tirar. A mitad de la distancia, el roto barril de azufre yacía en el sendero, con una nube de polvo sulfúreo planeando por encima, Redwood se lo indicó a Cossar y se dirigió hacia el lugar.

—¿Alguien ha visto a esa rata? —gritó Cossar siguiéndolo—. Le di un tiro en las costillas, y otro en pleno hocico, al revolverse contra mí.

Otros dos hombres se les unieron mientras intentaban desatascar las ruedas.

—Yo he matado a la rata —dijo uno de ellos.

—¿La han cogido ya? —preguntó Cossar.

—Jim Bates la ha encontrado detrás del seto. Le di en el mismo momento de doblar la esquina... La bala entró por detrás del hombro.

Cuando las cosas volvieron a estar un poco en orden, Redwood fue a contemplar el gigantesco y deforme cadáver. La bestia yacía de costado, con el cuerpo levemente doblado. Sus dientes de roedor, sobresaliendo de su mandíbula hundida, daban a aquella cara un aspecto de debilidad colosal, de enclenque avidez. No parecía en absoluto ni feroz ni terrible. Sus patas delanteras recordaban unas manos flacas y consumidas. Exceptuando un limpio agujero redondo de bordes chamuscados, a ambos lados del cuello, la bestia estaba absolutamente intacta. Redwood meditó sobre este hecho durante algún rato.

—Debieron ser dos ratas —dijo, por fin, alejándose.

—Sí. La que fue acribillada por todos escapó.

—Estoy seguro de que mi tiro...

Un zarcillo de enredadera amarilla, atareado con aquella misteriosa búsqueda de un sostén que constituye el oficio de un zarcillo, se inclinó amablemente hacia el cuello de Redwood, y le hizo dar un presuroso salto a un costado.

—Juu-z-z-z-z-z-z-z-Z-Z-Z —se oyó en el distante avispero—. Juu-uu-zuu-uu.

V

El incidente mantuvo alerta al grupo expedicionario, pero no lo trastornó.

Metieron sus pertrechos en la casa, la cual, evidentemente, había sido saqueada por las ratas después de la huida de la señora Skinner, y cuatro de los hombres se encargaron de devolver los caballos a Hickleybrow. Arrastraron la rata muerta a través del seto hasta dejarla en posición tal que pudiera verse desde las ventanas de la casa, e incidentalmente se encontraron con un enjambre de tijeretas gigantes en una zanja. Estos animales se dispersaron precipitadamente, pero Cossar pudo alcanzar un número incalculable de patas y mató muchas tijeretas a taconazos y a culatazos. Luego dos de los hombres se abrieron camino a hachazo limpio a través de los tallos principales de la enredadera amarilla, en realidad enormes cilindros de más de cincuenta centímetros de diámetro, que surgían al lado del sumidero en la parte trasera del edificio. Y mientras Cossar ponía la casa en orden para pasar la noche, Bensington, Redwood y uno de los electricistas auxiliares se dirigieron cautelosamente a explorar los gallineros en busca de ratoneras.

Dieron un gran rodeo alrededor de las ortigas gigantes, porque estos enormes hierbajos los amenazaban con espinas envenenadas de cerca de tres centímetros de largo. Luego, al dar la vuelta al roído y desmantelado portillo, un poco más allá, se encontraron súbitamente con la enorme garganta cavernosa de las más occidental de las ratoneras, maloliente sima que les hizo ponerse muy juntos y en hilera.

—Espero que saldrán —dijo Redwood dando una ojeada al cobertizo del pozo.

—Si no salen... —reflexionó Bensington.

—Saldrán —afirmó Redwood.

Se quedaron meditando.

—Si nos metemos dentro tendremos que conseguir algún tipo de luz —dijo Redwood.

Subieron por un pequeño sendero de blanca arena a través del pinar, y en seguida se detuvieron al divisar el avispero.

