Nicola se durmió, o supusimos que dormía, porque no salió de su habitación. Iris y yo nos tendimos en el sofá en pijama, bebiendo agua mineral, haciéndonos la manicura y viendo la tele sin el menor interés, mientras Gab hurgaba en Internet. Volvió a aparecer a eso de las once. Era la clase de hombre capaz de estirar la columna vertebral y hacerla crujir de arriba abajo.

—No encuentro nada de peso que avale la vitamina C —anunció—. La gente se entusiasmó mucho con el tratamiento en los sesenta, pero luego realizaron pruebas aleatorias como es debido. De doble ciego, con placebos bajo supervisión, y todo quedó en agua de borrajas. Theodore ha mencionado lo que, según él, es un importante artículo de un tal Webster.

—¿Un artículo? —repitió Iris—. ¿Cómo? ¿Sólo uno?

—El caso es que he encontrado a ese tal Webster, pero todas las revistas que hablan de su investigación son publicaciones alternativas. Algunas parecen propiedad de él. Sí he averiguado, en cambio, un dato curioso sobre Theodore: es veterinario. —Se tumbó en el sofá y apoyó la cabeza en la falda de Iris—. «Investigador científico», se hace llamar.

Nos quedamos allí tumbadas en un cargado silencio.

—He estado preguntándome por qué se ha enfadado tanto Helen —dijo Iris.

Dios mío. Ahora encima iba a tener que dar explicaciones. Me incorporé.

—Lo siento. He perdido el control. Es lo peor de mí: soy una persona irascible. La ira es mi estado por defecto.

Gab ahogó una risa y alzó la vista para mirar a Iris, que se había ruborizado. Lanzó una ojeada hacia el pasillo por encima del hombro y bajó la voz.

—Debes entender que quiero mucho a Nicola. Ha sido una figura importante para mí desde que era niña. Pero nunca me he enfadado tanto en la vida como cuando vino a instalarse en mi casa. Realmente llegué a pensar que tendría que acabar por matarla yo misma y ahorrarle las molestias al cáncer.

—Ya sabía yo que llevaba demasiado tiempo contigo —dije—. Me pasaba horas en el ordenador redactando mensajes de lo más diplomático: «¿No crees que deberías alquilar un apartamentito para ti sola en Elizabeth Bay? Así podrías dejar un poco más tranquila a Iris.» Y ella me contestaba con ese tono altanero suyo: «Querida, Iris me adora. Le encanta tenerme en su casa.»

Los tres reímos, apesadumbrados.

—Lleva allí desde abril —dijo Iris—. Y no tiene intenciones de marcharse. Esto de Melbourne son sólo unas vacaciones. Todas sus cosas siguen amontonadas en mi recibidor.

—Es un piso con un solo dormitorio —informó Gab, sin rencor—. Iris cedió la cama a Nicola. Nosotros dormimos en el suelo del salón.

—¿Quieres saber mi teoría? —dijo Iris—. Nicola se niega a aceptar gran parte del horror de todo esto. Pero ese horror no desaparece. Es imposible, porque existe. Por tanto, otro tiene que vivirlo por ella de algún modo. Está en el aire alrededor de Nicola, algo parecido a la electricidad estática. Lo sentí cuando entró en la casa esta noche. Fue como si de pronto me subiera la fiebre. Se me aceleró el pulso.

La miré con asombro.

—¿O sea que no sólo me pasa a mí?

—Ni mucho menos. Sé exactamente cómo te sientes. Es espantoso. Es como si me pusieran una inyección de locura.

—Yo siento un hormigueo en el dorso de las manos —comenté.

—Nos ha asignado el papel de portadoras de todo lo malo, y de algún modo se lo hemos permitido. Va de un lado al otro con esa sonrisa horrenda en la cara, diciendo a todo el mundo que a mediados de la semana que viene se habrá curado, y entretanto los demás vamos dragando el fondo y recogiendo toda la angustia y la rabia que ella suelta por la borda.

—¿Puede una persona hacer una cosa así? —preguntó Gab, apoyándose en los codos.

—¿Te acuerdas de la primera vez que tomó la vitamina C? —señaló Iris—. Se quedó fatal, como esta noche, pero la plantaron en la calle y tuvo que volver a casa ella sola. Cruzó el puente de Harbour en hora punta. No me lo podía creer. Estaba loca de ira. Me entraron ganas de ir derecha a esa clínica y lanzar una granada por la ventana. Pero a la mañana siguiente ella le quitó importancia hasta tal punto que acabé pensando que mi reacción había sido desmedida. Me trató con actitud paternalista. Me sentí como una tonta.

