CAPÍTULO CUATRO - LOS DOS DÍAS DE REDWOOD

Tan pronto como Caterham advirtió que el momento de coger la ortiga había llegado, tomó la ley en sus manos y envió una orden de detención contra Cossar y Redwood.

Con Redwood no hubo problema. Acababa de sufrir una operación en un costado y los médicos le habían apartado todo lo que pudiera preocuparle hasta que su convalecencia quedase asegurada. Le habían dado de alta y acababa de levantarse de la cama. Se hallaba en ese momento fuera del lecho, en un cuarto calentado por el fuego de la chimenea, con un montón de periódicos a su lado, enterándose por primera vez de la agitación que había puesto al país en manos de Caterham y de las dificultades que estaban cerniéndose sobre la princesa y su propio hijo. Era la mañana del día en que murió el joven Caddles y el policía aquél intentó detener al hijo de Redwood cuando se dirigía a ver a la princesa. Los últimos periódicos que Redwood había leído anunciaban vagamente estos acontecimientos inminentes. Redwood estaba releyendo con el corazón desfalleciente, aquellas primeras premoniciones del desastre que se acercaba. Adivinaba en ellas cada vez más perceptibles las sombras de la muerte, aunque leía para tener ocupada la mente hasta que llegasen más noticias. Cuando los agentes de policía entraron en su habitación, precedidos por el criado, levantó la vista vivamente.

—Creí que sería uno de los primeros periódicos de la tarde —dijo.

Luego, levantándose y con un rápido cambio de manera, preguntó:

—¿Qué significa esto...?

Después, Redwood no tuvo noticias de ninguna clase durante dos días.

Habían ido con un vehículo para llevárselo, pero, cuando se convencieron de que se hallaba realmente enfermo, decidieron dejarlo allí durante un día o dos hasta que pudieran trasladarlo sin peligro. Su casa fue invadida por la policía y convertida en cárcel provisoria. Era la misma casa donde había nacido el gigante Redwood y donde por vez primera se había administrado Heracleoforbia a un ser humano. Redwood, que ahora era viudo, había vivido allí ocho años.

Era ahora un hombre de pelo entrecano, con una pequeña barba gris en punta y ojos castaños todavía muy activos. Era esbelto y tenía una voz suave, como siempre la había tenido, pero sus facciones habían adquirido aquella calidad indefinible consecuencia de largas meditaciones sobre cuestiones portentosas. Para el policía que practicó la detención, su aspecto ofrecía un contraste impresionante con la enormidad de sus delitos.

—Ahí está ese individuo que ha hecho lo imposible para echarlo todo a rodar —dijo el jefe a su subordinado inmediato—. Tiene rostro de pacífico propietario rural. Ahí tiene usted al juez Hangbrow, que se desvela por tenerlo todo en orden y al día, y tiene una cara que parece de cerdo. ¡Y luego, sus modales! Uno es todo educación y finura, y el otro todo gruñidos y resoplidos. Esto demuestra, ¿verdad?, que no hay que fiarse de las apariencias, sea lo que fuere que se tenga que hacer.

Sin embargo, su discurso sobre las consideraciones que con ellos tenía Redwood quedó bastante malparado. Al principio, los otros policías lo encontraron muy pesado, hasta que dejaron bien sentado que era inútil hacerles preguntas o pedirles periódicos. Hicieron una especie de registro en su estudio y se llevaron hasta los periódicos que ya tenía. La voz de Redwood tenía tono agudo y acento de reconvención.

—Pero ¿no ve usted —decía una y otra vez— que se trata de mi hijo, de mi único hijo, que se halla en un apuro? No es el Alimento lo que me preocupa, sino mi hijo.

—Yo quisiera poder informarle, señor —dijo el oficial—, pero nuestras órdenes son estrictas. —¿Quién dio las órdenes?

—¡Ah! Eso tampoco puedo decírselo, señor... —se excusó el oficial, dirigiéndose hacia la puerta.

—Camina de un lado a otro de su cuarto —dijo el segundo oficial cuando su jefe bajó del piso superior—. Todo va bien. Paseando se despejará...

—Así lo espero —repuso el jefe—. Lo cierto es que antes no lo había visto bajo la misma luz que ahora, pero resulta que el gigante que tenía que ver con la princesa, ¿sabe usted?, es su hijo. Los dos se miraron durante un momento. —Entonces, la cosa es fuerte para él —dijo el tercer policía. Era evidente que Redwood no había comprendido muy bien que un telón de acero lo separaba del mundo exterior. Lo oyeron acercarse a la puerta, intentar abrirla y probar el funcionamiento de la cerradura y luego la voz del oficial estacionado en el rellano diciéndole que era inútil hacer aquello. También oyeron cómo se acercaba a las ventanas y vieron que los transeúntes miraban para arriba.

—También eso es inútil —dijo el segundo oficial. Entonces Redwood empezó a tocar el timbre. El jefe subió y le explicó con mucha paciencia que no ganaría nada con tocar el timbre de aquel modo, y que si ahora lo tocaba porque sí, no le harían el menor caso luego cuando necesitara algo.