El sol se iba al ocaso, y las avispas regresaban a su hogar en busca de refugio; sus alas, bajo la dorada luz poniente, formaban veloces halos que giraban a su alrededor. Los tres hombres se quedaron acechando desde abajo de los árboles —no se sentían con ánimos para ir hasta el confín del bosque— y permanecieron observando cómo aquellos tremendos insectos descendían y se arrastraban unos pasos para entrar en el avispero y desaparecer.

—Estarán quietas un par de horas... —dijo Redwood—. Me siento muchacho otra vez.

—No podemos equivocarnos —dijo Bensington—, por oscura que sea la noche. Y a propósito... que hay sobre la luz...

—Luna llena —dijo el electricista—. Ya me he enterado.

Regresaron por el mismo camino y consultaron con Cossar.

Este dijo que «evidentemente» debían transportar el azufre, el nitrato y el yeso a través del bosque antes del crepúsculo, y a este efecto descargaron y transportaron los sacos. Después de los gritos necesarios para dar las instrucciones preliminares, no se pronunció ni una sola palabra, y al irse amortiguando el zumbido de las avispas en el avispero, apenas podía oírse otra cosa en el mundo que no fuesen las pisadas, el pesado respirar de los hombres cargados y el ruido sordo de los sacos al ser descargados. Se hicieron turnos para realizar aquella tarea en la que colaboraron todos excepto Bensington, manifiestamente inútil para estos menesteres. Se quedó de centinela en el dormitorio de los Skinner, con un rifle en la mano, vigilando la carcasa de la rata muerta, mientras los demás siguieron con los turnos para descansar del transporte de los sacos y para quedar de guardia en parejas vigilando las ratoneras desde detrás del ortigal. Los sacos polínicos de las ortigas estaban maduros, y de vez en cuando la velada se animaba con su dehiscencia, y el estallido de los sacos sonaba como un disparo de pistola; entonces los granos de polen, grandes como perdigones, resonaban a todo su alrededor.

Bensington permanecía sentado detrás de su ventana en un sillón tapizado con cuero de caballo, el respaldo cubierto con una harapienta funda que había dado un toque de distinción al salón de los Skinner durante buenos años. Dejó apoyado el rifle en el alféizar de la ventana, mientras sus lentes vigilaban, en la creciente tiniebla, a veces la oscura masa de la rata muerta y otras veces vagaban a su alrededor en curiosa meditación. Se olía un poco a parafina porque uno de los barriles rezumaba, y este olor se mezclaba con el menos desagradable procedente de la tronchada y aplastada enredadera.

En el interior, cuando Bensington volvió la cabeza, le llegó una mezcla de sutiles olores domésticos: cerveza, queso, manzanas podridas y calzado viejo como temas principales; le trajeron reminiscencias de los desaparecidos Skinner. Contempló durante un buen rato la habitación sumida en la penumbra. Los muebles habían sido muy desordenados —quizá por parte de alguna rata inquisitiva— pero una chaqueta colgada de una percha detrás de la puerta, una navaja de afeitar junto a unos sucios pedacitos de papel y un trozo de jabón que, gracias a innumerables años de desuso, se había endurecido en una especie de cubo, recordaban la distintiva personalidad de Skinner. Se le ocurrió a Bensington, con una sensación de completa novedad, que, con toda probabilidad, el hombre aquel había sido muerto y devorado, al menos en parte, por el monstruo que ahora yacía muerto, allí, en la oscuridad.

¡Y pensar a lo que puede conducir un descubrimiento químico aparentemente inofensivo!

Allí estaba él, en la tranquila Inglaterra, y, no obstante, bajo la inminencia de infinitos peligros, con un fusil, en una casa medio derruida iluminada por el crepúsculo, alejado de cualquier comodidad y con el hombro espantosamente magullado por el retroceso del fusil, y... ¡por Júpiter!

