XXI
Paul Muniment sufría ataques de silencio mientras los otros hablaban, pero en aquella ocasión llevaba media hora sin despegar los labios. Cuando hablaba, Hyacinth le escuchaba casi sin aliento y, cuando no decía nada, le miraba fijamente y escuchaba lo que decían los otros a través de lo que expresara su cara inocente. En el Sol y Luna, Muniment prestaba muy poca atención a su joven amigo, y no hacía nada que pudiera dar a entender que eran compinches. En algunos momentos Hyacinth comprendía que le ponía de mal humor ver la seriedad con que le contemplaba el inquieto encuadernador, incapaz de ocultarla a los otros. No sabía si por parte de Muniment eso obedecía a un sistema o si era prudencia calculada, o si se debía únicamente a la superior rudeza latente en su carácter que, sin intención de hacer daño, le llevaba a impacientarse con la palabrería. Palabrería en el Sol y Luna había muchísima; algunas noches, una ráfaga de imbecilidad parecía soplar sobre la asamblea, y uno sentía vergüenza de estar asociado a tanta estupidez flagrante y a tan patente vanidad. En esos momentos, todos, con dos o tres excepciones, se ponían a hacer el idiota, golpeaban la mesa, y repetían una y otra vez alguna frase sin sentido que parecía ser todo lo que tenían en la cabeza. Había hombres que se pasaban la noche diciendo: «Ésas fueron mis palabras en el mes de febrero último, y yo me aferró a lo que digo, me aferró a lo que digo»; y otros que preguntaban invariablemente a los reunidos: «¿Y qué diablos puedo hacer yo con diecisiete chelines, con diecisiete malditos chelines? ¿Qué puedo hacer con ellos, queréis decírmelo?», pregunta que, a decir verdad, solía recibir una grosera respuesta. Había otros que repetían hasta la saciedad que si no se hacía hoy habría que hacerlo mañana, y varios que proclamaban sin cesar que lo mejor era arrancar otra vez las verjas del parque, aunque sólo fuera por el gusto de levantarlas. Un zapatero bajito, con la cara cenicienta y los ojos colorados, aspecto que Hyacinth deploraba, se expresaba casi siempre con las mismas palabras: «Bueno, pero ¿lo tomamos en serio o no lo tomamos en serio?, eso es lo que quiero saber». Él lo tomaba muy en serio, pero esa era la única manera que tenía de demostrarlo. Tenía mucho en común (aunque siempre estuvieran discutiendo) con un hombre de cara enrojecida, rasgos borrosos y estentórea respiración, que se suponía entendía mucho de perros, tenía las manos gordas, y llevaba en el dedo índice una sortija grande de plata, que contenía pelo de alguien, que Hyacinth creía era el mechón arrancado a un perro. Tenía siempre el mismo estribillo: «Bueno, ¿y estamos a punto de morirnos de hambre o no estamos a punto de morirnos de hambre? Me gustaría saber lo que opinan los reunidos sobre esa cuestión».
Cuando el tono bajaba tanto, Paul Muniment se limitaba a silbar un poco, se recostaba con las manos en los bolsillos y contemplaba la mesa. Hyacinth creía a veces que estaba a punto de estallar y decirles a todos lo que pensaba de ellos, veía con toda claridad lo que se le pasaba por la cabeza, pero Muniment nunca llegaba a comprometer hasta ese punto su popularidad; la consideraba —se lo había dicho a su camarada— como arma demasiado valiosa, y se dedicaba a cultivar la paciencia, cosa que tenía la ventaja de enseñarle a uno que siempre era mejor pensar por su cuenta. En realidad, a Hyacinth le parecía que esa popularidad no era tan grande, y el único síntoma de error que había descubierto en su amigo era su tendencia a sobreestimarla. Muniment pensaba que muchos de sus colegas eran unos brutos, pero Hyacinth creía que él sabía mejor lo brutos que eran; y que ese concepto equivocado le servía a Paul de soporte para creer en su influencia, una influencia que sería más fuerte que la de ninguno el día en que se decidiera a ejercerla. Hyacinth deseaba que llegase ese día; estaba seguro de que hasta entonces no sabrían dónde estaban, y que aquello por lo que luchaban tan ciegamente y con tantos obstáculos, en una especie de eterna niebla intelectual, pasaría de la etapa de pura discusión, del puro deseo punzante y atormentador, a una realidad sólida y firme. A Muniment se le escuchaba unánimemente cuando hablaba, y cuando estaba ausente también se hablaba de él, y en general por medio de alusiones veladas y sobrentendidas; pero se sospechaba que veía más allá de lo que era necesario. Como dijo una noche uno de los más inveterados asistentes al club: con que un hombre pudiera ver hasta dónde llegaba al tirar un ladrillo, tenía bastante. Se creía que no tenía ninguna queja personal que hacer, o quizá que si la tenía no quería hacerla, actitud que sólo podía encerrar el germen de un desapego latente. Hyacinth se daba cuenta de que él estaba también expuesto a sufrir esa misma acusación, pero no podía evitarlo; le habría resultado imposible comentar en el Sol y Luna, para demostrar que era sincero, el