—Fue deprimente —añadió Gab.

—Pues aquí hace exactamente lo mismo —asentí—. Casi se ríe de mí.

Me miraron. A Iris le temblaban los labios.

—Desde que llegó apenas he pegado ojo por las noches —proseguí—. Hago la compra, cocino, limpio. Le filtro las llamadas no deseadas. Soy una criada. Una lavandera. Acarreo su puto colchón y lo pongo al sol. Y no me quejo, de verdad, haría cualquier cosa por ella. Pero la semana pasada va y me suelta: «No necesito una enfermera.»

Tuvimos que hundir la cara en el cojín para ahogar las risas. Gab enseguida se serenó, pero Iris y yo seguimos riendo, presas de un ataque incontenible. Él esperó pacientemente, con la mano en la nuca de Iris, y nos observó mientras jadeábamos y gemíamos.

Siempre había pensado que la pena era la emoción más agotadora. Ahora sabía que era la ira. Permanecí electrizada en la cama el resto de la noche, en estado de ebullición, con la mirada fija en la oscuridad. Cada vez que me adormecía por un momento, se me aparecía el profesor, su cara rubicunda y sus ojos húmedos, y se detenía junto a la cama, sonriendo como un seminarista.

Por fin la mañana asomó entre las lamas de la persiana. En la cocina llené el hervidor y rompí la faja del periódico. Nicola vino por el pasillo arrastrando los pies. Mantenía la cabeza erguida, las cejas enarcadas, la sonrisa amplia y fija. Me saludó con voz cadenciosa.

—¡Bueeenos díaaaas, querida amiga!

—No me hables, Nicola —musité, y enseguida me aparté hacia la encimera—. No puedo ni mirarte, de lo furiosa que estoy.

—Vaya por Dios —trinó con voz atiplada y burlona.

—Ni vaya por Dios ni nada. No me vengas con ésas. —Empecé a sudar bajo la chaqueta del pijama. Me miré el pecho y vi que la piel se me iba poniendo de un desagradable color rojo.

Se detuvo en la puerta. En camisón, se arrebujó con el mantón de lana como una campesina.

—¿Qué pasa, Hel?

El tono carmesí de su mantón teñía el aire alrededor de ella.

—Me gustaría saber una cosa —solté—. ¿Cuándo vas a enfrentarte a la realidad?

Abrió la boca.

—¿A qué te refieres?

—No te hagas la tonta. Te cuido, soy tu criada para todo. Y luego me vuelves la espalda y te ríes de mí. Te ríes de mí.

—¿Cuándo? ¿De qué me hablas?

—En casa de Peggy. Te reíste de mí porque me daban miedo las noches. Lo convertiste en motivo de burla. «¡La pobre Hel!»

—Ah, ¿te refieres a eso? Hace una semana. —Me tendió una mano, con la palma hacia arriba, y bajó la barbilla en un gesto de interés paternal—. Lo siento mucho, querida. No pretendía ofenderte.

Ladeó la cabeza, desplegó los labios, y allí estaba otra vez, la sonrisa, adherida a la cara como látex.

El último resto de autocontrol que me quedaba se vino abajo.

—Quítate esa sonrisa de la cara. Quítatela, o te la borraré yo.

La expresión forzada se desvaneció por sí misma. Mirándome boquiabierta, retrocedió dos pasos.

—¿Por qué estás tan enfadada?

—¡Esta casa rebosa ira! ¿Es que no te das cuenta? Las habitaciones están llenas de ira. Y buena parte tiene que ser tuya.

Nicola tenía los labios entreabiertos y las mejillas hundidas. Allí donde yo posaba la mirada, veía sólo rojo sangre. Ya no podía detenerme.

—Todo el mundo está enfadado, todo el mundo tiene miedo —vociferé—. Tú estás enfadada y tienes miedo, pero te niegas a reconocerlo. Quieres seguir adelante con esta farsa, por eso me echas tu mierda encima. Estoy harta. No puedo respirar.

Encogida, se sentó junto al brazo del sofá.

—Ese tipejo que te trajo aquí anoche... ¿no te das cuenta de que es un matasanos? No hace más que engatusarte.