Se dio cuenta entonces de lo profundo que el orden del universo había cambiado para él. Se había metido directamente en aquella pavorosa aventura, ¡sin decir una palabra de ello a su prima Jane!

¿Qué estaría pensando de él?

Intentó imaginárselo y no pudo. Se sintió invadido por la extraordinaria sensación de que ella y él se habían despedido para siempre y de que jamás volverían a encontrarse. Tuvo también la impresión de que había dado un paso en un mundo de nuevas inmensidades. ¿Qué otros monstruos serían capaces de esconder aquellas espesas tinieblas...? Las extremidades de las ortigas gigantes se destacaban, tajantes y negras, contra el fondo ámbar y de un verde diluido del cielo occidental. Todo se hallaba muy quieto, quieto de veras. Se preguntó por qué no oía a los demás que se hallaban a la vuelta de la esquina de la casa. La penumbra de la cochera era ya de un negro abismal.

¡Bang...! ¡Bang...! ¡Bang...!

Una secuencia de ecos y un grito.

Un largo silencio.

¡Bang!, otra vez, y una disminución de ecos.

Quietud.

Luego, ¡gracias a Dios!, Redwood y Cossar surgieron de la oscuridad, y Redwood lo llamaba:

—¡Bensington...! ¡Bensington...! ¡Hemos cazado otra rata!... Cossar liquidó otra rata.

VI

Cuando la Expedición acabó su refrigerio, ya había caído la noche. Las estrellas ostentaban su máximo fulgor y la creciente palidez que se extendía por el lado de Hankey era el heraldo de la luna. Se había mantenido la guardia las ratoneras, pero los centinelas se habían trasladado a la pendiente del cerro, por encima de las aberturas, considerando que desde aquel puesto sería más ventajoso disparar. Acamparon allí, sobre el suelo cubierto de rocío, combatiendo la humedad con whisky. Los demás permanecieron descansando en la casa, y los tres líderes discutieron la tarea nocturna con los hombres. La luna salió a medianoche, y tan pronto como su disco se hubo desprendido del horizonte, todos los componentes de la expedición, excepto los centinelas de la ratonera, se pusieron en marcha en fila india hacia los avisperos, con la conducción de Cossar.

En lo que al avispero se refiere, encontraron la tarea muy fácil, asombrosamente fácil. Excepto del hecho de ser una labor prolongada, no fue más serio de lo que habría sido con un avispero corriente. Hubo peligro, sin duda alguna, peligro de muerte, pero nunca llegó a materializarse en aquella portentosa ladera. Embutieron el azufre y el salitre, enyesaron a conciencia los agujeros y prendieron fuego al combustible. Luego, en un común impulso, todo el grupo —excepto Cossar— dio media vuelta y echó a correr a través de las alargadas sombras de los pinos; viendo que Cossar se había quedado atrás, se detuvieron apiñándose a una distancia de un centenar de metros, al lado de una zanja muy conveniente que podría servir de refugio. Durante uno o dos minutos, la noche bañada por el resplandor lunar, todo blanco y negro, se llenó de un sofocado zumbido, que fue elevándose hasta convertirse en una especie de rugido, en una nota profunda y sostenida, que, después de su culminación, fue amortiguándose y murió; y entonces, de un modo casi increíble, la noche quedó silenciosa.

—¡Por Júpiter! —exclamó Bensington—. ¡Ya está!

Todos prestaron atención. La ladera, por encima de los negros encajes de las sombras de los pinos, parecía tan clara como de día y tan incolora como la nieve. El yeso, secándose en los agujeros del avispero, brillaba. El desgarbado corpachón de Cossar se dirigió hacia ellos.

—Hasta ahora...—empezó a decir Cossar.

¡Crac...! ¡Bang...!

Un disparo desde cerca de la casa, y luego... silencio.

—¿Qué fue eso? —preguntó Bensington.

—Una de las ratas que habrá asomado el hocico —supuso uno de los hombres.