estado en que se encontraba su guardarropa o decir que hacía seis meses que no probaba ni un penique de bacon. Algunos miembros del club parecían disfrutar a perpetuidad del ocio involuntario: narrando sus peregrinaciones inútiles en busca de empleo, los desaires más crueles y las anécdotas más significativas de la insolencia con que eran recibidos. En algunos momentos a Hyacinth le hacían sentirse muy incómodo, pues comprendía que si llegara a quedarse sin trabajo sería únicamente culpa suya, y que tenía en sus manos una hermosa herramienta para ganarse el pan, en la que podía confiar plenamente. No dejaba de comprender tampoco que su posición en aquella pandilla de descontentos (sólo pequeña si se conocía el número de los reunidos pero grande por sus posibilidades, sus ramificaciones y alcances) era peculiar y distinguida: podía resultar favorable si desarrollaba la energía y seguridad que habían de ayudarle a hacer uso de ella. Tenía la íntima convicción —la prueba se palpaba en el aire, en la facilidad con que se movía en el Sol y Luna— de que Eustache Poupin se había dedicado por su cuenta a divulgar la historia de su origen y del desastrado fin de su madre; en consecuencia, como víctima de la infamia social, de las odiosas leyes, se suponía que la cuenta que tenía que saldar era más importante que la de otros. Era un revolucionario ab ovo, y eso servía para compensar sus elegantes corbatas y su sospechosa seguridad en pronunciar bien las haches (lo había hecho de un modo natural desde pequeño), además de poseer un tipo de manos que podría no resultar el más recomendable en un sistema de igualdad absoluta. A Poupin no le hablaba nunca del asunto, porque era demasiado lo que le debía al francés para reprocharle cualquier paso que hubiera dado con buena intención; por otra parte, su compañero de trabajo en el taller de Crook ya le había dicho, como anticipándose a que le acusara de indiscreto:
—Recuerda, hijo mío, que soy incapaz de descorrer cualquier velo que tú puedas preferir que permanezca echado sobre tu personalidad. Tu dignidad moral siempre estará a salvo conmigo. Pero recuerda también que entre los desheredados existe un lenguaje místico que no necesita pruebas, una masonería, una adivinación recíproca: pueden entenderse con medias palabras.
Con medias palabras le habían entendido a Hyacinth en Bloomsbury; pero había en él una delicadeza que le impedía aprovecharse de esa ventaja, de tratar de ganarse simpatías, no menos definidas por ser torpes y oscuras, como pasos para alcanzar el éxito. No deseaba ser un cabecilla porque su madre hubiera matado a su amante y muerto en la cárcel: esas circunstancias reclamaban seriedad, pero también imponían modestia. Cuando la reunión en el Sol y Luna estaba en su mejor momento, y su temple parecía realmente un anticipo de lo que formaba la base de todos sus cálculos —que el pueblo era sólo un león dormido, pero que respiraba ya más de prisa, empezaba a estirar los miembros y a afilar las garras—, en esos momentos, no poco escalofriantes a veces, Hyacinth esperaba la voz que le adjudicara el papel que debía desempeñar. Aspiraba a representarlo con brillantez, ofrecer un ejemplo —un ejemplo que incluso pudiera sobrevivirle— de consagración pura y juvenil. No se consideraba encargado de ofrecer las promesas o asumir las responsabilidades de un redentor, y tampoco sentía envidia del hombre a quien tocara llevar esa carga. Creía que Muniment podía llevarla, y su primer artículo de fe era que estaba dispuesto a sacrificarse para ayudarle a hacerlo lo mejor posible. Era entonces, en esas noches de vibración intensa, cuando esperaba la divina señal.
Durante el segundo invierno las señales llegaron con más frecuencia; la temporada había sido especialmente dura, y en aquel bajo mundo, en el que uno caminaba con el oído pegado al suelo, el rugido perpetuo y profundo de la miseria de Londres parecía subir y subir y formar ya el único murmullo de la vida. El aire turbio llegaba hasta allí en las chaquetas húmedas de los hombres silenciosos y se quedaba flotando en la atmósfera hasta fermentar en un vaho nauseabundo, entre el que se destacaban caras serias y feas, y donde hasta el olor fuerte de las pipas pasaba a ser un elemento más, que parecía decir con feroz obstinación que era todo lo que quedaba, que tenía que valer por el pan y la carne y la cerveza, por los zapatos, las sábanas y las pobres cosas que estaban en la casa de empeños, y por la chimenea que permanecía apagada en casa. A Hyacinth sus colegas le parecían entonces más sensatos, empapados de mayor riqueza de intenciones y alimentando malos deseos contra las clases satisfechas; y aunque todavía resultaba más popular el hombre que preguntaba más veces y sin que sirviera para nada: «¿Qué diablos puedo hacer con media libra?», en más de una ocasión nuestro héroe creyó ver con claridad que la revolución estaba por fin madura.