—Lo atenderemos en todo lo que sea razonable, señor —dijo el oficial—, pero si usted insiste en tocar el timbre a modo de protesta, nos veremos obligados a desconectarlo.

Las últimas palabras proferidas por Redwood en un tono muy alto que oyó el oficial, fueron éstas:

—Pero al menos podría decirme usted si mi hijo...

II

Después de todo esto, Redwood pasó la mayor parte del tiempo en las ventanas.

De todos modos, poca cosa podían ofrecerle aquellas ventanas respecto a la marcha de los acontecimientos en el exterior. En todo momento aquella calle era muy tranquila, pero aquel día lo era excepcionalmente. Ni un coche de alquiler, ni un carro pasaron aquella mañana. De vez en cuando pasaba algún transeúnte sin que mostrara la menor anormalidad en los acontecimientos; después un grupito de niños, una niñera, una mujer que iba de compras, y gente así. Entraban en escena por derecha o por izquierda, arriba o abajo de la calle, con un exasperante aire de indiferencia para los intereses más importantes que los suyos propios. Descubrían con asombro la casa guardada por la policía y marchaban en dirección opuesta, donde unos grandes racimos de hortensias gigantes se hallaban suspendidos a través de la calle. Al irse volvían la cabeza para mirar y señalaban con el dedo. De vez en cuando, un hombre se acercaba a uno de los policías preguntándole algo. Únicamente conseguía una breve respuesta...

Las casas de enfrente parecían muertas. Una sirvienta apareció una vez en una ventana y se quedó un instante mirando. A Redwood se le ocurrió hacerle señas. Durante un rato ella contempló sus gestos, al parecer con cierto interés, y hasta le dio una vaga respuesta y se fue. Un viejo salió cojeando de la casa señalada con el número 37, bajó los peldaños y se marchó por la derecha, sin mirar para nada hacia arriba. Durante diez minutos el único transeúnte fue un gato...

Así, aquella trascendental e interminable mañana fue alargándose desmesuradamente.

Alrededor de las doce se oyeron gritos de los vendedores de periódicos en la calle contigua, pero aquello pasó.

Contrariamente a lo que solían hacer, no pasaron por la calle de Redwood, y éste tuvo la sospecha de que la policía había cerrado las bocacalles. Intentó abrir la ventana, pero aquello hizo que apareciera de inmediato un policía en su habitación...

El reloj de la iglesia parroquial dio las doce, y después de un abismo de tiempo, la una.

Se burlaron de él llevándole la comida. Comió un poco y esparció la comida por el plato a fin de que se la llevaran pronto, bebió whisky liberalmente y luego, cogiendo una silla, volvió junto a la ventana. Los minutos se dilataron en grises inmensidades y durante unos momentos acaso se quedara dormido...

Despertó con la vaga impresión de haber oído unos ruidos lejanos. Percibió un repiqueteo en la ventana, como la pequeña sacudida de un terremoto distante. El repiqueteo duró cosa de un minuto y luego fue desvaneciéndose. Después de un silencio, se reprodujo... Luego volvió a desvanecerse. Imaginó que se debería simplemente al paso de algún vehículo por la calle principal. ¿Qué otra cosa podía ser...?

Al cabo de algún tiempo empezó a dudar si había oído de veras aquel ruido.

Se puso a razonar consigo mismo. A fin de cuentas, ¿por qué motivo lo habían detenido? Hacia dos días que Caterham se hallaba en el poder... ¡El tiempo suficiente para coger su ortiga! ¡Coger su ortiga! ¡Coger su ortiga gigante! Una vez encontrado este estribillo se quedó canturreándolo mentalmente, sin poder dejarlo.

Y, después de todo, ¿qué podía hacer Caterham? Era un hombre muy religioso. Estaba ligado hasta cierto punto con aquello de no emplear la violencia sin una causa justificada.

¡Coger la ortiga! Tal vez, por ejemplo, iban a arrestar a la princesa y enviarla al extranjero. Podían encontrarse con dificultades con su hijo. ¡En este caso...! Pero, ¿por qué lo habían detenido a él? ¿Por qué se estimaba necesario mantenerlo en la ignorancia de lo que ocurría? Aquello demostraba algo más grave.

¿Acaso, por ejemplo, se proponían encarcelar a todos los gigantes? ¿Los detendrían a todos juntos? Ya hubo ciertas insinuaciones sobre esto en los discursos electorales. ¿Entonces...?

Sin duda alguna, se habrían apoderado también de Cossar.

Caterham era un hombre religioso, Redwood se asía a esta idea. En lo más recóndito de su mente, había una especie de telón negro en el que se encendía y se apagaba una palabra, una palabra escrita con letras de fuego. Luchaba insistentemente contra aquella palabra. Era como si siempre comenzara a aparecer en aquel telón, sin acabar de completarse.

Finalmente se enfrentó con ella. «¡Masacre!» Allí estaba la palabra con toda su crudeza y su brutalidad.