—A propósito; nos hemos dejado las armas allá arriba —dijo Redwood.

—Sí, al lado de los sacos.

Todo el mundo echó a andar montaña arriba otra vez.

—Deben de ser las ratas —dijo Bensington.

—¡Evidentemente! —repuso Cossar, mordisqueándose las uñas.

¡Bang!

—¡Ehhh! —exclamó uno de ellos.

Entonces, bruscamente, se oyó un grito, dos disparos, otro grito mucho mayor que era casi un alarido, tres disparos en rápida sucesión, y un ruido de madera que se astilla. Todos estos ruidos se percibieron muy claramente, como elementos muy pequeños dentro de la inmensa quietud de la noche. Luego, durante algunos momentos no se oyó nada, sino una breve confusión sorda procedente de la dirección de las ratoneras, y luego, otra vez, un aullido salvaje... Cada uno de los hombres echó a correr en busca de sus fusiles.

Dos disparos.

Bensington se encontró, fusil en la mano, andando dificultosamente por entre los pinos, detrás de unas cuantas espaldas que retrocedían. Lo curioso es que su idea principal en aquel momento estaba centrada en el deseo de que su prima Jane pudiese verlo. Sus botas bulbosas y cortajeadas se movían desacompasadamente dando grandes zancadas y su rostro estaba contorsionado por una permanente sonrisa forzada, ya que así se le arrugaba la nariz y podía mantener los lentes en su sitio. Tenía la boca del arma de fuego proyectada horizontalmente frente a él, mientras iba transitando por la cuadrícula iluminada y sombreada por la luz de la luna. El hombre que había echado a correr se encontró con el grupo corriendo a toda velocidad... ¡Había perdido su fusil!

—¡Eh! —dijo Cossar tomándole en sus brazos—. ¿Qué pasa?

—Salieron todas juntas —contestó el hombre.

—¿Las ratas?

—Sí. Seis.

—¿Dónde está Flack?

—Abajo.

—¿Qué dice? —jadeó Bensington, pero nadie le prestó atención.

—¿Flack está abajo?

—Cayó... Salieron una tras otra.

—¿Qué?

—Una acometida. Disparó con los dos cañones.

—¿Y ha abandonado a Flack?

—Se nos echaron encima.

—¡Vamos! —ordenó Cossar—. Usted se viene con nosotros. ¿Dónde está Flack? Enséñenos el sitio.

El grupo entero comenzó a avanzar. Otros detalles de la refriega fueron surgiendo de la boca del fugitivo. Los otros se apiñaban a su alrededor, excepto Cossar que iba en cabeza.

—¿Dónde están?

—Habrán vuelto a sus madrigueras, quizá. Yo me escapé. Las ratas echaron a correr hacia la entrada de la ratonera.

—¿Qué quiere decir? ¿Ustedes dos estaban quizá detrás de ellas?

—Nos metimos en la madriguera. Vimos que iban a salir e intentamos cortarles la salida. Salieron a saltos... como conejos. Apuntamos y disparamos. Empezaron a correr de un lado para otro como locas, después de nuestro primer disparo, y, de repente, se nos echaron encima. Venían a por nosotros.

—¿Cuántas?

—Seis o siete.

Cossar siguió el sendero hasta el límite del pinar y allí se detuvo.

—¿Quiere usted decir que cogieron a Flack? —preguntó alguien.

—Una de las ratas se abalanzó sobre él.

—Y usted, ¿no disparó?

—¿Cómo podía disparar?

—¿Todos llevan el arma cargada? —preguntó Cossar por encima del hombro.

Hubo un movimiento afirmativo.

—Pero Flack... —murmuró uno.

—¿Quiere usted decir que Flack...? —protestó otro.