Esa sensación se hizo especialmente fuerte la noche a que he empezado a referirme, cuando Eustache Poupin se coló en el club y, como si se tratara de una gran noticia, anunció que aquella noche en el este de Londres había cuarenta mil hombres sin trabajo. Al ocupar su puesto, recorrió con sus ojos de extranjero y las pupilas dilatadas todo el círculo de los reunidos: parecía dirigirse a cada uno de ellos individual y colectivamente a un mismo tiempo, como para hacer a todos responsables de escucharle. Debía la posición que ocupaba en el Sol y Luna a la brillantez con que representaba el papel de exiliado político, de ciudadano magnánimo e irreprochable sacado de la cama a medianoche, arrastrado lejos de su hogar, de sus personas queridas y de su profesión, y puesto en la frontera sin más que una chaqueta sobre los hombros. Poupin llevaba muchos años haciendo el mismo papel, pero no había perdido la aureola del proscrito ultrajado, y las apasionadas descripciones que hacía de la amargura del destierro resultaban conmovedoras hasta para quienes sabían lo bien que le había ido desde que estableció por primera vez sus lares en Lisson Trove. Se reconocía que pasaba toda suerte de sufrimientos por sus opiniones; y sus oyentes de Bloomsbury, que aun en sus horas de mayor furia se sentían británicos, no parecían haber hecho nunca la sutil reflexión, aunque hubieran hecho muchas otras, de que había cierta falta de tacto en apelar a su simpatía, como si fuera uno de ellos. Conseguía imponerse por la elocuencia con que daba a entender que si uno no había estado en la hermosa e incomparable Francia no merecía que se hablara de él, y acababa produciendo la impresión de que ese país tenía un encanto absolutamente sobrenatural. Muniment le había dicho una vez a Hyacinth que estaba seguro de que Poupin lamentaría muchísimo volver a su tierra (como podría hacer en cualquier momento, dada la indulgencia de la República, que extendía constantemente la amnistía a más partidarios de la Comuna), porque allí dejaría de ser un refugiado; y fuere como fuere, estaba claro que en Londres iba viento en popa, gracias a suponerse que sufría tanto por serlo.
—¿Por qué nos dice eso como si fuera algo chocante? ¿No lo sabemos y no lo hemos sabido siempre? Pero hace bien en decirlo; nos comportamos como si no lo supiéramos —dijo el señor Schinkel, el ebanista alemán que había presentado al capitán Sholto en el Sol y Luna.
Tenía el pelo grasiento y una cara larga, enfermiza y bondadosa; llevaba siempre un pañuelo sucio anudado al cuello, como si padeciera alguna dolencia local:
—Nos lo recuerda, y hace muy bien; pero vamos a olvidarlo dentro de media hora. No somos serios.
—Pardon, pardon, yo, por mi parte, no puedo admitirlo —replicó Poupin, golpeando repetidamente la mesa con los dedos—. Si no soy serio, no soy nada.
—¡Huy, no!, es usted algo —dijo el alemán mientras fumaba su monumental pipa con aire contemplativo—. Todos somos algo, pero de lo que no estoy tan seguro es de que seamos algo útil.
—Bueno, las cosas irían todavía peor sin nosotros. Yo preferiría estar aquí, en esta especie de pocilga, mejor que fuera —observó el hombre gordo que entendía de perros.
—Sí, claro que es muy agradable, sobre todo si se tiene una cerveza; pero no debe de ser tan agradable allá en los muelles, donde hay cincuenta mil personas muriéndose de hambre. Es una noche muy poco agradable —comentó el ebanista.
—¿Cómo podría ser peor? —preguntó Eustache Poupin, que miraba al alemán como si fuera responsable de lo que había dicho el gordo—. Es tan mala, que la imaginación retrocede, rechaza…
—¡Uf, no nos preocupamos de la imaginación! —declaró el gordo—. Lo que queremos es un cuerpo compacto y en orden de marcha.
—¿A qué llamas cuerpo compacto? —preguntó el zapatero de la cara cenicienta—. Me imagino que no será un cuerpo como el tuyo.
—Bueno, sé muy bien lo que quiero decir —contestó algo malhumorado el gordo.
—Eso es una gran cosa. A lo mejor, uno de estos días nos lo dices.
—Puede que lo veas antes de que llegue ese día —replicó el de la sortija de plata—. Quizá cuando lo veas te acuerdes.
—Bien, pero ya sabes que Schinkel dice que no lo vemos —prosiguió el zapatero, señalando con la cabeza al alemán, que seguía sacando nubes.
—¡Me importa un pito lo que diga nadie! —exclamó el aficionado a los perros, con la vista clavada en lo que tenía delante.
—Dicen que es un año malo, los imbéciles de los periódicos lo dicen —continuó el señor Schinkel, dirigiéndose a toda la asamblea—: Lo dicen a propósito, para dar la impresión de que existen cosas tales como años buenos. Yo les pregunto a ustedes: ¿algún caballero de los aquí presentes se ha encontrado nunca con algo semejante? El año bueno todavía está por venir: podría empezar esta noche, si queremos. Todo depende de que seamos serios durante unas horas. Pero eso es demasiado pedir. El señor Muniment está muy serio; cualquiera diría que está esperando la señal, pero no habla, no habla nunca cuando yo tengo ganas de oírle. Medita profundamente, de eso estoy seguro. Pero es casi tan malo pensar sin hablar como hablar sin pensarlo.
