El doctor Hathaway, el neurocirujano, tenía la consulta en una casa antigua de ladrillo rojo detrás del hospital Epworth. Era un hombre corpulento, de hombros anchos y pelo espeso, y unas manos delicadas que jugueteaban, encima de la mesa, con la pluma Mont Blanc más gruesa, negra y brillante que yo había visto jamás, del doble de la longitud y el grosor normales, y provista de una colosal plumilla de oro.
Al hablar con Nicola no se anduvo con rodeos.
—He examinado detenidamente el resultado de las pruebas —dijo—. Si se cae o tropieza, si sacude o tuerce el cuello, el tumor que ocupa el lugar de la vértebra C7 podría venirse abajo. Y si eso ocurriera, liberaría partes del tumor y fragmentos de la vértebra afectada.
Desde mi asiento al lado de la puerta, mientra garabateaba desesperadamente en mi cuaderno con un lápiz tembloroso, vi que Nicola tragaba saliva. Ésa fue su única respuesta, aparte de permanecer tan erguida como pudo, mirándolo a los ojos.
—Si eso ocurriera —prosiguió el médico—, quedaría tetrapléjica en el acto. Y ése sería su final.
Añadió que él era el único neurocirujano en Australia capaz de ponerle un soporte de titanio, distinto de los de plástico o los injertos de hueso, para sustituir la vértebra C7 afectada por el cáncer. Le enumeró, y yo los anoté, los días de la semana en que operaba. Le dijo que debería usar un collarín durante tres meses después de la intervención quirúrgica. Luego echó atrás la silla y se quedó mirándola, haciendo rotar diestramente la enorme estilográfica entre el índice y el pulgar.
Carecía del estilo amable, casi tierno, de Maloney, pero de todas formas me inspiró simpatía y admiración por su implacable sinceridad. Sin embargo, mientras guardaba el cuaderno pensé que no podía ser cierto que fuese el único médico capaz de llevar a cabo ese procedimiento. Sin duda debía haber algún otro. Maloney encontraría su equivalente en Sidney, y Nicola tomaría el avión al día siguiente por la mañana, como estaba previsto.
Nicola se puso en pie con cuidado, dejando escapar un ligero suspiro. Le tendió la mano y declaró:
—Vamos a ver al doctor Maloney. Acordaremos un plan con él. Lo llamaré esta tarde.
Hathaway se levantó.
—Le recomiendo encarecidamente que no lo retrase —aconsejó.
Percibiendo los modales anticuados de mi amiga, casi se despidió con una reverencia.
Nicola se apeó del coche delante del edificio de Maloney y yo seguí de largo para buscar aparcamiento. Enseguida encontré una plaza, pero me quedé sentada en el coche durante diez minutos, limándome las uñas, atemorizada. Llamé por el móvil a una periodista de Sidney muy respetada, experta en temas de salud, a la que conocía.
—Claro que pueden operarla aquí —contestó, atónita—. Ayer mismo en el St. Vincent sustituyeron tres vértebras cancerosas a una amiga mía, un poco más abajo en la columna, tres. Su marido me dijo que se habían quedado muy impresionados con el resultado. No puedes ocuparte de esto tú sola. ¿Dónde está su familia?
Su impaciente dureza debería haberme fortalecido, pero de hecho me impulsó a defender a Nicola, a buscar pretextos por ella. ¿Cómo podía alguien no quedar impresionado? Cualquier otra posibilidad sería aterradora.
Cuando llegué a la sala de espera de Maloney, encontré a Nicola sentada en una silla junto a una mujer de mediana edad envuelta en elegantes prendas de vivos colores. Ambas cruzaban perentorios susurros, se mecían y entrechocaban las cabezas agachadas como si conspirasen. Cuando me acerqué, llamaron a la consulta a la otra mujer. Ocupé la silla vacía. Nicola me saludó con una sonrisa febril.
—Era Melanie —dijo—. También viene del Theodore. —Bajó la voz—. Estaba hablándome de un tratamiento a base de una especie de alcohol que puede inyectarse directamente en el tumor. Me ha dicho que en África los médicos están autorizados a practicarlo, pero aquí no. Y ha leído en Internet algo sobre una cámara especial. ¡En Rusia! Que podría estar disponible aquí, pronto.
—Una cámara.
—Sí. Según ella, se trata de un método de diagnosis que usa espirulina. El único problema es que no puede establecer si las células detectadas por este procedimiento son cancerosas o precancerosas.
Dejé el bolso en la alfombra.
—De todos modos debería volver al Theodore —prosiguió, y cambió de posición en la dura silla—. Aún no les he pagado la tercera semana.
