XXVI
—Claro que puede venir y quedarse aquí todo el tiempo que quiera —exclamó la princesa, cuando Hyacinth le habló por la tarde de su encuentro.
Hablaba con la dulzura y la absoluta sorpresa que reflejaba siempre su cara cuando la gente (de un modo absurdo según ella) le pedía permiso para hacer algo. Por su forma de acceder a la petición de Sholto —con una facilidad que le quitaba importancia, como si no valiera la pena hablar de eso— el relato que el capitán había hecho de sus relaciones podía pasar por una broma muy bien preparada, pero no menos ridicula. Envió un mensajero a Bonchester con una nota, y Sholto llegó justo a tiempo de vestirse para la cena. La princesa llegaba siempre tarde, y a Hyacinth arreglarse para esos casos le llevaba también mucho tiempo (sentía cruelmente las deficiencias, pero intentaba convencerse de que eran muy honrosas y de que el único atavío digno de él era más o menos su traje de faena); por eso, cuando el cuarto miembro de la reunión bajó al salón, la única persona a quien encontró fue madame Grandoni.
—Santissima Vergine! ¡Cuánto me alegro de verle! ¿Qué buenos vientos le han traído por aquí? —exclamó en cuanto vio entrar a Sholto en la habitación.
—¿No sabía que vendría? ¿Tan poca sensación ha producido la noticia de mi llegada?
—No sé nada de los asuntos de esta casa. He acabado por dejarlos todos, y ya era hora de que lo hiciera. Me quedo en mi cuarto.
La expresión de la señora no tenía nada de su habitual alegría, más bien reflejaba ansiedad y hasta cierto enfado, y por eso, en aquellos momentos, la buena mujer tenía más que nunca el aire de una dueña que tomaba sus deberes muy en serio. Resultaba casi majestuosa.
—Desde el momento en que ha venido, la cosa mejora un poco. Pero está muy mal.
—¿Muy mal, señora?
—Quizá usted pueda decirme adonde veut en venir Christina. Yo siempre le he sido fiel, siempre he sido leal. Pero he perdido la paciencia. Esto no tiene sentido.
—No estoy seguro de saber de qué habla —dijo Sholto—, pero si la entiendo bien, debo decirle que lo encuentro magnífico.
—Sí, conozco su tono, usted es peor que ella porque además es cínico. Esto sobrepasa todos los límites. Es muy serio. He estado pensando qué debo hacer.
—Claro, y yo estoy casi seguro de lo que hará.
—¡Ah, sí, pero esta vez no pienso volver! —declaró la señora—. El escándalo es demasiado grande. Es intolerable. Pero lo que temo es ponerlo todavía peor.
—Querida madame Grandoni, no puede ponerlo peor ni mejor —contestó Sholto, que se sentó junto a ella en el sofá—. En realidad, a nuestra amiga no se la puede acusar de escándalo. Está por encima y fuera de tales consideraciones y peligros. Ella lleva adelante todo lo que se propone; toma muy pocas precauciones, no tiene ningún miedo. Aparte de eso, tiene una gran cosa a su favor: que no hace nada malo.
—Pues haga el favor de decirme cómo le llama usted a que una señora envíe por un encuadernador y le traiga a vivir con ella.
—¿Y por qué no enviar por un encuadernador igual que por un obispo? Todo depende de quién sea la señora y de lo que sea la señora.
—Pues tendría que preocuparse primero de otra cosa; de no haberse separado de su marido y de más de un centenar de historias.
—La princesa puede hasta con eso. No es corriente, es una excentricidad, es algo difícil de imaginar, si quiere, pero no necesariamente malo. Desde su punto de vista ella hace lo que debe hacen Además, tiene opiniones propias.
—Sus opiniones son la mismísima insensatez.
—¿Y qué importa —preguntó Sholto—, si eso la hace estar tranquila?
—¡Tranquila! ¿Llama usted a esto tranquilidad?
—Claro que sí, si usted también lo toma con calma. Poniéndonos en el peor de los casos, ¿quién puede saber que es su encuadernador? Es la última cosa que se le ocurriría a uno.
—Sí, en ese sentido le escogió muy bien —murmuró la señora, sin desarrugar el entrecejo.
—¿Quién lo escogió? Fui yo, señora, quien lo escogió —dijo el capitán, soltando una carcajada que demostraba lo poco que le preocupaba el asunto.
—Sí, se me había olvidado. En el teatro —dijo madame Grandoni, que le miraba como si tuviera las ideas confusas, pero como si se abriera paso entre ellas cierta repulsión hacia su interlocutor—. ¡Buena jugada le hizo usted allí, pobre muchacho!