Hyacinth se admiraba siempre de la tranquilidad y frialdad con que se comportaba Muniment cuando la atención del público estaba concentrada en él. Aquellas manifestaciones de curiosidad u hostilidad le hubieran puesto nerviosísimo. Cuando cierto número de gente, sobre todo la clase de gente que se reunía en el Sol y Luna, le miraba o le escuchaba al mismo tiempo siempre se ponía colorado y tartamudeaba, pensando que si no podía tener un millón de espectadores (cosa que le habría inspirado), prefería tener sólo dos o tres; encontraba que un grupo de veinte era algo francamente espantoso.
Muniment sonrió un momento con buen humor y, después de una pequeña vacilación, mirando al alemán y sólo a él, como si su observación valiera la pena, pero no importara que los otros entendieran la respuesta, dijo simplemente:
—Hoffendahl está en Londres.
—¿Hoffendahl? Gott in Himmel! —exclamó el ebanista, sacándose la pipa de la boca. Los dos hombres intercambiaron una mirada, y luego Schinkel añadió—: Eso me sorprende, sehr. ¿Está usted seguro?
Muniment siguió mirándole un rato:
—Si me quedo callado durante media hora con tantas ideas sugestivas revoloteando alrededor, le parece que hablo demasiado poco. Pero si abro la boca para decir tres palabras, parece pensar que hablo demasiado.
—No, no, todo lo contrario. Lo que quiero es que diga otras tres más. Si puede decirme que le ha visto, quedaré plenamente satisfecho.
—¡Hombre, eso ya lo suponía! ¿Usted cree que es la clase de individuo que un fulano dice que ha visto?
—Sí, cuando no le ha visto —dijo Eustache Poupin, que había estado escuchando.
Todo el mundo estaba atento.
—Depende del fulano a quien se lo diga. ¿Ni siquiera aquí? —preguntó el alemán.
—¡Uf aquí! —exclamó Muniment, en tono muy peculiar, y se puso a silbar otra vez por lo bajo.
—Ten cuidado, ten cuidado; vas a hacerme creer que no le has visto —intervino Poupin excitado.
—Eso es lo que quiero precisamente —dijo Muniment.
—Nun, ya entiendo —comentó el ebanista, que se llevó de nuevo la pipa a la boca, después de un intervalo casi tan trascendente como la parada de un vapor en mitad del océano.
—¿Aquí, aquí? —repetía indignado el zapatero—. Pues yo diría que es tan buen sitio como el que haya podido dejar. Puede asomarse y ver lo que piensa de él.
—Es un sitio del que podrían decirnos ahora algo —sugirió el gordo, que parecía haber estado esperando una oportunidad.
Antes de que el zapatero tuviera tiempo de darse cuenta del desafío, alguien preguntó con malos modos de qué diablos estaban hablando, y el señor Schinkel se encargó de contestar que hablaban de un hombre que había hecho lo que había hecho sólo por intercambiar con sus amigos unas cuantas ideas abstractas, por muy valiosas que fueran, en una respetable taberna.
—Entonces, ¿qué demonios ha hecho? —preguntó otro.
Muniment contestó que había pasado doce años en una cárcel de Prusia, y que todavía era, por lo tanto, persona muy interesante para la policía.
—¡Vaya pues si es a eso a lo que llaman ser muy útil, tengo que decir que prefiero la taberna! —gritó el zapatero, dirigiéndose a todos los reunidos y con un aire que a Hyacinth le pareció especialmente odioso.
—¡Doch, doch, sí que es útil! —observó el alemán con filosofía, entre sus humaredas amarillas.
—¿Quiere decir que no está preparado para una cosa así? —preguntó Muniment al zapatero.
—¿Preparado para qué? Yo creía que íbamos a hacer trizas esa clase de establecimientos; creía que era lo más importante de lo que íbamos a hacer.
—Lo harán mejor los que han estado dentro —dijo el alemán—. A no ser que se hayan podrido como el pescado que lleva mucho tiempo. Pero Hoffendahl está todavía muy entero.
—¡Ah, no! Nada de destrozos, nada de destrozar cualquier propiedad que tenga valor —dijo Muniment—. No hay sitios malos, lo único que hay son malas formas de usarlos. Queremos que sigan en pie, y hasta levantar unos pocos más; pero la diferencia es que ahora vamos a meter dentro a los que deben meterse.
—Ya lo entiendo: ese Griffin es uno de los que deben meterse —dijo el gordo señalando al zapatero.
—Yo creía que íbamos a cortarles la cabeza… a toda esa pimpante cuadrilla —comentó el señor Griffin desilusionado.
Entretanto, Eustache Poupin había empezado a ilustrar a los asistentes sobre la persona de Hoffendahl, uno de los más puros mártires de la causa, un hombre que había pasado por todo, que había sido marcado a fuego, torturado, casi desollado vivo, y al que sus carniceros no habían podido arrancar nunca los nombres que deseaban. ¿Era posible que no recordaran aquel asalto, tan bien combinado, que se había hecho a principios de los años sesenta y en cuatro ciudades del continente a un mismo tiempo, y que a pesar de todos los intentos por ahogarlo —habían llegado a llevar directores y periodistas por ver si descubrían algo— había hecho más por la causa social que todo lo intentado hasta entonces?