Crucé los brazos y cerré los ojos. Deseé desmayarme, perder el conocimiento. Por favor, doctor Maloney, lléveme al hospital. Tiéndame en una cama y cúbrame con una manta de algodón. Permítame yacer allí, sola, en silencio, hasta que esto acabe.
—En realidad es cierto —dijo Maloney desde detrás de un escritorio la mitad de grande que el de Hathaway—. Ese soporte de titanio prácticamente lo inventó él. Si eso es lo que usted quiere, Nicola, él es su hombre.
—Sí, doctor John —contestó ella con fervor—. He decidido que eso es lo que de verdad quiero.
—En ese caso —respondió el médico—, será operada en Melbourne, en el Epworth. A principios de la semana que viene no, de la otra, probablemente.
Maloney debió de advertir que se me caía el alma a los pies. Durante un par de segundos permaneció inmóvil. A continuación añadió:
—Ahora deben ustedes volver a casa y mantener una conversación de una franqueza absoluta.
Pensé que no sería capaz de sentarme al volante. Conduje en un estado de pánico y estupor; me chirriaban las marchas al cambiarlas y no sabía ni qué camino seguir para regresar a casa. Avanzamos lentamente hacia el norte por Nicholson Street. Notaba que ella me miraba.
—Nicola —dije—. No puedes operarte en Melbourne. Debes volver a Sidney y hacerlo allí.
—Ah, no, no, no, querida. Quiero hacerlo aquí. Hathaway es el mejor del país. Lo ha dicho el doctor John.
—Nicola —repliqué, levantando la voz—. Esto es un disparate.
—Confío en el doctor John —declaró—. Si lo hago aquí, el doctor John vendrá a verme.
—Pero no tenemos apoyo. Aquí no hay nadie que pueda ayudarme.
La miré mientras cruzábamos la vía férrea con un traqueteo. Ella mantenía la mirada al frente, sonriendo como una loca.
—El doctor John no es como los otros médicos —adujo con voz suave—. Me aprecia de verdad; lo noto. Se preocupa por mí. Necesito que él me cuide.
Se cerró en banda. No me quedaba más remedio que clavar el puñal.
—¿Vas a hacer el favor de escucharme de una puñetera vez? —exclamé—. No puedo seguir con esto.
Se quedó inmóvil.
—Me he contenido durante tres semanas —continué—. He procurado aguantar hasta mañana, pero no podré resistir ni un solo día más. Y ahora das por supuesto que yo voy a ocuparme del siguiente tramo de la carrera, y del otro. Lo que quiero que entiendas es que estoy agotada. No puedo seguir.
Continuó mirando a través del parabrisas. Pensé en parar y vomitar en la alcantarilla.
De pronto tomó aire con una inhalación trémula y, empleando su tono más noble, empezó a elogiarme:
—¡Y qué magnífica corredora de relevos has sido! Qué fabulosa carrera has llevado a cabo, querida. Claro que ahora ya puedes entregar el testigo. Sé que lo harás. Por mi parte yo alquilaré un apartamento con servicios. O me trasladaré a un motel.
Empezaron a sudarme las manos en el volante.
—Ni hablar —repliqué—, no puedes irte a un apartamento con servicios ni a un motel.
—Claro que puedo. Seguro que hay lugares agradables cerca del hospital. Puedo valerme por mí misma. Sólo tendré que llevar un collarín.
—Escúchame, Nicola. Esto no es una cuestión de collarines. Necesitarás un equipo de personas que te cuide a diario, y noche tras noche: que te cambie las sábanas y las lave, que te compre comida y te cocine. Tu familia y amigos no te permitirán trasladarte a un hotel. Eso no va a ser así. Debes volver a Sidney.
—Mañana por la mañana cogeré el avión. Tú vendrás conmigo, ¿no? No puedo viajar sola. Me pondré de acuerdo con Iris, y pasaré a recoger unas cuantas cosas que necesito. La semana que viene volveré. Tengo docenas de queridas amigas del colegio que viven en Melbourne. Me aceptarán en sus casas de todo corazón.
Me invadió una rabia vertiginosa. Me entraron ganas de estrellar el coche contra un poste, pero para que muriese sólo ella: dejaría la llave en el contacto, cogería mi mochila y saldría corriendo para salvar mi vida.
En cuanto abrimos la puerta de la casa, capté en el ambiente un zumbido de sentimientos desagradables. La ira y el miedo, rigurosamente reprimidos, vibraban en el aire. La nevera estaba vacía. Fui a la tienda en bicicleta y compré algo para comer. Mientras troceaba y asaba, hice un mal gesto y noté un tirón en la zona lumbar. Cuando el gruñido de dolor escapó de mis labios, me ruboricé de vergüenza. Qué rivalidad tan patética, un tirón muscular en la espalda ante un tumor que amenazaba con diseminar su veneno por todo el organismo de mi amiga. Pero ella no me oyó. Estaba tendida en el sofá, delirando en medio de una agitación febril.