—Por supuesto que tendrá que ser sacrificado. Pero ¿por qué tenerle tanta consideración? ¿No he sido sacrificado yo también?
—¡Bueno, si lo lleva como usted! —comentó madame Grandoni, casi con un rugido de desprecio.
—¿Y cómo sabe cómo lo llevo yo? Cada uno hace lo que puede —dijo el capitán arreglándose la pechera—. En todo caso recuerde esto: ella no va a decirle a la gente quién es a causa del chico, y él tampoco lo dirá en atención a ella. Y como tiene mucho más aire de poeta, de pianista o de pintor, el escándalo que teme no se producirá.
—Aunque así sea no deja de estar muy mal —dijo madame Grandoni—. Y él es capaz de soltarlo cualquier día.
—¡Ah! Si a él no le importa a ella tampoco… Pero eso es asunto suyo.
—Mas es terrible echarle a perder así para su trabajo. ¿Cómo podrá volver?
—Si quiere que se quede siempre aquí, no es usted consecuente. Además, si tiene que pagar por eso, se lo merece. No es más que un abominable conspirador contra la sociedad.
Madame Grandoni guardó silencio un momento; luego miró al capitán con una seriedad que hubiera podido impresionarle de no haber tenido un aplomo a toda prueba:
—¿Qué se merece entonces Christina?
—Todo lo que pueda sucederle; todo lo que pueda hacerla sufrir. Pero no será la pérdida de su reputación. Es demasiado distinguida.
—Ustedes, los ingleses, son muy extraños. ¿Es por ser una princesa? —pensó madame Grandoni en voz alta.
—¡Huy, no! Aquí su título no vale nada. En eso podemos ganarla fácilmente. Pero en lo que no podemos ganarla… —El capitán hizo una pausa.
—¿Qué es?
—Pues su total indiferencia ante la opinión pública y la falta de afectación de su originalidad; lo que me ha embrujado a mí precisamente.
—¡Uf, a usted! —se le escapó a madame Grandoni.
—Si tiene tan mala opinión de mí, ¿por qué dijo hace un momento que se alegraba de verme?
—Porque es uno más en la casa, y así todo resulta un poco más natural; la situación es algo menos (¿cómo dijo?) excéntrica. Mientras esté aquí, no me iré.
—Pues no dude de que proyecto quedarme hasta que me echen.
Le miró con sus ojillos turbados, pero no delataban ningún entusiasmo ante la noticia:
—No comprendo cómo puede gustarle una situación así.
—Querida madame Grandoni, el corazón del hombre, sin ser el inexplicable laberinto que es el corazón de la mujer, resulta también bastante complicado. ¿No sé yo lo que va a pasarle al golfillo?
—Es usted un hombre horrible —dijo la señora, y luego, en un tono muy distinto, añadió—: Es demasiado bueno para su suerte.
—Haga el favor de decirme, ¿no lo era yo para la mía?
—¡De ninguna manera! —respondió madame Grandoni, que se levantó y se alejó de él.
La princesa había entrado en la habitación acompañada por Hyacinth. Como la hora de la cena había pasado hacía tiempo, la señora supuso que la pareja se había encontrado en el hall y había estado hablando allí. Hyacinth miraba con sumo interés la forma en que la princesa saludaba al capitán, que fue la más sencilla, natural y amistosa. Durante la cena no hizo ninguna distinción, y le dejó tomar parte en todo, como si fuera allí un habitual como madame Grandoni, aunque, eso sí, un poco menos venerable, y sin darle ocasión en ningún momento a que sus ojos se encontraran. Le había dicho a Hyacinth que no le gustaban sus ojos, y en realidad ninguna otra parte de su persona tampoco. Por supuesto cualquier admiración, viniera de donde viniera, no podía dejar de resultarle agradable, en mayor o menor grado, a una mujer como ella, pero de todas las impresiones que sin proponérselo podía haber producido, la producida en mala hora sobre el capitán Sholto era la que menos halagaba su vanidad. Era un hombre tan poco interesante, tan superficial, tan inútil y vano, y en realidad tan frívolo a pesar de su pretensión (de la que estaba realmente harta) de vivir obsesionado por una sola idea. Nunca se había interesado por un hombre sólo porque estuviera enamorado de ella; pero sí podía decir que la mayoría de los hombres a los que había gustado tenían también algo, algo en su carácter o sus condiciones, que podía darle que pensar a ella. No tanto como para trastornarla, salvo quizá en uno o dos casos; pero, de todas maneras, algo.