—¿Y a costa de pasarlas él tan moradas como usted dice? —preguntó una voz con toda simplicidad.
Pero Poupin respondió que ése era uno de esos fallos que resultan más gloriosos que cualquier éxito. Muniment, por su parte, opinó que el asunto había quedado en agua de borrajas, pero que su verdadero valor estaba en que, a pesar de ser cuarenta personas (de uno y otro sexo) las que habían tomado parte, sólo habían cogido a una y sólo una había sufrido. Habían pescado a Hoffendahl, y había sufrido mucho, había sufrido por todos, pero desde ese punto de vista —la economía de material— había sido un éxito extraordinario.
—¿Saben lo que llamo yo a los otros? Los llamo malditos bribones —gritó el gordo.
Eustache Poupin, dirigiéndose a Muniment, expresó su esperanza de que no aprobara realmente esa solución, que no considerara que una economía de heroísmo podía ser una ventaja para cualquier causa. Si él estimaba la intentona de Hoffendahl era porque había sacudido más que ninguna otra cosa —excepto la Comuna, por supuesto—, desde la Revolución francesa, todo el podrido edificio del orden social, y porque el hecho de que las personas implicadas hubieran quedado impunes había producido a las clases depredadoras, a Europa entera, un estremecimiento que todavía no se les había pasado; pero él, por su parte, lamentaba que alguno de los compañeros de la víctima no se hubiera presentado e insistido en compartir con él sus torturas y su cautiverio.
—C’aurait été d’un bel exemple! —dijo el francés, y lo dijo con una mesura tan impresionante que hasta los que no podían entenderle comprendieron que estaba diciendo algo muy especial; mientras el ebanista observó que, puestos en el lugar de Hoffendahl, cualquiera hubiera hecho lo mismo. No le importaba si lo hacían por amor propio, pero podía asegurar que él mismo habría hecho lo mismo si se hubiese confiado en él y le hubiesen agarrado.
—Quiero que me lo aclaren todo primero; luego intervendré —dijo el gordo, que parecía creer que se esperaba que diera seguridades.
—Bueno, ¿y quién es el que tiene que aclararlo? Creo que es de eso de lo que estamos hablando —replicó su enemigo el zapatero.
—¿Un hermoso ejemplo, amigo? ¿Es ésa la idea que tiene de lo que es un hermoso ejemplo? —preguntó Muniment con su cara risueña a Poupin—. ¡Un hermoso ejemplo de estupidez! ¿Acaso sobra por ahí tanta gente capacitada?
—Capaz de grandeza de alma garantizo que no.
—Su grandeza de alma suele ser grandeza de desatinos. El primer deber de un hombre es no dejarse agarrar. Si quieres demostrar que eres capaz, ésa es la forma de hacerlo.
Al oírlo, Hyacinth sintió de repente ganas de hablar:
—Pero a alguno siempre tienen que cogerle, ¿no? ¿No han cogido siempre a alguien?
—¡Hombre!, podrían cogerte a ti, si te parece —dijo Muniment sin mirarle—. Si consiguen echarte mano haz lo que hizo Hoffendahl, y hazlo como la cosa más natural; pero si no te cogen, tu supremo deber, tu religión, es permanecer tranquilo y reservarte para otra ocasión. El mundo está lleno de bestias inmundas que me gustaría fueran llevadas a paletadas y por millares; pero siempre que se trate de personas honradas y de hombres valientes, me opongo a la idea de sacrificar a dos si puede bastar con uno.
—Trop d’arithmétique, trop d’aritmétique! ¡Eso es terriblemente inglés! —exclamó Poupin.
—Sin duda, sin duda; ¿qué otra cosa podría ser? Usted no compartirá nunca mi destino si tengo un destino y puedo evitarlo —dijo Muniment riéndose.
Poupin contempló asombrado su ruda alegría, como si pensara que los ingleses, además de calculadores, eran de poca sustancia:
—Si yo tengo que sufrir, confío en hacerlo por la humanidad doliente, pero también por Francia.
—¡Hombre! Yo espero que no tenga usted que padecer más por Francia —dijo el señor Griffin—. ¿No le ha servido de nada a ese insaciable país suyo todo lo que ha tenido que aguantar hasta ahora?
—Bueno, yo quisiera saber a qué ha venido Hoffendahl. Estoy seguro de que es muy amable por su parte pero ¿qué va a hacer por nosotros? Eso es lo que yo quiero saber —comentó en voz alta y en tono de argumentación un personaje que estaba al otro extremo de la mesa, en la parte opuesta al sitio que ocupaba Muniment.