—Querida —farfulló—, me está ayudando. Son los únicos que me ayudan.

—¿Quién va a ayudarte? ¿La tonta de Colette? ¿Ese gordo memo? ¿El famoso especialista? Son todos repulsivos. ¿Por qué no hacen nada para aliviarte el dolor? Ni siquiera parecen darse cuenta de que sufres.

—¿Sufrir? —repitió ella—. Helen, allí hay una mujer a la que le falta una pierna.

—¿Y ayer qué? Te habrían metido en un taxi si yo no la hubiese armado. Saben cómo te sienta la vitamina C. ¿Por qué no te supervisa nadie?

—Me supervisaba una paciente —repuso Nicola—. Es enfermera. Me vigilaba.

—¿Y te cobran dos mil dólares a la semana por eso? ¿Por dejarte al cuidado de una paciente?

Torció el gesto.

—Janine no es una enfermera cualquiera. Es una enfermera de cuidados intensivos.

¿Dónde tenía yo acumulada toda esa rabia? Salía de mí a borbotones como un vómito.

—¿Es que has perdido el juicio? Mira lo que están haciendo. Esos tratamientos son una verdadera fantochada, Nicola. Te están sacando los cuartos. No pueden curar el cáncer.

—Sí pueden. —Levantó la barbilla y me dirigió una mirada colérica—. Pueden.

—Si me demuestras que la vitamina C por vía intravenosa cura el cáncer, le pagaré a ese canalla de profesor un millón de pavos. Quiero pruebas.

—Sé de un hombre que vive en Grafton, un escultor. Él se curó.

—Eso no es prueba de nada. Es una simple anécdota.

—Existen muchos más casos —afirmó ella—. Hojas y hojas. No las he traído, pero las tengo en casa.

—Sí, claro —repliqué brutalmente—, y como lo has sacado todo de su página web, seguro que es verdad.

El corazón me latía con tal fuerza que unos puntitos negros empezaron a flotar en la periferia de mi visión. Envuelta en el mantón rojo, la cara de Nicola se veía ahora gris y sin vida. Iris apareció detrás de ella en la puerta del pasillo. Se detuvo en el umbral con su pijama de franela, una presencia liviana, con los brazos cruzados. Me atraganté de vergüenza: me sentí como una abusona, sorprendida con las manos en la masa.

—No puedo seguir así —dije con voz aguda—. No soporto la falsedad. Me da asco. Al final acabaré perdiendo la cabeza.

Nicola encorvó los hombros. Inclinó el cuello y bajó la cabeza. Iris entró con paso quedo. Se sentó en el brazo del sofá junto a su tía, le pasó el brazo por los hombros y luego, volviéndose hacia mí y moviendo los labios exageradamente, formó las palabras «sigue adelante».

La miré fijamente, perpleja. Mantenía erguida a Nicola, pero movía la cabeza en un gesto de asentimiento. Su expresión era clara y firme, y sus labios dibujaban una línea recta que no hacía sino reforzar su determinación.

Respiré hondo y continué.

—Cuando ese profesor se marchó, de buena gana habría entrado en tu habitación y te habría dicho: despierta.

—Estaba despierta —susurró.

—Lo que quería decirte es que estás empleando esa maldita clínica como evasión.

Levantó la cabeza con esfuerzo, como un perro viejo y cansado.

—No lo digas, Hel.

—Para eludir lo que tienes que hacer.

Alzó una mano abierta.

—No me lo digas.

—Debes prepararte.

Agachó aún más la cabeza. Iris la abrazó. Nicola se rindió y apoyó la frente en el hombro de la muchacha. Vi que se le contraía el rostro, que apretaba los labios, que las lágrimas empezaban a caerle. Mi ánimo combativo se desvaneció. De pronto sentí una gran debilidad en los brazos y las piernas.

—Ya no te reconocemos —añadí—. Te echamos de menos. ¿Adónde te has ido?

Dejó escapar un sonoro sollozo.

—No soportamos verte sufrir así —proseguí—. No soportamos perderte. Deseamos cuidar de ti. Te queremos mucho. Pero tú te las das de valiente y nos mantienes a distancia. No podemos llegar a ti porque nos ahuyentas. Y haces que nos sintamos ridículas por preocuparnos.