¡No! ¡No! ¡No! ¡Era imposible! Caterham era un hombre religioso, civilizado. ¡Y, además, después de todos aquellos años, después de todas aquellas esperanzas...!

Redwood se incorporó de un salto y se puso a andar de un lado para otro. Habló consigo mismo y gritó:

—¡No!

La humanidad no estaba tan loca como para llegar a aquel extremo... ¡Seguro que no! Era imposible, era increíble, no podía ser. ¿Qué se ganaría con matar a los gigantes, cuando era evidente que lo gigantesco en los seres inferiores no se había presentado inevitablemente? ¡No era posible que estuviesen tan locos como para hacer una cosa semejante...!

—¡Tengo que rechazar esta idea...! —dijo en voz alta—. ¡Rechazo esta idea! ¡Absolutamente!

Se interrumpió con un sobresalto. ¿Qué era aquello?

Era indudable que las ventanas habían retemblado otra vez.

Redwood fue a mirar lo que pasaba en la calle. En la casa de enfrente obtuvo la inmediata confirmación de lo que había oído. En un dormitorio de la casa número 35 había una mujer con una toalla en la mano, y en el comedor de un piso del número 37 se veía un hombre detrás de un gran jarrón con un culantrillo hipertrófico. Los dos estaban de pie, asomados a la ventana, inquietos y curiosos. Redwood pudo ver claramente que el policía que vigilaba en la calle también lo había oído. Aquello no era, pues, cosa de su imaginación.

Se volvió hacia el interior de su cuarto, que se iba oscureciendo rápidamente.

—¡Cañonazos! —se dijo. Se quedó reflexionando. —¿Cañonazos?

Le trajeron un té fuerte, como el que estaba acostumbrado a tomar. Era evidente que su ama de llaves había sido consultada. Después de beberlo, se sintió demasiado nervioso para quedarse sentado al lado de la ventana y se puso a pasear por la habitación. Se sintió más capaz de pensar en ideas coherentes. Aquella habitación había sido su estudio durante veinticuatro años. Había sido amueblada en su boda y todo lo esencial databa de entonces: el gran y complejo escritorio, la silla giratoria, la butaca al lado de la lumbre, la biblioteca giratoria y el archivo clasificador con sus compartimientos, que llenaba el hueco del fondo. La alfombra turca de colores vivos, los tapices y cortinajes del último período Victoriano habían adquirido la rica dignidad que otorgan los años, y el cobre y el bronce brillaban cálidamente ante el fuego del hogar. Las bombillas eléctricas habían sustituido a la lámpara de aceite de antaño, y esta era la principal alteración del equipamiento original. Pero entre estas cosas, su conexión con el Alimento había dejado abundantes indicios. A lo largo de la pared, encima del friso, se veía una colección de fotografías y fotograbados enmarcados en negro con los retratos de su hijo, los hijos de Cossar y otros niños del Alimento Estrella, en distintas edades y en medio de diversos paisajes. Hasta el inexpresivo semblante del joven Caddles tenía su sitio en aquella colección. En un rincón había un haz de espigas de la hierba gigante de los prados de Cheasing Eyebright, y encima del escritorio había tres cápsulas vacías de amapolas, grandes como sombreros. Las barras de las cortinas eran tallos de hierba. Y el tremendo cráneo del gran cerdo de Oakham pendía, como un portentoso estante ornamental de marfil, sobre la repisa de la chimenea, con un jarrón chinesco en cada órbita y el hocico abatido, encima de la lumbre...

Redwood se acercó a las fotografías, y en particular hacia las de su hijo.

Le trajeron a la memoria incontables recuerdos de cosas que se habían borrado ya de su mente, de los primeros días del Alimento, de la tímida presencia de Bensington y su prima Jane, de Cossar y de aquella noche terrible pasada en la Granja Experimental. Estos recuerdos se le aparecieron como cosas muy pequeñas y brillantes y distintas, como objetos vistos con un telescopio en un día soleado. Y después se le representó el gigantesco cuarto de los niños, la gigantesca infancia de su hijo, sus primeros esfuerzos para hablar, sus primeros signos claros de afecto.

¿Cañonazos?

Se le ocurrió, de un modo irresistible, agobiante, que en el exterior, fuera de aquel maldito silencio y de aquel maldito misterio, su hijo y los hijos de Cossar, y todos aquellos gloriosos frutos precoces de una edad más grandiosa, estaban luchando... ¡Luchando por la vida! Hasta era posible que su hijo se hallase en aquel momento en algún terrible apuro, herido, detenido como él...

Se apartó de los retratos y volvió a andar de un lado a otro de la habitación, gesticulando.

—¡No puede ser! —gritó—. ¡No puede ser! ¡No puede acabar de este modo...! Pero, ¿qué ha sido eso?

Se detuvo, rígidamente inmóvil.