Se llamaba Delancey y decía que estaba empleado en una fábrica de soda, pero Hyacinth tenía la sospecha de que era peluquero; sospecha basada en el alto y lustroso rizo que coronaba su gran cabeza, y en la forma de colocarse detrás de la oreja, como si se tratara del peine de un barbero, el lápiz que empleaba para anotar cuidadosamente lo que se discutía en el Sol y Luna. Expresaba sus opiniones con frecuencia y con claridad; tenía unos ojos acuosos (Muniment decía que eran también de soda), y aversión personal a un lord. Quería cambiarlo todo menos la religión, con la que estaba de acuerdo.
Muniment contestó que de momento no podía decir a qué había venido a Inglaterra el revolucionario alemán, pero que esperaba dar alguna información sobre el asunto la próxima vez que se reunieran. Estaba seguro de que Hoffendahl no había venido sólo por venir, y se atrevía a afirmar que no pasaría mucho tiempo antes de que sintieran el impulso que había dado a la causa que todos defendían. Era un hombre de gran experiencia, a quien sería muy útil consultar. Si en aquel momento y en aquel lugar existía algún camino para ellos, era seguro que lo conocía.
—Estoy totalmente de acuerdo con la mayoría de vosotros, al menos me lo parece —dijo Muniment con la naturalidad y alegría acostumbradas—; estoy de acuerdo en que ha llegado el momento de poner manos a la obra y llevarla adelante. Estoy totalmente de acuerdo en que el estado de cosas actual —hizo una pausa, y continuó en el mismo tono amable— es algo infernal e infame.
Distintas demostraciones acogieron sus palabras: había quien decía que si el alemán quería aparecer por allí y fumarse una pipa con ellos, se alegrarían mucho de verle, y quizá pudiera enseñarles las señales que le había dejado el potro; mientras otros afirmaban que no necesitaban ya más consejos, que les habían dado consejos suficientes para trastornarle el estómago a un burro. Lo que deseaban era demostrar su fuerza, sin perder más tiempo en palabras; servir para algo o para alguien; echarse a la calle y cargarse pronto algo, mejor aquella misma noche. Mientras estaban allí hablando, había en Londres medio millón de personas que no sabían de dónde iban a lograr comida al día siguiente; que lo que ansiaban hacer, a menos que fueran sólo una colección de viejas remilgadas, era decirles dónde podían cogerla y entregársela a manos llenas. Hyacinth escuchaba, con la atención dividida, lo que repetían de un lado y de otro; aquella noche había verdadera emoción, un latido febril en la trasera del Sol y Luna, y se sentía contagiado por los incitantes planes. Pero su pensamiento seguía una dirección propia; quería saber lo que se reservaba Muniment (Paul no hacía más que jugar con la concurrencia), y su imaginación, espoleada por la idea de conocer al heroico Hoffendahl, y por la discusión de si debía hacerse frente al destino o tratar de escapar de él, se había lanzado a inventar posibles peligros y a pensar qué haría él en el caso de verse obligado a pagar por todos. Las opiniones expresadas en voz alta, contradictorias e inútiles, continuaban en torno a él, pero lo único que veía claro era que la concurrencia se mostraba cada vez más favorable a asaltar las panaderías, y que se hacían también numerosas referencias a las carnicerías, tiendas de comestibles y hasta a los vendedores de pescado. Se encontraba en un estado de gran exaltación interna, con un inmenso deseo de encontrarse cara a cara con el incomparable Hoffendahl, escuchar su voz y tocar su mutilada mano. Estaba dispuesto a todo: sabía que por su parte, aunque no fuera con abundancia, tenía asegurados el desayuno y la cena, y que sus colegas se mostraban quizá más brutos y torpes que nunca; pero el aliento de la pasión popular le había calentado el rostro y el corazón, y tenía la impresión de ver, enormemente magnificada, toda la monstruosidad de las grandes úlceras y males de Londres: la miseria endémica, gritando eternamente y en vano desde la oscuridad, y al lado de graneros, tesoros y lugares de placer donde reinaba una vergonzosa abundancia. En tal estado de ánimo, le parecía que sobraban las razones: los hechos resultaban tan imperativos como los gritos de uno que se está ahogando, pues mientras la pedantería ganaba tiempo, el hambre y la angustia lo hacían también. Sabía que Muniment no era partidario de esperar, que consideraba llegado el día de rectificar por la fuerza todas aquellas horribles desigualdades. En la última conversación que habían tenido, su juicioso amigo le había dado una garantía más definitiva que nunca de ponerle en el grupo de acción inmediata, aunque había vuelto a decir una vez más que esa fórmula con la que el encuadernador parecía estar tan encaprichado no pasaba de ser pura jerigonza. Él detestaba esa clase de etiquetas pretenciosas; las consideraba aptas para políticos y aficionados. Pero, por otra parte, había dejado bien claro que lo que tenían que hacer era aterrorizar a la sociedad, aterrorizarla de veras; hacerle creer que las clases hasta entonces estafadas se habían unido por fin, que habían comprendido que si se mantenían estrechamente unidas serían irresistibles. Muniment tampoco se había molestado en ocultar que la verdad era que no estaban unidas y que no habían comprendido nada. Pero, de todas maneras, a la sociedad se le podía asustar, y todo buen susto que se le diera era una baza a favor del pueblo. Si Hyacinth hubiera necesitado aquella