Sholto era un tipo de inglés curioso y no especialmente edificante, como le definió más tarde la princesa; uno de esos tipos raros que producen las sociedades viejas que han dejado de florecer, las civilizaciones corrompidas y agotadas. Era una carga para el mundo, un ser puramente egoísta por mucho que presumiera de desinterés. No era absolutamente nada por sí mismo, y no tenía carácter o mérito alguno salvo por la tradición, la imitación y las supersticiones. Tenía una larga ascendencia, procedía de una rancia familia de la nobleza rural, gente que tenía reputación local, pero que carecía de importancia, y había tenido muchísimo cuidado con su pequeña fortuna. Había recorrido el mundo varias veces, «por la caza», en esa forma criminal y devastadora en que lo hacen los ingleses, para destruir y acabar con otras criaturas más hermosas, más altaneras y más ágiles que ellos mismos. Poseía cierto buen gusto, un poquito de inteligencia, algunas lecturas, unos cuantos muebles buenos, un poco de francés y de italiano (mucho menos de lo que creía), una seguridad sin límites y poquísimo que hacer. En el fondo no era nada más que eso: un lujo inútil, trivial y presuntuoso, algo de lo que lleva a la gente a inventar supuestos deberes porque no tienen ninguno verdadero. La gran idea que Sholto tenía de sí mismo, después de considerarse esclavo de la princesa, era la de ser cosmopolita y estar libre de prejuicios. Sobre los prejuicios la princesa no tenía nada que decir ni le preocupaban tampoco; pero le había visto en países extranjeros, le había visto en Italia, y tenía motivos para decir que no entendía nada de aquella gente. Le había encontrado por primera vez hacía varios años, poco después de casarse. No se había dedicado a adorarla desde el primer momento, lo había hecho poco a poco. Fue después de separarse de su marido cuando empezó a estar siempre alrededor de ella, y cuando más le había hecho sufrir. Sin embargo, algo tenía que agradecerle: nunca, que ella supiera, había tenido el descaro de pretender ser más que un amante desamparado y sin esperanza. Su postura era precisamente esa: quería pasar por el modelo número uno de la constancia no recompensada. Ella no podía imaginarse qué era lo que esperaba, quizá la muerte del príncipe. Pero el príncipe no iba a morirse ni ella deseaba en modo alguno que se muriera. No quería ser dura, porque una cosa así resultaba siempre muy halagadora, pero fuera lo que fuera lo que sentía Sholto, cuatro quintas partes eran puro teatro. No era en modo alguno una persona tranquila, y resultaba en muchos aspectos afectado a consecuencia de no haber tenido que dar golpe en su vida, de no tener gustos serios y de haber nacido, sin embargo, con cierta posición. La princesa decía que se alegraba muchísimo de que Hyacinth no tuviera posición, que se hubiera visto obligado a hacer algo más que divertirse; los amigos que le gustaban eran ésos. Le había dicho a Sholto una y otra vez: «Hay montones de personas a las que les gustaría mucho más estar contigo; ¿por qué no acudes a ellas? Esto es perder el tiempo». Estaba segura de que hasta cierto punto había seguido su consejo, y que en lo referente a ella no era en modo alguno el ser absorto y aniquilado por quien pretendía hacerse pasar. Le había dicho una vez que estaba tratando de interesarse por otras mujeres, pero había añadido que no le servía de nada. ¿De qué quería que le sirviese nada de lo que pudiera hacer? Hyacinth, al oírlo, no le dijo a la princesa que tenía motivos para creer que los esfuerzos del capitán en ese sentido no habían sido totalmente inútiles; pero hizo esa consideración para sus adentros y con creciente confianza. Y descubrió una nueva verdad al decir su compañera que, por lo que había visto, el pobre Sholto era una combinación bastante extraña. A pesar de ser bromista tenía también algo siniestro, y confesó que en algunos momentos tenía el presentimiento de que podría hacerle daño algún día. Ese comentario hizo pararse a Hyacinth en el umbral del salón y preguntar en voz baja:
—¿Le tiene miedo?
La princesa sonrió como no lo había hecho nunca:
—Dio mio!, ¿cómo dice eso? ¿Querría matarle por mí?
—Ya sabe que tendré que matar a alguien. Pues si estoy dispuesto, ¿por qué no había de ser él si es el que le preocupa?
—¡Huy, amigo mío, si tuviera que empezar a matar a todos los que me preocupan! —suspiró la princesa, mientras los dos entraban en el salón.