El repiqueteo de las ventanas había vuelto a empezar, y luego se oyó un gran ruido sordo, como una vasta conmoción que hizo retemblar toda la casa. La conmoción pareció durar un siglo. Debió de haberse producido muy cerca. Por un instante le pareció como si algo hubiera venido a dar contra la casa, por encima de donde él se hallaba... un impacto que se resolvió en un tintineo de cristales rotos, y luego en una quietud que terminó por fin con un ruido claro de gente que corría por la calle.

Este ruido lo liberó de su inmovilidad. Se volvió hacia la ventana y la vio hecha pedazos.

El corazón le latió apresuradamente, con la sensación de haber llegado a una crisis, a un acontecimiento concluyente, a la liberación. Y luego, otra vez, ¡el conocimiento de su impotente confinamiento cayó ante él como un telón!

No pudo ver nada de particular en el exterior, excepto que la pequeña lámpara eléctrica de enfrente estaba apagada. No pudo oír tampoco nada después de la primera señal de alarma. No pudo añadir nada que interpretara o ampliara aquel misterio, pero en aquel momento vio aparecer un resplandor rojizo y fluctuante en el cielo, hacia el sudeste.

Este resplandor aumentó de intensidad para disminuir en seguida. Luego dudó de que hubiera aumentado de intensidad realmente. Se fue haciendo más visible otra vez, a medida que el día iba oscureciendo. Y llegó a ser el hecho predominante en la larga noche de incertidumbre. A veces parecía tener el temblor de las llamas danzantes, y otras veces le hacía creer que era ni más ni menos que el reflejo normal de las luces vespertinas. Aumentó y disminuyó de intensidad varias veces durante aquellas largas horas y sólo se desvaneció, por fin, al quedar totalmente sumergido en la claridad de la aurora. ¿Significaría algo...? ¿Qué podía significar? Con toda seguridad se trataba de algún incendio, cercano o remoto, pero no habría podido decir si era humo o niebla aquello que cruzaba el cielo. Sin embargo, cerca de la una empezó a percibirse el centelleo de los reflectores, que continuó durante el resto de la noche. Aquello también podía significar muchas cosas. Pero, ¿qué podía significar? ¿Qué significaba en realidad? Sólo tenía aquel cielo agitado y abigarrado y la indicación de una enorme explosión con que llenar sus pensamientos. No se oyeron ya más ruidos ni más carreras por la calle, tan sólo unos gritos que podían haber sido proferidos por algunos borrachos...

No encendió la luz. Se quedó de pie ante la ventana destrozada, en plena corriente de aire, como una delgada silueta negra para el oficial de policía que, de vez en cuando, penetraba en la habitación exhortándole a descansar.

Toda la noche permaneció Redwood junto a la ventana, observando el ambiguo movimiento del cielo, y únicamente al despuntar el alba obedeció al imperativo de la fatiga y se echó sobre la cama que le habían preparado entre su escritorio y la semiapagada lumbre del hogar, debajo del cráneo del enorme cerdo.

III

Durante treinta y seis larguísimas horas, Redwood permaneció encarcelado, encerrado y aislado del gran drama de los Dos Días mientras la gente pequeña en la aurora de la grandeza luchaba contra los Hijos del Alimento. Después, bruscamente, el telón de acero volvió a levantarse y Redwood se encontró muy cerca del centro de la lucha. El telón se levantó tan inesperadamente como había caído. A media tarde le atrajo a la ventana el ruido de un coche que se detuvo frente la puerta de su casa. Un hombre joven se apeó de él y al cabo de un minuto ya estaba en su presencia en el cuarto. Era un individuo pequeñito y delgado, de unos treinta años tal vez, muy bien afeitado, muy bien vestido y con muy buenos modales.

—Señor Redwood —empezó diciendo—, ¿quiere usted acompañarme a ver al señor Caterham? Requiere su presencia con gran urgencia.

—¿Requiere mi presencia...? —En la mente de Redwood afloró una pregunta que, de momento, no supo formular. Vaciló. Luego, con voz entrecortada, preguntó—: ¿Qué le han hecho a mi hijo?

Y se quedó sin aliento, esperando la respuesta.

—¿Su hijo, señor? Su hijo está muy bien. Al menos, por lo que podemos saber.

—¿Está bien?

—Ayer fue herido, señor. ¿No lo sabía usted?

Redwood irrumpió contra esta afectación. Su voz ya no estaba matizada por el temor, sino por la ira.

—Ya sabe que no he podido enterarme de nada. Eso lo sabe usted bien.

—El señor Caterham lo temía, señor... Eran momentos muy críticos. Todo el mundo... fue cogido por sorpresa. Le detuvo a usted para evitarle cualquier desgracia...

—Me detuvo para impedir que avisara a mi hijo o que le aconsejara lo que debía hacer... Dígame lo que ha ocurrido. ¿Han triunfado ustedes? ¿Los han matado a todos?

El joven dio un paso hacia la ventana y se volvió.

—No, señor —dijo concisamente.

—¿Qué tiene usted, pues, que decirme?

—Tenemos pruebas, señor, de que esta lucha no fue planeada por nosotros. Nos encontraron... totalmente faltos de preparación.

—¿Quiere usted decir que...?