noche alguna prueba para alimentar una fe que superase a la lógica la habría encontrado en la tranquila declaración de su amigo; pero esas palabras le llevaban más que nada a preguntarse qué tendría Paul en la cabeza en aquel momento. No tomaba parte en las vociferaciones; había llamado a Schinkel para que fuera a sentarse a su lado, y los dos parecían conversar con toda tranquilidad, mientras la atmósfera se cargaba por momentos, las frases subversivas subían de tono, y la sofocación de las caras alcanzaba grados increíbles. Lo que Hyacinth más deseaba saber era por qué Muniment no le había dicho que Hoffendahl estaba en Londres y que le había visto; porque de que le había visto, a pesar de que eludiera la pregunta de Schinkel, estaba más que seguro. Pensaba pedirle información más tarde, y entretanto, sin resentimiento, pero con cierto dolor, esperaba que Muniment llegara a tratarle con más confianza. Si había algún secreto con respecto a Hoffendahl —y era seguro que lo había—, Muniment, con toda razón, y aunque hubiera soltado el anuncio de su llegada para producir efecto, no tenía intención de comunicar todo lo que sabía a los que participaban en aquel guirigay; pero si había algo más que exigiese una entrega silenciosa, Hyacinth esperaba con impaciencia que se le permitiera demostrar esa superioridad. Estaba nervioso y tenía calor; se levantó de repente y, cruzando el tortuoso y grasiento pasadizo que comunicaba con el mundo exterior, salió a la calle. Caía aguanieve y el aire era sucio, pero le refrescaba, y se quedó delante del bar, fumando otra pipa. Figuras con las ropas mojadas y sucias entraban y salían, y un hombre andrajoso, con la cara muy colorada, a quien habían echado fuera, gimoteaba bajo el brillo crudo de la hilera de luces. Relucía el agua en los charcos y la calle, bordeada de casas bajas y renegridas, se alargaba a derecha e izquierda en medio de la cellisca e iba a perderse en la enorme y trágica ciudad, donde una inmensa miseria se agazapaba bajo la sucia noche, agorera, monstruosamente quieta, aullando tan sólo en el reñidero de gallos que tenía detrás de él. ¿Y qué podía hacer? ¿Qué oportunidad podía presentarse? Los desatinos y opiniones encontradas que había escuchado hacían que el desamparo de todos fuera aún mayor. Si algo deseaba mientras estaba allí era que toda aquella gente engañada y enardecida saliera con Muniment a la cabeza, inundara aquel mundo dormido, sacara a millares de miserables de sus suburbios y madrigueras, se derramara por los barrios egoístas, y con un tremendo alarido de hambre despertara a los hartos indiferentes y los hiciera caer de terror. Anduvo por allí un cuarto de hora y, en vista de que ese gran momento no llevaba trazas de empezar, entró de nuevo en el ruidoso club, atormentado por descubrir qué idea mejor que aquella tan mala (pero que tenía al menos el mérito de ser una idea) podía albergar Muniment en su privilegiado cerebro.
Al volver a entrar vio que la reunión se disolvía en pleno desorden o, por lo menos, en plena confusión, y que aquella noche no habría ningún intento organizado de ir a salvar a cualquier número de víctimas. Todos los hombres estaban ya en pie y se disponían a salir entre empujones de trajes raídos, arrastre de sillas y bancos, ahorrativa disminución del gas, y disgusto y resignación más o menos acusados. Nada más entrar Hyacinth, Delancey, el presunto peluquero, se encaramó en una silla, en el último extremo de la habitación, y lanzó a voces una acusación que hizo detenerse a todo el mundo y mirarle con asombro.
—Bueno, antes de que nos separemos, quiero decirles a todos lo que más me choca. No hay un solo hombre en todo este bendito grupo que no sienta miedo por su pellejo: ¡miedo, miedo, miedo! Yo iría adonde fuese con cualquiera, pero ¡por Dios!, que no hay otro, según veo. No hay un solo hijo de madre entre vosotros que se atreva a poner en peligro sus preciosos huesos.
Aquel pequeño discurso le sentó a Hyacinth como si le hubieran dado una bofetada en la cara: le parecía dirigido personalmente a él, como si le hubieran tirado un taburete o una bota con los clavos de punta. La habitación parecía dar vueltas, subir y bajar al tiempo que oía una explosión de carcajadas y burlas, gritos de «¡Orden, orden!», unas palabras más claras de Muniment: «¡Delancey, te digo que bajes!»; la voz de Eustache Poupin, que gritaba «Vous insultez le peuple!, vous insultez le peuple!» y otras respuestas que no se distinguían por su refinamiento. Un momento después, él mismo se encontró subido en otra silla frente al barbero, y vio que la conmoción de la asamblea ante aquel despliegue repentino se había transformado en expectación casi humorística. Era la primera vez que pedía que le prestaran atención, cosa que le fue concedida en el acto. Estaba seguro de hallarse palidísimo, y hasta temía que advirtiesen que temblaba. Su única esperanza era no resultar ridículo cuando dijo:
—Creo que no hace bien en decir eso. Hay otros además de él. En cualquier caso, quiero hablar por mí mismo; puede que venga bien; no puedo evitarlo. Yo no tengo miedo; estoy seguro de no tenerlo. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa que sirva para algo, cualquier cosa, cualquier cosa… y maldito lo que me importa. No considero en modo alguno que mis huesos sean preciosos, comparados con otras cosas. Si se está seguro, no se tiene miedo, y si a uno le acusan, ¿por qué no va a decirlo?