Dejó que Iris le sostuviera la cabeza mientras las lágrimas manaban de sus ojos y le corrían por las mejillas. Pronto la muchacha tuvo una mancha oscura en la pechera del pijama. No obstante, siguió sujetándola, abrazándola, sin hablar, pero mirándome cada pocos segundos y asintiendo con la cabeza, asintiendo.

—Nos agotas con ese estoicismo tuyo —dije—. Es como una máscara horrenda, una máscara que queremos arrancarte para encontrarte a ti.

—No soportamos más esa sonrisa, querida —intervino Iris con delicadeza—. No es necesario que sonrías.

Nicola siguió llorando entre los brazos de su sobrina. Gab se acercó a la puerta, se asomó y se alejó sigilosamente. Pero Iris me sostuvo la mirada sin parpadear, ladeando la cara con expresión seria hacia la encimera; al otro lado, yo retorcía un paño seco entre las manos.

Poco después Nicola dejó de llorar. Respiró hondo con inhalaciones trémulas y se desprendió de los brazos de su sobrina. Iris cogió una servilleta limpia y se la entregó; ella se enjugó los ojos, la dobló y la dejó en la encimera.

Luego, con voz ronca, dijo:

—Pero es que a lo largo de la vida nunca he querido aburrir a la gente con mis sentimientos.

Permanecimos en silencio.

—Si estoy triste o asustada, a nadie le interesa.

Seguimos calladas.

—He aprendido a mantener la boca cerrada y a mostrar una cara optimista.

Se levantó del sofá y se quedó en medio de la sala con su camisón de algodón. El resplandor del tragaluz formaba un halo sobre su pelo blanco. El mantón le colgaba de los hombros huesudos como un cortinaje encarnado.

—En cualquier caso —prosiguió—, eso es lo que me ha enseñado la vida.

Iris se reclinó en el sofá y la observó con ternura.

—Tonterías —replicó—. Lo siento mucho, pero ésa no es manera de vivir.

Por un momento nadie se movió ni habló.

—Crees que has echado a perder tu vida —intervine.

—Y así ha sido.

—Me permito ponerlo en duda.

—También yo —convino Iris.

—¿Por qué te quiere la gente? —pregunté.

Nicola se detuvo en la mancha de luz con una expresión de sorpresa casi cómica.

—¿No será acaso por tu manera de ser? —dije—. ¿Porque eres una amiga leal, por ejemplo? ¿Porque nunca has albergado el menor rencor?

Tomó aire, dispuesta a restarle importancia, pero me adelanté.

—¿O por tu inmensa generosidad? ¿Porque todo lo que tocas se vuelve hermoso?

—¿Y qué me dices de lo divertida que eres? —agregó Iris, aportando también ella palabras de aliento.

—¿Y esas lecturas de obras de teatro nuestras, que fueron idea tuya? ¿Como cuando hicimos Doblegada para vencer y La gaviota?

—¿Y todo el trabajo que haces para la gente y por el que no exiges ningún pago? ¿Leyendo sus novelas, borrador tras borrador? ¿Reescribiendo obras de teatro enteras?

—Sí, ¿y la manera en que escuchas cuando la gente habla? Incluso recuerdas los detalles. Los demás nos sentimos libres cuando estamos contigo, ¿no lo sabías? ¿Crees que eso es malgastar la vida?

Otro largo silencio.

Iris cruzó la habitación hasta la ventana y levantó las persianas. Rectángulos de luz se proyectaron sobre la mesa. Abrí la puerta de atrás. Fuera estaba todo en calma. Una brisa fresca me acarició la mejilla. El sol calentaba las superficies de las cosas, el viejo pavimento de ladrillo. Las sartas de cuentas de la cortina golpearon el marco de la puerta por un momento y volvieron a quedarse inmóviles.

—Ojalá todavía fumara —dijo Nicola—. Ahora saldría al porche y me liaría un pitillo, joder.

Pasó por entre las sartas de cuentas. Iris la siguió.

El agua hirvió y llevé afuera la bandeja.

Nos sentamos las tres en el peldaño del porche y tomamos el té.

—¡Qué mañana tan hermosa! —exclamó una.

—¿Compraremos pescado para cenar? —preguntó otra.

Nicola apoyó el hombro contra el mío. Nos miramos a los ojos y desviamos la vista otra vez, francas y libres. Fue como sumergirnos en aguas serenas. No nos pesaban las piernas ni los brazos, tampoco los corazones. Consulté el reloj. Eran sólo las ocho y media.