—Quiero decir, señor, que los gigantes... hasta cierto punto se han mantenido firmes.

El mundo cambió para Redwood. Durante un momento, algo muy semejante a la histeria se apoderó de los músculos de su cara. Luego dio salida a una profunda exclamación.

—¡Ah! —su corazón dio un gran salto de alegría.— ¡Los gigantes se han mantenido firmes!

—Ha habido una lucha terrible... una terrible destrucción. Todo ha sido debido a un horrible malentendido... En el norte y en los Midlands han muerto varios gigantes... En todas partes.

—¿Están luchando ahora?

—No, señor. Se ha izado la bandera blanca pidiendo un armisticio.

—¿Ellos...?

—No, señor. El señor Caterham la izó... Todo este asunto ha sido un malentendido. Por esto quiere hablar con usted y exponerle su caso. Ellos insisten, señor, en que usted intervenga...

Redwood lo interrumpió.

—¿Sabe usted lo que le ha ocurrido a mi hijo?

—Fue herido.

—¡Explíquemelo! ¡Explíquemelo!

—El y la princesa se presentaron antes de que el... el movimiento para rodear el campamento de los Cossar se hubiese completado... Me refiero a la hondonada de los Cossar, en Chislehurst. Se presentaron de repente, señor, con gran estrépito, a través de un denso campo de avena gigante, cerca de River, ante una columna de infantería... Los soldados se habían mostrado muy nerviosos durante todo el día y aquello ocasionó un verdadero pánico.

—¿Y le dispararon?

—No, señor. Echaron a correr. Hubo alguien que disparó contra él... sin apuntar... y en contra de las órdenes recibidas.

Redwood hizo una mueca de incredulidad.

—¡Es verdad, señor! No quiero alegar que fuera a causa de él, sino a causa de la princesa.

—Sí. Eso es verdad.

—Los dos gigantes echaron a correr gritando hacia el campamento. Los soldados corrían de un lado para otro y algunos empezaron a disparar. Dijeron que le habían visto tambalearse...

—¡Oh...!

—Sí, señor. Pero sabemos que no está malherido...

—¿Cómo?

—¡Nos ha enviado un mensaje, señor, diciéndonos que estaba bien!

—¿Para mí?

—¿Para quién, pues, señor?

Redwood permaneció cerca de un minuto con los brazos cruzados y apretados, percatándose de todo. Después su indignación encontró la voz que había perdido.

—Se han portado ustedes como unos tontos, han calculado mal y se han equivocado, y quiere usted que yo ahora crea que no son un hato de asesinos con la peor intención. Y además... ¿Qué más?

El joven lo miró interrogativamente.

—¿Los otros gigantes?

El joven no simuló no comprenderlo. Bajó el tono de la voz:

—Trece, señor, han muerto.

—¿Y los otros están heridos?

—Sí, señor.

—¿Y Caterham —preguntó ahogándosele la voz— quiere entrevistarse conmigo? ¿Dónde están los demás?

—Algunos pudieron penetrar en el campamento durante la lucha, señor... Parece como si hubieran sabido...

—¡Pues claro que lo sabían! Si no hubiese sido por Cossar... ¿Está con ellos Cossar?

—Sí, señor. Y todos los gigantes supervivientes están también allí... Los que no entraron en el campo durante la lucha han ido allí o están yendo ahora, bajo la bandera de la tregua.

—Esto significa —dijo Redwood— que ustedes han sido derrotados.

—No estamos derrotados. No, señor. No puede usted decir que nos hayan derrotado. Pero sus hijos han quebrantado las reglas de la guerra. Anoche por primera vez, y ahora de nuevo.

Después de haber retirado nosotros nuestras fuerzas atacantes. Esta tarde empezaron a bombardear Londres...

—¡Cosa muy legítima!

—Nos han disparado obuses llenos de... veneno.

—¿Veneno?

—Sí. Veneno. El Alimento...

—¿La Heracleoforbia?

—Sí, señor. El señor Caterham, señor...

—¡Los han derrotado! ¡Claro que usted no puede comprenderlo! ¡Es Cossar! ¿Qué esperanzas les pueden quedar a ustedes ahora? ¿Qué pueden hacer? Tendrán que respirarlo en el mismo polvo de las calles. ¿Para qué seguir luchando? ¡Vaya con las reglas de la guerra! Y ahora Caterham quiere que yo les ayude a salir del mal paso. ¡Válgame Dios, hombre! ¿Para qué tengo que acudir en ayuda de vuestro charlatán? Ya se ha divertido bastante... asesinando y embrollándolo todo. ¿Por qué debiera yo...?

El joven permanecía con un aire de vigilante respeto.

—Lo cierto es, señor —lo interrumpió—, que los gigantes insisten en verlo a usted. No quieren otro embajador. Si usted no se presenta a ellos, mucho me temo, señor, que se derramará todavía más sangre.

—La vuestra, tal vez.

—No, señor... en los dos bandos. El mundo está decidido a terminar con esto.

Redwood miró alrededor de sí. Sus ojos se posaron un momento en la fotografía de su hijo. Volvióse y se avino a lo que el joven esperaba.