—No hay tiempo que perder —dijo Cossar. Y gritó—: ¡Flack...! —mientras seguía andando a la cabeza del pelotón. Avanzaron hacia las ratoneras con el hombre que había escapado en la retaguardia del grupo. Se adelantaron por entre los enormes hierbajos y dieron un pequeño rodeo para no tropezar con el cadáver de la segunda rata muerta. Se extendieron formando una línea sinuosa, cada hombre apuntando con su fusil, escrutándolo todo bajo la clara luz lunar en busca de alguna silueta sospechosa, de alguna ominosa forma agazapada. Encontraron el seguida el fusil del hombre que había echado a correr a escape.

—¡Flack! —gritó Cossar—. ¡Flack...!

—Echó a correr por entre las ortigas y se cayó —confesó el hombre que había huido.

—¿Dónde?

—Por allá.

—¿Dónde cayó?

El hombre vaciló y los condujo a través de las alargadas sombras negras durante un trecho. Luego se volvió.

—Creo que por aquí.

—Bueno, pues ahora ya no está.

—Pero, ¿y su fusil...?

—¡Maldición! —exclamó Cossar—. ¿Dónde habrá ido?

Dio un paso hacia las negras sombras de la ladera que ocultaban las ratoneras y se quedó mirando fijamente. Luego volvió a soltar un terno.

—¡Si se lo han llevado a rastras...!

Durante unos momentos se quedaron sin hacer nada, comunicándose con fragmentos de ideas. Los lentes de Bensington brillaban cómo diamantes al fijar la mirada en sus acompañantes. Los rostros de los hombres cambiaban de una fría claridad a una misteriosa oscuridad, según se pusieran de cara o a espaldas a la luna. Todo el mundo hablaba, pero nadie completaba una frase. Entonces, Cossar, bruscamente, tomó una decisión. Empezó a agitar los brazos en todas direcciones y a lanzar órdenes como si fueran perdigones. Era evidente que necesitaba lámparas. Todos, menos Cossar, se dirigieron hacia la casa.

—¿Se va usted a meter en las ratoneras? —preguntó Redwood.

—Evidentemente —dijo Cossar.

Precisó una vez más que necesitaba que le trajeran los faroles del carro y el coche.

Bensington aprovechó la ocasión y echó a andar por el sendero del pozo. Miró por encima del hombro y vio la destacada y gigantesca figura de Cossar, como si estuviese contemplando las ratoneras pensativamente. Ante aquel espectáculo, Bensington se detuvo un momento y se volvió. ¡Estaban todos abandonando a Cossar...!

Cossar era perfectamente capaz de arreglarse solo, desde luego.

De repente, Bensington vio algo que le hizo gritar sin que le saliera la voz:

—¡Ay!

En un instante tres ratas se habían proyectado hacia Cossar, saliendo de la oscura maraña de la enredadera. Durante tres segundos éste no se dio cuenta de su presencia, y en seguida se transformó en la cosa más activa que hubiera en el mundo. No disparó un tiro. Al parecer no tuvo tiempo de afinar la puntería, ni de apuntar siquiera. Bensington vio como se agazapaba ante el salto de una rata y cómo le aplastaba la nuca con la culata del fusil. El monstruo dio un brinco y giró sobre sí mismo, cayendo al suelo.

La silueta de Cossar se perdió de vista entre la hierba que más bien parecía cañaveral, y luego volvió a surgir, corriendo hacia otra de las ratas y volteando su fusil por encima de la cabeza. Un débil grito llegó a oídos de Bensington, y entonces percibió a las dos ratas restantes saliendo a escape en direcciones divergentes, mientras Cossar les perseguía hacia las ratoneras.

Toda aquella escena se desarrolló en medio de sombras brumosas; los tres monstruos atacantes se veían exagerados e irreales debido a la claridad de la luz. En ciertos momentos Cossar parecía un coloso y en otros momentos se hacía invisible. Las ratas pasaron por el campo visual dando súbitos e inesperados saltos o corriendo con un movimiento rápido de las patas que más parecían ir sobre ruedas. Todo sucedió en menos de medio minuto. Nadie lo vio, excepto Bensington, que podía oír a los demás retrocediendo aún hacia la casa. Gritó algo inarticulado y echó a correr hacia Cossar, mientras las ratas desaparecían.