Le parecía que había estado hablando mucho tiempo y cuando terminó apenas entendía lo que pasaba. En un instante se vio en el suelo, casi entre los pies de los otros; avasallado entre muestras de aplauso y familiaridad, risas y burlas, empujones y golpes en las costillas. Se sintió también oprimido contra el pecho de Eustache Poupin, que parecía estar sollozando, mientras oía decir a otro: «¿Habéis oído al endiablado golfillo, más valiente que un león?». Hubo una propuesta de desafío entre él y Delancey, que sin saber cómo no se llevó a cabo y, pasados cinco minutos, el club estaba desocupado, pero no para formarse otra vez fuera en procesión revolucionaria. Paul Muniment le había cogido por su cuenta y decía: «Voy a pedirte que te quedes, pequeño malhechor, que me maten si esperaba verte discurseando».
Muniment se quedó, y monsieur Poupin y Schinkel también se entretuvieron un poco, poniéndose los abrigos, en la penumbra de una luz de gas superviviente, y en aquel ambiente falto de ventilación, que parecía ser característico de todas las reuniones de Bloomsbury.
—Te juro que te creo valiente —dijo Muniment, que le miraba con cara seria.
—Crees que es un farol, amor propio, como dice Schinkel. Pero no lo es. —Hyacinth preguntó—: Pero por Dios, ¿por qué no hacemos algo?
—¡Huy, hijo mío!, ¿a quién se lo dices? —exclamó Eustache Poupin, con los brazos cruzados y aire desesperado.
—¿Qué entiendes por «hacemos»? —dijo Muniment.
—Todos nosotros. Hay muchísimos que están preparados.
—¿Preparados para qué? Si no hay nada que hacer…
Hyacinth se quedó pasmado:
—¿Y por qué diablos vienes aquí entonces?
—Estoy por decir que no vendré mucho. Es un sitio en el que uno siempre ha visto demasiado.
—Empiezo a preguntarme si yo no he visto demasiado en ti también —se aventuró a decir Hyacinth, mirando a su amigo.
—No digas eso. ¡Va a presentarnos a Hoffendahl! —exclamó Schinkel, que se quitó la pipa de la boca y la guardó en un estuche casi tan grande como el de un violín.
—¿Te gustaría ver al verdadero hombre, Robinson, o sea, lo verdaderamente importante? —preguntó Muniment, con la misma extraña seriedad.
—¿Lo verdaderamente importante? —Hyacinth miraba a sus compañeros uno tras otro.
—No lo has visto todavía, aunque creas que lo has visto.
—¿Y por qué no me lo has enseñado antes?
—Porque no te había visto nunca echando discursos. —Esas palabras sonaron más a broma.
—¡Vete a paseo con el discurso! Tenía confianza en ti.
—Claro, por eso he tenido tiempo.
—No vengas si no estás decidido, mon petit —dijo Poupin.
—¿Vais ahora a ver a Hoffendahl? ¿Es él el verdadero hombre?
—No lo pregones a voces. Quiere un perfecto caballero, y si tú no lo eres…
—¿Es verdad? ¿Iremos todos? —preguntó Hyacinth impaciente.
—Sí, estos dos están metidos en ello. No son muy juiciosos, pero sí buena gente —dijo Muniment, mirando a Poupin y a Schinkel.
—¿Eres tú, Muniment, lo verdaderamente importante?
Muniment fijó en él sus ojos:
—Sí, tú eres el cordero que necesita para el sacrificio. Está en la otra punta de Londres. Tenemos que coger un coche.
—Tranquilo, hijo mío, me voici! —Y Poupin condujo hacia afuera a su amigo.
Salieron todos del Sol y Luna y tardaron algo más de cinco minutos en encontrar el coche de cuatro ruedas que dignificaba y parecía dar mayor importancia a su proyecto. Después de haber entrado en él, Hyacinth se enteró que el «verdadero hombre» sólo estaría en Londres tres días; podía tener que salir huyendo a la mañana siguiente, y estaba acostumbrado a recibir visitas a las horas más intempestivas. Era ya casi medianoche; con la impaciencia y curiosidad que sentía, Hyacinth encontró el viaje interminable. Iba sentado al lado de Muniment, que le había pasado el brazo por los hombros, y le tuvo agarrado todo el tiempo, como si quisiera dar a entender que tenía una deuda pendiente. A Hyacinth le gustaba que lo hiciera, hasta que empezó a pensar si no querría tenerle seguro frente a posibles malos pensamientos. Todos acabaron sentados en silencio, mientras el coche daba tumbos a través de millas enteras de oscuridad y, cuando por fin paró, Hyacinth, con la falta de luz y la llovizna, ya no sabía ni dónde estaba.