—Sí —dijo, por fin—. Vamos.

IV

Su encuentro con Caterham fue totalmente distinto de como se lo había figurado. Había visto a aquel hombre sólo dos veces durante toda su vida, una vez en un banquete y otra vez en el salón de descanso de la Cámara de los Comunes, y su imaginación le había representado siempre, no el hombre, sino la creación de periódicos y caricaturistas, el legendario Caterham: Pulgarcito, el matador de gigantes, Perseo y todo lo demás. El elemento inherente a la personalidad humana le puso en desorden todo aquello.

No se encontró con el rostro de las caricaturas y retratos, sino con el de un hombre cansado y agobiado por el insomnio, un rostro arrugado y estirado, con el blanco de los ojos amarillento, con una boca de líneas débiles. Estaban allí, por cierto, los ojos castaño-rojizos, el pelo negro y el característico perfil aquilino del gran demagogo. Pero también había algo más que mataba de un golpe cualquier intento premeditado de retórica. Aquel hombre estaba sufriendo; estaba sufriendo agudamente una enorme tensión nerviosa. Desde el principio adoptó un aire como de personificarse a sí mismo. Al instante, con un solo gesto, con el más leve movimiento, le fue revelado a Redwood que Caterham se sostenía gracias a las drogas. El político introdujo el pulgar en el bolsillo de su chaleco, y después de unas frases más, prescindió de todo disimulo y deslizó un pequeño comprimido entre los labios.

Además, no obstante el esfuerzo que sobre él pesaba, a pesar del hecho de no tener razón y de ser una docena de años más joven que Redwood, aquella cualidad que había en él —algo que podríamos llamar magnetismo personal por falta de una palabra mejor— que le había hecho abrirse camino hasta llegar a la eminencia del desastre, seguía notándose en todo su ser. Con esto tampoco había contado Redwood. Ya desde el principio, en cuanto al curso y dirección de la conversación, prevaleció Caterham sobre Redwood. Las características de la primera fase de la entrevista fueron determinadas por él, y el tono y los procedimientos empleados fueron también de su iniciativa. Aquello sucedió como si fuera la cosa más natural del mundo.

Todos los proyectos de Redwood se desvanecieron ante su presencia. Le estrechó la mano antes de que Redwood recordara que se había propuesto evitar aquella familiaridad. Dio la tónica de su conferencia de un modo seguro y claro presentándola como una búsqueda de expedientes en una catástrofe común.

Si cometió algún error fue las veces que se dejó dominar por la fatiga y dejó de prestar una atención inmediata, dejándose llevar por el hábito propio de un mitin. Luego se irguió —durante toda la entrevista los dos personajes permanecieron de pie— y, apartando la mirada de Redwood, empezó a defenderse y a justificarse. En una ocasión incluso se le escapó:

—¡Caballeros...!

Quedamente, dilatándose poco a poco, empezó a hablar...

Hubo momentos en los que Redwood dejó de sentirse interlocutor comportándose como simple auditor de un monólogo. Se transformó en el espectador privilegiado de un extraordinario fenómeno. Se dio cuenta de algo así como una diferencia específica entre él y aquel individuo cuya hermosa voz lo estaba envolviendo y que seguía hablando y hablando. Aquella mentalidad era tan poderosa como limitada. De su energía conductora, de su peso personal, de su invencible olvido de ciertas cosas, brotó en la mente de Redwood la más grotesca y extraña de las imágenes. En vez de un antagonista que era un semejante suyo, un hombre susceptible de responsabilidad moral al que se podían dirigir razonables súplicas, Redwood vio a Caterham como algo raro, como una especie de rinoceronte monstruoso, como si dijéramos un rinoceronte civilizado, engendrado en la selva de los enredos democráticos, un monstruo de irresistible empuje e invencible resistencia. En todos los estrepitosos conflictos de aquella mañana, se erguía supremo. ¿Y más allá? Aquel hombre era un ser perfectamente dotado para abrirse camino por entre grandes multitudes de hombres. Para él no había falta que fuese más importante que la autocontradicción, ni ciencia más significativa que la reconciliación de los «intereses». Las realidades económicas, las necesidades topográficas, las casi intocadas minas de expedientes científicos, no existían para él más de lo que existían los ferrocarriles, los rifles o la literatura geográfica. Lo único que existía eran asambleas, juntas secretas y votos... votos por encima de todo. El era la encarnación de millones de votos.

Y ahora, en la gran crisis, con los gigantes quebrantados, pero no derrotados, aquel monstruo de los votos se explicaba.

Era evidente que, incluso en las presentes circunstancias, aún tenía que aprenderlo todo. Ignoraba que hubiese leyes físicas y leyes económicas, cantidades y reacciones que todos los votos de la humanidad nemíne contradicente no pueden impedir y que si se desobedecen es a cambio de la destrucción. Ignoraba que hubiese leyes morales que no pueden doblegarse por la fuerza o por la moda del momento, so pena de que vuelvan a enderezarse con vindicativa violencia. Frente a una granada explosiva o al Día del Juicio Final» era evidente para Redwood que aquel hombre habría ido a refugiarse detrás de algún voto cuidadosamente conseguido en la Cámara de los Comunes.