Lo alcanzó en la entrada de las ratoneras. Bajo la luz de la luna las sombras que constituían el semblante de Cossar demostraba una calma absoluta.

—¡Hola! —le dijo—. ¿Ya de vuelta? ¿Dónde están los faroles? Todas han vuelto a sus madrigueras. Le rompí el cuello a una que me pasó por delante... ¿Ve usted? ¡Allí! —Y señaló con su dedo descarnado.

Bensington se hallaba demasiado estupefacto para poder seguir la conversación...

Pareció interminable el tiempo que tardaron en llegar los faroles. Por fin aparecieron, primero un ojo de firme luminosidad, y precedido de un oscilante resplandor amarillento, y luego, centelleando y brillando irregularmente, otros dos. A su alrededor venían unas pequeñas figuras con sus correspondientes vocecillas, y luego unas sombras enormes. Este grupo proyectó una especie de foco de luz sobre el gigantesco paisaje onírico bañado por los rayos de la luna.

—¡Flack! —iban diciendo las voces—. ¡Flack!

Una frase luminosa salió a flote.

—Se habrá encerrado en el desván.

Cossar iba siendo cada vez más excepcional. Sacó de alguna parte unos grandes puñados de algodón en rama y se tapó con ellos los oídos... Bensington se preguntó por qué. Luego cargó su fusil con una cuarta parte de una carga de pólvora. ¿Quién otro habría podido pensar en ello? El país de maravilla culminó con la desaparición de las suelas de las botas de Cossar por la madriguera central.

Cossar iba a cuatro patas con dos fusiles, que arrastraba a ambos lados, sujetos por un cordel que le pasaba por debajo del mentón, y su ayudante de confianza, un hombrecillo moreno de facciones graves, tenía que ir detrás de él doblado por la cintura y sosteniéndole un farol por encima de la cabeza. Todo se había proyectado de un modo tan cuerdo y apropiado como el sueño de un loco. El algodón en rama, según parece, tenía por objeto evitar la conmoción del rifle. El hombre que seguía a Cossar también se había puesto algodón en los oídos. ¡Evidentemente! Mientras las ratas huyeran de Cossar no podría acaecerle daño alguno, y si daban media vuelta y se dirigían directamente a él, vería sus ojos y dispararía apuntando entre medio de ellos. Como que tendrían que pasar por el cilindro de la madriguera, Cossar no podía fallar el tiro. Insistió en que éste era el método evidente, quizás algo fastidioso, pero absolutamente seguro. Al inclinarse el ayudante para entrar, Bensington vio que un ovillo de bramante estaba sujeto a los faldones de su chaqueta. Por este ovillo tenía que tirar del bramante, si se hiciera necesario arrastrar hacia fuera los cadáveres de las ratas.

Bensington se dio cuenta de que el objeto que sostenía en la mano era el sombrero de Cossar.

¿Cómo había llegado allí...?

Sería recuerdo suyo, al menos.

En cada una de las salidas adyacentes había un pequeño grupo con un farol iluminando la madriguera correspondiente, y uno de los hombres se hallaba arrodillado, apuntando al redondo vacío que se abría ante él, como si esperara que de allí surgiera algo.

Se hizo un silencio interminable.

Luego oyeron el primer disparo de Cossar, como una explosión en una mina...

Los nervios y los músculos de todos se pusieron tensos al oírlo, y ¡bang!, ¡bang!, ¡bang! Las ratas habían intentado escapar y dos más habían muerto. Después, el hombre que sostenía el ovillo indicó una sacudida.

—Ha matado a una y quiere el bramante —dijo Bensington.