—Está Verity —exclamó—. Y Tory y Flick, aunque es posible que ésta se haya ido a vivir a París. Verity se casó con aquel abogado de tanto éxito, ya no me acuerdo cómo se llamaba. Tenían una cabaña divina delante de su casa, al otro lado de la calle, y en ella vivía la au pair. ¡Podría instalarme allí!
—¿Cuándo estuviste en contacto con ellos por última vez?
—Ah, hará sólo unos años.
—Nicola, ¿no deberías consultarlo antes con Verity? Así verías ver si es una posibilidad real.
Desplegó una sonrisa radiante mirándome a la cara, con los ojos vidriosos.
—Ah, no, querida. Me consta que me acogerá sin pensárselo dos veces. Me adora.
—Pero esto es un compromiso para las veinticuatro horas del día. Quizá tenga... en fin, ya me entiendes... responsabilidades familiares, un empleo...
Se quedó inmóvil por un momento; luego chasqueó la lengua e hizo un ademán para restarle importancia. Cogió un lápiz.
—Bueno, si no le va bien, reservaré... reservaré habitación para todos en un hotel. En el Windsor. Cogeré una suite en el Windsor.
—¿Para todos? ¿Quiénes son todos?
Empezó a anotar los nombres de los amigos de Sidney y los parientes en el campo que, según le «constaba», acudirían corriendo a Melbourne, por turnos, para cuidar de ella. Su hermana Pip se plantaría allí en un santiamén. Iris lo abandonaría todo para atenderla. Claire dejaría a sus hijos en Byron y tomaría el primer vuelo rumbo al sur. Harriet viajaría desde Yass. ¡Todos estarían a bordo! Nicola los traería en avión a Melbourne, Nicola les reservaría los pasajes, Nicola pagaría.
Yo estaba ante la parrilla, mareada de pavor.
—Pero eso costará...
—Cualquiera dispuesto a dejar su vida de lado por cuidarme —declaró con un gesto regio de la mano que empuñaba el lápiz— merece lo mejor que pueda pagarse con dinero. Ahora veamos. Estaré ingresada en el hospital tres días. O sea que...
—¿Tres días? ¿No ha dicho Maloney entre siete y diez?
—Tonterías, Hel. Saldré de allí en un abrir y cerrar de ojos. Bien, ¿qué días opera Hathaway? ¿Martes y viernes?
Para eso al menos tenía pruebas. Saqué el cuaderno del bolso y leí con palpable autoridad lo que había escrito en la consulta:
—Opera los lunes y viernes.
Bajó la cabeza con gesto de determinación.
—No. No era los lunes. Era los martes.
Cogió el inalámbrico y telefoneó a la recepcionista de Hathaway. Mientras escuchaba, se le enrojecieron los pómulos. Henchida de fuerza, lanzó el aparato a la alfombra.
—Sabía que no me equivocaba. Opera los martes. —Erguida contra los cojines, me lanzó una radiante mirada triunfal—. Por cierto, mientras estabas en la tienda, ha llamado a la puerta Bessie. He fingido que no había nadie en casa.
Sujeté el cuaderno con la goma elástica, me marché renqueando a mi habitación y me tumbé en la cama. Desde allí la oí hablar por teléfono, parloteando, prorrumpiendo en carcajadas, organizando la tropa, reuniendo refuerzos. Al cabo de un rato me llamó desde el pasillo: iba a ir en tren al centro para saldar su deuda con el Instituto Theodore. La casa tembló hasta los cimientos con su portazo.
En algún momento me adormecí. Poco después de las cuatro llamaron a mi ventana con un ligero golpeteo: entre las lamas brillaban los ojos de Bessie. Me levanté y abrí la puerta de la calle. De pie en el felpudo, me miró, con el ala oscura de su sombrero echada atrás como la de un soldado de caballería. Saltó sobre mi cama y allí nos quedamos tendidas. Había estado pensando y quería hacerme partícipe del resultado de sus reflexiones.
—Cuando muere una persona —dijo—, una pequeña parte de ella sale volando de su cuerpo.
—Sí —contesté—. Ya lo había oído decir. Es una idea preciosa.
—Esa parte se llama alma.
Me cogió la muñeca y me acarició con suavidad. Fui consciente de su tacto, la fragilidad de la articulación.
—Todo el mundo tiene que morir —declaró—. Incluso yo. Incluso Hughie. Y abuela, si nosotros muriéramos, tú también te morirías. Porque te quedarías muy triste.