Lo que más le preocupaba en aquellos momentos no era la potencia que defendía aquella fortaleza allá lejos, hacia el sur, ni la derrota, ni la muerte, sino el efecto de todas esas cosas sobre su mayoría, que constituía la realidad principal de su vida. Tenía que derrotar a los gigantes o resignarse a quedar políticamente deshecho. No estaba en absoluto desesperado. En aquella hora de su más tremendo fracaso, con sangre y desastres en las manos y la promesa segura de un desastre inminente todavía más terrible, con los destinos del mundo alzándose imponentes por encima de su cabeza, era aún capaz de creer que por simple efecto de su voz, por medio de explicaciones y declaraciones podría todavía reconstruir su poder. Estaba perplejo y afligido, sin duda alguna, muy cansado y dolorido, pero si tan sólo pudiera sostenerse como hasta ese momento, si pudiese continuar hablando.

A medida que Caterham hablaba, le parecía a Redwood que avanzaba y retrocedía, que se dilataba y se contraía. La participación de Redwood en la conversación fue puramente subsidiaria, como si fuera metiendo cuñas en ella, de vez en cuando: «Eso son tonterías...», «No...», «No vale la pena ni de insinuarlo...», «Entonces, ¿por qué empezó usted...?»

Es posible que Caterham ni siquiera lo oyera. Alrededor de estas interpolaciones, el discurso de Caterham fluía como un rápido torrente alrededor de una roca. Allí estaba, pues, aquel hombre increíble, de pie sobre su alfombra oficial, hablando, hablando como si cualquier pausa de su charla, en sus explicaciones, en la exposición de sus puntos de vista y aspectos, en sus consideraciones y expedientes, fuera a permitir que alguna influencia antagonista entrara de un salto en la realidad... en la realidad oral, la única que él podía comprender. Allí estaba aquel hombre, en medio de los esplendores levemente deslucidos de aquella estancia oficial, en la que un hombre tras otro habían sucumbido a la creencia de que cierto poder de intervención era el control creador de un imperio...

Cuanto más hablaba Caterham, tanto más iba creciendo y afirmándose en Redwood una sensación de futilidad. ¿Se daba cuenta aquel hombre de que mientras estaba hablando, el mundo entero cambiaba? ¿Se daba cuenta de que la invencible marea, el crecimiento, iba en aumento más y más, y de que había otras horas que las parlamentarias y otras armas en manos de los Vengadores de Sangre? Por fuera, oscureciendo la habitación casi por entero, una simple hoja de parra gigante de Virginia daba golpecitos en los cristales sin que nadie le prestara atención.

Redwood sintió el deseo de terminar aquel asombroso monólogo para escapar hacia la cordura y el sano juicio, hacia aquel campamento asediado, la fortaleza del futuro, donde, en el mismo núcleo de la grandeza, los Hijos se habían agrupado. Por esto aguantaba aquella charla. Tenía la curiosa impresión de que, a menos que aquel monólogo terminara de una vez, se encontraría arrastrado por él y que, por lo tanto, debía luchar contra la voz de Caterham del mismo modo que se lucha contra una droga. Los hechos se habían alterado y seguían alterándose bajo aquel encanto.

¿Qué estaba diciendo aquel hombre? Como Redwood tenía que transmitirlo a los Niños del Alimento, notó que aquello importaba mucho. Tenía que atender a lo que decía el otro y mantener al mismo tiempo su sentido de la realidad tan bien como pudiera. Caterham hablaba mucho de delitos de sangre. Aquello era elocuencia. No tenía la menor importancia. ¿Qué venía después?

¡Sugería una convención!

Sugería que los Niños del Alimento sobrevivientes capitulasen y se marcharan a otra parte para formar una comunidad propia. Dijo que había precedentes.

—Les podremos asignar un territorio...

—¿Dónde? —preguntó Redwood, dispuesto a discutir.

Caterham se aprovechó de aquella concesión. Volvió la cara hacia Redwood y su voz descendió a un tono de razonable persuasión. Aquello ya podría determinarse más adelante. Era, según Caterham, una cuestión totalmente subsidiaria. Y prosiguió estipulando:

—Y exceptuando la vida de ellos y el lugar donde se hallen, nosotros deberemos poseer el absoluto control y el Alimento y todos los Frutos del Alimento deberán ser aniquilados...

Redwood comenzó a regatear.

—¿Y la princesa?

—Es cuestión aparte.

—No —replicó Redwood luchando para volver a su terreno inicial—. Sería absurdo.

—Eso ya vendrá luego. De todos modos, estamos de acuerdo en que la fabricación del Alimento debe cesar...

—Yo no estoy para nada de acuerdo con eso. Yo no he dicho nada...