Se quedó observado cómo el bramante penetraba en la ratonera, y le pareció como si se hubiese animado de repente con una inteligencia oscura porque la oscuridad lo hacía invisible. Por fin dejó de arrastrarse y se hizo una larga pausa. Luego, lo que a Bensington le pareció ser un monstruo rarísimo salió arrastrándose lentamente del agujero y se revolvió en el pequeño espacio saliendo de espaldas. Después de él, y haciendo profundos surcos en el suelo, aparecieron las botas de Cossar, y a continuación su espalda iluminada por el farol...

Sólo quedaba una rata viva, y la infeliz, sentenciada a muerte, se ocultaba en los rincones más apartados de la ratonera, hasta que Cossar entró de nuevo y la mató. Por último, Cossar, el hurón humano, volvió a hacer una inspección general para asegurarse.

—Ya las tenemos —dijo a sus asombrados compañeros—. Y si yo no hubiese sido un tonto de capirote me habría desnudado hasta la cintura. Evidentemente. ¡Tóqueme las mangas, Bensington! Estoy empapado de sudor. No se puede pensar en todo. Únicamente una media borrachera de whisky me salvará de un resfriado.

VII

Hubo momentos durante aquella noche maravillosa en que a Bensington le pareció que la naturaleza había organizado para él una vida de fantásticas aventuras. Esto se hizo patente durante la hora siguiente a su ingestión de un whisky muy fuerte.

—Ya no volveré a Sloane Street —confió al mecánico alto, rubio y sucio.

—No, ¿eh?

—Por nada del mundo —afirmó Bensington.

El esfuerzo de haber arrastrado las siete ratas muertas hasta la pira a través del ortigal lo había bañado en sudor y Cossar le indicó la evidente reacción física que le produciría el whisky si quería salvarse del resfriado, de otro modo inevitable. Hubo una especie de cena de bandoleros en la vetusta cocina embaldosada, con la hilera de ratas muertas que yacían bajo la luz de la luna contra el gallinero. Después de una media hora de descanso, Cossar los incitó a emprender de nuevo el trabajo para terminar lo que aún restaba por hacer.

—Evidentemente —dijo—, habrá que limpiar el lugar... Nada de desperdicios... nada de escándalo, ¿eh?

Les animó con la idea de hacer la destrucción completa. Rompieron y astillaron todos los fragmentos de madera que pudieron encontrar en la casa; talaron senderos allí donde brotaba la vegetación gigante; hicieron una pira para las ratas muertas y las empaparon en parafina.

Bensington trabajó como el más activo de los peones. Alcanzó un climax de alborozo y de energía hacia las dos. Cuando, en plena destrucción, blandía el hacha, el más valeroso huía de su proximidad. Un rato después se apaciguó algo, debido a la transitoria pérdida de sus lentes, que fueron hallados al fin por otra persona en el bolsillo de la chaqueta del propio Bensington.

Los hombres iban de un lado para otro a su alrededor... decididos y enérgicos. Cossar se movía entre ellos como un dios.

Bensington apuró esa deliciosa camaradería que es privativa de un ejército feliz o de una recia expedición, pero nunca de aquellos que viven la sobria vida de las ciudades. Después que Cossar le quitó el hacha y le encargó que acarreara madera, estuvo andando de un lado para otro diciendo que todos eran unos buenos chicos. Siguió por este estilo aún mucho tiempo después de notar las primeras señales de fatiga.

Por fin estuvo a punto y comenzaron a regar todo con la parafina. La luna, desprovista ya de su magro cortejo nocturno de estrellas, brillaba en lo alto, por encima de la aurora naciente.

—Quemémoslo todo —dispuso Cossar yendo de una parte a otra—. Quemémoslo todo... Déjenlo arrasado, ¿entienden?

Bensington se fijó en él, tétrico y horrible bajo el pálido alborear del día, precipitándose con la mandíbula saliente y una antorcha encendida en la mano.

—¡Lárguese de ahí! —exclamó alguien, tirando del brazo de Bensington.

La quietud de la aurora, pues allí no había pájaros que cantaran, se llenó de pronto de una tumultuosa crepitación; una pequeña llama rojiza recorrió la base de la pira, se transformó en azul al entrar en contacto con el suelo, y se puso a trepar, hoja por hoja, tallo arriba de una ortiga gigante. Un ruido cantarino se mezcló con la crepitación...

Los hombres cogieron sus fusiles de uno de los rincones de la sala de estar de los Skinner y todo el mundo echó a correr. Cossar se fue tras ellos dando grandes zancadas...

Luego se encontraron todos de pie, contemplando desde lejos la Granja Experimental, que estaba ardiendo. El humo y las llamas se desbordaban por las puertas y las ventanas y por centenares de rendijas y grietas en el techo, igual que una muchedumbre presa de pánico. ¡Qué bien sabía Cossar encender una fogata! Una gran columna de humo salió disparada hacia el firmamento, acompañada de rojas lenguas sangrientas y de raudos fogonazos. Era como si un enorme gigante se hubiese puesto de pie, alargándose hacia arriba y estirando bruscamente los brazos hacia el cielo. Volvió a caer la noche sobre ellos, ocultando por completo la incandescencia del sol que salía tras ella. Los habitantes de Hickleybrow se dieron cuenta muy pronto de aquel estupendo pilar de humo, y salieron hasta la cresta de la colina, con gran variedad de batas, para contemplar el regreso de la expedición.

Detrás de ellos, igual que un hongo fantástico, aquel pilar de humo oscilaba y fluctuaba, cada vez más alto, cada vez más arriba, hasta el cielo... dando la impresión de que la llanura era bajísima y todos los demás objetos eran nimiedades; y en primer término, conducidos por Cossar, los autores del asunto seguían el sendero, ocho pequeñas siluetas negras, marchando con fatiga, las armas al hombro, a través del prado.

Al volver la mirada hacia atrás, en el cerebro de Bensington resonó como un eco cierta frase conocida. ¿Cómo era...? «Habéis encendido hoy...» «Habéis encendido hoy...»

Entonces recordó las palabras de Latimer: «Hemos encendido hoy una antorcha tan grande en Inglaterra, que ya nadie podrá apagarla jamás...»2

¡Qué hombre era Cossar! Bensington se quedó mirando su espalda durante un rato y se sintió orgulloso de haber sostenido su sombrero. ¡Orgulloso, sí, a pesar de que él era un investigador eminente y Cossar se dedicaba sólo a la ciencia aplicada!

De repente, se puso a tiritar y a bostezar, y deseó estar acostado, muy calentito, en su cama de aquel pequeño piso que daba a Sloane Street. (Ni siquiera pensar en su prima Jane le prestó ayuda.) las piernas se le volvieron como algodón y los pies como plomo. Sintió la necesidad de tomar un café en Hicleybrow. En sus treinta y tres años no había pasado nunca en vela una noche entera.

VIII

Y mientras aquellos ocho aventureros luchaban contra las ratas en la Granja Experimental, a catorce kilómetros de distancia, en el pueblo de Cheasing Eyebright, una dama anciana provista de una nariz excesiva, luchaba con grandes dificultades a la luz vacilante de una vela. En una mano nudosa tenía un abrelatas y con la otra sostenía una lata de Heracleoforbia, decidida a abrir o a perecer en la empresa. Luchaba incansablemente, profiriendo un gruñido a cada nuevo esfuerzo, mientras, a través del delgado tabique, el niño de los Caddles no cesaba de gemir.

—¡Pobrecillo! —murmuró la señora Skinner; y luego, mordiéndose el labio con su diente solitario, en un arranque de determinación, añadió—: ¡Venga!

Y de inmediato, ¡clap!, una nueva provisión del Alimento de los Dioses quedó dispuesta y a punto de descargar sus poderes de agigantamiento sobre el mundo.