—¡Pero no puede ser que en un solo planeta haya dos razas de hombres, una grande y otra pequeña! ¡Considere lo que ya ha ocurrido! ¡Considere que esto es sólo una pequeña demostración de lo que puede ocurrir si este Alimento sigue haciendo de las suyas! ¡Considere todo lo que usted ha hecho sufrir ya a este mundo! Si tiene que haber una raza de gigantes que vayan creciendo y multiplicándose...

—No quiero discutir —dijo Redwood—. Debo ir a ver a nuestros hijos. Quiero ir a ver a mi hijo. Por eso he venido a verle usted. Dígame exactamente cuál es su oferta.

Caterham hizo un discurso sobre sus condiciones.

A los Niños del Alimento se les adjudicaría un gran territorio, en Norteamérica o en África, donde pudieran vivir sus vidas del modo que mejor les pareciese.

—¡Esto es una sandez...! —gritó Redwood—. Hay otros gigantes en el extranjero. ¡En toda Europa... por doquier!

—Podría establecerse una convención internacional. No sería imposible. Ya se ha hablado de algo semejante... Pero en este territorio de reserva, ellos podrían seguir su vida a su manera. Podrían hacer lo que quisieran, podrían fabricar lo que les diese la gana. Nosotros nos sentiríamos muy satisfechos si quisieran fabricar objetos. Pueden ser muy dichosos allí. ¡Piénselo!

—A condición de que no haya más descendencia.

—Precisamente. Los hijos son para nosotros. Y así, señor, salvaremos al mundo, lo salvaremos por completo de los frutos de su terrible descubrimiento. No es aún demasiado tarde. Sólo que estamos dispuestos a suavizar la rapidez de ejecución con la clemencia. Ahora mismo estamos quemando y chamuscando los sitios afectados por los obuses que dispararon ayer. Podemos neutralizar sus efectos. Esté usted seguro de que podemos neutralizarlos. Pero sin crueldades, sin injusticias...

—¿Y si los Niños no aceptan?

Por primera vez, Caterham miró a Redwood cara a cara.

—¡Deben aceptar!

—Yo no creo que acepten.

—¿Y por qué no? —preguntó Caterham con un estupendo tono de asombro.

—Supongamos que no acepten.

—Entonces, ¿qué recurso queda sino la guerra? No podemos permitir que todo continúe así. ¡No podemos, señor! ¿Es que ustedes, los hombres de ciencia, conocen de imaginación? ¿Es que carecen de la clemencia? No podemos permitir que nuestro mundo sea pisoteado por un creciente hatajo de monstruos como los que ha producido su Alimento. No podemos y no queremos. Y yo le pregunto a usted: ¿qué significa esto, sino la guerra? Y recuérdelo bien... Lo que acaba de ocurrir es únicamente el principio. Esto ha sido sólo una escaramuza, un simple asunto policial. Créame usted, un simple asunto policial. No se deje engañar por la perspectiva, por la inmediata magnitud de estos nuevos individuos. Detrás de nosotros está la nación... está la humanidad. Detrás de los millares de seres que han muerto, hay millones. Si no hubiese sido por el temor de tener que derramar más sangre todavía, señor, detrás de nuestras primeras líneas se estarían formando otras líneas de ataque, incluso ahora. Yo no sé si podremos acabar completamente con ese Alimento, ¡pero lo que sí puedo asegurarle es que podemos matar a todos sus hijos! Usted toma demasiado en cuenta los acontecimientos de ayer, los sucesos ocurridos en una veintena de años, en una sola batalla. Usted no tiene idea del lento curso de la historia. Yo ofrezco este acuerdo para salvar unas cuantas vidas, no porque pueda alterar el final inevitable. Si usted cree que sus dos docenas de gigantes pueden resistir a todas las fuerzas aunadas de nuestro pueblo y de todas las naciones extranjeras que vendrán en nuestra ayuda, si usted cree que puede cambiar a la Humanidad de un soplo, en una sola generación, alterando la naturaleza y la estatura del Hombre...

Y haciendo un amplio gesto con el brazo, añadió:

—¡Vaya a verlos ahora, señor! Véalos, agazapados alrededor de sus heridos, pagando todo el daño que han hecho...

Se interrumpió como si, por casualidad, hubiese visto al hijo de Redwood.

Hubo una larga pausa.

—Vaya a verlos —dijo.

—Eso es lo que quiero.

—Entonces, vaya ahora mismo...

Dio media vuelta y oprimió el botón del timbre. Afuera, en respuesta, se oyó el ruido de unas puertas que se abrían y de pasos apresurados.

La conversación había acabado. La exhibición había tocado a su fin. Bruscamente Caterham pareció contraerse, arrugarse hasta transformarse de nuevo en un hombre de mediana edad, de mediana estatura, en el rostro amarillento y un aspecto cansino. Dio un paso hacia delante, como si saliera del marco de un cuadro, y asumiendo por completo la amistosa cortesía que hay detrás de todos los conflictos públicos de nuestra raza, tendió su mano a Redwood.

Como si fuera la cosa más natural del mundo, Redwood le estrechó la mano por segunda vez.